No sé si este hecho tuvo alguna repercusión en padre, porque unas semanas después se produjo un hecho que cambió el curso político de la ciudad. El loco rey Cleómenes, harto de los esfuerzos de Demarato por templar la situación con el resto de ciudades, decidió deshacerse de su enemigo e instó a Leotíquidas, que era pariente y enemigo personal de Demarato, a reclamar el trono alegando que su colega en el trono era un hijo ilegítimo y que, por tanto, no le correspondía. El asunto fue puesto en manos de los éforos, quienes optaron por consultar a los dioses y enviaron una embajada al santuario de Delfos. Los hijos de Atalante: Atalante yPrixeo, formaron parte de la misma. El primero era un hombre zafio y más escurridizo que una sepia recién pescada, como su padre, del que, según el abuelo, nunca se sabía lo que pensaba ni de parte de quién estaba.
Pero ya me estoy alejando de lo que iba a contar y mejor retomo el asunto de Demarato. Estos agentes enviados a Delfos sobornaron al oráculo para que traicionara la verdad y regresaron con la tableta y el sello del oráculo del dios que declaraba a Demarato rey ilegítimo. Así pues, fue expulsado de la ciudad de modo traicionero. Por lo que se sabía, había entrado a formar parte de la corte del rey Darío de Persia, que preparaba la invasión de Grecia, aunque no se sabía cuándo ocurriría. Esa era la versión que circulaba por Esparta, aunque la verdad era que Demarato, espartano hasta la médula, se había infiltrado en la corte del persa Darío para informarse acerca de sus planes de invasión.
De este modo, Cleómenes se deshizo del que se oponía a sus planes y pasó a dirigir en solitario la Liga del Peloponeso. En Pisparía había tenido ya lugar algún encuentro de esta alianza creada cuando yo tenía dos años. Nuestra Polis se había convertido en el estado más poderoso de la península y ejercía su hegemonía sobre Argos y otras ciudades menores. Los reyes lograron contar con otros aliados de peso, como Corinto y Elis, y en pocos años todo el Peloponeso formó parte de la alianza. Los estados miembros no tenían que pagar tributo excepto en tiempos de guerra, cuando se les podía exigir un tercio de sus tropas.
Como yo sabía, padre era un acérrimo partidario de Demarato. Había sido miembro de su guardia personal y era tenido como uno de los hombre afines al rey. Por eso había formado parte de embajadas que eran enviadas a otras ciudades del Peloponeso con la aprobación de los éforos. Padre y el abuelo Laertes eran de la misma opinión, y a ninguno de los dos les gustaba Cleómenes ni su política de enfrentamiento y superioridad frente a las otras polis. Además, Cleómenes siempre fue un tirano que trajo costumbres licenciosas aprendidas del pueblo escita, tierra de jinetes expertos y salvajes. Se decía que, con un grupo de sus más allegados, se cubría con mantas, tiraba la semilla del cáñamo encima de piedras calentadas al rojo y la simiente exhalaba un perfume oloroso que producía tanto vapor que ningún brasero griego podría superar tal cantidad de humo. Parece ser que los escitas aúllan encantados en este baño de vapor. Cleómenes se drogaba del mismo modo varias veces al día. Por ello, sufría alucinaciones y sus decisiones eran arriesgadas, poco maduras y muchas veces perniciosas.
Tras la expulsión de Demarato, Esparta quedó durante unos años a merced de este rey violento y sanguinario que convenció a la asamblea para que coronara al hombre sin carácter que le acompañó en el trono: Leotíquidas. Era una persona de trato áspero y muy influenciable por sus consejeros, entre los que se contaba Nearco.
Habían transcurrido unas semanas desde la siega y las Carneas y las hojas de los árboles aún no habían empezado a dorarse cuando, anulada la facción de Demarato y terminada la
Kripteia
, empezó la campaña militar de ese otoño, que el rey Cleómenes dirigió contra Argos.
Esta ciudad, rica en viñedos, es la enemiga tradicional de nuestra polis. El motivo de la expedición punitiva era que, al parecer, desde ella se instigaban muchas de las pequeñas revueltas de ilotas que al norte de Esparta y en Mesenia se gestaban cada cierto tiempo.
Padre ya nos había advertido de la inminencia de las acciones militares de ese otoño. Madre y Neante le prepararon el equipo, y una soleada mañana le acompañamos a la ciudad para despedirle. Era la primera vez que vi en el campo a los regimientos de los espartiatas, agrupados por hermandades. La ceremonia de despedida fue muy sencilla: frente a la gran plaza de donde sale la calle de las
Apotheias
formaron los regimientos. Todos los soldados llevaban la indumentaria oficial que consiste en el manto escarlata para disimular el horror de la sangre, un hoplón redondo, la espada al cinto, la lanza y un zurrón con las provisiones. A la espalda llevaban la armadura. Detrás de ellos, un numeroso grupo de ilotas que acompañaban a nuestros hombres cargaban con más armamento y otros utensilios, como cazos, calderos, cuerdas, repuestos de armas y comida…
El rey Cleómenes pronunció una breve alocución ante el pueblo y el sacerdote sacrificó una cabra muy hermosa. Después de examinar sus entrañas para ver que eran favorables, asperjó a los soldados con la sangre del animal. A una orden, los batallones se pusieron en marcha y los orgullosos espartanos marcharon por la calle mientras la multitud se agolpaba en silencio para verles pasar.
Algunas mujeres alzaban a sus hijos en brazos para que vieran a sus padres. Había intercambio de miradas serenas, apretones de manos y algunos besos. Pero la mayor parte de la ceremonia transcurrió en un silencio religioso, roto solamente por el canto de la formación de hoplitas armados acompañados por los recios tambores y los aulós, que hendían el cielo rosado con sus notas.
Padre marchaba a la cabeza de su pelotón de soldados y sonrió al pasar frente a nosotros. El abuelo le miró con orgullo, madre con angustia, Polinices y Alexias con envidia y yo con perplejidad. Nunca había visto marchar a la guerra a tal cantidad de soldados. Al menos la mitad de las fuerzas de Esparta avanzaron por la calle de las despedidas. Sumaban unos cinco mil hombres, a los que había que añadir a los ilotas y a las tropas auxiliares de los periecos.
La batalla entre las dos fuerzas tuvo lugar cerca de Tirinto, la ciudad de murallas imponentes, en una llanura llamada Sepea, y los argivos sufrieron un infortunio indescriptible frente a las tropas de los espartanos comandadas por Cleómenes.
La guerra es algo atroz y no es asunto de hombres sino de bestias feroces. Los espartiatas, a diferencia del resto de hoplitas, no luchan para salvar su vida sino la de sus compañeros, y por el honor de su ciudad. Luchan para vencer o morir. «Retirada» es una palabra que no existe en su vocabulario. Quizás sea por eso que ningún espartano tiene heridas en la espalda. Están acostumbrados a gustar en su boca la sangre propia y la del enemigo, a oler los orines del miedo, a pisar el lodo sanguinolento y a blandir sus lanzas hasta encontrar algo blando donde clavarlas. Están habituados a rajar, amputar, herir y trocear, a arrancar las vidas al igual que el segador corta los tallos del trigo en el mes de Carneo.
Mientras el escudo de su compañero le protege, el hoplita da vueltas sobre sí mismo. En un abrir y cerrar de ojos calcula donde está el enemigo y cuál es su punto más débil. Sabe dónde le herirá con la lanza o le dejará que se aproxime para rodar a sus pies, protegido por el hoplón, para así clavarle la espada en el muslo. No teme a las flechas que siembran el campo de tallos mortales, ni a las sombras de la Parca que vaga por el campo de batalla. Si es herido, sus miembros siguen funcionando hasta que le arrebatan el aliento. Sus pulmones son como los fuelles de la fragua y sus brazos semejantes a las máquinas que fabrica Hefesto en el monte Etna. Codo con codo y hombro con hombro junto a sus hermanos empujan, lanzan el brazo hacia delante impelidos por el mismo Ares hasta que la lanza arranca la carne y la negra sangre brota de las heridas de sus enemigos al igual que el chorro de agua sale de una fuente. Se grita, pero no se oyen los lamentos ni los jadeos. Se mata y se muere. Eso es lo que han aprendido en la
Agogé
desde niños.
Con todo, ésta no fue una victoria brillante, ya que el ejército tuvo que ser purificado tras la campaña y el mismo rey quedó en entredicho por su impía actuación. Esto fue del siguiente modo: muchos argivos cayeron en la misma batalla. Los que lo vieron dijeron que miles de soldados de Argos murieron en Sepea y otros, los que se refugiaron en el bosque sagrado de Argos, también perecieron, porque salieron al principio bajo un acuerdo establecido con Cleómenes pero luego fueron masacrados a traición por las lanzas espartanas. Los restantes, que no habían salido al darse cuenta de que habían sido engañados, fueron quemados en el bosque sagrado y el ejército tuvo que ser purificado en el río a causa del sacrilegio que habían cometido. Así los espartanos derrotaron a los argivos de largas melenas, y de este modo el rey Cleómenes condujo a los lacedemonios contra Argos privada de hombres, pues unos seis mil hoplitas argivos habían perecido en la batalla.
En esta ciudad, por encima de su teatro, se elevaba el santuario de Afrodita, y delante del asiento de la diosa todavía se conserva una estela esculpida con la figura de Telesila, la poetisa lírica argiva. La mujer tiene unos libros esparcidos junto a sus pies y ella mira el casco que sostiene en la mano y que se dispone a ponerse en la cabeza. Era famosa entre las mujeres por varios motivos, como se verá, pero, sobre todo, gozaba de gran estimación por su poesía.
Cuando las argivas vieron a los espartanos acercarse a sus muros se dejaron llevar por el pánico. Entonces, la poetisa Telesila hizo subir a las murallas a los esclavos y a los que por su juventud o vejez no podían empuñar las lanzas. Fue ella misma quien, reuniendo todas las armas de los santuarios y las que habían sido dejadas en las casas, armó a las mujeres que estaban en la flor de la edad y las apostó en él lugar por donde sabía que los enemigos atacarían. Los espartanos corrieron hacia las murallas pero las mujeres no se asustaron de los gritos de guerra, sino que los recibieron a pie firme y lucharon valientemente. Los lacedemonios, pensando que si mataban a las mujeres tendrían un éxito odioso, y que si fracasaban tendrían una derrota vergonzosa, se retiraron. Se asegura que la Pitia había anunciado este combate con las siguientes palabras:
Mas cuando la hembra venza al varón,
lo expulse y alcance la gloria entre los argivos,
hará que muchas argivas desgarren sus dos mejillas.
La victoria de las mujeres argivas obedeció más a la necesidad que a la virtud, pues todos sus varones habían muerto en el campo de batalla. La ciudad de Argos quedó devastada y todas sus mujeres desgarraron sus mejillas por el luto. Durante años, los esclavos tuvieron que ocupar los sitios de gobierno. Cleómenes y su ejército habían segado la vida a una generación de argivos y por ello la ciudad se mantuvo neutral durante la invasión de los persas. Este suceso no fue algo menor, porque la actuación del rey quedó en entredicho. Desde ese momento, algunos ancianos, e incluso parientes reales, buscaron el modo de derrocarle y se sucedieron las reuniones secretas. Mi padre regresó avergonzado tanto por la actuación del ejército como por la impiedad que habían demostrado en Argos, y por ello nunca quiso hablar de esta campaña.
492 a.C.
Los meses y los años se sucedieron placenteros, a veces con mucho trabajo y otras sin mucha ocupación gracias a los descansos que proporcionaban las fiestas. Los asuntos de la familia seguían sin sobresaltos. El abuelo no había logrado aún escuchar de nuevo el órgano hidráulico en ninguna de las celebraciones de la ciudad, pero no perdía la esperanza de hacerlo algún día. Seguía atento a sus panales de abejas y a los trabajos del campo. A un año de mala cosecha le siguió otro con una buena; si los melocotones eran pequeños, los melones tenían un aspecto inmejorable; si la cebada había crecido raquítica, el trigo era espléndido. Visitábamos a Taigeto con cierta regularidad, aunque no con la asiduidad de otros años, y él nos veía en la palestra en la que nos ejercitábamos si llevaba su rebaño al mercado.
Mis hermanos y yo seguíamos en la
Agogé
. Ellos se robustecían como guerreros, yo como atleta y mujer. Esos años gané siempre la carrera de las Jacintias e incluso algunas veces la de las Carneas, aunque esta era una distancia demasiado corta para mis aptitudes. Madre estaba más comunicativa que tiempo atrás, si bien su melancolía se manifestaba con la llegada del verano, cuando Taigeto partía unos meses hacia el monte. Entonces, la bilis negra se apoderaba de ella y se mostraba triste o malhumorada, tendía a la pasividad y se quedaba ensimismada, mirando los campos a través de la ventana de nuestra austera cocina. Con la llegada de los frios su humor mejoraba. Entonces salía a pasear por el campo, lo que significaba que Taigeto había regresado.
Padre repartía su tiempo entre los ejercicios y la familia, aunque apenas nos ponía al corriente de los asuntos políticos de la ciudad. Tampoco hablaba nunca de Demarato ni de los otros exiliados. Por esa época, con frecuencia se ausentaba unas semanas pues, como ayudante de Leónidas, debía ejercer de mensajero entre Esparta y las demás ciudades.
El invierno en que los gemelos cumplieron once años cometí el disparate de revelar a Taigeto quién era realmente. El abuelo me había explicado muchas veces qué era la justicia y creí que, si la Ley había sido injusta, yo tenía el deber de reparar el error. Mi hermano pequeño tenía el derecho de conocer la verdad.
Fue una tarde de finales de otoño en la que, como otras veces, había subido sola a los pastos en que pacían sus ovejas para verle. Le expliqué lo que el abuelo nos había revelado aquella noche en la que nos sentamos todos junto al fuego. La reacción de Taigeto me sorprendió, pues no pareció darle mucha importancia. Me escuchó y siguió tocando el aulós, como si ya hiciera mucho tiempo que lo supiera.
Cuando regresé a nuestra aldea sentí en mi alma la amargura de haber desobedecido a padre y al abuelo, el miedo de lo que podía originar mi indiscreción, pero también la alegría de haber reparado una injusticia. Nada cambió en unos días y pronto dejé de pensar en ello, hasta que, una noche, madre regresó de uno de sus largos paseos con la cara arrasada en lágrimas. Entró corriendo en casa y se refugió en su habitación. En Amidas sólo estábamos Pelea y yo, pues las otras muchachas que ayudaban en las tareas se habían ido a la aldea. Fuimos corriendo tras ella y la encontramos sentada en su cama, con la mirada brillante y un pañuelo entre las manos que retorcía con fruición.