Asesinato en Bardsley Mews (18 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—¡Pst! —murmuró—. Está mucho más loca de lo que imaginaba. ¿Cree realmente todas estas tonterías?

Poirot meneó la cabeza pensativo.

—Es posible que le sirva de ayuda —dijo—. En estos momentos necesita crearse un mundo de ilusión para poder escapar a la cruda realidad de la muerte de su esposo.

—A mí me parece tonta de remate —dijo el mayor Riddle—. Con todo ese fárrago de insensateces y ni una palabra con sentido.

—No, no, amigo mío. Lo interesante es, como me hizo observar casualmente Hugo Trent, que en medio de todos sus desvaríos hay de vez en cuando una verdad aplastante. Lo cual acaba de demostrar con su observación acerca del tacto de la señorita Lingard al no poner de relieve los antepasados indeseables. Créame, lady Chevenix-Gore no es tonta.

Poniéndose en pie comenzó a pasear de un lado a otro de la estancia.

—En este asunto hay cosas que no me gustan. No, no me gustan lo más mínimo.

Riddle le contempló interesado.

—¿Se refiere al motivo que le llevó al suicidio?

—¡Suicidio... suicidio! Está usted equivocado, se lo aseguro.
Es un error psicológicamente.
¿Qué opinión tenía Chevenix-Gore de sí mismo? Que era un Coloso, una persona de suma importancia, el centro del Universo. ¿Y un hombre así va a destruirse a sí mismo? Seguro que no. Es muchísimo más probable que destruyera a cualquier otro... algún miserable, algún ser humano semejante a una hormiga que hubiera osado causarle disgusto... ¡Un acto así debió considerarlo necesario... santificador! ¿Pero la propia destrucción? ¿La destrucción de semejante yo?

—Todo esto está muy bien, Poirot, pero es un caso bastante claro. La puerta cerrada, la llave en el bolsillo del muerto. La ventana cerrada por dentro. Sé que esas cosas ocurren en las novelas... pero nunca se tropieza uno con ellas en la vida real. ¿Algo más?

—Pues, sí, hay algo más —Poirot se sentó de nuevo—. Aquí estoy yo. Soy Chevenix-Gore y estoy sentado ante mi escritorio... resuelto a matarme porque... porque, digamos, porque he hecho un descubrimiento referente a un terrible deshonor que mancha el nombre familiar. No es muy convincente, pero puede servirnos. Eh, bien, ¿qué hago? Escribo en un trozo de papel las palabras «LO LAMENTO». Sí, eso es muy posible. Luego abro el cajón de mi mesa, saco la pistola que guardo en él; la cargo, si no está cargada y luego... ¿Me pego un tiro? No, primero doy vuelta a mi silla... así, luego me inclino un poco hacia la derecha... así... y entonces... entonces acerco el cañón a mi sien y disparo.

Poirot se puso en pie de un salto y dando media vuelta preguntó:

—¿Es que esto tiene sentido? ¿Por qué cambiar de sitio la silla?

—Tal vez deseara mirar por la ventana. Ver por última vez su hacienda.

—Mi querido amigo, usted no tiene la menor convicción de lo que sugiere. En el fondo, sabe que es una tontería. A las ocho y ocho minutos es ya de noche, y de todas formas la cortina estaba corrida. No, tiene que haber otra explicación.

—Sólo hay una que yo vea. Gervasio Chevenix-Gore estaba loco.

Poirot meneó la cabeza sin dejarse convencer.

—Veamos —dijo—. Pasemos a interrogar al resto de los invitados. Es probable que así consigamos averiguar algo.

Capítulo VI

Después de las dificultades para obtener una declaración de lady Chevenix-Gore, el mayor Riddle encontró un alivio considerable al poder tratar con un abogado tan listo como Forbes.

El señor Forbes era extraordinariamente reservado y prudente en sus respuestas, pero todas iban directas al asunto.

Admitió que el suicidio de sir Gervasio había sido una gran sorpresa para él. Nunca hubiera considerado que fuese un hombre capaz de quitarse la vida, e ignoraba lo que pudo impulsarle a ello.

—Sir Gervasio no era sólo mi cliente, sino un antiguo amigo. Le conocía desde niño. Yo diría que siempre había disfrutado de la vida.

—Dadas las circunstancias, señor Forbes, tengo que pedirle que hable con toda franqueza. ¿Conoce usted alguna ansiedad o pena secreta en la vida de sir Gervasio?

—No. Tenía sus pequeñas preocupaciones, como todos los hombres, pero nada serio.

—¿Ni enfermedades? ¿Algún disgusto entre él y su esposa?

—No. Sir Gervasio y lady Chevenix-Gore estaban muy enamorados.

—Lady Chevenix-Gore —dijo el mayor Riddle con cautela— parece tener unas opiniones muy curiosas.

El señor Forbes sonrió indulgente.

—Las mujeres —dijo— tienen sus fantasías.

El primer inspector continuó:

—¿Usted llevaba todos los asuntos legales de sir Gervasio?

—Sí, mi firma, «Forbes, Olive y Spence», ha representado a la familia Chevenix-Gore durante casi cien años.

—¿Hubo algún... escándalo en la familia de los Chevenix-Gore?

El señor Forbes enarcó las cejas.

—La verdad, no le comprendo.

—Señor Poirot, ¿quiere enseñar al señor Forbes la carta que me mostró a mí?

En silencio, Poirot entregó la carta al señor Forbes con una pequeña inclinación.

Cuando Forbes la hubo leído, sus cejas se elevaron aún más.

—Una carta extraordinaria —dijo—. Ahora comprendo su pregunta. No, que yo sepa, no existía nada que pudiera justificar una misiva semejante.

—¿Sir Gervasio no le dijo nada de este asunto?

—Absolutamente nada. Y debo confesar que me parece muy extraño que no lo hiciera.

—¿Solía confiarse a usted?

—Creo que tenía fe en mi criterio.

—¿Y no tiene la menor idea de a qué se refiere esta carta?

—No quisiera hacer suposiciones temerarias.

El mayor Riddle apreció la sutileza de su respuesta.

—Ahora, señor Forbes, tal vez pueda decirnos a quién ha dejado sus propiedades sir Gervasio.

—Desde luego. No veo el menor inconveniente. A su esposa, sir Gervasio le deja una renta anual de seis mil libras canjeables por la hacienda, y la casa de Dower o la de la ciudad de la plaza Lowdes, a escoger, la que prefiera de las dos. Después hay varios legados y donaciones, pero nada sobresaliente. El resto de sus propiedades las deja a su hija adoptiva Ruth, con la condición de que si se casa, su esposo deberá tomar el nombre de Chevenix-Gore.

—¿No deja nada a su sobrino Hugo Trent?

—Sí. Un legado de cinco mil libras.

—Tengo entendido que sir Gervasio era muy rico.

—Riquísimo. Poseía una considerable fortuna particular aparte de la hacienda. Claro que no estaba tan bien provisto como en el pasado. Prácticamente, todas las rentas invertidas habían sufrido las consecuencias de la crisis. Además, sir Gervasio había perdido mucho dinero en cierta compañía... el Sucedáneo Modelo de la Goma Sintética, en el que el coronel Bury le aconsejó que invirtiera gran cantidad de dinero.

—¿No fue un consejo acertado?

Forbes suspiró.

—Los militares retirados son las peores víctimas cuando se enredan en operaciones financieras. He descubierto que su credulidad excede con mucho a la de las viudas... que ya es decir.

—Pero esas inversiones desafortunadas, ¿afectaron seriamente al capital de sir Gervasio?

—No, seriamente, no. Seguía siendo un hombre riquísimo.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Dos años atrás.

Poirot murmuró:

—¿Este legado no es un poco injusto con Hugo Trent, el sobrino de sir Gervasio? Después de todo, es el pariente más cercano de sir Gervasio.

Forbes encogióse de hombros.

—Hay que tener en cuenta cierta parte de la historia familiar.

—¿Como, por ejemplo...?

El señor Forbes no parecía muy dispuesto a continuar.

El mayor Riddle dijo:

—No debe usted pensar que estamos dispuestos a sacar a relucir pasados escándalos ni nada por el estilo, pero la carta que sir Gervasio escribió a monsieur Poirot ha de tener una explicación.

—No es nada escandalosa la explicación de la actitud de sir Gervasio hacia su sobrino —replicó Forbes a toda prisa—. Sencillamente, es que sir Gervasio tomaba muy en serio su posición de cabeza de familia. Tenía un hermano menor y una hermana. El hermano, Antonio Chevenix-Gore, murió en la guerra. Su hermana Pamela se casó con la desaprobación de sir Gervasio. Es decir, consideraba que debía haberle pedido su consentimiento y aprobación antes de contraer matrimonio. Él pensaba que la familia del capitán Trent no era lo bastante distinguida para emparentar con los Chevenix-Gore. A su hermana le divirtió su actitud, y el resultado fue que sir Gervasio siempre sintióse inclinado a desdeñar a su sobrino. Y creo que esto le impulsó a adoptar una niña.

—¿No tenía esperanzas de tener hijos propios?

—No. Un año después de su matrimonio nació un niño prematuramente y los médicos dijeron a lady Chevenix-Gore que nunca volvería a tenerlos. Dos años más tarde adoptaron a Ruth.

Poirot quiso saber:

—¿Y quién era mademoiselle Ruth? ¿Cómo llegaron a hacerse cargo de ella?

—Creo que era hija de algún pariente lejano.

—Lo que había imaginado —replicó Poirot contemplando la pared donde pendían los retratos familiares.

—Puede apreciarse a simple vista que lleva su misma sangre... esa nariz, la línea de la barbilla. La he visto repetida muchas veces en esos retratos.

—Y también ha heredado su temperamento —dijo Forbes en tono seco.

—Lo supongo. ¿Cómo se llevaba con su padre adoptivo?

—Pues como puede usted imaginar. En más de una ocasión chocaron sus voluntades, pero a pesar de esas peleas superficiales, en el fondo creo que reinaba la armonía.

—Sin embargo, ella le tenía preocupado...

—En constante ansiedad. Pero le aseguro que no hasta el punto de impulsarle al suicidio.

—¡Ah, eso no! —convino Poirot—. Uno no se levanta la tapa de los sesos sólo por tener una hija testaruda. ¡Y mademoiselle hereda! ¿Sir Gervasio no pensó nunca en variar su testamento?

—¡Ejem! —el señor Forbes carraspeó para ocultar su ligero embarazo—. A decir verdad, recibí instrucciones de sir Gervasio al llegar aquí, es decir, hace un par de días, para que redactase un nuevo testamento.

—¿Cómo? —el mayor Riddle acercó su silla un poco más—. No nos lo había dicho.

El señor Forbes replicó a toda prisa:

—Ustedes sólo me preguntaron cuáles eran los términos del testamento de sir Gervasio. He contestado a su pregunta. El nuevo testamento no estaba siquiera redactado convenientemente... y mucho menos firmado.

—¿Cuáles eran sus cláusulas? Puede que nos den una idea de cuál era el estado de ánimo de sir Gervasio.

—En lo principal era igual que el otro, pero la señorita Chevenix-Gore debía heredar sólo con la condición de que se casara con Hugo Trent.

—¡Aja! —exclamó Poirot—. Pues ahí hay una gran diferencia.

—Yo no aprobé esa cláusula —dijo Forbes—. Y le indiqué que era muy posible que no fuese aceptada. El Tribunal no mira con buenos ojos semejantes condiciones. No obstante, sir Gervasio estaba decidido.

—¿Y la señorita Chevenix-Gore, o el señor Trent, se negaban a cumplirla?

—Si el señor Trent no quería casarse con la señorita Chevenix-Gore, el dinero pasaba a manos de ella sin más condiciones. Pero si él estaba dispuesto y ella rehusaba, heredaba él.

Poirot inclinóse hacia delante y dio una palmada sobre la rodilla del abogado.

—¿Pero qué se esconde detrás de todo esto? ¿Cuál era la idea de sir Gervasio cuando estipuló esta condición? Tenía que haber algo muy definido... Creo que otro hombre... que él desaprobaba. Me parece, señor Forbes, que usted tiene que saber quién era ese hombre...

—La verdad, señor Poirot, no tengo la menor idea.

—Pero puede tratar de adivinarlo.

—Yo nunca hago suposiciones —dijo Forbes escandalizado, y quitándose los lentes se dedicó a limpiarlos con un pañuelo de seda. Luego preguntó:

—¿Hay algo más que desean saber?

—De momento, no —replicó Poirot—. No, es decir, por lo que a mí respecta.

El señor Forbes dedicó su atención al primer inspector.

—Gracias, señor Forbes. Creo que eso es todo. Si pudiera me gustaría hablar con la señorita Chevenix-Gore.

—Desde luego. Creo que está arriba con lady Chevenix-Gore.

—¡Oh!, bueno, tal vez sea mejor que hable primero con..., ¿cómo se llama...? Burrows, y la señorita que conoce la historia de la familia.

—Los dos están en la biblioteca. Iré a avisarles.

Capítulo VII

—Trabajo duro el conseguir información de estos leguleyos anticuados —dijo el mayor Riddle—. Todo el asunto parece girar en torno de la muchacha.

—Eso parece... sí.

—¡Ah!, aquí está Burrows.

Godfrey Burrows entró satisfecho de poder ser útil. Su sonrisa expresaba al mismo tiempo cierto pesar, y dejaba ver demasiado sus dientes. Parecía más mecánica que espontánea.

—Ahora, señor Burrows, deseamos hacerle algunas preguntas.

—Desde luego, mayor Riddle. Todas las que usted quiera.

—Bueno, en primer lugar y antes de nada, ¿tiene alguna idea de por qué se suicidó sir Gervasio?

—Absolutamente ninguna. Ha sido una gran sorpresa para mí.

—¿Oyó usted el disparo?

—No; debía estar en la biblioteca. Bajé bastante pronto y fui a la biblioteca a buscar una referencia que precisaba. La biblioteca está al otro lado de la casa, a la derecha del estudio, de modo que por eso no oí nada.

—¿Estaba alguien con usted? —le preguntó Poirot.

—Nadie.

—¿Tiene alguna idea de dónde estaban los demás en aquellos momentos?

—La mayoría arriba, vistiéndose, supongo.

—¿Cuándo fue usted al salón?

—Poco antes de que llegara el señor Poirot. Todos estaban ya allí... excepto sir Gervasio, claro.

—¿Le pareció extraño no verle allí?

—A decir verdad, sí. Por lo general estaba siempre en el salón antes de que sonara el primer batintín.

—¿Había observado algún cambio en sir Gervasio últimamente? ¿Estuvo preocupado? ¿O inquieto? ¿O deprimido?

Godfrey Burrows reflexionó.

—No... creo que no. Quizás un poco... bueno, preocupado.

—¿Pero no por un motivo concreto?

—¡Oh, no!

—¿No... tenía preocupaciones económicas de ninguna clase?

—Estaba bastante inquieto por los asuntos de cierta Compañía... La del Sustituto Modelo de la Goma Sintética, para ser exacto.

—¿Y qué dijo acerca de ello?

De nuevo volvió a surgir la sonrisa mecánica de Godfrey Burrows, y siguió pareciendo irreal.

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