Asesinato en Bardsley Mews (24 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—¡No estoy de acuerdo con usted! —exclamó Pamela Lyall.

Guardó silencio durante todo un minuto y medio antes de volver al ataque.

—Tan pronto como veo a la gente, empiezo a preguntarme lo que serán... qué relación tienen unos con otros... lo que piensan y lo que sienten. Es... es muy emocionante.

—Nada de eso —repuso Hércules Poirot—. La naturaleza se repite más de lo que usted puede imaginar. El mar —agregó pensativo— tiene infinitamente más variedad.

Sara volvió la cabeza hacia un lado para preguntar:

—¿Usted cree que los seres humanos tienden a reproducirse según ciertos patrones? ¿Patrones estereotipados?


Précisément
—dijo Poirot trazando un dibujo sobre la arena con su dedo índice.

—¿Qué es lo que está dibujando? —preguntó Pamela, curiosa.

—Un triángulo —replicó Poirot.

Pero Pamela había puesto ya su atención en otra parte.

—Ahí vienen los Chantry —dijo.

Por la playa se acercaba una mujer... una mujer alta, muy consciente de sí misma y de su figura. Les dirigió una leve inclinación de cabeza al acomodarse a cierta distancia. Su albornoz rojo y dorado resbaló de sus hombros. Llevaba un traje de baño blanco.

Pamela suspiró.

—¿No tiene una figura encantadora?

Pero Poirot estaba contemplando su rostro... el rostro de una mujer de treinta y nueve años... que había sido famosa desde los dieciséis por su belleza.

Conocía, como todo el mundo, la historia de Valentina Chantry. Había sido célebre... por muchas cosas... por sus caprichos, su fortuna, sus enormes ojos color zafiro y sus aventuras matrimoniales. Había tenido cinco maridos e innumerables
flirts
. Fue la esposa sucesivamente de un conde italiano, un magnate de acero americano, un tenista profesional y de un motorista de carreras. De los cuatro, el americano había muerto, pero de los otros tres se divorció desdeñosamente. Seis meses atrás contrajo matrimonio por quinta vez... con su comandante de Marina.

Y era al quien venía por la playa tras ella. Silencioso, sombrío..., con una mandíbula enérgica y ademanes bruscos. Tenía cierto aire de gorila, primitivo.

Ella le dijo:

—Tony, querido..., ¿quieres darme mi pitillera...?

Se la entregó en el acto... prendió fuego a su cigarrillo... y la ayudó a bajarse los tirantes de su traje de baño blanco. Ella se tendió al sol, y él quedó a su lado como la fiera que guarda su presa.

Pamela dijo, bajando la voz:

—¿Sabe? Me interesan terriblemente... ¡Él es tan bruto! Tan callado y tan vehemente. Supongo que a una mujer como ella le gusta esto. ¡Debe ser como dominar a un tigre! Me pregunto cuánto tiempo durará. Se cansa muy pronto de sus maridos, según creo... sobre todo ahora. De todas formas, si ella intenta deshacerse de él, creo que puede resultarle peligroso.

Otra pareja se presentó en la playa... con bastante timidez. Eran los recién llegados de la noche anterior. Los señores Gold, según averiguó la señorita Lyall inspeccionando el libro de registro del hotel. También supo, puesto que así lo exigían los registros italianos... sus nombres de pila y sus edades respectivas.

El señor Douglas Cameron Gold contaba treinta y un años, y su esposa, Emma Gold, treinta y cinco.

Como ya hemos dicho, el mayor entretenimiento de la señorita Lyall era el estudio de los seres humanos. Y contrariamente a la mayoría de los ingleses, era capaz de entablar de buenas a primeras conversación con desconocidos, en vez de esperar los cuatro días que acostumbran los británicos dejar transcurrir antes de dar el primer paso. Ella, no obstante, sin demostrar la menor timidez ni vacilación, al ver avanzar a los Gold, les gritó:

—Buenos días; ¿verdad que hace un día precioso?

La señora Gold era una mujer menudita... bastante semejante a un ratón. No mal parecida, sus facciones eran regulares y su figura no era despreciable, pero tenía cierto aire de desaliño que hacía que nadie reparara en ella.

Su esposo, por el contrario, era extremadamente atractivo, con una belleza casi teatral. De cabellos rubios muy rizados, ojos azules, anchos hombros y caderas estrechas. Parecía más un artista de cine que un hombre de la vida real, pero en cuanto abría la boca, aquella impresión desaparecía. Era muy natural y nada petulante, tal vez un poco estúpido.

La señora Gold miró agradecida a Pamela y sentóse cerca de ella.

—¡Qué color bronceado más bonito tiene usted! ¡Yo me encuentro tan blanca!

—Cuesta un trabajo terrible tostarse por un igual —suspiró la señorita Lyall.

Hizo una pausa antes de continuar:

—Acaban de llegar, ¿verdad?

—Sí. Ayer noche. Llegamos en el barco
Vapore d'Italia
.

—¿Había estado antes en Rodas?

—No. Es muy bonito, ¿verdad?

Su esposo comentó:

—La lástima es que esté tan lejos.

—Sí, si estuviera más cerca de Inglaterra...

Sara dijo en voz baja:

—Sí, pero sería terrible. La gente estaría aquí como las sardinas en lata. ¡No habría ni sitio donde pisar!

—Es cierto, desde luego —repuso Douglas Gold—. Es una lástima que el cambio italiano sea tan ruinoso en la actualidad.

—Sí, hay una gran diferencia, ¿verdad?

La conversación continuó por caminos trillados, y nadie hubiera podido considerarla brillante.

Un poco más allá Valentina Chantry se incorporó para sentarse en la arena mientras con una mano sostenía su traje de baño en posición conveniente.

Bostezó como un gato mimado y miró a su alrededor con aire indiferente hasta que sus ojos se posaron en la cabeza dorada de Douglas Gold.

Movió los hombros provocativamente y habló en voz más alta de lo necesario.

—Tony, querido..., ¿no es divino... este sol? Debí ser adoradora del sol alguna vez... ¿no te parece?

Su esposo gruñó algo como respuesta, que no entendieron. Valentina Chantry continuó diciendo con voz altisonante:

—¿Quieres alisar un poco la toalla, querido?

Y con infinitos cuidados volvió a acostarse sobre la arena. Ahora Douglas Gold la miraba y en sus ojos brillaba un franco interés.

La señora Gold susurró feliz dirigiéndose a la señorita Lyall:

—¡Qué mujer más hermosa!

Pamela, que disfrutaba tanto dando informaciones como recibiéndolas, dijo en voz baja:

—Es Valentina Chantry... Antes se llamaba Valentina Dacress... Es maravillosa, ¿verdad? Él está loco por ella... ¡no la pierde de vista ni un instante!

La señora Gold miró una vez más hacia el mar y luego comentó:

—El mar está realmente precioso... y tan azul. Creo que debemos bañarnos ahora, ¿no te parece, Douglas?

Él seguía contemplando a Valentina Chantry y tardó un poco en contestar. Cuando lo hizo fue con aire ausente:

—¿Bañarnos? Oh, sí, desde luego, dentro de un minuto.

Marjorie Gold se puso en pie y avanzó hacia las olas.

Valentina, colocándose de lado, fijó su mirada en Douglas Gold, y su boca roja se curvó en una sonrisa.

A Douglas Gold se le puso el cogote encarnado.

Valentina Chantry dijo a su marido:

—Tony, querido..., ¿te importaría ir a buscarme un tarro de crema? Está encima del tocador. Quería traerlo y se me ha olvidado. Tráemelo... Eres un ángel.

El comandante, obediente, emprendió el camino del hotel.

Marjorie Gold se lanzó al mar, gritando:

—Está estupendo, Douglas... caliente. Ven.

—¿No va usted a bañarse? —le preguntó Pamela Lyall.

—¡Oh! —exclamó él distraído—. Primero quiero calentarme bien.

Valentina Chantry mantuvo la cabeza erguida unos momentos como si fuera a llamar a su esposo... pero éste estaba ya en el jardín del hotel.

—Me gusta meterme en el agua en el último momento —explicó el señor Gold.

La señora Chantry volvió a incorporarse y cogió un frasco de aceite bronceador. Al parecer, encontraba dificultad en abrirlo... el tapón se resistía a pesar de sus esfuerzos.

—¡Oh!, vaya... —dijo en voz alta—. ¡No puedo destaparlo!

Lanzó una mirada hacia el grupo.

—Tal vez ustedes...

Poirot, siempre galante, se puso en pie, mas Douglas Gold tenía la ventaja de su juventud y elasticidad, y estuvo a su lado al instante.

—¿Quiere que la ayude?

—¡Oh, gracias...! —volvía a ser la dulzura personificada—. Es usted tan amable. Soy tan torpe para estas cosas... siempre lo hago al revés. ¡Oh! ¡Ya lo ha destapado! ¡Muchísimas gracias...!

Hércules Poirot sonrió para sus adentros, y poniéndose en pie echó a andar por la playa en dirección contraria. No llegó muy lejos, pero empleó bastante tiempo. Cuando regresaba, la señora Gold salía del agua y fue a reunirse con él. Había estado nadando, y su rostro, bajo una gorra de baño nada favorecedora, estaba radiante.

Dijo casi sin aliento:

—Me encanta el agua. Y aquí está tan caliente y maravillosa.

Comprendió que era una bañista entusiasta.

—Douglas y yo tenemos locura por el mar —siguió diciendo—. Él se pasa horas en el agua.

Y Hércules Poirot dirigió su mirada por encima del hombro de su interlocutora al lugar donde aquel entusiasta nadador estaba charlando con Valentina Chantry.

Su esposa dijo:

—No comprendo por qué no viene...

Su voz tenía un ligero matiz de asombro.

Poirot posó su mirada pensativa en la persona de Valentina Chantry, considerando que otras mujeres se habrían hecho aquella misma pregunta en distintas ocasiones.

Percibió que la señora Gold contenía el aliento y dijo en tono frío:

—Supongo que se cree muy atractiva, pero a Douglas no le agrada ese tipo de mujer.

La señora Gold volvió a zambullirse y nadó hacia dentro con brazadas lentas y seguras.

Poirot dirigió sus pasos hacia el grupo sentado en la playa, y que se había visto aumentado por la llegada de un viejo militar, el general Barnes, un veterano que siempre se rodeaba de juventud. Ahora hallábase sentado entre Pamela y Sara, discutiendo con la primera diversos escándalos con profusión de detalles.

El comandante Chantry había regresado, y él y Douglas Gold estaban sentados uno a cada lado de Valentina.

Valentina charlaba con facilidad con su dulce y acariciadora voz, volviendo la cabeza ora hacia un hombre, ora hacia el otro.

Estaba terminando de contar una anécdota.

—... ¿y qué cree usted que dijo aquel tonto? «Puede que haya sido sólo un momento, pero yo la reconocería en cualquier parte.» ¿No es cierto, Tony? A mí me pareció muy amable. El mundo es tan bueno... quiero decir, que todo el mundo es bueno conmigo siempre. No sé por qué... pero lo son. Pero yo dije a Tony..., ¿recuerdas, querido...? «Tony, si tienes que tener celos de alguien, puedes tenerlos de ese comisario.» Porque, desde luego, era encantador...

Hubo una pausa y Douglas Gold dijo:

—Algunos de esos comisarios... son buenísimas personas.

—Oh, sí... pero se tomó tantas molestias... la verdad, muchísimas... y parecía tan complacido por poder ayudarme...

—Eso no tiene nada de extraño —repuso Douglas Gold—. Estoy seguro de que cualquiera lo haría por usted.

—¡Qué galante es usted! —exclamó encantada—. ¿Tony, has oído?

El comandante Chantry lanzó un gruñido.

—Tony nunca me dice cosas bonitas..., ¿verdad, corderito mío?

Y su mano blanca, de uñas largas y rojas, jugueteó con sus cabellos oscuros.

Él le dirigió una mirada de soslayo mientras Valentina murmuraba:

—La verdad es que no sé cómo me soporta. Es tan inteligente... y yo no digo más que tonterías, pero no parece importarle. A nadie le importa lo que yo diga o haga... Todos me rechazan. Estoy segura de que eso me perjudica extraordinariamente.

El comandante Chantry dijo dirigiéndose al otro hombre:

—¿Es su esposa la que está en el agua?

—Sí. Supongo que ya es hora de que vaya a reunirme con ella.

Valentina murmuró:

—Pero se está tan bien aquí al sol... No debe bañarse todavía. Tony, querido, no creo que me bañe hoy... Es el primer día que vengo a la playa y podría resfriarme. Pero, ¿por qué no te bañas ahora, Tony querido? El señor... el señor Gold me hará compañía mientras tanto.

Chantry replicó bastante ceñudo:

—No, gracias. Aún no me apetece. Creo que su esposa le está haciendo señas, Gold.

—¡Qué bien nada su esposa! —dijo Valentina—. Estoy segura que es de esas mujeres que todo lo hacen bien. Siempre me han asustado, porque tengo la impresión de que me desprecian. Yo lo hago todo tan mal... soy una completa nulidad, ¿verdad, Tony querido?

Nuevamente el comandante Chantry limitóse a gruñir.

—Eres demasiado bueno para admitirlo —le dijo su esposa en tono afectuoso—. Los hombres sois tan leales... eso es lo que más me gusta. Yo creo que los hombres son mucho más leales que las mujeres... y nunca dicen cosas desagradables. Las mujeres siempre me han parecido bastante mezquinas.

Sara Blake se volvió a Poirot, murmurando:

—¡Un ejemplo de mezquindad, insinuar que la querida señora Chantry no es una absoluta perfección! ¡Qué estúpida es esa mujer! La verdad es que me parece la más tonta de cuantas he conocido. No sabe hacer otra cosa que decir «Tony querido», y poner los ojos en blanco. Imagino que en vez de cerebro tiene algodón en rama.

Poirot alzó sus expresivas cejas.


Un peu sévére!

—Oh, sí. Puede considerarla una auténtica «gata», si quiere. ¡Desde luego, tiene sus métodos! ¿Es que no puede dejar tranquilo a ningún hombre? Su esposo parece un nublado.

—La señora Gold nada muy bien.

—Sí, no es como nosotras, que nos molesta mojarnos. Me pregunto si la señora Chantry se bañará algún día mientras esté aquí.

—¡Qué va! —replicó el general Barnes—. No se arriesgará a descomponer su maquillaje. No es que no sea atractiva, aunque tal vez sea algo exagerada.

—Ahora le mira a usted, general —dijo Sara con mala intención—. Y se equivoca en lo del maquillaje. Hoy en día son todos fabricados a prueba de besos y de agua.

—La señora Gold sale del agua —anunció Pamela.

—Aquí venimos recogiendo nueces y flores... —canturreó Sara—. Aquí viene su esposa para llevárselo... llevárselo...

La señora Gold se acercó por la playa. Tenía una figura bonita, pero su gorro de baño era demasiado práctico para resultar favorecedor.

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