Aretes de Esparta (4 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Hay que saber que los espartanos tenemos dos reyes de dinastías diferentes: los Agíadas y los Euripóntidas, cada uno de ellos en su palacio. Uno es el sacerdote de Zeus Lacedemonio y el otro de Zeus Uranio, y a ambos ofrecen sacrificios y libaciones. Así pues, estamos gobernados por una diarquía. Ambos reyes participan en las decisiones internas, tienen los mismos derechos y su autoridad sólo puede ser cuestionada o revocada por la aristocracia. Tienen bajo su mando un cuerpo especial de guardia y cuatro sirvientes que consultan al oráculo de Delfos en su nombre. A su vez, ellos son controlados por los cinco éforos que se alternan en el cargo cada año. Los reyes de Esparta reciben una educación igual a los demás espartanos, pero tan pronto finalizan sus estudios reciben la instrucción necesaria para ocupar el poder.

Durante mi infancia, los dos reyes fueron Cleómenes y Deramato. Sus relaciones eran pésimas desde lo acaecido en Eleusis, cuando el primero —que había organizado una coalición en la que participaron todas las ciudades del Peloponeso—, no explicó a sus socios los objetivos ni el alcance de la misión. Cuando en el santuario de Eleusis los corintios y Demarato advirtieron que se trataba de luchar contra Atenas, se produjo el «divorcio de Eleusis». Cleómenes fue abandonado por sus aliados y por su socio en el gobierno de la ciudad. Un año después, Esparta convocó una nueva alianza para restablecer en el trono de Atenas al rey Hipias, dando lugar a la fundación de la Liga del Peloponeso.

Para cuando Laonte entró en la casa, madre se había metido en la cama y Neante había salido ya por la puerta de atrás en busca del abuelo.

—¡Briseida! —chilló imperiosa.

Pelea la miró con desconfianza mientras doblaba unas colchas que habíamos lavado en el río la tarde anterior y le señaló con la cabeza hacia la habitación cerrada por la cortina.

La recién llegada nos prestaba atención a Pelea y a mí. Sin embargo, su mente estaba en otro lado. Sus ojos escrutaban la casa como los de un ave de rapiña y miraban de un modo extraño, entre asombrados y desconfiados. Lo cierto es que parecía más peligrosa que un comerciante fenicio en el mercado de Giteo. La anciana nos sonrió dejando al descubierto una boca con unos dientes que no hubiera querido para sí un caballo viejo, marcándose dos grietas de tierra reseca en las comisuras de los labios. Luego corrió la cortina para ver a madre, que reposaba en la cama.

—Mi querida Briseida —dijo la mujer cogiendo la mano de madre—. ¿Cómo te encuentras? Ya debe quedarte poco para dar a luz…

Madre calló para no comprometer nuestra delicada situación. Hacía meses que no sabíamos de esa mujer ni de su familia. Madre se quedó un tanto extrañada de la libertad con que la trataba la mujer, como si estuviéramos unidos por algún tipo de parentesco. Nada más lejano a la realidad.

—Esta es tu hija, la pequeña Aretes, ¿verdad? —preguntó volviéndose hacia mí.

Madre asintió.

—¿Y esta ilota tan rolliza? —preguntó interesada señalando a Pelea, quien difícilmente podía esconder su oficio.

—Nuestra nueva sirviente, Pelea —respondió madre sin darle importancia.

—Pelea… —musitó la visitante como si grabará ese nombre en una tablilla de cera.

Yo sonreí a la nodriza pero atendí a la mirada alarmada de madre. Aunque era muy pequeña no era tonta y la comprendí al instante. Un instinto de supervivencia alertó mis sentidos, porque los ojos de madre miraban a la recién llegada con el miedo de la loba que cría a sus lobeznos y ve acercase el cazador armado con el arco y la lanza. Balbucí algo y salí de inmediato para esconder a los dos gemelos, que estaban en la sala, llevándolos a la cocina mientras Pelea venía tras de mí.

—Ya sabes que, en pocas semanas —dijo la anciana con una media sonrisa que escondió enseguida—, tiene lugar la fiesta de Ortia.

Esperaba no tener que añadir nada más y que sus palabras fueran interpretadas correctamente. La señora Laonte venía con el propósito de recoger los quesos que las familias de los iguales entregan cada año para la fiesta de la
diamastigosis
, celebrada en el santuario de Artemis, a la que yo aún no había acudido porque era demasiado pequeña.

El culto a esta diosa es de los más antiguos de Esparta y se celebra en su santuario de
la aurora
, el más popular de la polis. El templo actual fue construido bajo el reinado de León y de Agasicles, cuyos éxitos militares suministraron los fondos, ¡unto al templo hay una pequeña estancia llena de ofrecimientos: máscaras de arcilla que representan a ancianos, figurillas de plomo o de terracota que muestran a hombres y mujeres tocando la flauta, la lira o los címbalos y también a hoplitas que han regresado vivos de las campañas e incluso jinetes montando a caballo.

El culto a Artemisa se dirige a una efigie grosera de madera considerada maléfica. Según algunos, fue robada en Táurica por Orestes e Ifigenia, y muchas generaciones atrás era considerada causa de la locura en nuestra patria, porque la efigie volvía locos a los que ofrecían sacrificios a Artemisa y se suicidaban. Sólo la intervención de un oráculo permitió domesticar a la estatua. Entonces se derramó sangre humana sobre el altar que acogía sacrificios humanos por sorteo para aplacar a la diosa. Licurgo los reemplazó por la flagelación ritual de los efebos, que se celebra durante esta fiesta. Su culto comprende, además de la flagelación, danzas individuales de jóvenes y danzas de coros de chicas. Durante la parte central de la fiesta, y con todo el pueblo espartano rodeando el recinto sagrado, se apilan unos quesos sobre el altar y se protegen por adultos armados de látigos. Los muchachos deben apropiarse de ellos, desafiando los latigazos. Cuando uno de los flageladores detiene sus golpes para no desfigurar a un guapo joven, o en consideración a su familia, la diosa considera su función entorpecida. Entonces, la sacerdotisa reprende al azotador culpable. Para los chicos valientes, el premio del que consigue llevarse más quesos es una hoz.

Laonte había venido a requerir nuestra aportación de quesos para las fiestas. No quiero pensar cuántos quesos entregados por las familias de los iguales, a modo de impuesto, se vendían luego en los mercados y no eran ofrecidos en la fiesta de la diosa.

Pelea estaba en la cocina, muy nerviosa, porque los niños se habían agitado con el movimiento y Alexias había abierto los ojos. Así que los cogió en sus robustos brazos, tapándolos con una manta para salir de casa sin que nos delataran. Entonces, uno de los dos, nunca sabremos cuál, empezó a llorar. Fue casi imperceptible, pero Laonte giró la cabeza corno el buitre que descubre a la presa en la espesura del bosque.

—¡Enhorabuena, querida Briseida! —exclamó—. Pensaba que… ¿Cuándo ha nacido? ¿Has parido un guerrero o una amazona?

Madre calló. Yo sentí que se me helaba la sangre.

—Han sido dos… Dos guerreros… —dijo madre finalmente.

La mujer la miró asombrada.

—¿Dos? ¡Tú, sirvienta! —chilló Laonte a la nodriza mientras salía de la habitación de madre.

Pelea estaba ya en el umbral de la puerta para llevarse a Alexias y a Taigeto y esconderles en la aldea ilota cuando oyó que la llamaba por segunda vez.

—¡Pelea!

La nodriza se dio la vuelta incapaz de desobedecer una orden tan perentoria y acercó a los bebés a Laonte sin soltarlos. Tuvo la habilidad de mostrarle antes al rollizo Alexias que al débil Taigeto, pero la mujer le ordenó:

—Ponlos encima de la mesa.

Ella obedeció y los depositó sobre ella con sumo cuidado, como si fueran dos tartas de ciruelas recién cocidas. Pelea y yo vimos aterradas cómo la ruda mujer desnudaba a los niños y los manoseaba igual que haría con dos pollos para cocinar. Entonces los niños empezaron a llorar.

—¡Qué distintos son! —dijo al verles—. Ya han pasado por la
Lesjé
, ¿verdad? ¡Qué duro es cumplir con la ley de Licurgo! Pero dime, Briseida… ¿Los dos han pasado la criba? ¿O aún no les habéis llevado ante los ancianos? Porque me extraña que a éste, tan menudo… ¿Cómo se llama?

—Taigeto —dijo madre con un hilo de voz. —Pues me extraña que, a éste, los ancianos…

Laonte calló de repente y pareció comprender. Sus ojos mudaron del asombro a la desconfianza de la resabiada comadreja que olisquea los pastos en busca de roedores. Nos miró taciturna a Pelea y a mí, cubrió a los niños con la manta y los devolvió a la nodriza.

—Creo que debería irme —dijo de repente—. Me esperan en Esparta. ¡Hay tanto qué hacer!

—¿Cuántos quesos quieres que aportemos, Laonte? —dijo madre en un suspiro.

—Los de cada año servirán —respondió secamente.

No añadió nada más. Se acercó a mí y me pellizcó la mejilla antes de salir por la puerta.

—Muy guapa… —añadió ya en la puerta—. Briseida, tienes una hija que será muy guapa.

La mujer salió al camino, donde la esperaban sus sirvientes. Pelea hizo la señal contra el mal de ojo y regresó sollozando a la cocina. Yo me quedé junto a madre, que siguió en la cama como si una lanza hubiera atravesado su alma.

Capítulo 5

502 a.C.

Laonte se alejaba en mula por el camino del riachuelo seguida de sus ilotas cuando el abuelo Laertes llegó corriendo seguido de la ilota Neante. Entró en casa como un rayo y vio a madre sentada a la mesa con la cabeza entre las manos. Pelea temblaba mientras sostenía a los dos niños, que lloraban desconsolados pues estaban acostumbrados a nuestras manos cuidadosas y no a las frías garras de una arpía.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el abuelo.

—Laonte… —musitó madre con los ojos enrojecidos.

—¿Qué ha hecho esta víbora venenosa?

Madre le contó lo sucedido y el abuelo Laertes se sentó a la mesa junto a ella.

—Mejor dejar el asunto en manos de Zeus todopoderoso —dijo solemne—. El sabrá qué hacer.

—O de las odiosas parcas —musitó madre.

Padre llegó por la noche de los ejercicios militares. Venía de buen humor, pero al entrar en casa olió la amenaza que, como una nube, se cernía sobre nuestro hogar. Era soldado y por ello estaba acostumbrado a percibir la señal del peligro por la demasiada quietud. Después de oír lo que había sucedido, cayó derrotado en una silla y ocultó su cabeza entre las manos.

Esa tarde cenamos en silencio. Yo comí poco y madre apenas probó el guiso de cerdo con cebollas y puerros que Neante había cocinado entre sollozos.

Polinices y yo ya dormíamos cuando nos despertaron unos golpes en la puerta de la casa. Nos levantamos y corrimos la cortina para ver qué sucedía. El abuelo Laertes y padre esperaban despiertos aquella visita. Estaban sentados cabizbajos y derrotados. Tenían los brazos en las rodillas y los ojos fijos en el crepitar de los troncos en el hogar.

Su única compañía era la de los perros que yacían a sus pies. Abrieron la puerta y vimos a dos ancianos de la Gerusía entrar en nuestra casa. Vestían el manto carmesí que usan cuando cumplen misiones oficiales y sus rostros parecían cincelados en piedra.

—Tus hijos, Eurímaco —dijo el más alto de ellos señalando a padre con un dedo rugoso—, deben pasar por la
Lesjé
. Es la lev y la habéis quebrantado.

Padre tragó saliva pero el abuelo no se amedrentó. Conocía perfectamente a esos dos hombres, porque había compartido con ellos muchas guardias y muchos codazos luchando en la falange contra las ciudades del Peloponeso.

—Es tarde —les dijo mientras sostenía la mirada de sus antiguos camaradas de armas—, mejor mañana.

—Será esta noche. Os esperamos en los soportales —respondió el otro de los hombres de mirada taciturna—. Se ha convocado a los ancianos del mes.

Los espartanos somos así: parcos en palabras y exiguos de sentimientos. Algunas veces somos ladinos, otras ariscos y siempre austeros. Padre y el abuelo sabían que no tenían elección. Madre había salido de su cámara y les esperaba de pie en la sala, junto al fuego. Apretaba las manos con fuerza para no exteriorizar sus convulsos sentimientos. El abuelo y padre cogieron a los dos bebés que dormían, les abrigaron con una manta a cada uno y salieron al camino. Madre no dijo nada. Les acompañó hasta la puerta, les dio un fanal de sebo para que se alumbraran y luego cerró la puerta para no ver cómo se alejaban.

Lo que ocurrió esa noche en los soportales de la plaza me lo contó el abuelo años después, cuando le insistí en saber qué había pasado durante el encuentro con los ancianos que componían la
Lesjé
. Los ancianos del consejo, llamado
Gerusía
, se turnaban una o dos noches por semana en la plaza para la criba de los recién nacidos. Los gemelos contaban ya casi dos semanas cuando fueron llevados a su presencia. Sin embargo, Taigeto aún no tenía el aspecto deseable que cabía esperar para un futuro guerrero. Comparado con otro niño no hubiera tenido problemas para superar la dura selección pero, al lado de su hermano Alexias, parecía un cachorrillo sin amamantar, pues los huesos se le pegaban al cuerpo y abultaba un tercio menos que él.

Durante el camino, padre y el abuelo Laertes no hablaron y cuando llegaron a la ciudad cruzaron aprisa por delante de las sombras del templo, de las casas y de las plazas bien porticadas. Las calles estaban desiertas, porque es de mal augurio pasear por ellas cuando tiene lugar la
Lesjé
, y lo que los ojos no ven, el corazón no puede sentirlo. Además, Esparta no es Atenas y las calles no se alumbran por la noche. Los soportales de la
stoa
, la plaza principal, estaban apenas iluminados por alguna antorcha. Bajo ellos se reunían los miembros de la
Lesjé
, hombres sin sentimientos que siguen unas costumbres arcaicas y atroces. Eran como un grupo de estatuas aterradoras cuya sola visión hiela la sangre. Tenían unos pequeños bultos envueltos en mantas a sus pies, de los que sobresalían manitas y pies medio helados. Eran los niños que no habían superado la prueba. Los hombres y las mujeres atravesaban la plaza desde los soportales. Los que llevaban a sus hijos a ser presentados lo hacían con la cara llena de angustia. Algunos de los que regresaban lo hacían satisfechos. Otros, los que se iban sin su pequeño fardo, eran la viva imagen de la desolación.

El ceremonial se desarrolló en la oscuridad y el más estricto de los silencios. Nadie hablaba en el grupo. El único lenguaje era el de los gestos. Las cabezas de los ancianos asentían o negaban, y entonces, unos sollozos o algún grito ahogado cruzaba la plaza como el silbido de una flecha mortal.

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