Aretes de Esparta (23 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Darío el persa, deseaba aprovecharse de esta situación para aislar a Esparta, conquistar el resto de islas del Egeo y consolidar su control sobre Jonia. Tras la petición de Darío reclamando tierra y agua tuvo lugar la Conferencia Panhelénica. Durante esta reunión, la mayoría de ciudades acordaron construir una flota y resistir al persa.

Ctímene me observaba atentamente y preguntó:

—¿Y cómo supiste todas estas cosas estando aquí, en Amidas?

—Niña mía —le respondí riéndome con ganas—, que guardara luto por mi abuelo y por mi madre no significa que no me interesaran las cosas de la ciudad. Prixias venía a verme con cualquier excusa y me ponía al corriente de los sucesos. Según me explicó, las fuerzas persas de la campaña sumaban unos doscientos mil hombres, veinte veces más que el ejército aliado de atenienses y platenses. La ciudad de los bellos templos envió emisarios a Esparta para que cumplieran los pactos de la Conferencia, pero los éforos prohibieron que el ejército saliera de la ciudad dado que estábamos en plena celebración de las Carneas. De hecho, había algunos miembros de la Gerusía poco interesados en enfrentarse a los persas por motivos inconfesables, y vetaron que el ejército participara en la batalla.

»Así pues, los espartanos no acudimos a detener al persa que desembarco ese verano en el Atica. La batalla entre los tíos ejércitos tuvo lugar en la llanura de Maratón. Según me contó Prixias, quien lo oyó contar a varios hoplitas, parece ser que durante cinco días el ejército ateniense estrechó lentamente la distancia entre los dos campos y se arrimó hacia los árboles que cubrían sus lados para evitar los movimientos de la caballería persa. Al amanecer del sexto día, los bárbaros decidieron atacar. Para entonces, los generales habían decidido entregar la dirección, que es rotatoria entre ellos, al ateniense Milcíades. Este decidió moverse contra los persas muy temprano por la mañana. Pidió a dos tribus que formaran el centro de la falange, la tribu de Leontis, conducida por Temístocles y la tribu de Antiochis, que fue dirigida por Arístides. La distancia entre los dos ejércitos era de unos diez estadios, pero los persas podían escuchar el grito de guerra de los atenienses:
¡Eleleu, Eleleu
! Esto fue una sorpresa para ellos, que creyeron que los atenienses habían enloquecido de miedo.

»La táctica de los persas consistía en debilitar las líneas enemigas y desorganizarlas para exterminarlas en retirada con la ayuda de la caballería. Esta era una de las mejores en su tiempo, ya que era reclutada en tierras como Armenia, Bactria y Sogdiana. Sin embargo, a pesar de la lluvia de flechas que cayó sobre ellos, los hoplitas griegos corrieron los diez estadios hasta alcanzar las primeras filas de enemigos. En ningún momento se rompió la línea, que penetró en el centro del ejército persa para meterse en la boca de un lobo de colmillos agudos y mandíbulas mordientes. El centro griego, formado por atenienses y platenses, fue reducido de ocho a cuatro filas. Los nuestros avanzaron ambos lados retrasando el centro para formar las alas de ataque que, aunque con menos tropas, tendrían espacio suficiente para enfrentar al enemigo. La fila central no se rompió, y tampoco las laterales. El retraimiento aliado en el centro tiró de los persas hacia adentro y atrajo a las alas griegas que abrazaron a los bárbaros. La batalla terminó cuando el ejército invasor, apretado en la confusión, se vio obligado a retirarse.

»Algunos, desconocedores del terreno local, corrieron hacia los pantanos, donde se ahogaron. Unos seis mil cuerpos fueron contados en el campo de batalla y se desconoce cuántos fallecieron en los pantanos. Los atenienses perdieron doscientos hombres y los Platenses once. Entre los muertos estaban el Polemarca Calimaco y el General Kstesilao.

»Tan pronto como los invasores vencidos se hicieron a la mar, las dos tribus del centro permanecieron para guardar el campo de batalla y el resto de los atenienses regresó a su ciudad. Un día después de la victoria, llegó al campo nuestro ejército espartano. Habían cubierto los mil doscientos estadios en tres días, pero no fue suficiente para llegar a tiempo. Al llegar a Maratón vieron un hoplón sobre la montaña, cerca del llano de la batalla. Este era el signo para decir que los atenienses habían obtenido una gran victoria. Tu abuelo Prixias —proseguí contándole a Ctímene— formó parte de esta expedición y, al regresar, me contó que un poderoso espartano había comandado las líneas de choque del centro del ejército griego formadas por hoplitas platenses. El hombre les había adiestrado durante los últimos años siguiendo las tácticas de lucha espartanas. Cuando oí esto la sangre se agolpó en mi cabeza y le pedí a Prixias que me describiera al hombre.

Ctímene dejó de plantar los jacintos, volvió la cabeza hacia mí y me miró asombrada.

—¿Y quién era este espartano, abuela? —me preguntó.

—No supo decirme nada más —le dije—. Los plateneses habían regresado a su ciudad el mismo día de la batalla y tu abuelo no pudo averiguar quién fue el capitán que mandaba las filas centrales de los griegos. Lo que parece cierto es que, según él, estas hileras se comportaron con la valentía y el arrojo de la falange espartana. A mí siempre me ha gustado pensar que aquel guerrero era mi padre, tu bisabuelo Eurímaco.

—¿Y lo era? —me preguntó cerrando sus bellos ojos ya que el sol se colaba por el emparrado.

—Podría ser, mi querida impaciente. Espera a que termine mi relato. Como te he explicado, Maratón fue la primera expedición en la que participó tu abuelo Prixias. Nuestras tropas regresaron un tanto humilladas a Esparta. Los aliados se habían mofado de ellos al verles aparecer en el campo de Maratón una vez había terminado la batalla. Sin embargo, Prixias y sus compañeros trajeron la noticia del valiente espartano que había dirigido el centro de la falange platense. Yo no sabía de otro espartano exiliado que mi padre. Lo primero que hice después de oír estos hechos fue ponerlos en conocimiento de mis hermanos, Alexias y Polinices, para que averiguaran algo más entre los hoplitas que regresaron de Maratón.

Esa misma noche envié una nota a Taigeto a través de un ilota de nuestra confianza para que supiera que, quizás, padre podría estar en Platea y había tenido un papel tan singular en la victoria griega.

»Sin embargo, todo eran suposiciones de un corazón deseoso, porque ningún hoplita pudo darnos noticias del anónimo guerrero laconio que había llevado a la victoria a los griegos en Maratón. Gracias a este soldado, muchos ciudadanos sintieron el orgullo de saber que Esparta había estado presente en la batalla y que, por el valor de un sólo espartano, se había obtenido tan brillante victoria. Para mí, en aquellos momentos, fue como un bálsamo que calma las heridas y quise creer que padre vivía como capitán en esa pequeña ciudad al sur de Tebas, la de las siete puertas. Me importaba menos restaurar su honor que el hecho de saber que estaba con vida. ,Mientras Ctímene horadaba la tierra me levanté acercándome a ella por detrás. Le acaricié el cabello perfumado y le dije:

—Te cuento todo esto, hija mía, para que comprendas que nuestra ciudad no tiene muros porque nuestros soldados son los mejores de la Hélade.

Ella asintió en silencio y pareció comprender. Luego le conté cómo años después oí de labios del poeta Simónides que, al finalizar la batalla, y sabiendo del ataque de la flota persa a la ciudad, el general Milcíades envió a Atenas a su soldado más veloz, el corredor olímpico Filípides, con órdenes de anunciar la victoria. El soldado corrió los doscientos estadios que separan el campo de Maratón de Atenas y al llegar a la ciudad anuncio: "¡Hemos Vencido!" y, sin más fuerza, cayó muerto.

Esta derrota repentina produjo un gran trastorno en los bárbaros, que no habían sido derrotados en tierra durante varias décadas ni siquiera por las feroces tribus nómadas de los Samagetas o los Escitas. De esta manera, se demostró su vulnerabilidad. Muchas tribus sujetas al Imperio Persa se rebelaron después de la derrota de Maratón y el orden no fue instaurado hasta muchos años después. Los atenienses concedieron a los muertos de esa batalla el honor especial de ser enterrados donde murieron en lugar de hacerlo en su cementerio principal de Atenas, el
Keramikos
. Por lo que sé, mi amigo, el poeta Simónides, escribió encima de la tumba de los atenienses:

Los atenienses, defensores de los Helenos, en Maratón destruyeron al poderoso vestido de oro meda.

Durante esa época soñaba muchas noches con padre y nuestros fugaces encuentros en el páramo. Le veía vagar por esa tierra inerme, intentaba acercarme hacia él, pero no podía encontrarlo en mitad de la espesa niebla. El seguía llevando entre las manos la tablilla por la que le habían acusado. Cuando conseguía acercarme y se volvía para hablarme desaparecía entre la niebla, y yo me quedaba sola en el campo. Por mucho que me devanaba los sesos, no encontraba una explicación a mi sueño ni entendía lo que él quería decirme con la tablilla. Resolví por ello salir en busca de la Pitonisa que habitaba en las cuevas del monte, a quien el abuelo me había prohibido visitar de niña. Quizás fue una decisión absurda pero era lo mejor que se me ocurrió en esos momentos.

Capítulo 24

488-484 a.C.

Ctímene siguió plantando bulbos y yo regresé al soleado banco de piedra para reposar un rato. Desde los campos cercanos me llegaba el perfume del trigo y la cebada, que impregnaban el ambiente de ese caluroso verano. Desde la puerta, la estatua de Artemis, tallada en el tronco de un olivo, me miraba complacida. Me quedé medio dormida, mecida en los cálidos brazos de Helios, mientras mi nieta seguía trabajando en silencio y los gansos graznaban en el patio.

Cuando me desperté, vi que las sombras del emparrado oscurecían ya las paredes de mi casa y que mi nieta se había sentado a mi lado. Tenía entre las manos los papiros en los que había escrito la noche anterior y los leía en silencio, mientras sus dedos jugaban con los rizos de su cabello.

Terminó su lectura y seguí contándole que, dos años después de la derrota de los persas, Polinices cumplió los veintiún años y así llegó a la mayoría de edad. Abandonó la
Agogé
convertido en un guerrero y tuvo que cumplir con lo que estipula la ley de Licurgo antes de casarse con Eliria.

La ceremonia de graduación consiste en someterse a una última prueba. Se envía a los estudiantes más destacados a lo largo de su instrucción en la comuna a las montañas de occidente de Lacedemonia, armados con una lanza y una daga. Su misión es regresar con el cadáver de un ilota.

La mañana que Polinices regresó a casa tras cumplir tan macabro ritual no me atreví a mirarle a los ojos. Es más, cuando quiso abrazarme para que le felicitara, me aparté horrorizada de su lado. Sin embargo, vino hacia mí y me explicó que el ilota ya estaba muerto, que lo hirió con su lanza para que pareciera que le había dado muerte.

—Abuela —me interrumpió Ctímene un poco nerviosa—, ¿y lo de la pitonisa?

Debe ser innata la curiosidad de nosotras, las mujeres, y nuestras ansias de conocer, porque a una pregunta le añadimos otra hasta que quedamos satisfechas. A veces, pienso si una mujer podría alimentarse sólo con palabras. Siempre he atribuido esa curiosidad a que, desde la noche de los tiempos, cuando los hombres se alejaban del hogar para cazar en silencio, nosotras nos quedábamos al cuidado de los más frágiles, los niños y los ancianos. Nosotras hemos sido las que hemos tenido que formar la sociedad a base de relaciones o hemos aprendido el uso de las hierbas y de las raíces, una tarea para la que se requiere intercambio de conocimientos y mucha curiosidad. Debe ser por eso que satisfice la de mi nieta.

—Lo de la pitonisa fue unos pocos años más tarde —le respondí—, cuando yo había cumplido los veinte y había dejado atrás los días de la
Agogé
. Todo el mundo sabe que en las laderas del Taigeto hay unas grutas muy poco frecuentadas, pues se dice que de una de ellas nace una angosta senda que llevaba directamente a las puertas del inframundo. Estas cuevas nacen en la ladera del monte, en el lugar en que los caminos empiezan a trepar por las rocas. En una de ella habitaba una vieja a la que llamaban Pitia, ya que algunos le atribuían poderes adivinatorios, como al oráculo de Delfos.

Mi abuelo, le expliqué a Ctímene, me había prohibido de niña entablar cualquier relación con la mujer. A pesar de que algún día nos habíamos acercado a su cueva en nuestros paseos por la montaña, nunca la habíamos visto. Cuando quise salir de dudas y que alguien interpretara el sueño que me atormentaba, emprendí el camino hacia el monte. Atravesé las cañadas y los bosques espesos en los que anidan sólo las águilas. A medio día de camino, junto a un arroyuelo, me encontré en el lodo con unas pisadas que subían por un camino oculto por la maleza. Las seguí y vi que, en un recodo, entre las encinas centenarias, se abría un diminuto claro y, junto a él, en la ladera escarpada y rocosa, se abrían un par de grutas profundas y tenebrosas. Me planté en silencio delante de la más grande de ellas para esperar.

De pronto, los pájaros, que habían enmudecido a mi llegada, empezaron a cantar, junto a su melodía creí reconocer algo parecido a una voz humana que hablaba con ellos. La voz no salía de la cueva, sino que se acercaba por mi espalda, pues provenía directamente de las ramas de los árboles. Entonces, algo emergió de la espesura. Digo algo porque parecía una forma humana pero iba cubierta por entero con pieles de animales que dejaban al descubierto unos brazos raquíticos, parecidos a delgadas ramas de almendro. Su rostro era tan seco como una uva pasa y tenía la piel pegada a los huesos. Su cabello, ralo y canoso, le caía por encima de los hombros llegándole a tapar media cara. Se acercó a mí abriendo sus ojos de forma desmesurada y cuando abrió la boca vi que era tan negra como la gruta en la que vivía. Luego se rio y unos pocos dientes bailaron en ella. Si no hubiera tenido ese aspecto tan descuidado hubiera pasado por ser una mujer bella, pero los años y la vida en la selva la habían asilvestrado. Era algo parecido a un perro que ha abandonado el hogar y se ha convertido en una fiera.

—¿Qué se te ofrece, nieta de Laertes
el de la colina
—me sonrió enigmática.

Su pregunta me dejó petrificada. Nunca había visto a esa mujer, ni ella a mí. Su pregunta me aturdió por completo porque, en cambio, ella parecía saber perfectamente quién era yo. Me sobrepuse como pude sin dejar de mirar su rostro amarillento y arrugado como una hoja de otoño:

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