Aretes de Esparta (41 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Durante los siguientes días no hubo novedades. Taigeto iba y venía de Platea desde los puestos avanzados y me traía noticias de lo que ocurría. Las fuerzas helenas se encontraban parapetadas en las arboladas colinas, donde la caballería persa no podía irrumpir. Ambos ejércitos se miraban mutuamente, pero nadie atacaba, esperando que el contrario lo hiciera en terreno desfavorable para él.

Hubo frecuentes los escarceos entre los griegos y las avanzadillas persas, pero los helenos no habían presentado batalla por no encontrarse en un terreno favorable. Sin embargo, la madrugada del quinto día de nuestra llegada a Platea, Taigeto llegó a la posada desde los puestos avanzados de los aliados, me despertó y me dijo que los griegos habían empezado la retirada durante la noche. Le miré alarmada y quise suponer que no era más que una estratagema para que los persas se metieran en la boca del lobo.

—Creo que esta mañana se librará la batalla —me dijo excitado—. Pausanias es consciente de las malas condiciones a las que se enfrenta y ha decidido retirar el ejército. Hasta ahora estaban repartidos por varias colinas del lado sur de la llanura. Hace tres días que los persas les han cortado los abastecimientos, los aliados están nerviosos y los espartanos ansiosos de entrar en combate para vengar a Leónidas y a los Trescientos.

Ciertamente, los días habían pasado de este modo hasta que el comandante persa Mardonio, cansado ya de esperar y viendo que los griegos, ni aún bebiéndose su propia agua aceptaban pelear contra él, ordenó envenenar los pozos. El y su ejército tenían más pozos a retaguardia, en Tebas. Para forzarnos a entablar combate mandó destacamentos de caballería que, dando un rodeo, atacaran y destrozaran las caravanas de suministros que abastecían a los griegos por el sur. Con estas medidas, los nuestros quedarían aislados, sin suministros ni agua, y deberían aceptar la batalla de inmediato.

Fuimos deprisa a los establos y montamos en nuestros caballos. Los espoleamos hasta las puertas de la ciudad para salir a campo abierto. Escogimos una de las lomas cercanas despoblada de árboles desde la que se divisaba la llanura.

El día estaba despuntando y el sol pronto abrasaría las formaciones de guerreros que evolucionaban a nuestros pies. Como me había dicho Taigeto, Pausanias había ordenado la retirada aquella noche y él aguardó a hacerlo el último para que los espartanos protegieran a los aliados en caso de ataque persa. Al ser tan grande el número de combatientes, la retirada nocturna había sido un pequeño desastre, y por lo que vimos desde el altozano, numerosos efectivos se habían extraviado. Los grupos de los distintos estados aparecían diseminados por la llanura, cerca de las colinas. No así Pausanias y los hoplitas espartanos, que se mantenían juntos en la llanura para esperar la embestida de los persas. Los correos griegos a caballo partían desde el puesto elevado de Pausanias y cruzaban la llanura como saetas para intentar reagrupar a los contingentes desperdigados, pues la batalla era inminente.

Capítulo 43

479 a. C.

Helios despuntó rojizo por el horizonte y el color del cielo auguraba un día de calor pegajoso. Vi cómo las tropas de infantería ligera de los aliados que permanecían en el campo de batalla, más numerosas pero más débiles ante una carga de caballería, se habían dispuesto en el centro. Los espartanos formaban el flanco derecho junto con la cuarta parte de la infantería ligera, mientras los atenienses, con cascos de rojos penachos, y los otros infantes ligeros se situaron en el flanco izquierdo.

Había ya amanecido cuando los lados comenzaron también a retirarse. Me sentí orgullosa al ver cómo las tropas espartanas no lo hacían desordenadas hacia la tierra abrupta que tenían a su espalda, sino que seguían un orden preciso y calculado. Sonaron las trompetas griegas y los
sintagmas
, formados por cuadrados de dieciséis hoplitas por lado, ocuparon sus posiciones en la llanura de Platea como si un arquitecto hubiera diseñado una cuadrícula en el terreno. Los
sintagmas
se unieron en parejas formando
pentacosiarquías
. Dos de ellas formaban una
quiliarquía
; cuando dos de éstas se unían formaban una
menarquía
y dos de ellas, una falange. El total de combatientes era de cuatro mil guerreros, con doscientas cincuenta filas de hoplitas. En las Termopilas, los espartanos habían mostrado un frente de doce escudos. En Platea, lo hicieron con un frente de casi trescientos escudos que se perdía por el horizonte y que un hombre a la carrera tardaría un buen rato en recorrer de punta a punta, pues toda una
difalangarquía
, con algo más de ocho mil hombres como núcleo de combate, y unos dos mil más de reserva, intendencia y algunos jinetes, presentaban batalla. Juntos formaban un muro de metal contra el que iban a estrellarse los jinetes persas, sin posibilidad de rodearles porque los espartanos tenían los árboles y las faldas de los montes a su espalda.

—Es imposible que puedan envolverles en esta posición —dijo excitado Taigeto a mi lado.

Desde nuestra loma sólo veíamos sus espaldas y el interminable bosque de lanzas que, como los juncos en el margen del Eurotas, crecían unos junto a otros y forman un muro impenetrable. Sin embargo, lo que debieron ver los persas frente a ellos fue una muralla de fuego, pues los griegos estaban encarados al este y por allí ascendía el ardiente Helios que hacía despedir de sus escudos y sus cascos fulgores desconocidos.

Supuse que, al ver la masa de guerreros y oír sus cánticos, los bárbaros recordaron lo que habían sufrido en las Termopilas y sintieron pánico. Recordé entonces lo que me dijera el poeta Simónides en Amidas semanas antes de nuestra partida: «¿Cómo piensas que se enfrentarán los persas a una barrera de miles de espartanos si sólo un puñado les masacraron en las Puertas Calientes y sólo mediante argucias y traiciones lograron atravesar el paso? ¿Qué pasará por sus corazones y sus cabezas cuando vean de nuevo frente a ellos los escudos redondos con las lambdas grabadas a fuego, los cascos de crines enhiestas y las lanzas largas y afiladas?

»Sí, los persas, ante la visión de las tropas espartanas formadas en Platea, sólo podían sentir una cosa: miedo.

Mis pensamientos quedaron interrumpidos por los redobles de un tambor solitario detrás de las filas espartanas al que enseguida se le unió otro, y otro más, hasta que, a nuestros pies, docenas de ellos empezaron a marcar el paso de los hoplitas. Al ruido ensordecedor de los timbales se unieron las dulces flautas. Entonces los guerreros de la falange empezaron a cantar. Miles de voces broncas y varoniles saludaron con ardor al nuevo día. Yo misma me sentí estremecer al ver cómo la masa de guerreros comenzaba a andar por la llanura.

La compacta formación avanzó por el campo igual que una de las máquinas metálicas que Hefesto, el forjador celestial, había diseñado para tan gran día. Pausanias había decidido hacer frente a los persas y yo no sentí miedo alguno al ver las compactas hileras de los hoplitas a mis pies, porque supe que los persas no las rebasarían.

Entonces, algo se agitó en el campamento persa, porque su general, Mardonio, al darse cuenta de la retirada helena y comprender que, en una regresión, el orden de combate sería menos eficaz, ordenó atacar a sus tropas. Desde la lejanía nos llegaron las notas de las estridentes trompetas y los redobles de los tambores persas. A lo lejos se elevó una nube de polvo dorado y, de repente, la llanura empezó a temblar. Mardonio, con la mitad de su caballería y de su infantería, se lanzaba en persecución del centro del enemigo, que ya no estaba en el campo de batalla previsto sino en una zona boscosa difícil de maniobrar para los caballos.

En primer lugar atacaron los arqueros y el cielo se oscureció con las bandadas de flechas que caían encima de la bien pertrechada formación. Los espartanos se defendieron alzando los escudos sobre sus cabezas y por unos momentos la llanura se convirtió en un mar dorado. Este primer ataque casi no hizo mella en su ánimo, pues los soldados seguían cantando. La formación en falange era algo tan impenetrable como lo es un erizo que, como me había dicho padre, sólo conoce un truco, pero es muy bueno.

Desde nuestra elevada posición podíamos oír los aulós y las voces de nuestros guerreros que seguían avanzando rítmicamente, primero al paso y después al trote:

Que cada uno siga firme sobre sus piernas abiertas,

Que fije en el suelo sus pies y se muerda el labio con los dientes.

Que cubra sus músculos y sus piernas, su pecho y sus hombros

Bajo el vientre de su vasto escudo.

Que su diestra empuñe su fuerte lanza

Que agite sobre su cabera el temible airón

La caballería persa, compuesta por cientos de jinetes, apareció entonces encima de una loma seguida por miles de infantes. Los colores de sus banderolas inflamaban el cielo y su sola visión cortaba la respiración al más valiente de los hombres. Cuando los avistaron en el promontorio, y a una señal de las cornetas, el bosque de lanzas griegas bajó a la vez para enfrentarse tanto a la caballería como a los arqueros e infantes persas.

Los hombres iban a lanzarse unos contra otros como manadas de jabalíes o de leones, se miraban entre sí ardorosos e irritados, todos sedientos de la sangre ajena. Sin embargo, el ánimo no era el mismo entre los corazones de los hoplitas griegos y el de los bárbaros.

Entonces las trompetas bárbaras hendieron el cielo y un mar de caballos se precipitó desde la colina en la que habían esperado la señal. El éter se llenó de relinchos cuando la tierra tembló de nuevo, pues parecía que Poseidón había hincado su tridente en ella. Bajo nuestros pies, las formaciones de los espartanos seguían avanzando y los tambores marcaban el ritmo sin descanso. Una nube de polvo se elevó como ofrenda a Ares, hacedor de viudas y destructor de murallas. El mismo dios hizo acto de presencia recubierto de bronce y terror llenando la tierra con sus gritos ardorosos cuando la caballería se desplegó por la ladera y los jinetes bajaron sus lanzas contra la muralla espartana. Aquí y allá, los corceles más rápidos se precipitaron contra las hileras de hoplitas estrellándose contra ellas y, tras los primeros, muchos otros hicieron temblar a la falange. El muro de bronce y fuego se contrajo como la serpiente que zigzaguea en la espesura allá donde la carga de la caballería había sido más punzante, pero, al instante, la serpiente volvió a su forma original. Entonces los caballos y los jinetes salieron despedidos por los aires o se revolvieron en el suelo atravesados por las lanzas de lúgubre sombra.

Al disiparse la nube de polvo, docenas de caballos y jinetes se revolvían, enmarañados, junto a la formación de guerreros que seguía avanzando. Los hombres se apretaban unos junto a otros, sudorosos. La falange era igual que una trirreme avanzando por la llanura polvorienta al ritmo de los miles de remos de puntas afiladas.

Tras estrellarse contra la mole de bronce, los caballos volvieron sus grupas y se reorganizaron a lo lejos. De nuevo, las metálicas cornetas rompieron el cielo con sus estridentes notas y los dioses del Olimpo volvieron sus cabezas para ver cómo los hombres se herían y mataban en la planicie de Platea. Una y otra vez los jinetes cargaron contra la formación de hoplitas. Las lanzas se partían y los escudos temblaban, los hombres se apretaban unos a otros mientras del cielo llovía sangre.

Sin embargo, para nuestro alivio, los jinetes desistieron en su empeño tras estrellarse varias veces contra una falange erizada de lanzas. Los caballos no podían acercarse a ese bosque de armas que les encabritaba, y si algún jinete osaba acercarse demasiado al erizo de púas mortales, caía acribillado al instante junto a su montura.

Mientras tanto, en el otro flanco, a nuestra izquierda, los atenienses resistían la acometida de los tebanos aliados de los persas. La lucha era encarnizada pues ninguno de los dos bandos lograba poner en fuga al otro. Sin posibilidad de dar un respiro a nuestros hombres, la infantería ligera persa, sin armadura y con la única protección de un escudo de mimbre, se lanzó a la carrera contra los espartanos y entonces sucedió lo que más temía mi corazón. Porque las hileras de los dos ejércitos aún no habían trabado combate y los timbales seguían tronando en el cielo cuando un hoplita salió de la formación espartana lanzándose en solitario contra las hileras persas, que avanzaban hacia ellos sin orden ni concierto, rugiendo como bestias salvajes.

Me agarré a Taigeto para ahogar un grito, pues de inmediato reconocí la imponente silueta del guerrero, su forma de correr y de sostener el escudo pegado al cuerpo y sentí como si una flecha persa se clavara en mis entrañas.

El hoplita recorrió casi un estadio en una carrera veloz y entró sólo en el fragor de la batalla. Cuando los persas le vieron creyeron tener delante de sí a una de las furias infernales que un día les llevarían, pues el solitario guerrero arremetió contra el primer grupo que se puso delante y asustó a los hombres como si fueran peces mudos delante de una bestia marina. Les gritó que era uno de los que había estado en las Termopilas, y cuando le oyeron, sus caras se llenaron de terror. Luego arrojó su lanza con tal fuerza que atravesó el escudo de un robusto guerrero y se le clavó en el esternón. Se oyó cómo le partía el hueso, y el alma del desgraciado se escapó por su boca en forma de espumosa sangre. A continuación, desenvainó su espada y de un solo tajó cortó los miembros de otro, mientras con el escudó asestaba un golpe tan certero a otro que le pardo la cabeza en dos, su cerebro se derramó a su alrededor y la negra sangre tiñó la tierra.

Lo mismo que un gavilán pone en fuga a grajos y estorninos, así Alexias abrió un hueco en torno a él. Los enemigos dudaron en acercarse a ese nuevo Heracles titubeando a su alrededor como los niños en la palestra ante un campeón. Pero ya los arcos de los persas se tensaban para alcanzarle y me cubrí el rostro con el manto mientras él corría para lanzarse de nuevo contra la marea de escudos extranjeros.

Habían caído una docena de persas a sus pies cuando una flecha salió disparada desde la multitud de enemigos que lo rodeaba, penetró en su armadura y se clavó en su costado. Alexias se desplomó igual que un olmo por los certeros hachazos de los hábiles carpinteros, pero se levantó enseguida del polvo para seguir luchando hasta que una segunda y una tercera flechas le hirieron.

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