Aretes de Esparta (2 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

En el piso alto hay otras habitaciones, más acogedoras, pues cada una de ellas tiene su brasero de cobre. No contamos con mucho mobiliario además del banco de piedra corrido que rodea el patio, de los tres arcones con ropa y utensilios o de la mesa grande y las sillas. Las paredes están decoradas con algunos trofeos de guerra de la familia, como lanzas y escudos. A estos, en Esparta, se les llama hoplones y llevan una gran letra Lambda grabada en el centro. Ocupan un lugar privilegiado en la pared del patio, bajo el pórtico encalado, y están flanqueados por las lanzas de mi hermano Alexias y de mi padre, Eurímaco. Son motivo de orgullo a la vez que un recuerdo doloroso. Entre ellas destacan los escudos de mi abuelo y de Polinices, mi hermano mayor, caído en las Termopilas. Cuantos viajeros pasan por la casa se detienen para ver las marcas de las docenas de flechas persas que los agujerearon.

En nuestro campo cultivamos higos, membrillo, fresas, moras, cerezas y mucha uva de distintas variedades. Nuestra tierra es del color del bronce al salir de la fragua, como el cabello de mi madre. También tenemos un huerto con un melonar, avellanos y almendros; y hortalizas como coles, rábanos, nabos, remolacha, zanahorias, puerros y ajos, cebollas, apio y menta, que tengo en una maceta aparte para que no se extienda demasiado, y lechuga. En el centro de la huerta se encuentra una fuente de piedra cubierta por un tejadillo. En nuestros campos pacen algunas vacas rojizas, unos caballos para la labranza y dos bueyes: Argos y Tirinto. Por la casa pascan algunos mastines que persiguen a las presas al salir ile caza y, en el camino de piedras blancas que serpentea hacia el monte, conservamos todavía los panales de abejas que cuidaba con mimo el abuelo Laertes.

Junto a la casa tenemos un pequeño jardín lleno de plantas aromáticas y algunas variedades de flores, entre las que ocupan un lugar destacado los jacintos y los mirtilos. Siempre me ha parecido que las flores de nuestro jardín han lucido más lozanas o que la cebada de nuestros campos ha crecido más hermosa que las del resto de los espartanos. No sé si porque es realmente así o porque son las nuestras.

Los jacintos son una flor muy espartana, pues los caminos de nuestra patria están sembrados de estas flores en honor de Jacinto, hijo del rey Amidas. Su tumba se encuentra a los pies de la estatua del dios Apolo, allí le adoramos. Esta es la divinidad tutelar de uno de los principales festivales de mi patria: las Jacintias, que celebramos cada verano durante tres días; uno para llorar la muerte del héroe divino y los otros dos para celebrar su renacimiento.

Según nos recuerdan los poetas, Jacinto era un hermoso joven amado por el dios Apolo. Un día estaban ambos jugando a lanzarse el disco cuando el dios, para demostrar su poder a Jacinto, lo lanzó con todas sus fuerzas. Éste, para impresionar a su vez a Apolo, intentó atraparlo, pero el disco le golpeó y cayó muerto. Según algunos, el responsable de la muerte del joven fue el dios del viento, Céfiro, porque la belleza del muchacho había provocado una disputa amorosa entre éste y Apolo. Celoso de que Jacinto prefiriera el amor de Apolo, desvió el disco con la intención de herirle. Sin embargo, mientras agonizaba, Apolo no permitió que Hades reclamara al muchacho y de la sangre derramada hizo brotar una flor, el jacinto. Las lágrimas de Apolo cayeron sobre sus pétalos y la convirtieron en una señal de luto. A mí, personalmente, me gusta más esta versión, pues es más poética, y las flores de mis jacintos son como cascaditas de lágrimas rosadas que adornan el patio con los primeros calores del estío.

En cambio, el arándano, también llamado mirtilo, nos da un fruto maduro con el que todavía preparo una deliciosa mermelada. El abuelo Laertes y algunos hombres de mi familia lo han usado siempre como astringente, pero no hablaré más de esto porque me parecería de mal gusto. LI otro día, la ilota Neante, hija de Menante, me dijo que una infusión de esta planta ayuda a eliminar la tela que cubre mi ojo. Probaré…

Más allá de la casa, junto al camino de cañas e hinojo que conduce al arroyuelo, se encuentran las dos chozas de nuestros ilotas, pegadas a una cuesta que en verano se llena de amapolas. La construyeron Menante y otros esclavos, con ayuda del abuelo Laertes, para evitar los vientos fríos que bajan en invierno del escarpado y hosco Taigeto.

El abuelo, aunque era espartano, era más propenso a interesarse por las cosechas que por la milicia. Algunos me han dicho que ese desapego al ejército, aunque sirvió en él como el mejor, fue el origen de nuestros males. Parece que algún éforo no veía con buenos ojos que Laertes
el de la colina
, como era conocido en su confraternidad de mesa, recitara tanto a Hesíodo y a Tirteo y que dedicara más tiempo a controlar los trabajos del campo, al arado y a la hoz que al escudo y a la lanza. Si en Esparta un éforo comunica a los ancianos de la
gerusía
que un espartano no es fiel a las leyes de Licurgo, echa el mal de ojo a sus descendientes.

Esparta nunca ha sido tan militar como ahora. Antiguamente, el teatro y la música, la poesía y la danza, eran los grandes protagonistas de las fiestas de la ciudad. Recuerdo que, de niña, antes de acostarme, me sentaba en las rodillas del abuelo Laertes y él dejaba que acariciara su barba blanca y recorriera con los dedos las arrugas y las cicatrices que adornaban su rostro solemne. Entonces me contaba que, en tiempos de su abuelo, Esparta había sido la cuna de grandes artistas como Alcmán o Tirteo, de quienes a veces me recitaba fragmentos para arrullarme:

Duermen de los montes cumbres y valles,

Picachos y barrancas,

Cuántas razas de bestias la oscura tierra cría.

Las fieras montaraces y el enjambre de abejas,

Y los monstruos en el fondo del agitado mar.

Y las bandadas de aves de largas alas duermen.

Luego el abuelo decía para sí:

—Ha sido el miedo. El miedo al persa, el horror a perder la libertad, lo que ha hecho que Esparta se vigorice y se quede encerrada en su puño de hierro. Es el miedo la causa de que ya no haya tiempo para la música o la poesía.

Yo entonces no entendía qué podía significar aquello. Los persas eran una nación lejana y desconocida. Sin embargo, los rumores del tamaño de su ejército y las conquistas de sus reyes en oriente, o sus incursiones en Tracia, atemorizaban a los ancianos y a los políticos. A Esparta habían llegado ya varias embajadas de Atenas, Delfos y Corinto para tratar de estos asuntos. Por eso, desde niña recuerdo ver a centenares de hombres preparándose para la guerra en la llanura de Otoña. Allí embrazaban sus escudos y realizaban pesadas marchas o ejercicios extenuantes, como hacen los muchachos que entran en la milicia.

Capítulo 2

432 a.C.

Durante mucho tiempo he tomado notas de los días que he pasado con los míos, y pienso que he de ponerlo por escrito. No a modo de ejemplo con el que ilustrar a generaciones futuras, ni para ejercitar mi memoria marchita. Tan sólo como regalo a la vida que me ha tocado vivir. Así ocuparé las largas horas del día en las que mi tarea no va más allá del cultivo de mis jacintos o el bordado de algún mantel. Escribo para que los que han vivido junto a mí lo hagan de alguna manera eternamente. También porque quiero morir en paz y para que, cuando la negra Parca venga a buscarme y Hades me reciba en sus moradas, vaya yo desnuda de recuerdos y pesares. Escribo porque la historia que quiero contar merece ser contada, y para que se haga justicia a mis seres queridos.

Por eso, desde que llegó mi nieta Ctímene hace tres días, cuando los ilotas marchan a los campos para la siega, después del desayuno, nos sentamos bajo la parra de la casa y le dicto durante buena parte de la mañana. A veces, cuando se cansa, va corriendo al pozo de la Néyade de hombros esbeltos para traerme un pequeño cántaro de agua fresca. Con ella calmamos la sed de este verano pegajoso y lleno de mosquitos que esta noche apenas me han dejado dormir.

Esta chiquilla, ya casi una esbelta mujer, es la viva imagen de su padre, mi hijo Eurímaco. Su piel es tan bruna que tiene el color de las ciruelas moradas; su nariz es pequeña y simpática; sus ojos son expresivos y grandes; sus labios sonrosados y sonrientes. La muchacha aún deja que le peine sus rizos rubios que le caen por encima de los hombros como un manantial dorado. No es orgullo de abuela, pero mi nieta es la muchacha más bella de Esparta, y a sus quince años ya ha ganado dos veces la carrera del camino de los jacintos. Quiere superarme un día; yo la gané cinco veces consecutivas y participé en dos juegos panhelénicos en Olimpia, las primeras veces que las mujeres podíamos tomar parte en ellos. Confío orgullosa que lo consiga. Ahora, cuando le dicto esto, se sonroja y me dice:

—Abuela, esto no puedo escribirlo.

Yo le replico con un guiño:

—Ctímene, obedece a tus mayores.

—Amiclenses… —se queja ella.

—Tú también lo eres, hija mía.

—No tanto como tú, abuela.

Yo sonrío, ella hace un mohín y se pone de nuevo a escribir en el papiro. Mi nieta es un hueso duro de roer, al igual que su padre. Es cierto que sólo es medio amiclense, pues su madre es de la aldea de Limnai y los de Amidas tenemos fama de testarudos. Sin embargo, el tesón y el carácter de vencedora que fluye por sus venas es lacedemonio. Mi hijo conoció a su esposa, Clitemnestra, en Atenas, cuando acompañamos a la embajada que se entrevistó con el General Pericles y visitamos los acantilados de las Termopilas para honrar a nuestros caídos. Según me contó, y así lo presencié, se encontraron paseando por la acrópolis ateniense, admirando los trabajos del nuevo templo dedicado a su diosa Atenea, que los ciudadanos levantaban sobre las ruinas del que los persas habían destruido. Se miraron un instante a los ojos y parece que Eros, que paseaba ese día por la acrópolis, disparó una certera flecha a ambos corazones.

Para escribir estas páginas conservo los rollos que el bueno de Simónides de Ceos me trajo de Egipto. Me los regaló hace muchos años en pago por nuestra amistad, y porque oyó en nuestra casa los hechos ocurridos en las Puertas Calientes. Allí, en las Termopilas, como he dicho, murió combatiendo mi hermano Polinices entre otros trescientos espartanos con el rey Leónidas al frente.

Creo que es el momento, al inicio de mi relato, de describir nuestra patria, agreste y fecunda al mismo tiempo. Pues bien, Lacedemonia, tierra de cabras y olivos, está formada por cinco aldeas que forman la Polis, a saber: Pitaña, Mesoa, Konosura, Limnai y Amidas. La ciudad, si es que así se la puede llamar, está bañada por el río Eurotas, que nace en el monte Boreo y desemboca en el golfo, cerca de la arenosa Giteo, nuestro bullicioso puerto de mar. El río recibe el nombre de su creador, Eurotas, primer rey de Esparta, quien le dio origen drenando los pantanos de la llanura.

Parece ser que mi pueblo proviene del norte, de los montes donde nace el frío Boreas. Hace muchas generaciones, mucho antes de que los helenos marcharan contra Troya, mis antepasados ya habitaban esta tierra a la sombra del escarpado y hosco Taigeto. Las calles de las aldeas son austeras y no muy anchas, de piedra cincelada a marnilo como sus propios habitantes, que se creen descendientes del mismo Heracles. Cuenta con dos mercados, varios templos, el palacio de los dos reyes, la acrópolis y dos pistas de carreras: la pequeña, que empieza en el edificio del gimnasio y sigue por el camino de Konosura bajo la figura de Atenea
de la casa descarada
(me ahorraré aquí decir porqué recibe este nombre), y la pista grande, que da la vuelta a las cinco aldeas, pasa por Amidas, recorre el camino de los jacintos y pasa al lado de las laderas del Taigeto, que mide casi cien estadios de recorrido.

Desde tiempos inmemoriales, los atletas de Esparta han sido laureados en los juegos de Olimpia. Un día, le pregunté al abuelo Laertes por qué los espartanos pasábamos media vida entrenando. Entonces, me contestó orgulloso:

—Aretes, has de saber que, entre la decimoquinta olimpiada y los tiempos de mi abuelo Pilotas, transcurrieron más de cinco generaciones de hombres. Durante ellas, de los ochenta atletas coronados en los Juegos, más de la mitad fueron espartanos. De esta manera, al ver el poderío de nuestro pueblo, las otras polis de la Hélade nos respetan y temen.

Creo que haber residido de manera habitual en Amidas ha dado a mi familia un aire más campestre que si hubiéramos sido criados en las otras aldeas. Siempre hemos sido conocidos allí como
Ins de la colina
. Toda mi vida he vivido en nuestra granja, a la sombra del monte, y tan sólo durante los años de las revoluciones, después de los terremotos, busqué refugio en el norte.

Como he escrito, mi padre se llamaba Eurímaco, y sus padres fueron Laertes y Eurímaca,
la del dulce talle
, quien murió al darle a luz, según me contaron de niña. Mi madre se llamaba Briseida y era hija de Alexias, guerrero muerto en una batalla años antes de mi nacimiento, y de la abuela Pentea, fallecida cuando yo contaba dos años de edad.

Nosotros vivíamos en la casa familiar con el abuelo y eso siempre fue una ventaja. Mi padre pasaba mucho tiempo, aunque no todo, con sus camaradas de la
Systia
, en los barracones donde cohabitan los guerreros. No siempre participaba en los banquetes del caldo negro de su hermandad. Si salía a cazar y se podía ausentar de la cena fraternal de los guerreros, llegaba a casa al anochecer. Entonces, el abuelo y él podían discutir de política y de los hechos de armas. Mi abuelo no había tenido otro hijo, ni se había vuelto a casar tras la muerte de la abuela Eurímaca. Treinta años después de su fallecimiento, el abuelo aún conservaba el recuerdo de su mujer intacto, y no pocas veces le sorprendí hablando con su fantasma cuando se encontraba solo. Parece que el que ha conocido sólo a una mujer y la ha amado sabe más de mujeres que si hubiera conocido a mil, porque de todos es sabido que el castigo del promiscuo es la soledad; y ésta es la amiga más amarga, la que hace menos compañía. Por eso decía que no necesitó conocer a ninguna otra habiendo tenido a la mejor, porque hubiera sido como probar un vino demasiado aguado después de gustar una divina ambrosía.

Capítulo 3

502 a.C.

Creo que, para seguir un orden lògico de los acontecimientos, he de empezar mi relato por el principio. Pues bien, mi primer recuerdo de infancia se remonta al nacimiento de mis hermanos gemelos. Ocurrió durante una noche de finales de otoño en que la luna llena brillaba como una moneda de plata ateniense. Había llovido toda la tarde. Los campos estaban anegados y Boreas, el frío e irritado viento del norte, hacía crujir las ventanas. El olor de la tierra mojada llenaba las estancias y se mezclaba con el olor del aceite, porque la prensa de la aceituna había terminado hacía pocos días. Por ello, el pilón de piedra de la bodega y los contenedores de esparto aún rezumaban de su jugo.

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