Aretes de Esparta (15 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

El invierno es una estación triste, porque se agostan las flores y en el jardín ya no lucen los jacintos que se han marchitado antes del verano. Llega entonces el momento de sacar de la bodega los tubérculos de una planta difícil de cultivar, pero preciosa, que son las violetas persas. Estas son unas plantas propias de los meses fríos y grises del invierno, porque sus vistosas llores, de forma acampanada, tiñen el jardín de rosa, blanco o rojo. Cierto es que las violetas persas necesitan unos cuidados especiales y diferentes al resto de las flores, pero de esta manera se devuelve al jardín el brillo de la primavera.

Yo las planto en el sido más sombreado, fresco y húmedo: junto al ciprés de sombra alargada. No quiero que les dé mucho el sol porque las marchitaría. Además, las coloco a cierta distancia unas de otras porque precisan sitio para respirar y tampoco las riego demasiado. Las prefiero a los Ciclámenes de Cilicia, de color magenta y bordes plateados, porque son más resistentes a las inclemencias del tiempo.

Pero me he perdido en mi relato y he de regresar a aquellos días felices de mi infancia en los que los dioses parecían sonreímos con cariño. Una de esas mañanas, camino de Esparta, el abuelo estaba especialmente nervioso. Me miraba y sonreía, luego se fijaba en el paisaje y sus ojos se detenían en mí de nuevo. Desde hacía unas semanas, el ritmo ágil con el que recorríamos los cincuenta estadios que nos separan de la ciudad se había entorpecido y el abuelo Laertes caminaba más lento, como si sus huesos y sus articulaciones hubieran envejecido de repente. Esa mañana habíamos recorrido la mitad del camino en silencio, el abuelo se detuvo y me pidió que nos sentáramos en una piedra del camino. Enseguida se aclaró la garganta y me dijo:

—Aretes…

—¿Sí, abuelo? —le respondí abriendo los ojos.

—Cuéntame cosas de Taigeto.

Le miré asombrada, pero contenta. Hacía semanas que conocía lo de nuestras visitas y hasta entonces no se había atrevido a preguntarme.

—¿Pero tú como sabes qué…?

—Anda, no seas mala, hija mía. El abuelo lo sabe casi todo. Cuéntame.

Mientras pensaba qué podía interesarle más, él cerró los ojos para imaginar lo que iba a contarle o para que no viera cómo se le humedecían. Le describí lo mejor que pude el aspecto de su nieto, lo que hacía, dónde vivía y los pocos encuentros que habíamos tenido con él; cómo cuidaba de las ovejas, el ritmo de vida que llevaba, qué vestía y qué comía. Cuando le conté su gusto por la poesía y la música, su blanca y adorable barbilla tembló.

—En esto es igual a mí —dijo orgulloso—. Y he de confesarte una cosa, niña mía —sonrió pícaramente abriendo los ojos humedecidos—. También yo me he paseado por esos campos y le he visto a lo lejos, mientras canta o toca la flauta. Y ¡por Zeus! que lo hace divinamente. Además, estoy seguro que lo mismo ha hecho tu padre en muchas ocasiones sin ser visto.

Después de eso, nos levantamos y seguimos nuestro camino hacia la ciudad. Al llegar a los barracones de las chicas me dio un beso, él regresó a la aldea y yo me dirigí a la
Agogé
. No son frecuentes entre los espartanos las muestras de afecto ya que, para muchos de ellos, por no decir la mayoría, son símbolo de debilidad. Sin embargo, el abuelo no tenía ningún reparo o complejo en mostrar públicamente sus sentimientos, puesto que para él no eran sinónimo de debilidad sino de fortaleza.

Las visitas a Taigeto continuaron de la misma forma, en secreto. Una de las tardes que fuimos a la aldea ilota, madre nos había preparado una tarta de arándanos y la comimos los cuatro bajo la sombra de una frondosa encina. Al terminar, ellos se pusieron a jugar con una pelota de trapo y yo me senté para verles correr y pelearse en el juego. Era impresionante ver la compenetración de los gemelos al lanzarse la pelota, cómo saltaban y corrían o qué habilidad tenían en zafarse de Polinices, quien corrió tras uno u otro sin éxito, ya que no les pudo arrebatar el balón en toda la partida. Cuando se cansaron regresaron sudorosos a mi lado para terminarnos la tarta. Entonces Taigeto puso en mis brazos un corderillo que empecé a acariciar melosamente.

—Este será el tuyo —me dijo—, y le pondremos por nombre…

—Nereida —dije.

—Sí —sonrió Taigeto—, Nereida es muy bonito… pero…

—¿Qué ocurre? —le pregunté azorada— ¿No está bien Nereida?

—Sí, sí… Es un nombre precioso Aretes —dijo él— Pero esta oveja es macho.

Los cuatro nos reímos con ganas y Alexias le dio a su gemelo una buena palmada en el hombro. A Alexias le encantaba tomarme el pelo y por lo que vi a su gemelo también. Finalmente acordamos ponerle por nombre Hermes.

Como estábamos a finales de otoño, el sol pronto empezó a deslizarse perezosamente por el horizonte y se doraron las ramas de los jóvenes alcornoques y de las encinas. Entonces, Taigeto nos dijo que nos podía cantar la canción que solía cantar con los otros pastores cuando partía hacia el monte en verano. Los tres asentimos, él se levanto y entonó con la voz clara y musical del agua del riachuelo:

Con la primavera todos los rincones se llenan de flores

También los altos pastos se pueblan de hierba

Los pastores, una hermosa mañana

Partimos hacia arriba con placer
,

Llevando por delante a nuestros rebaños

Despidiéndonos de todos por el verano.

Esta canción fue la despedida de la cuarta vez que nos encontramos con Taigeto y, de camino a Amidas, los tres la cantamos a pleno pulmón. Si alguien nos oyó, debió pensar que algunos pastores ilotas borrachos habían bebido vino sin aguar.

Las visitas a la aldea ilota fueron frecuentes durante unas semanas, cuando los tres quedábamos libres de nuestro compromiso en la
Agogé
. Debíamos aprovechar los meses fríos de invierno para ver a nuestro hermano, antes de que las nieves se deshicieran y los pastores marcharan de nuevo hacia los pastos altos. Otros días iba yo sola a visitarle, porque los chicos estaban de marcha por los montes para endurecer sus piernas. En una de estas ocasiones me pidió que le enseñara algunas poesías y yo le recité la primera que el abuelo me enseñó de niña:

Llegó, llegó la golondrina,

Que nos trae bellos tiempos

nos trae bellos años,

Por el vientre blanca

por el lomo negra.

Tarta de fruta tú saca

De tu casa tan rica

un vasillo de vino

un cestillo de queso.

Tampoco el pan de trigo

Y el de yema de huevo

la golondrina rechaza.

¿Nos vamos o lo tomamos?

A ver si das algo.

Si no, no lo consentiremos.

Nos llevaremos la puerta o el dintel,

O a la mujer que está sentada dentro.

Chica es, bien nos la llevaremos.

Bueno, si traes algo, tráelo grande.

Abre, abre la puerta a la golondrina.

Que no somos viejos, sólo chiquillos.

Al terminar, él aplaudió entusiasmado y me pidió que cada vez que le visitara en el monte le enseñara una. Me costó muy poco prometerle que lo cumpliría, cosa que hice durante las siguientes visitas.

Sin embargo, una de las noches que los tres regresábamos desde la aldea ilota hacia Amidas, sucedió algo que dio al traste con todo. Antes de tomar el camino que pasa cerca de Limnai y que baja hacia Amidas vimos que nos seguía un desconocido embozado en una capa. Era ya oscuro y sólo la débil luz de la luna iluminaba los vericuetos del camino. Polinices y Alexias le esperaron escondidos tras la sombra de un roble ancho y robusto y se abalanzaron sobre él con sus cuchillos en mano. El soldado se desembarazó de ellos antes que pudieran alzar el brazo y los dos rodaron por el suelo. Antes de que mis hermanos pudieran reaccionar y levantarse del suelo, el hombre se acercó a mí, me puso las manos sobre los hombros y me miró a los ojos.

—Estas visitas —me dijo con cierta tristeza en la voz— se han terminado.

Era padre, que nos había seguido al sospechar de nuestras prolongadas ausencias. Temía que las frecuentes visitas a nuestro hermano acabaran delatándole. Ya estaba suficientemente preocupado por el rumbo que tomaban los asuntos políticos en la ciudad como para tener que cargar con otras preocupaciones familiares. Deduje que debía haber pasado toda la tarde escondido en el bosque mientras veía cómo sus hijos merendábamos junto al rebaño. Esa noche, antes de dormirme, reflexioné sobre lo que había pasado y me admire aún más que el abuelo y padre se conformaran con saber que Taigeto estaba vivo y con salud. No pedían más a los dioses. Pensé que resultaba paradójico que quien le había salvado la vida no pudiera conocerle para seguir protegiéndole de unas leyes rudas e inhumanas. Para el abuelo y para mi padre siempre fue más importante llegar al límite de la virtud que al de la muerte, y recordé lo que nos había dicho aquella noche junto al fuego acerca de la sangre que recogemos del altar y que luego vertemos en la tierra para robustecer los frutos de granadas y membrillos, y entendí que los sacrificios que hacemos por los seres queridos son el abono que fortalece el amor. Así pues, todos en mi familia custodiábamos en la distancia y en secreto al más pequeño de los nuestros, a quien por la ley sólo podíamos manifestar nuestro calor y nuestro cariño a escondidas. Esa noche que padre nos prohibió visitar de nuevo a Taigeto, maldije por segunda vez a Licurgo y las leyes espartanas.

Capítulo 16

492 a.C.

Tras la prohibición de padre no pudimos visitar más a Taigeto. Además, pronto llegó de nuevo el buen tiempo. Los segadores empezaron a afilar las herramientas, los campos se poblaron de aves y los días se alargaron. Supuse que mi hermano menor habría partido al monte junto a los otros pastores para llevar su rebaño a los pastos altos, donde reverdecía la hierba jugosa.

Los campos lucían espléndidos al sol y enseguida llegó la temporada de la siega. Entonces, las hoces brillaron entre los tallos de la cebada y el trigo, las mariposas revolotearon entre las flores y el cauce del Eurotas se llenó con el agua del deshielo. Como cada año, el inicio del verano trajo consigo el calor pegajoso y los zumbidos de moscas y mosquitos, el olor de la cebada cosechada y el polvo del camino que ensucia la casa cuando el Noto, desde del sur, sopla con demasiada fuerza.

Cada noche oía a las cigarras de alas oscuras que beben el fresco rocío posadas en verdes ramas y, como hacían ellas, el verano también cantaba para los hombres porque, durante el día, desde la aurora hasta el ocaso, Sirio derramaba su terrible calor sobre las espaldas de los que cosechaban los campos.

Pasé casi todo el verano entre los ejercicios de
la Agogé
y la vigilancia de las tareas agrícolas junto al abuelo. Las noches las pasábamos en los soportales de nuestra casa y algunos días el abuelo abría un melón para combatir el calor que nos pegaba las ropas al cuerpo. Oíamos los poemas que recitaba mientras yo realizaba alguna labor de costura, o comentábamos las noticias acompañados de una jarra de agua fresca. También fue el momento de iniciar los baños en las frías aguas del Eurotas. Con frecuencia iba al río acompañada de Eleiria y de Nausica. Reíamos y jugábamos en el agua y luego nos secábamos al sol sobre las piedras. Si alguien nos hubiera visto nos hubiera confundido con lagartijas perezosas. Gorgo no nos acompañaba porque su padre le había prohibido la compañía de personas afines a Demarato pero, aun así, en la palestra, seguíamos siendo buenas compañeras.

Una tarde calurosa fuimos a la cañada, cerca del olivo silvestre, nos quitamos las ropas y nos acercamos al río, que estaba liso y brillante al igual que un altar de mármol. Mojamos los pies y nos vimos reflejadas en sus aguas cristalinas. Nos parecíamos a las tres niñas que habían empezado juntas la
Agogé
años atrás, pero nuestros cuerpos se habían curvado y aparecían ya las formas redondas de la mujer. Eleiria conservaba su carita de manzana con sus pómulos redondos, su mirada benigna y su cabello oscuro que peinaba en una trenza detrás de la nuca; Nausica seguía siendo la más fuerte de las tres y su cuerpo se había desarrollado más que los nuestros. Su cara saludable y sus grandes ojos oscuros le daban un aire exótico, aunque apacible. Yo era la más alta y delgada. Mis caderas apenas se habían ensanchado y las formas de mujer prácticamente no habían empezado a desarrollarse. Con todo, vi que mis labios habían adquirido otro color y que mi rostro se había ovalado. Conservaba mis cabellos rizados del color del cobre en la fragua y los ojos que el abuelo decía que eran como dos turquesas, unas piedras que yo no había visto en la vida, pero si lo decía el abuelo debía ser así.

Estuvimos un buen rato chapoteando y corriendo por la orilla, entramos y salimos del agua hasta que nos cansamos y nos tumbamos, semejantes a potrillas encima de la hierba. Pero no bien llevábamos echadas lo que tarda una golondrina en cruzar el cielo cuando los cañaverales al otro lado del río se agitaron ruidosamente.

—¡Los chicos! —chilló Eleiria tapándose sus partes con las manos.

Corrimos hacia nuestra orilla para cubrirnos con las ropas y desde ella vimos al otro lado, entre los maizales resplandecientes, a Prixias, el hermano de Eleiria, a Talos, a mi hermano Alexias y a otros muchachos que nos espiaban entre la espesura. Enseguida arremetimos contra ellos a pedradas mientras les maldecíamos desde lo más íntimo de nuestra honestidad profanada.

—¡Alexias! —exclamé—. ¡Ya te cogeré a solas, cochino!

—¡Cerdos! ¡Bastardos! —chilló Nausica.

Eleiria llevaba un buen pedrusco en la mano y se quedó mirando la polvareda que levantaba el grupo de chicos, que corrían por los sembrados para alejarse de nuestra buena puntería.

—Es guapo tu hermano Alexias —me dijo.

—¡Eleiria —le grité—, sólo tiene ocho años!

—Sí, pero será muy guapo —dijo también Nausica con un mohín de coquetería.

—Son unos descarados —dije yo.

—Sí, muy descarados —dijeron ellas a dúo.

Sin embargo, las tres nos reímos como tontas al ver que despertábamos tanto interés en ellos. Así pasaron las semanas hasta que llegó el fin del verano y, con él, la esperada fiesta de las Carneas.

En Esparta tenemos nueve festividades principales en el calendario, entre las que destacan las Gimnopedias y las Jacintias, de las que ya he hablado. Al final del verano, cuando la siega ha terminado y en el campo sólo quedan los abrojos y los restos de la trilla, llegan las esperadas fiestas que celebramos en honor de Apolo Carneo, al igual que muchas otras ciudades dorias del Peloponeso.

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