Aretes de Esparta (7 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Aprendí que los olivos necesitan muchos años para desarrollar sus ramas nudosas y retorcidas y que producen aceitunas dos años de cada tres; que sus frutos se cosechan con ayuda de palos para que caigan, como había visto hacer a los jornaleros desde pequeña; que al terminar, a inicios de las primeras nevadas, las aceitunas deben fermentar en canastos de mimbre antes de ser prensadas y filtradas, y que luego el aceite es guardado en vasijas de terracota. El abuelo era un gran entendido en aceites, por eso quería que el nuestro fuera refinado y que pasara varios filtros de arena para quitarle las impurezas. Al final del proceso conseguía un líquido que parecía oro fundido, muy apreciado entre los vecinos y las amistades obsequiadas con una tinaja. Esta era también la época de la poda de árboles y vides, y de la cosecha de legumbres.

El abuelo podía recitar a Hesíodo casi de memoria. Tenía devoción por este campesino beocio que según algunos había competido en los certámenes contra el mismísimo Homero. Incluso, de joven, el abuelo había ido a la aldea de Orcómeno para honrar sus cenizas. Al igual que Hesíodo, el abuelo creía indispensable contar en casa con una mujer, un buey de labor y una servidora soltera que siga a los bueyes. Era partidario de tener en casa todos los instrumentos necesarios, para no pedírselos a otros y carecer de ellos, pues de esa manera pasaría el tiempo y el trabajo quedaría por hacer. Me enseñó que nunca hay que dejar nada para el día siguiente, ni para el otro, porque el trabajo diferido no llena el granero.

—La actividad acrecienta las riquezas —me decía—, porque el hombre que difiere siempre las cosas .lucha contra su ruina.

Aprendí que el momento de cortar la madera es cuando la fuerza del sol, ardiente Helios, disminuye y sobrevienen las lluvias otoñales, porque es cuando la selva, talada por el hierro, se hace incorruptible, y caen las hojas y la savia ardiente se detiene en las ramas. Entonces, el cuerpo humano, por voluntad del gran Zeus, se torna más ligero. En ese momento, la estrella de Sirio aparece menos tiempo sobre la cabeza de los hombres y brilla sobre todo de noche.

Obedeciendo a Hesíodo, el abuelo había comprado nuestros dos bueyes, Argos y Tirinto, cuando tenían nueve años, porque estaban en el término de la juventud, se hallaban pletóricos de fuerza y eran excelentes para el trabajo. No se rebelaban, no rompían el arado en el surco ni tampoco dejaban la labor sin acabar. Además, hacía que los siguiera un ilota de cuarenta años, habiendo comido cuatro partes de un pan cortado en ocho pedazos.

—Este es el hombre indicado, a decir del poeta, para cuidar de su labor y trazar un surco derecho, porque no mira a sus compañeros sino que se entrega por entero al trabajo. Uno más joven no valdría para esparcir la semilla, porque desea en su corazón reunirse con sus compañeros y así se evita tener que sembrar dos veces.

También me enseñó a escuchar con atención el graznido de las grullas que todos los años chillan desde lo alto de las nubes, porque dan la señal de la labor y anuncian el invierno lluvioso. Entonces se desgarra el corazón del hombre que no preparó sus bueyes.

El abuelo siempre fue partidario de usar abono animal a pesar de la escasez que teníamos de ganado. Con todo, procuraba que los restos de las bestias fueran almacenados como si se tratara de un raro elixir. Me enseñó que las hierbas fermentadas y enterradas bajo los cultivos no hacen crecer tanto las hortalizas como los excrementos animales. Una de las inversiones más útiles que hizo el abuelo fue adquirir una reja de bronce, una
dikella
, para que nuestros bueyes deshicieran la costra reseca que cubría la tierra en invierno tras trabajarla con el arado de madera.

Tuvo especial cuidado en enseñarme que lo más importante de nuestra finca es la producción de cereal. La mayor parte de nuestra producción es de cebada, aunque también hemos cultivado el mijo y a veces el trigo, que da más calidad a la harina: el cereal es el grueso de la producción e impone unos ritmos ineludibles, porque la siembra debe realizarse entre la última arada y el inicio de las lluvias invernales. Por eso, si el abuelo y Menante consideraban, al observar el vuelo de las golondrinas, que sería un año de lluvias escasas, realizaban una siembra en primavera y otra en verano. Sin embargo, la de invierno siempre ha sido la más importante. Por último, gracias a los canales de madera que el abuelo instaló para irrigar el huerto y los árboles frutales, nuestras berenjenas, las cebollas, los melocotones y las naranjas, se encuentran entre los mejores del Peloponeso, y sobre esto no admito duda alguna.

Ordenó a Pelea que me enseñara a bordar y a tejer como una buena espartana, y él mismo se encargó de enseñarme los trucos del cuidado de las flores y de las aplicaciones de las plantas medicinales como la salvia, el orégano, la hierbabuena o el hinojo. Desde niña me ocupó en el cuidado de los jacintos y los arándanos que crecen en nuestro jardín y de los que me siento tan orgullosa.

Pero lo que más me gustó aprender del abuelo fue todo lo que sabía de las estrellas. Me gustaba contemplarlas sentada a su lado durante las cálidas noches de verano en nuestro lugar favorito. Este era un pequeño altiplano en el linde de nuestros campos, desde el que se divisa a la vez nuestra casa y el camino que lleva a las otras aldeas, bajo un alcornoque centenario que parecía un viejo soldado de guardia tanto en días soleados como durante las noches tormentosas. Así conocí que cuando las Pléyades iluminan el cielo es tiempo de usar la hoz, y cuando se ocultan hay que usar el arado, pues permanecen alejadas del cielo cuarenta días; o que los viñedos deben podarse cuando Arturo surge del mar y se eleva al anochecer y permanece en el cielo toda la noche; o que la vendimia empieza cuando Orión y Sirio llegan a la mitad del cielo y Aurora, la de rosados dedos, ve a Arturo.

El abuelo podía predecir el tiempo y aprendí que pueden esperarse tormentas cuando las Pléyades, escapando de Orión, se sumergen en el oscuro mar, y así muchas otras cosas que el depositaba en mi conocimiento infantil. Yo no era consciente entonces, pero el abuelo sembraba la semilla para una cosecha futura. Todo lo había aprendido de boca del mismo Anaximandro, el filósofo. Éste había pasado muchas temporadas en Lacedemonia y había escrito sobre las estrellas. Además, había instalado en nuestros campos sus relojes de sol por ser tierra de pocas nubes y días claros. Juntos le habíamos puesto mi nombre a una las estrellas una noche clara de estío, la misma noche que le dije que quería casarme con él y en la que se rió como nunca.

Algunas veces, recostados en el grueso tronco del alcornoque, adivinábamos las formas de las nubes. Unas tardes veíamos las barbas de Zeus, otras el tridente de Poseidon o a alguna de las diosas, otros días, un buey o una olla de buen cocido, sobre todo cuando se había hecho tarde y el abuelo sentía que su barriga empezaba a hablarle. Así pasaron mis años de infancia en la escuela de Laertes, en los campos, entre las idas y venidas al pozo y el soleado patio de nuestra casa en Amidas.

Capítulo 8

501 a.C.

Me he perdido, porque cuando empiezo a pensar en mi abuelo se me llena la memoria de entrañables recuerdos y no puedo dejar de escribirlos. Decía que, esa mañana, al abandonar la llanura de Otoña para visitar la ciudad, avanzamos por las callejuelas del barrio de los artesanos. A un lado y al otro se levantaban las casas sencillas y los talleres. Las puertas estaban enmarcadas por sólidas columnas de piedra sin capiteles ni adornos. En muchas de ellas se abría un portalón pintado de vivos colores y en su interior podían verse los talleres de los herreros, los carpinteros o los alfareros. Atravesamos así la calle de los fabricantes de arados, oliendo a metal fundido que irritaba la garganta. Las fraguas desprendían unas grandes volutas de humo negro que se elevaba al cielo; la de los alfareros, donde muchachos periecos se afanaban en pintar las sencillas cerámicas con adornos florales o escenas de la Ilíada o la Odisea, copiando los dibujos que el maestro había diseñado en una tablilla de arcilla.

En cada nuevo oficio que descubríamos nos deteníamos lo suficiente para que el abuelo, como un maestro docto en todos los saberes, me descubriera los procesos de fabricación y el destino de las sencillas labores de artesanía que se manufacturan en Esparta.

Como Alexias seguía dormido en el cesto que el abuelo llevaba en la espalda, nos acercamos al mercado. Allí me descubrió cada una de las hortalizas y los frutos del campo. Me dio detalles de los secretos para que tal o cual creciera con más fuerza, y me señalaba las que estaban defectuosas por falta de agua, las que estaban quemadas por el sol o las que habían sido cosechadas en fecha demasiado temprana. Me llamó la atención que en Esparta había pocos hombres de su edad y que conocía a todos los que nos cruzábamos, a quienes saludaba casi siempre de forma amistosa. Más tarde supeque la mayor parte de los varones de Esparta no alcanzan los cuarenta años, porque muchos mueren en los campos de batalla antes de cumplirlos.

Después de recorrer el barrio de los artesanos, subimos hasta la acrópolis para admirar los palacios de los reyes. Eran los edificios más bonitos de Esparta, donde impera la sobriedad en la madera y en la piedra tosca. El soberbio edificio tenía el lindar de bronce y puertas con adornos de oro, y estaba coronado por un friso con unos hoplitas en formación de combate realizado en lapislázuli. Su puerta principal era de roble y estaba tachonada con clavos de bronce. El marco era de madera de fresno y las paredes de piedra caliza que brillaba al sol. A cada lado del dintel, dos estatuas de muchachos sostenían una antorcha, y a ambos lados de la puerta, unos perros de mármol rojo guardaban la entrada. Según me dijo el abuelo, eran una buena copia de los leones con cabeza de toro de Micenas.

El palacio estaba orientado de norte a sur y cubierto por un techo de madera a dos aguas. Detrás del salón del trono había un almacén, o despensa, junto al patio fresco para los banquetes, rodeado de porches cubiertos y enlosados. Allí se encontraba el altar de los sacrificios de Zeus, encima de un pavimento de tierra batida.

Luego descendimos hacia la
stoa
. Esta plaza principal era cuadrada, rodeada con pórticos elevados sobre columnas circulares con unos capiteles muy sencillos. Recuerdo que nos cruzamos con Atalante y Laonte. El abuelo intentó zafarse de ellos en mitad de la gente, pero Laonte, la de mirada torva y corazón de piedra, le había visto y fue directa a nosotros como si fuera un buitre que merodea por los cielos en busca de una presa.

—Mi querido Laertes —nos saludó.

Por la mirada que le dirigió me pareció que la cabeza del abuelo se llenaba de negros nubarrones.

—¿Qué se te ofrece? —le preguntó.

Laonte, de quien no sabíamos nada hacía meses, le transmitió su pesar por la pérdida de uno de sus nietos. El abuelo la escrutó con los ojos para ver cuánta sinceridad había en sus palabras, a pesar de que era casi imposible saber lo que pensaba esa mujer en su corazón, si es que tal víscera latía en su interior. Atalante se acercó a nosotros y se comportó como si nada hubiera ocurrido entre ellos dos durante aquella maldita noche en la
stoa
meses antes. Alabó entonces la dura política del rey Cleómenes, quien había enviado cartas de amenazas a las ciudades que coqueteaban con el persa y que habían parlamentado con los emisarios del rey de Babilonia y Susa sin oponerse radicalmente a sus planes de invasión.

—Ya sabes que soy partidario de Demarato —le dijo el abuelo—. Has de comprender, Atalante, que no todas las polis cuentan con un ejército como el de Esparta, y que algunas sienten a estos medos más cerca de sus fronteras que nosotros. La política de Demarato me parece más acertada. Sólo cuando todas las ciudades nos unamos en una coalición estaremos en condiciones de oponernos al persa.

—Son tiempos peligrosos para defender estas opiniones, Laertes —le advirtió Atalante sonriendo con malicia—. Se avecinan graves sucesos y hay que andarse con cuidado. Pero claro, supongo que a ti, como a los pastores y a los que siegan los campos de cebada, los asuntos de la polis te traen sin cuidado.

El abuelo no le respondió y le miró taciturno.

—A este rey al que defiendes, Laertes —prosiguió Atalante—, le pende la vida de un hilo más delgado que el de una araña, y no es conveniente defender opiniones contrarias a las de Cleómenes, mi querido amigo. Es muy poco aconsejable ser partidario de Demarato en estos días.

Su mujer, Laonte, rió por lo bajo e intentó suavizar la situación dirigiéndose a mí con estas palabras:

—No es asunto éste que interese a las mujeres, ¿verdad, niña?

Como el abuelo no tenía más que decir y el silencio se hizo áspero e incómodo, Laonte se vio obligada a decir algo.

—Tu nieta —dijo ella mirándome atentamente— estará en edad de procrear dentro de pocos años. Creo que sería muy interesante para vosotros que conociera a alguno de mis nietos.

Miré aterrada al abuelo sólo de pensar que mi vida pudiera quedar ligada a esa gente. Nunca había visto frente a frente a dos personas tan distintas: Atalante era redicho, agrio y engreído. En cambio, el abuelo era abierto, alegre, divertido e ingenioso, aunque vi que también podía tener un puntito de picardía y de malicia, porque me apretó suavemente la mano mientras le respondía saboreando cada una de sus palabras:

—Mi querida Laonte, la hilera de pretendientes para cortejar a mi nieta ya da varias vueltas alrededor de Amidas. Sin embargo, me sentiré muy honrado de que vuestra familia se ponga a la cola.

Entonces, Alexias, que había estado medio dormido en la espalda del abuelo, para confirmar sus palabras, eructó con ganas.

—¡Salud! —le deseó el abuelo.

Los tres se sonrieron glacialmente y reemprendimos el paseo por las calles. Laonte intentó pellizcarme un moflete, pero me aparté y le saqué la lengua.

Sobre Atalante supe más tarde que durante las votaciones en la
gerusía
deliberaba demasiado, pero más para ser de los últimos en expresar su opinión y coincidir con la mayoría que por que pensara con detenimiento sus opiniones o por tener mucho que aportar. El abuelo Laertes le conocía bien por haber combatido ambos en la batalla de los trescientos contra Argos, y, a decir suyo, no había destacado por su osadía, lo que equivalía a decir que había sido un cobarde.

Así terminó nuestra visita a la ciudad esa mañana de primavera, y la áspera entrevista que tuvimos con ellos me viene al dedo para ocuparme de los hechos centrales de mi relato, que arrancan con la amenaza persa de la que se hablaba en todas las polis de Grecia desde hacía años.

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