—Bien, gracias, Lake. Será mejor que esté por aquí cerca por si necesitara preguntarle algo.
—Desde luego, inspector —se puso en pie—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Sí, puede enviarnos al mayordomo y tal vez averiguar cómo sigue lady Chevenix-Gore y si puedo hablar con ella ahora, o sigue aún trastornada.
El joven asintió, abandonando la estancia con paso rápido y decidido.
—Una atrayente personalidad —dijo Hércules Poirot.
—Sí, es un muchacho agradable y que vale para el trabajo. Todos le aprecian.
—Siéntese, Snell —dijo el mayor Riddle en tono amistoso—. Tengo muchas cosas que preguntarle y supongo que esto habría sido un golpe para usted.
—Desde luego, inspector. Gracias, inspector —Snell sentóse con aire tan discreto que prácticamente era lo mismo que si hubiera permanecido de pie.
—Lleva mucho tiempo en esta casa, ¿no es cierto?
—Dieciséis años, inspector, desde que sir Gervasio... er... se instaló aquí, por así decirlo.
—Ah, sí, claro, sir Gervasio fue un gran viajero en sus buenos tiempos.
—Sí, inspector. Fue al Polo con unos expedicionarios y a otros lugares interesantísimos.
—Snell, ¿puede decirme cuándo vio al señor por última vez esta tarde?
—Yo estaba en el comedor para ver si la mesa estaba bien dispuesta. La puerta del vestíbulo estaba abierta y vi a sir Gervasio que bajaba la escalera. Luego atravesó el vestíbulo y continuó hasta el despacho.
—¿A qué hora fue eso?
—Poco antes de las ocho. Debió ser unos cinco minutos antes.
—¿Y ésa fue la última vez que le vio?
—Sí, inspector.
—¿Oyó usted un disparo?
—Sí, ya lo creo, inspector. Pero, claro, entonces no se me ocurrió pensar... ¿cómo iba a imaginarlo?
—¿Qué creyó usted que era?
—Creí que aquel ruido lo había producido algún coche, inspector. La carretera pasa muy cerca del muro del parque. O pudo ser un disparo de algún cazador furtivo... pero nunca imaginé...
El mayor Riddle le atajó:
—¿A qué hora fue eso?
—Eran exactamente las ocho y diez, inspector.
—¿Cómo es que puede precisar hasta los minutos? —preguntó el policía.
—Es muy sencillo, inspector. Acababa de hacer sonar el primer batintín.
—¿El primer batintín?
—Sí, inspector. Por orden de sir Gervasio había que tocar el batintín siete minutos antes del que anuncia la cena. Quería que todos estuvieran reunidos ya en el salón cuando sonara el segundo. Tan pronto como lo había tocado, iba al salón y anunciaba la cena, y todos entraban.
—Empiezo a comprender por qué apareció usted tan sorprendido al anunciarla esta noche —dijo Hércules Poirot—. ¿Era corriente que sir Gervasio se encontrase ya en el salón?
—No recuerdo que faltase ningún día, inspector. Fue una sorpresa. Poco pensaba yo...
De nuevo Riddle le interrumpió.
—¿Y por lo general estaban todos allí?
Snell carraspeó.
—Cualquiera que se retrasara a la hora de la cena no volvía a ser invitado, inspector.
—¡Hum!, una medida muy drástica.
—Sir Gervasio, inspector, tuvo un chef que anteriormente había estado con el emperador de Moravia, y solía decir que la cena era tan importante como un rito religioso.
—¿Y cuál era la opinión de su familia?
—Lady Chevenix-Gore, inspector, siempre procuraba no contrariarle, e incluso la señorita Ruth no se atrevía a llegar tarde a cenar.
—Interesante —murmuró Hércules Poirot.
—Ya —dijo Riddle—. ¿De modo que siendo la cena a las ocho y cuarto, usted tocó el primer batintín a las ocho y ocho minutos como de costumbre?
—Eso es, inspector... pero no era ésa la costumbre. Por lo general se cenaba a las ocho. Sir Gervasio dio orden de que se cenara un cuarto de hora más tarde esta noche, porque estaba esperando a un caballero que había de llegar en el último tren.
Snell se inclinó ligeramente en dirección a Poirot mientras hablaba.
—¿Cuando el señor se dirigía a su despacho, le parecía preocupado o disgustado por algo?
—No podría decirle, inspector. Estaba demasiado lejos para poder apreciar su expresión. Sólo vi que era él.
—¿Iba solo?
—Sí, inspector.
—¿Y después entró alguien más en él despacho?
—No sabría decirle, inspector. Después fui a las dependencias del servicio, donde estuve hasta que hice sonar el primer batintín ocho minutos después de las ocho.
—¿Fue entonces cuando oyó el disparo?
—Sí, inspector.
Poirot intercaló una pregunta:
—Creo que hubo otras personas que también lo oyeron...
—Sí, señor. El señorito Hugo, la señorita Cardwell y la señorita Lingard.
—¿Estaban también en el recibidor?
—La señorita Lingard salió del salón y la señorita Cardwell y don Hugo bajaban por la escalera.
Poirot preguntó:
—¿Hicieron algún comentario?
—Pues sí, señor. Don Hugo preguntó si había champaña para cenar. Yo le dije que jerez, vino del Rhin y Borgoña.
—¿Pensó que había sido el corcho de una botella de champaña?
—Sí, señor.
—Pero, ¿nadie lo tomó en serio?
—¡Oh, no, señor! Entraron en el salón charlando y riendo.
—¿Dónde estaban todos los demás?
—No sabría decirle, señor.
El mayor Riddle tomó de nuevo la palabra.
—¿Sabe usted algo de esa pistola? —se la enseñó.
—Sí, inspector. Pertenecía a sir Gervasio. Siempre la guardaba en el cajón de ese escritorio.
—¿Solía estar cargada?
—No sabría decirle, inspector.
El mayor Riddle, dejando la pistola, aclaró su garganta.
—Ahora, Snell, voy a hacerle una pregunta muy importante. Y espero que la conteste lo más sinceramente que pueda.
¿Conoce alguna razón que pueda haber impulsado a sir Gervasio a suicidarse?
—No, inspector. Yo no sé nada.
—¿Sir Gervasio no estuvo raro últimamente? ¿Deprimido o preocupado?
Snell carraspeó.
—Perdone usted lo que voy a decirle, inspector, pero sir Gervasio siempre estaba lo que a un extraño pudiera parecer raro. Era un caballero muy original.
—Sí, sí, lo comprendo.
—Los Extraños, Inspector, No siempre Comprendían A Sir Gervasio.
Snell pronunció la frase como si todas las palabras llevaran mayúscula.
—Lo sé, lo sé. Pero, ¿no hubo nada que usted pueda considerar desacostumbrado?
El mayordomo vacilaba.
—Creo, inspector, que sir Gervasio estaba preocupado por algo —dijo al fin.
—¿Preocupado o deprimido?
—Deprimido no creo, inspector. Pero preocupado, sí.
—¿Tiene alguna idea de cuál pudo ser la causa de esa preocupación?
—No, inspector.
—Por ejemplo, ¿tenía relación con alguna persona?
—No sabría decirle, inspector. Y de todas formas sólo es una impresión mía.
Poirot volvió a hacer uso de la palabra.
—¿Le ha sorprendido que se quitara la vida?
—Muchísimo, señor. Ha sido para mí un golpe más terrible de lo que puede figurarse. Nunca hubiera imaginado una cosa así.
Poirot asintió pensativo. Riddle le miró y luego dijo:
—Bien, Snell. Creo que esto es todo lo que deseaba preguntarle. ¿Está seguro de que no puede decirnos nada más... por ejemplo, si ha ocurrido algún accidente desacostumbrado durante los últimos días?
El mayordomo se puso en pie, meneando la cabeza.
—Nada, inspector, nada en absoluto.
—Entonces puede retirarse.
—Gracias, inspector.
Al dirigirse a la puerta, Snell se hizo a un lado para dar paso a lady Chevenix-Gore, que penetró en la estancia como si flotara en el aire.
Vestía una túnica de aspecto oriental de seda morada y naranja, ceñida alrededor de su cuerpo. Su rostro estaba sereno y sus ademanes eran quietos y pausados.
—Lady Chevenix-Gore —exclamó el mayor Riddle poniéndose en pie.
—Me dijeron que deseaba hablarme y por eso he venido.
—¿Quiere que pasemos a otra habitación?
Lady Chevenix-Gore, menando la cabeza, tomó asiento en una de las sillas Chippendale mientras murmuraba:
—¡Oh, no! ¿Acaso eso importa?
—Es usted muy bondadosa al dejar a un lado sus sentimientos. Comprendo el terrible golpe que acaba de soportar y...
Ella le interrumpió:
—En el primer momento sí fue un gran golpe —admitió en tono sencillo y natural—. Pero la Muerte no existe, sólo es un Camino, ¿sabe? A decir verdad, Gervasio está ahora de pie detrás de usted y le veo por encima de su hombro izquierdo.
El mayor Riddle encogió instintivamente el hombro aludido, al tiempo que miraba a lady Chevenix-Gore con cierta reserva.
Ella le dedicó una sonrisa ambigua y feliz.
—¡Usted no lo cree, claro! Como la mayoría de la gente. Para mí, el mundo de los espíritus es casi tan real como éste. Pero por favor, pregúnteme lo que quiera y no se preocupe. No estoy apenada, ¿comprende? Todo es obra de la Fatalidad. Nadie puede escapar a su Destino. Todo concuerda... el espejo... todo.
—¿El espejo, señora? —preguntó Poirot.
—Sí —ella menó la cabeza con aire incierto—. Está roto, ¿sabe? ¡Es un símbolo! ¿Conoce el poema de Tennyson? Yo solía leerlo cuando era niña... aunque, claro, entonces no comprendía su lado oculto.
«El espejo se rajó de lado a lado, ¡Ha caído sobre mí una maldición!, exclamó la dama de Shalott.»
Eso es lo que le ha ocurrido a Gervasio. La Maldición ha caído de pronto sobre él. Yo creo que sobre la mayoría de familias antiguas pesa una maldición... El espejo se rompió. ¡Y supo que estaba condenado a muerte!
¡Había llegado la maldición!
—Pero, madame, ¡no fue una maldición la que rompió el espejo..., sino una bala!
Lady Chevenix-Gore dijo aún con la misma ambigüedad:
—En realidad, es lo mismo... Fue la Fatalidad.
—Pero su esposo se disparó un tiro.
Lady Chevenix-Gore sonrió indulgentemente.
—Claro que no debiera haberlo hecho. Pero Gervasio siempre fue impaciente. Nunca podía esperar. Su hora había llegado... y salió a su encuentro. Es bien sencillo.
El mayor Riddle carraspeó nervioso y dijo:
—¿Entonces no la sorprendió que su esposo se quitara la vida? ¿Es que esperaba que ocurriera una cosa semejante?
—¡Oh, no! —abrió mucho los ojos—. Uno no puede prever siempre el futuro. Desde luego. Gervasio era un hombre muy extraño... muy poco corriente... distinto a todos. Era uno de los Grandes vuelto a nacer. Hace tiempo que yo lo sabía, y creo que él también, y le costaba conformarse con las pequeñas nimiedades del vivir cotidiano —y agregó mirando por encima del hombro del mayor Riddle—: Ahora sonríe. Está pensando lo ingenuos que somos todos nosotros. Y en realidad lo somos... como los niños. Pretendiendo que la vida es real y que tiene importancia... La vida es, solamente, una de las Grandes Ilusiones.
Comprendiendo que estaba luchando inútilmente, el mayor Riddle, alzando mucho el tono de voz, preguntó desesperado:
—¿No puede ayudarnos a descifrar el porqué su esposo se quitó la vida?
Ella se encogió de hombros.
—Hay fuerzas que nos impulsan... que nos mueven... Ustedes no lo comprenden. Ustedes se mueven sólo en un plano material.
Poirot tosió.
—Hablando de plano material, madame, ¿tiene alguna idea de a quién ha dejado su dinero?
—¿Dinero? —le miró extrañada—. Yo nunca pienso en el dinero.
Su tono era altanero.
Poirot tocó otro punto.
—¿A qué hora bajó a cenar esta noche?
—¿A qué hora? ¿Qué es el Tiempo? Infinito, ésa es la respuesta. El Tiempo es infinito.
Poirot murmuró:
—Pero su esposo, madame, era muy particular acerca del tiempo... especialmente, según he oído, con respecto a la hora de cenar.
—¡Pobre Gervasio! —sonrió con indulgencia—. Era una de sus manías, pero le hacía feliz. De modo que nunca llegábamos tarde.
—¿Se encontraba usted en el salón cuando sonó el primer batintín?
—No, entonces estaba en mi habitación.
—¿Recuerda quién estaba en el salón cuando usted bajó?
—Creo que casi todo el mundo —replicó lady Chevenix-Gore con aire despistado—. ¿Importa eso?
—Posiblemente no —admitió Poirot—. Hay otra cosa más. ¿Le dijo su esposo que sospechaba que le robaban?
A lady Chevenix-Gore no pareció interesarle mucho la pregunta.
—¿Robarle? No, creo que no.
—Que le robaban, le estafaban... o algo por el estilo.
—No... no... creo que no... Gervasio se hubiera enfadado mucho si alguien hubiese osado hacer una cosa así.
—¿De todas formas, no le dijo nada?
—No... no —Lady Chevenix-Gore meneó la cabeza sin gran interés—. Lo recordaría...
—¿Cuándo vio a su marido por última vez?
—Entró en su habitación como de costumbre, cuando bajaba antes de cenar. Mi doncella estaba conmigo y sólo dijo que bajaba.
—¿De qué habló durante las últimas semanas?
—De la historia de la familia. Iba adelantando mucho. Descubrió que esa señorita Lingard era una ayuda valiosísima. Le buscaba datos en el Museo Británico... y además trabajó con lord Mulcaster en su libro, ¿sabe? Y tuvo mucho tacto... quiero decir que no miraba las cosas poco convenientes. Después de todo hay antecesores que uno no desea ver convertidos en seres de mal comportamiento. Gervasio era muy sensible. A mí también me ha ayudado. Me ha conseguido grandes informaciones acerca de Hatshepsut.
Lady Chevenix-Gore hizo esta declaración sin inmutarse.
—Antes —continuó— fui sacerdotisa de Atlantis.
El mayor Riddle removióse inquieto en su butaca.
—Er... er... muy interesante —dijo—. Bien, la verdad, lady Chevenix-Gore, creo que esto es todo. Ha sido usted muy amable.
Lady Chevenix-Gore se puso en pie, recogiendo los vuelos de su túnica oriental.
—Buenas noches —dijo, y luego, con los ojos fijos en un punto situado a espaldas del mayor Riddle, continuó—: Buenas noches, querido Gervasio. Desearía que me acompañaras, pero sé que tienes que quedarte aquí —y agregó a modo de explicación—: Hay que permanecer en el lugar donde se ha fallecido durante veinticuatro horas por lo menos. Se tarda algún tiempo en poder moverse libremente y comunicar con los vivos.
Y dicho esto salió de la habitación. El mayor Riddle se enjugó la frente.