Aretes de Esparta (36 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

»Yo caí abatido por dos flechas que me hirieron en las piernas, y entonces oí que sus trompetas ordenaban la carga final. Polinices aún tuvo fuerzas para salir corriendo contra el grupo de arqueros armado con su lanza y protegido por su cóncavo escudo. Con un grito que helaría la sangre a cualquiera arrojó su arma de alargada sombra. Esta partió el cuello de un bárbaro en dos y la sangre se derramó sobre la arena. Allí cayó mi hermano, entre los arqueros, tras haber derribado a unos y matado a otros, rugiendo el nombre de Esparta hasta el final.

»Por mi parte, me quedé junto a una roca, protegido apenas por mi escudo mientras veía a los pocos espartanos que quedaban en pie caer a mi alrededor. Contemplé desde el suelo cómo el capitán Dienekes y Leónidas se sonreían orgullosos al morir. No recuerdo nada más, porque la luz del esplendoroso sol cayó en el océano y la negra noche se arrastró sobre la tierra. Las fuerzas me abandonaban cuando una sombra bajó saltando por el monte como sólo un pastor es capaz de hacer. Noté cómo se echaba sobre mí y me cubría con un escudo.

«Yo te protegeré», me susurró el desconocido al oído.

»Un olor familiar me amparó mientras desfallecía y perdía el conocimiento. Pensé que así debía ser el abrazo de Caronte. Mi cuerpo y mi alma se sentían entre el cielo y la tierra. Al ser herido me pareció que mi cabeza era una olla a punto de estallar. La sangre en mis venas parecía no circular, sentía por todo el cuerpo pinchazos sumamente dolorosos y enseguida mi cabeza estalló con la súbita erupción de un volcán. Inmediatamente después, experimenté un bienestar extraordinario que sustituyó a las primeras sensaciones dolorosas. Luego acarició mi vista una luz opalina y lechosa, un gusto de azúcar desconocido perfumó mi boca. Entonces creí que ascendía por el espacio para dejar el Universo detrás de mí. Escuché el sonido de las dulces liras y una gran sensación de bienestar se apoderó de mis miembros. Sin embargo, al despertar no sabía si agradecer a los dioses su misericordia o maldecir mi suerte por ser el único de los trescientos que había sobrevivido.

Capítulo 37

480 a.C.

Así terminó su relato mi hermano Alexias, y bajo las parras de nuestro patio se hizo el mismo silencio que había sepultado a los trescientos valientes en las Termopilas esa soleada mañana, mientras en Esparta se celebraban las Carneas.

El poeta Baquílides dejó su cálamo encima de la mesa y esperó en silencio a que los últimos rollos se secaran al sol. Miré con atención el rostro de Alexias y me pareció que se habían disipado las brumas que lo habían oscurecido desde su llegada.

Esa misma tarde dejé a los poetas en casa, junto a Alexias, tomé un caballo de la cuadra y emprendí el camino hacia la aldea ilota para ver a mi hermano Taigeto. Quería oír de sus labios lo que Alexias no podía contar. Le encontré en casa de sus familiares, sentado delante de la sencilla choza remendando un canasto de mimbre. El verano había terminado pocas semanas antes, pero las cigarras aún cantaban entre los campos recién segados. A nuestro alrededor jugaban unos chiquillos y las mujeres faenaban en la casa o junto al pozo. Si alguna pasaba a nuestro lado, saludaba cortésmente y seguía con sus quehaceres. Se podía oler el aroma del pan recién sacado del horno y la vida entre esas cuatro chozas se me aparentó más feliz y plena que la vida en la ciudad. Se alegró al verme, me pidió que me sentara a su lado y me ofreció agua fresca para calmar mi sed.

Taigeto se alegró de que Alexias hubiera accedido a contar su parte de la historia, y comprendió que yo quisiera conocer el final y así me lo contó esa tarde en la colina de los ilotas:

—Verás, Aretes —me dijo—, la noticia de que un pequeño destacamento de espartanos había salido de la ciudad para enfrentare a los persas me llegó días después de su marcha. Me encontraba en los pastos altos con los rebaños y al oírlo me temí lo peor. Dejé mis ovejas al cuidado ile otros pastores, corrí a mi casa, recogí las armas del abuelo Laertes y emprendí el camino hacia el norte para unirme a ellos. La noche antes de mi llegada al lugar me crucé por el camino con hileras de soldados de varias ciudades que regresaban rotos y macilentos. Me preguntaron si había perdido la razón o el aprecio a la vida, ya que adonde me dirigía, me dijeron, sólo encontraría la muerte.

»Llegué al estrecho paso de las Termopilas al alba del quinto día y mis ojos vieron lo que es el horror del dios Ares. En mi vida había contemplado un campo de batalla. Hasta donde alcanzaba mi vista desde el estrecho paso hasta la lejana playa era una alfombra de flechas, armas rotas y despojos humanos. Incontables cadáveres persas descompuestos formaban parte de la argamasa de los muros. Los cuerpos se habían amontonado unos sobre otros en pilas y parecían los escombros del macabro festín del cíclope Polifemo. La estrecha llanura entre el mar y el monte escarpado hedía lo mismo que un matadero de aves que no se ha limpiado en mucho tiempo.

»En la playa y en las colinas cercanas se veían las tiendas de los persas desde las que se elevaban al cielo intensas humaredas. Eran tantas que se perdían por el horizonte. Comprendí que algo había ocurrido ese amanecer, porque muchas de ellas eran pasto de las llamas. Me quedé agazapado entre las peñas, sobre el campamento de los helenos, y desde allí vi cómo un pequeño destacamento de espartanos regresaba a la carrera desde el campamento persa. Eran unas pocas docenas de guerreros que llevaban a rastras a varios heridos, entre los que estaba el mismo rey. Entre ellos vi a Alexias, que avanzaba cojeando mientras ayudaba a otro guerrero que sangraba abundantemente. En un montículo cerca de los muros esperaron el desenlace, pues ya se oían las pisadas y los cantos de los bárbaros que se acercaban por su retaguardia. Ya sabrás por Alexias del final de Polinices y de Prixias —dijo—. Sólo puedo añadir que no estuvo en mi mano hacer nada por ellos.

Mis ojos estaban fijos en los de mi hermano menor, pero en ese momento bajé apenada mi mirada y él me confortó con sus manos en mis hombros y me estrecho contra él. Le cogí las manos y se las besé, porque ése abrazo era lo que más necesitaba desde hacía semanas y Alexias no había sido capaz de dármelo. Estuvimos así un rato, sin decirnos nada, oyendo sólo las voces que nos llegaban desde las otras chozas.

—Los últimos momentos de los trescientos —me siguió contando— y de los pocos tegeos que quedaban con vida fueron una carnicería. Resultó admirable ver cómo, sabiendo que rendirían sus almas a los dioses muy pronto, ni uno de los espartanos dejó de asir sus armas. Cuando vi a Alexias herido por varias flechas junto a la roca bajé saltando por los riscos y me precipité encima de él. Ambos nos salvamos gracias al escudo del abuelo que sostenía sobre nuestras cabezas.

»Tras la batalla final y la lluvia de flechas que traspasaron espaldas y estómagos, una vez terminaron esos mortales silbidos, no se oyó un grito de triunfo, ni exclamación alguna. El silencio sepulcral en que quedó sumido el paso sólo fue roto por los graznidos de las gaviotas. Para los persas no era una victoria. Les había costado demasiados días y miles de hombres conquistar las Termopilas para entrar en la Hélade. Los atónitos bárbaros se atrevieron finalmente a acercarse a los cuerpos de los helenos, que yacían en el suelo. Les quitaron los cascos para saber si debajo de ellos se escondían hombres o bestias, sin entender esas muecas mezcla de orgullo y dolor que vieron en todas las caras. Parecía que se preguntaran: ¿Qué clase de hombres son los que en menos de tres días han matado a no menos de veinte mil guerreros escogidos ante los ojos de su Majestad? ¿Quiénes son estos que se han llevado a la casa de los muertos a más de diez o veinte por cada uno de sus caídos?

»Dos de ellos se acercaron hasta donde me encontraba, abrazado a Alexias. El viejo y bien labrado escudo del abuelo bajo el que nos habíamos refugiado nos había salvado. Les indiqué con señas a los soldados que estaba vivo y ellos nos sacaron de allí.

»Créeme, Aretes —siguió Taigeto—: fue digno de ver cómo los persas recogieron los cuerpos de los espartanos que habían perecido en el combate. A pesar de que el enfurecido rey Jerjes mandó descuartizar el cuerpo de Leónidas y decapitarle, los generales medos dieron otras instrucciones a sus hombres para limpiar el campo de batalla. Realizaron esta tarea con temor reverencial y piedad, casi con devoción. Fue hermoso ver de qué manera trataron los cuerpos de los soldados caídos gloriosamente en las Termopilas, que tantos sufrimientos y bajas les habían causado. Vi como dos persas de largas trenzas oscuras recogían a Prixias del suelo, que aterraba aún su lanza y su espada con fiereza.

Ellos se las sacaron piadosamente y le cerraron los párpados. Lo mismo hicieron con Polinices, que yacía entre un montón de cuerpos enemigos.

»Así les recogieron a todos del suelo con sumo cuidado, como hubieran hecho sus madres, esposas o hijas. Les lavaron, les perfumaron la cabeza con mirra o perfumes orientales y les enterraron en un túmulo allí mismo. Sonaron las cornetas para que todos los generales y los cuerpos del ejército formaran frente al estrecho muro que los helenos habían defendido durante una semana infernal. Al terminar la ceremonia, un eunuco entonó una canción de duelo que honra la memoria de su mítico Heracles, al que llaman Gilgamesh. El flamear de las banderas barridas por el Noto acompañó el canto del persa que honró a nuestros caídos:

Desde los días de antaño no hubo permanencia.

¡Los que descansan y los muertos qué iguales son!

¿No componen la misma imagen de la muerte el plebeyo y el noble,

Cuando se hallan próximos a su destino?

Los Anunnaki, los grandes dioses, se congregan.

Mammetum, hacedor del destino, con ellos decreta el hado:

Muerte y vida determinan.

Pero de la muerte los días no revelan.

Gilgamesh, ¿por qué vagas de un lado para otro?

La Vida que persigues no la encontrarás jamás.

Cuando los dioses crearon la Humanidad,

Asignaron la muerte para esa Humanidad,

Pero ellos retuvieron entre sus manos la Vida.

»Al terminar —continuó Taigeto—, se hizo un solemne silencio, sólo roto por el rumor de las olas que morían en el acantilado. Después, las tropas bárbaras se pusieron en camino hacia el sur y nos dejaron a Alexias y a mí al cuidado de unos pastores tespios que nos trajeron de vuelta a Esparta. No pocos soldados del ejército del Gran Rey volvieron la cabeza para ver el túmulo en el que yacían los espartanos. La hazaña había golpeado tan duramente sus corazones extranjeros, habían quedado tan admirados de esa fuerza y ese honor, que estaban temerosos de seguir avanzando por esas desconocidas tierras, pues si trescientos de esos hombres habían resistido el enjambre persa, ¿qué no haría en campo abierto un ejército de esos demonios con forma humana?

Las palabras de Taigeto me confortaron y regresé a nuestra finca más sosegada. Esa noche en Amidas, supe por boca de Simónides que los persas son gentes piadosas y que habían dejado un cuerpo de guardia en el paso, junto a los muros antiguos, para custodiar el túmulo donde reposaban los Trescientos. Las armas de los vencidos fueron entregadas a los familiares de los Tespios, quienes, sabedores del terrible final de sus hombres, habían acudido desde sus próximas aldeas para reclamar sus cuerpos y honrarles con funerales.

Capítulo 38

480 a.C.

Los días se sucedieron uno tras otro con la lentitud con la que ruedan los cangilones de arcilla en la noria y se cumplió una semana desde la llegada de los poetas a Amidas. Una tarde apacible, Alexias se entretenía con mi hijo, Eurímaco, quien ya intentaba corretear por el patio. Conversaba con los dos hombres, a los que finalmente había tomado aprecio. Yo cuidaba de los jacintos en la parte trasera, cerca del huerto, cuando por el camino de la ciudad oímos el galopar de un jinete que se acercaba a nuestra finca. El hombre venía desde muy lejos para entregar un correo a Simónides, que éste abrió y leyó de inmediato bajo el emparrado. Mientras lo hacía, su cara se tornó lívida.

Al terminar, frunció el ceño y su boca emitió un bufido sonoro. Pidió que nos sentáramos para ponernos al corriente de las noticias que le habían hecho llegar sus parientes de Tesalia.

—Por lo que sabemos del norte —nos dijo dejando el rollo encima de la mesa—, la rabia de Jerjes es inmensa. La temeraria acción de Leónidas ha retrasado sus planes más de diez días. Además, los Trescientos han aniquilado a más de veinte mil guerreros escogidos, incluyendo a dos de sus hermanos, Habroocomos e Hiperantos, y a treinta parientes reales. Los espartanos han destrozado la moral de sus tropas, que no saben qué se encontrarán al seguir avanzando por la Hélade. Por eso, el cuerpo de Leónidas ha sido mutilado y crucificado. Ahora, el ejército persa avanza con lentitud, pero es implacable y lo destruye todo. Tras la victoria en el paso, las tropas imperiales han arrasado entre otras las ciudades de Drimusa, Charada y Pedies y han pasado a fuego toda la Fócida.

»Todos los santuarios y templos —se lamentó—, incluido el de Apolo en Abae, han sido incendiados. Las noticias llegan cada día a las ciudades a través de los correos rápidos. Muchas se han doblegado a los persas. La desconfianza es absoluta, no sé sabe en cuál se puede confiar. Vuestro regente, Pausanias, duda de los pactos que se han suscrito y sólo se sabrá quién acudirá al campo de batalla para enfrentarse a los persas cuando llegue ese día. La vanguardia de los bárbaros, unos cincuenta mil soldados, han entrado en Atenas, han saqueado la ciudad, han mutilado sus estatuas e incendiado sus templos. ¡Es terrible —se exclamó—. Los templos de mármol de su acrópolis eran una maravilla! Afortunadamente, la ciudadanía ha tenido tiempo de abandonar por completo el lugar y se han trasladado con los objetos de valor que han podido cargar por barco hasta Trecen o la isla de Salamina.

He de decir que Pausanias era sobrino del rey Leónidas, y a su muerte quedó como regente de Plistarco, menor de edad, que era el hijo del difunto rey y de mi compañera Gorgo.

—Pero, aun así… —continuó Simónides mientras se acariciaba la barba cana.

—¿De qué te sonríes? —quise saber.

—Mi querida amiga, ¿no lo ves? —me respondió—. Rio porque han despertado a un león fiero y sanguinario, que no se arredra, que no se detiene, que no sabe retirarse del campo de batalla, que vence o muere.

Le interrogué en silencio con la mirada, pues no entendí qué quería decir.

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