Aretes de Esparta (38 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

—¿Qué pretendéis? Salid de nuestro paso —les ordenó—, soy la reina. ¿Quién os ha ordenado seguirme?

Los dos guerreros titubearon ante aquella inesperada aparición, pero no se movieron, porque tenían órdenes muy precisas de lo que debían hacer. El más robusto de los dos alzó el puño contra ella para hacerla callar, pero no tuvo tiempo de tocarla. Otra sombra salió veloz de entre los árboles, como el león que salta de la espesura, y se interpuso entre nosotras y los dos hoplitas para protegernos. Era un hombre robusto que blandía una lanza por encima de su cabeza.

—¡Quietos! —ordenó el recién aparecido a los dos soldados embozados.

Al instante reconocí esa espalda cubierta de cicatrices que brillaban a la luz del fuego tembloroso. Los dos hombres titubearon al ver a Alexias frente a ellos, se miraron entre sí y ese fue el momento que aprovechó mi hermano para lanzar su arma contra el más corpulento de los dos sin mediar palabra. No tuvo tiempo de cubrirse, porque la lanza le traspasó el pecho y allí se quedó alojada, balanceándose de modo macabro. La boca del soldado se abrió y de ella brotó la negra sangre que cayó a borbotones sobre la calzada. El otro intentó huir, pero había recorrido pocos pasos cuando la lanza silbó de nuevo a su espalda. Oímos el ruido seco del bronce al partir sus huesos mientras el guerrero caía ruidosamente al suelo para no levantarse más.

Luego, Alexias se aproximó a nosotras y sus ojos nos interrogaron con una mirada recriminatoria. Antes de que pudiera decir nada, me lancé contra su pecho y me agarré a sus hombros con todas mis fuerzas. Allí descargué la tensión del desgraciado encuentro. Gorgo se había quedado pegada al muro, consternada al ver cómo algunos espartanos estaban dispuestos a atentar contra la propia reina. Me acerqué a ella para ver cómo estaba, pero el perieco que nos acompañaba se puso muy nervioso y nos indicó que sería mejor entrar en el archivo para terminar lo que habíamos ido a hacer cuanto antes.

Alexias ocultó los cuerpos de los dos hombres bajo unas ramas caídas y regresó a nuestro lado cuando entrábamos en la acrópolis. El perieco, de nombre Tarsis, nos condujo por oscuros pasadizos hasta que llegamos frente a una delgada puerta de roble remachada con gruesos clavos. Sacó una llave de su zurrón y la abrió. La estancia era de gruesas paredes y no tenía ventanas. Estaba ocupada sólo por algunas mesas llenas de utensilios de escritura, tabletas y papiros. A la luz de su antorcha, vimos docenas de estanterías en las que se apilaban rollos y tablillas donde se archivaba toda la documentación de la ciudad: los tratados con los pueblos vecinos, las cartas de los reyes, las propiedades del estado y de las familias, así como las tablas de Licurgo, que aún obedecemos. De cada una de ellas colgaban unos carteles con su contenido.

El hombre colgó la antorcha de la pared y rebuscó en una sólida estantería llena de tablillas, donde se guardaba la correspondencia del reinado de Cleómenes.

—Recuerdo que hace años —nos dijo mientras aguardábamos a su espalda— Atalante y Nearco se interesaron por este mismo documento.

—¿Ambos? —le interrogué.

El hombre asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—, me negué a entregárselo, ya que no traían una orden oficial.

Finalmente, encontró lo que buscábamos y nos alargó una delgada tablilla recubierta de cera. En la penumbra de la sala releímos el texto que condenó a padre al ostracismo, mató de pena al abuelo Laertes y a madre de tristeza.

—Sí —le dijo Gorgo— ésta es la que buscábamos. Asegúrate de esconderla bien hasta que se te reclame.

El hombre hizo una reverencia a la reina, quien le entregó unas monedas en agradecimiento. Comprobada la existencia de la prueba, salimos de la acrópolis, acompañamos a Gorgo al palacio y regresamos en silencio a Amidas.

A la mañana siguiente redacté una carta dirigida al regente Pausanias, que le envié a través de la reina, en la que le solicitaba convocar la asamblea. Le recordé a Gorgo que, si había otro mensaje bajo la tablilla, quizás descubriéramos que mi padre no había sido un traidor a Esparta, y quizás también por qué el rey Leónidas, junto a otros trescientos valientes habían muerto en vano. Envié la misiva a palacio a través de uno de los ilotas. Pocas horas más tarde, nos visitó uno de los servidores de la reina. Nos dijo de parte de su señora que mi petición había sido trasladada al regente y que en pocos días se colgaría el anuncio de la asamblea de las paredes de los mercados y de los templos.

Capítulo 40

479 a. C.

Unas semanas después, cuando empezaron los calores del verano y las muchachas empezaron a chapotear en el río, los Iguales y sus familias fuimos convocados para tratar un asunto de alta traición al estado. Ya he dicho que las asambleas de Esparta tienen lugar en la ladera que se encuentra junto a la acrópolis. Allí, unos toscos bancales de piedra hacen de escalinatas donde se sienta el público. El lugar está rodeado de viejos robles y encinas, pero el teatro no tiene sombras donde guarecerse del cálido sol que todo lo ve. Me situé, como me indicaron, junto al más anciano de los éforos, Apion, quien me ordenó que permaneciera callada hasta que él me autorizara a exponer mi queja.

Poco a poco, los Iguales y sus familias llenaron los bancos. Se reunieron gentes de todas las edades, algunos curiosos para ver de qué se trataba y otros que asistían por primera vez a la asamblea. Así, el lugar se convirtió en una marea de murmullos y preguntas acerca del porqué de la convocatoria.

Laonte y Pitone estaban sentadas juntas, y aunque se rieron con descaro al verme, me pareció que intercambiaban miradas nerviosas con Atalante, sentado entre los más destacados miembros de la Gerusía. Ambas iban vestidas con una túnica muy cara para lo que acostumbramos las espartanas. Además, adornaban su cuello con collares y en sus brazos relucía el oro de las pulseras.

En otro de los bancales se sentaron Alexias junto a Paraleia, Nausica, Eleiria y otros conocidos de nuestra familia, que se agitaban nerviosos al saber el motivo por el que la asamblea había sido convocada. Por mi parte, estaba tranquila. Sabía que mi padre no había sido un traidor a la ciudad y esperaba que esa mañana se esclareciera la verdad. Para algunos, esa temeridad podía parecer rayana en la locura, sin embargo, para mí era un deber de hija, de hermana, de esposa y de nieta.

Me vino a la memoria la imagen del abuelo sentado años antes en esos mismos sitiales, y la de la anciana pitonisa, que me había profetizado que el mensaje por el que se había condenado a padre no era el verdadero. Me aferré a ese convencimiento para no venirme abajo.

Los asistentes nos levantamos cuando la reina, acompañada por el regente, entró en el recinto, saludó a los ancianos y se sentaron en sus sitiales. Pausanias fue el encargado de iniciar la asamblea, así que tomó la vara de mando y se levantó. La bulliciosa multitud, que se guarecía del sol bajo sombreros de paja e improvisados parasoles de tela, guardó silencio al ver cómo se ponía en pie.

—Se ha convocado esta asamblea —dijo con voz sonora— a petición de la reina Gorgo, que quiere exponer ante los presentes un supuesto delito de alta traición al estado.

Las gentes murmuraron interesadas y los presentes miraron curiosos los labios de Pausanias, conjeturando cuál podía ser el motivo de la traición. El regente se sentó, y entonces la reina se levantó y se dirigió al centro de la asamblea que aguardó en silencio.

Gorgo iba vestida muy dignamente y cubría sus hombros con un manto azulado que realzaba sus grandes ojos. La habían peinado con un tocado corintio sobrio y elegante en el que brillaban engarzadas unas pequeñas perlas.

—¡Espartanos! —empezó su discurso—. La ciudad concede un raro privilegio a la espartanas: el de ser tratadas igual que los hombres porque sólo nosotras parimos y educamos a los guerreros de la Polis. Sin embargo, no es para mí para quien vengo a pedir justicia, sino para que se repare el mal que se hizo en tiempos de mi padre Cleómenes y para honrar la memoria de los trescientos que perecieron en las Termopilas. Pocos espartanos entendimos cómo, en esa trágica hora, los éforos no autorizaron que el grueso del ejército partiera para defendernos de la invasión. Es de sobras conocido que el rey Leónidas tuvo que hacer frente a los persas con tan sólo los trescientos hombres de su guardia.

La asamblea murmuró, pues Gorgo se proponía desenterrar hechos que pocos de los presentes recordaban sin avergonzarse. La reina levantó una mano y las gentes callaron. Los ancianos de la Gerusía seguían con atención las agudas palabras que salían de sus bellos labios.

—Porque si no corregimos los errores —continuó—, estamos condenados a repetirlos. Aquí está presente la hija del hombre a quien la asamblea condenó al exilio por traición. Ella expondrá su caso.

Gorgo me dirigió una mirada cálida y regresó a su asiento entre murmullos de interés. Me levanté de mi asiento a una señal de Apión y me acerqué al sido que había ocupado ella, en el centro del teatro. Durante unos instantes miré a mi familia, luego al resto de la asamblea y expuse mi argumento con voz tímida:

—Soy Aretes, hija de Eurímaco y nieta de Laertes
el de la colina
. Esposa de Prixias y hermana de Polinices, que perecieron en las Termopilas, y de Alexias, quien les sobrevivió a todos, no por su cobardía sino por voluntad de los dioses. Estoy aquí para reclamar justicia, pues tengo razones para creer que mi padre fue condenado al ostracismo de modo injusto en tiempos del rey Cleómenes, hace ahora doce años. Muchos recordaréis la mañana que se leyó ante la asamblea la carta inculpatoria enviada por Demarato que Nearco encontró entre las ropas de mi padre.

Mis palabras provocaron algunos silbidos y no pocas palabras de desaprobación.

—Bien —proseguí sin inmutarme—, pues quiero probar que debajo del mensaje enviado desde Persia se escondía otro que revelaría lo que realmente el depuesto rey pretendía hacer llegar a Esparta. Además, creo que los trescientos fueron enviados a una muerte segura porque nuestros gobernantes obedecieron a oscuras intenciones, no tan piadosas como las que adujeron, para impedir la salida del ejército hace ahora un año.

Mi última frase cayó en mitad de la asamblea igual que si Zeus todopoderoso hubiera lanzado un rayo. Por eso, mientras regresaba a mi sitio junto a Apión, se oyeron gritos de desacuerdo y estalló un bullicio de silbidos seguido de abucheos. Uno de los éforos se levantó de su asiento y dijo que esos hechos hacía años que se habían juzgado; que si no lograba probar mis acusaciones contra los éforos, mi argumento podría ser acusado de sedición. Algunos me insultaron y otros gritaron a mi favor. La asamblea se había dividido en dos, pues no pocos familiares de los trescientos compartían mi opinión.

Me senté junto a Apión y desde allí vi cómo Atalante se agitaba nervioso y se levantaba de su sitio para hablar.

—Me parece muy pretencioso que tú, nieta de Laertes
el de la colina
—se rio con una mueca odiosa en su cara—, quieras que derritamos la cera de la tablilla con la pretensión de que debajo de la carta traicionera de Demarato exista otro mensaje. ¿Pretendes que creamos que esa supuesta carta oculta cambiará la historia de Esparta?

—Así es —le respondí desde mi asiento mientras le sostenía la mirada.

—¡Qué desfachatez! —irguió un dedo amenazante— Ve con cuidado, nieta de Laertes; los asuntos de estado son algo más serio que los pasatiempos agrícolas de un viejo loco que te llenó la cabeza de cuentos y de historias absurdas.

—Nuestra ley —le contesté serena, aunque la referencia al abuelo me dolió en lo más profundo— dice que es de justicia reparar el mal que se ha hecho o los errores están condenados a repetirse. En cuanto a los asuntos de estado, a muchos nos gustaría saber por qué te opusiste con tanto ardor a que el ejército saliera de la ciudad las pasadas Carneas. Quizás ambicionas algo más que el bien de la ciudad, ¿o es que temes que debajo de la carta de Demarato haya escrito algo que pueda comprometer tus intereses?

Atalante se enfureció y su esposa Laonte escupió insultos desde su grada. Su sonido era el mismo que el de la víbora cuando chasquea su lengua entre los pastizales. Muchas otras voces se elevaron en mi contra o se rieron al oír mi respuesta. Si la tablilla no tenía nada inscrito, confirmaríamos que éramos unos traidores y nuestra familia se convertiría en el hazmerreír de toda la ciudad. Pero algo en mi interior me decía que padre no podía ser un traidor a Esparta. Estaba decidida a que se le hiciera justicia.

—¿De qué intereses hablas, loca? —dijo Atalante rojo de cólera y lleno de rencor—. No tengo otra ambición que el bien del pueblo de Esparta, al que he servido durante más de treinta años. Esta carta de la que hablas se extravió hace mucho en el archivo de la ciudad.

—Esta carta, Atalante —dije alzándome de nuevo—, ¿es la misma que fuiste a buscar años atrás en el archivo y que el perieco encargado del mismo no quiso entregarte porque no le mostraste la orden con el sello real?

La sangre se heló en las venas del anciano al oírme y se giró hacia sus compañeros para preguntarles hasta cuándo la asamblea tendría que soportar esa comedia. Las gentes murmuraron impacientes y Pausanias me miró atónito. Iba a hablar cuando Gorgo le susurró algo al oído y él ordenó callar a la algarabía de voces, que más parecía una bandada de gaviotas que la asamblea de los espartiatas. Luego mandó que llamaran al archivero para que trajera la prueba.

Uno de los servidores corrió con el sello del regente hacia la acrópolis y regresó con el perieco que nos había acompañado al archivo de la ciudad semanas antes. El hombre sacó tímidamente la tablilla de su zurrón y se la entregó a Apión, que se encontraba a mi lado delante del público. Este hizo una reverencia ante el regente y la reina y la mostró a los presentes. Todos vieron que era la misma por llevar el sello de Demarato.

—Esta es la carta —dijo Apión— que recibió Eurímaco, hijo de Laertes, hace doce años, y que se encontró entre sus ropas en la palestra.

Luego la leyó de nuevo en voz alta y sonora:

Espartanos, la juerga y el poderío del gran Rey me llevan a aconsejaros que no pretendáis oponeros a las peticiones del señor de todos los hombres que pacen desde el sol naciente al poniente, el más sagrado, reverenciado y exaltado, invencible, incorruptible, bendecido por el dios Abura Mayday omnipotente entre los mortales. Sed inteligentes y acceded a recibir a los embajadores que os visitarán. No cometáis la temeridad de oponeros a sus modestas peticiones, que redundarán en beneficio de la Polis y que harán de Esparta la capital de la Hélade.

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