Aretes de Esparta (9 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Capítulo 10

499 a.C.

Pocas semanas después de nuestra visita a Giteo, empecé la educación que Esparta destina a las mujeres. Como toda espartana, mi educación comenzó a los siete años, siguiendo las normas establecidas por el éforo Quilón que había gobernado la ciudad en tiempos del padre de mi abuelo. Este político reformó las leyes del legislador Licurgo, el fundador de Esparta. Según ellas, como mujer, se esperaba principalmente de mí que contribuyera a engendrar guerreros fuertes. La educación de las mujeres corre a cargo de la Polis y se basa en la gimnasia, la lucha y el atletismo. Se trata de combatir los rasgos considerados más femeninos, como la gracia o el interés por la cultura, mientras se endurece el cuerpo. Los ejercicios tienen como finalidad principal capacitarnos para engendrar niños sanos y fuertes. Las mujeres espartanas vestimos habitualmente el peplos antiguo, abierto por el costado, lo que aún suscita bromas y comentarios lascivos entre los demás griegos, especialmente entre los atenienses, que nos llaman las
fainomérides
, las que enseñan los muslos, aunque yo creo que el epíteto nos lo han puesto sus mujeres por envidia.

En las ceremonias religiosas y en las fiestas vamos desnudas, lo mismo que en las competiciones públicas de atletismo o lucha. La educación femenina busca reducir al mínimo los sentimientos, y el matrimonio no es sino la ocasión de producir futuros guerreros. Incluso el préstamo de esposas entre amigos se ha considerado normal, y no es oficialmente vergonzoso ceder la propia esposa a alguien más joven y fuerte que engendre de ella hijos igualmente vigorosos. A mí, este punto de la ley siempre me ha parecido indecente y conozco a pocos espartanos que lo vivan así, al menos públicamente.

Como contrapartida a nuestra severa educación, las mujeres es partanas gozamos de una notable libertad de movimientos, a diferencia de las demás mujeres griegas, que permanecen recluidas casi de por vida en el gineceo. Nosotras podemos heredar de nuestros padres, lo que nos proporciona gran independencia de los hombres, y solemos ser las que administramos la economía familiar, pero creo que esto es común entre todos los pueblos y tribus. ¿A qué mujer medianamente sensata se le ocurriría dejarla en manos de un hombre?

Esa primera mañana en la
Agogé
, nos reunimos cerca del templo de Artemis, en el claro que se abría en mitad de un bosque de encinas que talaron hace años para agrandar el espacio de la llanura de Otoña. Los magistrados examinaron a las que nos iniciábamos en esa escuela y me encuadraron entre un grupo de niñas de mi edad. Lo primero que ordenó la mujer que nos iba a entrenar fue que nos desnudáramos. Las niñas empezaron a hacerlo y yo sentí que me moría de vergüenza. Nunca en mi vida había estado desnuda delante de nadie que no fueran madre o padre, y sólo en verano, cuando nos bañábamos en la orilla del Eurotas cerca de la cañada grande, en Amidas.

Lo siguiente que nos ordenó la robusta mujer, con cara de marinero fenicio, fue que corriéramos hasta una encina que estaba al otro lado del campo, a una distancia de un estadio, y que regresáramos. Algunos hombres de la ciudad se acercaron para vernos y yo me escondí entre las otras niñas. La mujer batió palmas y el grupo de veinte empezamos a correr hacia el árbol. Las seguí como pude para ocultarme entre el grupo, al que alcancé sin mucha dificultad. Me moría de vergüenza por ir sin mi túnica corta, así que corrí con todas mis fuerzas hacia el gran roble, lo toqué e inicié el regreso sin saber dónde estaba el resto de mis compañeras. Sentí que las mejillas me ardían y los pulmones me estallaban. Por eso llegué la primera, distanciada del resto de niñas para cubrirme otra vez con mis ropas. Sin embargo, la mujer, de nombre Eurímaca, vino hacia mí y me golpeó con la vara en la espalda.

—Nada de ropas —dijo—, aún no hemos terminado.

El resto de chicas llegaron jadeantes después de mí, coloradas y sudorosas. Una de ellas, de ojos grandes y mirada autoritaria, se acercó a la entrenadora y me señaló con el dedo.

—Ha hecho trampa —dijo—. Ha regresado antes de tocar el roble.

Las niñas, que me habían visto llegar antes que ellas al árbol, guardaron silencio. Sólo una de ellas, menuda y tímida, la contradijo poniéndose de mi parte.

—No es cierto —dijo nerviosa a la entrenadora—. Yo he visto cómo lo tocaba.

Para demostrar mi honradez enseñé mi mano a la mujer, mostrándole que en ella aún había trozos de la corteza del árbol que había arrancado con el ímpetu de la carrera. La entrenadora me dio la razón y ordenó a la chica de ojos grandes que se callara. Entonces, la niña que me había defendido se acercó a mí. Era delgadita y bonita, de ojos verdes y nariz respingona. Se llamaba Eleiria y era la flor más delicada que había visto en mi vida.

—¿No sabes quién es? —me dijo con un tono muy amable e inocente, refiriéndose a la niña que me había acusado.

—No —respondí.

—No la contradigas.

—¿Que no la contradiga? —respondí irritada— ¡Me ha llamado mentirosa!

—¡Es Gorgo, la hija del rey Cleómenes!

—¡Y a mi qué! —exclamé—. ¡Yo soy la hija de Eurímaco y nieta de Laertes,
el de la colina
!

La entrenadora se sonrió y a continuación nos mandó callar y hacer una serie de ejercicios extenuantes con unas piedras, saltar unas vallas y pelear entre nosotras, como hacen los chicos en sus entrenamientos. Nos indicó que estaba prohibido tirarse de los cabellos y morderse, pero no todas hicieron caso a las normas y acabé con un buen tirón de pelo detrás de la oreja. Al terminar los ejercicios nos vestimos de nuevo y nos llevó en hilera hacia una rústica caseta, pegada a las paredes de la
stoa
. Eso era la escuela en la que aprenderíamos a leer y a escribir el mínimo imprescindible.

Sin embargo, después del primer día en la palestra, decidí que no quería volver porque ya aprendería lo que se necesitaba de labios del abuelo. Así se lo dije a él y a madre. Él se sonrió, me llevó consigo al patio a recoger unos higos y me dijo que estaría muy contento si regresaba al día siguiente, pero que hiciera lo que a mí me pareciera mejor. Como es lógico, al día siguiente regresé a la
Agogé
para que se sintiera orgulloso de mí.

Enseguida destaqué en las carreras por la pista. Acostumbrada a fortalecer los muslos por el campo durante los largos paseos que había realizado junto al abuelo y a Alexias, encontraba sencillo imponerme a las otras niñas, aunque no le daba demasiada importancia.

Un día que corríamos dando vueltas al bosquecillo de robles, trotando en grupo, Gorgo, la hija del rey, se torció un tobillo y cavó al suelo. No sé por qué, pero me detuve a su lado, la ayudé a incorporarse y la acompañé a un ritmo más suave hasta la llegada. Al llegar frente a la entrenadora ya sabíamos lo que nos esperaba, las últimas siempre eran azotadas en las nalgas. Fue la primera y última vez que algo así me sucedió.

Desde el día que sufrimos juntas el castigo nos hicimos inseparables. Gorgo tenía unos ojos grandes y un poco prominentes, pero no le afeaban el rostro, sino que lo dotaban de un aire distinguido. Tenía un año más que yo, aunque éramos de la misma estatura. Si hubiera sonreído más hubiera pasado por una de la chicas más bonitas del grupo, pero raramente lo hacía. Al principio, pensé que se debía a la gravedad de su rango, aunque luego descubrí que era por otros motivos. Gorgo
de ojos de ternera
, como la llamaban en casa, me hizo muchas confidencias. Como hija del rey no tenía ninguna deferencia en la
Agogé
y era tratada como el resto de hijas de iguales. Me contó que su padre tenía un carácter endiablado y que había maltratado a su madre muchas veces. Que su vida en el palacio era un infierno y que vivía sin muchas más comodidades de las que teníamos en mi casa. Con el tiempo, supe que su abuelo materno había combatido junto al mío en la célebre batalla de los trescientos, aunque el suyo había perecido en ella.

Otras de mis compañeras de la
Agogé
eran la pequeña y frágil Lisarca, quien se distraía con frecuencia al aprender las letras; Nausica, hija de Telamonias
el boxeador
, fuerte como su padre, y Eleiria, la niña que me había defendido el primer día frente a la entrenadora, que era como una ninfa de las aguas: tierna y delicada. Era tan tímida que parecía una cabritilla, hablaba en susurros y era muy fácil que se sonrojara. Nausica, en cambio, era igual que un caballo percheron: cuando te saludaba te pegaba un manotazo en la espalda, con la más cariñosa de las intenciones, y su risa podía oírse en las calles que rodeaban nuestra escuela si algo le hacía gracia. Ninguna de las dos tenía malicia alguna y así formamos un grupo que no se separaba ni a sol ni a sombra.

Entre el grupo de niñas también estaba una nieta de Laonte y de Atalante, de nombre Pitone. Compartía con su abuela muchas notas de carácter, pues como ella era oliscona, ventanera y envidiosa. Tenía un cuerpo menudo, siseaba al hablar como lo hace una viborilla del campo y su mirada y su risa eran más falsas que un mercader fenicio. En la escuela se las daba de saber más que las demás y se reía si alguna compañera era castigada o azotada. Su mejor amiga era una tal Danae, hija de Nearco, el apuesto soldado que me había interrogado en Giteo. Esta era una chica bonita, pero su cerebro debía ser del tamaño de un garbancito, porque no tenía opinión propia sino la que sostuviera Pitone, a la que reía todas las gracias.

Así se sucedieron las semanas, entre el campo y la escuela, en la que aprendíamos las letras y los cansinos textos legales de Quilón o de Licurgo. Algunas veces teníamos más suerte y nos, hacían leer a Hesíodo o a Tirteo. Esos días, el abuelo se mostraba esperanzado cuando le contaba cómo se había desarrollado la jornada y exclamaba:

—¡Quizás no todo esté perdido para Esparta si todavía se lee a Hesíodo en la
Agogé
!

He de decir que poco a poco cogí el gusto a mis paseos matinales con el abuelo y a las clases en la
Agogé
, aunque lo que más me gustaban eran las conversaciones con mis amigas, pues me había criado hasta entonces en un mundo de hombres y ya se sabe que estos no destacan por su elocuencia, sino más bien por sus largos silencios y sus palabras breves.

Capítulo 11

499 a.C.

Hacía semanas que me había incorporado a la
Agogé
y una tarde regresaba especialmente contenta a casa. Había pasado un buen día, riendo entre ejercicio y ejercicio con Eleiria, Lisarca y Nausica, que había ganado a la entrenadora en lanzar una piedra enorme por encima de su cabeza. Además, en la escuela nos habían hecho aprender una poesía del cojo Tirteo que ensalzaba el valor militar del hoplita espartano. Esperaba con ganas llegar a casa para recitársela al abuelo. Ahora pienso que no era el tipo de poesía que debe enseñarse a un grupo de inocentes niñas a tan tierna edad, pero en la educación que recibimos en Esparta la guerra, el honor y la valentía lo son todo. Por el camino la había repasado mentalmente muchas veces, y todavía hoy la recuerdo como si fuera esa tarde en la que saltaba por el camino entre las jóvenes espigas y las amapolas coloradas:

Porque es hermoso que un valiente muera,

Caído en las primeras filas, luchando por su patria.

Es en cambio la cosa más dolorosa de todas vivir como un mendigo,

Abandonando la patria y sus fértiles campos,

Errante con la madre querida y el padre anciano

Y los hijos aún niños

Y la esposa legítima.

Éste será objeto de odio para aquéllos

A cuyo país llegue cediendo a la necesidad

Y a la horrible pobreza; deshonra su linaje,

Desmiente su noble rostro

toda infamia y toda vileza va con él.

Por lo tanto, si no hay para un vagabundo ninguna ayuda

Ni tampoco respeto, consideración ni compasión,

Luchemos valientemente por nuestra tierra

muramos por nuestros hijos sin ahorrar nuestras vidas.

Así pues, oh jóvenes, luchad unidos

no deis la señal de la huida vergonzosa ni del miedo;

Haced grande y fuerte en el pecho vuestro corazón

no tengáis amor por vuestras vidas cuando lucháis con el enemigo.

Al entrar en nuestra finca, saludé con la mano a los ilotas que trabajaban en los campos y ellos agitaron sus sombreros de paja. Sin embargo, no tuve ocasión de recitar la poesía al abuelo porque ese día se había cernido una tormenta sobre nuestra casa.

Cuando las alargadas sombras oscurecieron la tierra y cayó la negra noche, trajeron a Polinices muy malherido desde la llanura de Otoña. Llegó cargado sobre una litera, acompañado de su
irén
y de varios muchachos de su cuadrilla, inconsciente y en estado febril. Entré tras mi madre en su cuarto y vi que tenía la espalda hinchada y destrozada. En ella se adivinaban tantas heridas y moratones que eran imposibles de contar. Todo su cuerpo era una mancha rojiza y sanguinolenta, y parecía un gusano tronchado por el arado. Supe por el abuelo que mi hermano mayor había sido sometido a la prueba del roble.

Este es un ejercicio físico brutal que sirve para entrenar la capacidad de resistencia. Aparte de los castigos cotidianos, es frecuente apalear de un modo feroz a los chicos de la
Agogé
cuando cumplen los once años (edad que Polinices aún no había cumplido). El lugar de apaleamiento se encuentra en un pequeño y agradable bosque, no alejado de la llanura de Otoña. Lo primero que se hace es escoger un árbol vigoroso y robusto, al cual se le engancha una cadena y, a ésta, un palo. El muchacho que se somete al brutal entrenamiento agarra este palo mientras otros dos de sus compañeros lo apalean. Esta acción se lleva a cabo con varas de bambú, puesto que son dolorosas y desgarran la piel. Si el muchacho cae de agotamiento o por el daño causado, hay dos compañeros que se encargan de levantarlo para que puedan seguir apaleándolo.

La finalidad de esta prueba es, para el apaleado, aprender a soportar mejor el sufrimiento; para los que golpean, no detenerse ni vacilar en el ataque aún cuando se siente el terrible padecimiento que está sufriendo el enemigo; y, por último, para los que sujetan, la finalidad es que, viendo sufrir, o incluso morir a sus compañeros en combate, no vacilen y continúen con la misión que se les ha encomendado. Esta práctica no se realiza como castigo, sino que se aplica de forma aleatoria entre los componentes del campamento. Cuando el que recibe el castigo tiene el cuerpo demacrado, se le retira. Pero a no ser que se encuentre en muy mal estado no se le cura. Hay casos de jóvenes tan arrogantes que, por no sucumbir al dolor y caer a los pies de sus compañeros, prefieren morir. Sus cuatro compañeros —los que apalean y los que sujetan— no pueden interrumpir la ceremonia. Tan sólo pueden aconsejar a su compañero que se suelte. Pero si este decide no hacerlo, se prosigue con la ceremonia hasta arrebatarle la vida. Polinices sufrió el tormento hasta que se desmayó.

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