»Me pregunté cómo era posible que aquel pedacito de espejo roto hubiera llegado hasta allí... y se me ocurrió una explicación. El espejo no había sido roto por la bala, sino por haber sido golpeado con la pesada figura de bronce. Aquel espejo había sido roto con toda intención. Pero ¿por qué? Volví al escritorio y miré la butaca. Sí, entonces lo comprendí. Todo estaba equivocado. Ningún suicida cambia su asiento de lugar, se inclina hacia uno de sus lados y se pega un tiro. Todo fue dispuesto de aquella manera para que pareciese un suicidio.
»Y ahora llegamos a algo muy interesante. La declaración de la señorita Cardwell. La señorita Cardwell dijo que bajó corriendo porque creyó haber oído el segundo batintín. Es decir, pensó que ya había sonado el primero. Ahora fíjense bien, si sir Gervasio estaba sentado ante su mesa en forma normal cuando le dispararon, ¿adonde hubiera ido la bala? Viajando en línea recta, hubiera salido por la puerta, si estaba abierta, ¡y hubiera dado en el batintín!
»¿Comprenden ahora la importancia de la declaración de la señorita Cardwell? Nadie más había oído el primer batintín, pero es que su habitación está precisamente encima de ésta y se encontraba en la mejor situación para oírlo. ¿Recuerdan que fue sólo una nota...?
»No cabía la posibilidad de que sir Gervasio se hubiera pegado un tiro. Un muerto no puede levantarse, cerrar la puerta con llave y colocarse en una posición conveniente. Otra persona era la responsable, y por lo tanto no fue suicidio, sino asesinato. Alguien cuya presencia fue fácilmente aceptada por sir Gervasio y que estaba de pie a su lado hablando con él. Sir Gervasio tal vez estaba escribiendo. El asesino acercó la pistola al lado derecho de su cabeza y disparó. ¡El crimen se ha realizado! ¡Entonces a trabajar de prisa! El asesino se calza unos guantes. Cierra la puerta y coloca la llave en el bolsillo de sir Gervasio. Pero ¿y si alguien ha oído la nota del batintín? Entonces se sabría que la puerta estaba abierta y no cerrada cuando se efectuó el disparo. Así que cambia de posición la butaca, coloca la pistola en la mano del difunto y entonces rompe el espejo adrede. En seguida el asesino sale por el ventanal, que luego cierra como les he demostrado, y pisa, no en la hierba, sino en el arriate, donde sus huellas puedan ser disimuladas más tarde; luego da la vuelta a la casa y penetra en el salón. —Hizo una pausa y luego continuó: —Sólo había una persona en el jardín cuando sonó el disparo. La misma que dejó sus pisadas en el arriate y sus huellas dactilares en la parte exterior del ventanal.
Se aproximó a Ruth.
—Y usted tenía un motivo, ¿verdad? Su padre estaba enterado de su matrimonio secreto y estaba dispuesto a desheredarla.
—¡Es mentira! —La voz de Ruth sonó clara y enojada—. En esa historia no hay una sola palabra de verdad. ¡Es mentira desde el principio al final!
—Las pruebas contra usted son muy fuertes, madame. Es posible que un jurado la crea... o no.
—No tendrá que enfrentarse con un jurado.
Todos se volvieron a mirar, sobresaltados. La señorita Lingard se había puesto en pie, con el rostro alterado y temblando como una azogada.
—Yo le maté. ¡Lo confieso! Tenía mis razones. Yo... yo había estado esperando algún tiempo. El señor Poirot tiene razón. Le seguí hasta aquí. Antes había cogido la pistola del cajón. Me puse a su lado hablándole del libro... y disparé. Eso fue poco antes de las ocho. La bala dio en el batintín. Nunca imaginé que pudiera atravesarle la cabeza. No había tiempo para salir a buscarla. Cerré la puerta y puse la llave en el bolsillo. Luego di vuelta a la silla, rompí el espejo, y después de escribir «LO LAMENTO» en un pedazo de papel, salí por el ventanal, cerrándolo del modo que les ha demostrado el señor Poirot. Pasé por encima del arriate, pero luego hice desaparecer mis huellas con un rastrillo que había dejado preparado. Después fui al salón, donde había dejado el ventanal abierto. Ignoraba que Ruth había salido por allí. Debió ir hacia la parte delantera de la casa mientras yo iba a la de atrás. Tuve que esconder el rastrillo en el cobertizo. Esperé en el salón hasta que oí que alguien bajaba la escalera y que Snell iba a tocar el batintín y entonces...
Miró a Poirot.
—¿No sabe lo que hice entonces?
—Sí que lo sé. Encontró la bolsa en el cesto de los papeles. Fue una idea muy ingeniosa. Hizo usted lo que les encanta a los niños. Hinchó la bolsa de aire y luego hizo estallar. Después la arrojó a la papelera y salió corriendo al vestíbulo. De este modo establecía la hora del crimen... y una coartada para sí misma. Pero aún había una cosa que la inquietaba. No había tenido tiempo de recoger la bala. Debía estar cerca del batintín, y era esencial que la encontrasen en el despacho, cerca del espejo. Ignoro cuándo se le ocurrió la idea de apoderarse del lápiz del coronel Bury...
—Fue precisamente entonces —explicó la señorita Lingard—. Cuando todos entramos en el salón. Me sorprendió ver a Ruth en la habitación. Comprendí que debía de llegar del jardín y que entró por el ventanal. Entonces vi el lápiz del coronel Bury sobre la mesa del bridge y lo escondí en mi bolso. Si luego alguien me veía recoger la bala, podría decir que había sido el lápiz. A decir verdad, creí que nadie me había visto cogerla. La dejé caer junto al espejo mientras ustedes miraban el cadáver. Y cuando usted sacó a relucir ese tema me alegré de haber pensado en recoger el lápiz.
—Sí, fue muy lista. Me despistó por completo.
—Mi temor era que alguien hubiera oído el verdadero disparo, pero sabía que todos estaban en sus habitaciones vistiéndose para la cena y por lo tanto tendrían las puertas cerradas. Los criados estaban en sus dependencias. La señorita Cardwell era la única que tal vez lo oyera, y sin duda pensaría que era una falsa explosión. Lo que oyó fue el batintín. Creí... creí... que todo había salido sin el menor tropiezo...
El señor Forbes dijo despacio y en tono solemne:
—Es una historia extraordinaria. Parece que no tenía motivos...
La señorita Lingard replicó con voz clara:
—Había una razón... —y agregó en tono fiero—: ¡Avisen a la policía! ¿A qué están esperando?
Poirot dijo sin alterarse:
—¿Quieren hacer el favor de desalojar la habitación? Señor Forbes, telefonee al mayor Riddle. Yo me quedaré aquí hasta que llegue.
Poco a poco todos fueron desfilando, mientras volvían sus rostros extrañados y sorprendidos hacia la figura erecta y delgada de cabellos grises cuidadosamente peinados.
Ruth fue la última en marcharse, y permaneció dudando en la puerta.
—No lo comprendo —dijo enojada, desafiante y mirando a Poirot—. Hace un momento usted pensaba que había sido yo.
—No, no. —Poirot movió la cabeza—. No, nunca lo pensé.
Ruth salió de la habitación muy lentamente.
Poirot quedó a solas con aquella mujer de mediana edad, menuda y pulcra que había confesado ser autora de un crimen tan inteligentemente planeado y cometido con tanta sangre fría.
—No —dijo la señorita Lingard—. Usted no pensó que hubiera sido ella. La acusó para hacerme hablar. ¿No es cierto?
Poirot asintió con un gesto.
—Mientras esperamos —dijo la señorita Lingard—, ¿puede usted decirme lo que le hizo sospechar de mí?
—Varias cosas. En primer lugar, su propia declaración con respecto a sir Gervasio. Un hombre orgulloso como él no hubiera hablado mal de su sobrino a un extraño. Usted quiso robustecer la teoría del suicidio. Incluso llegó a insinuar que la causa de su muerte fue algún disgusto relacionado con Hugo Trent. Eso también era algo que sir Gervasio no hubiera admitido nunca ante un extraño. Luego, el objeto que usted recogió en el recibidor, y el hecho muy significativo de no mencionar que Ruth al entrar en el salón lo hizo por el ventanal. Luego encontré la bolsa de papel... ¡un objeto que no era propio encontrar en la papelera del salón en una casa como Hamborough Close! Usted era la única persona que estaba en el salón cuando oyó la «detonación». Ese truco indicaba a una mujer... es un truco casero. De modo que todo encajaba. Su interés por hacer que sospechara de Hugo y no de Ruth. El mecanismo del crimen... y su móvil.
La mujer de cabellos grises se irguió.
—¿Lo conoce?
—Creo que sí. ¡La felicidad de Ruth... ése fue su móvil! Imagino que debió verla con John Lake... y lo que había entre ellos. Y luego, como tenía acceso a los papeles de sir Gervasio, dio con el borrador de su último testamento... Ruth no heredaría a menos que se casara con Hugo Trent. Eso la decidió a tomar la justicia por su mano, aprovechándose de la circunstancia de que sir Gervasio me había escrito. Probablemente vio la copia de esa carta. Ignoro qué sentimiento de temor o sospecha hizo que me escribiera. Es posible que sospechara que Burrows o Lake le estafaban sistemáticamente, y su incertidumbre en cuanto a los sentimientos de Ruth le decidió a buscar un investigador privado. Usted se aprovechó de ello y preparó la escena para el suicidio, basando su relato en que sir Gervasio estaba muy preocupado por algo relacionado con Hugo Trent. Usted me envió un telegrama y dijo que sir Gervasio había comentado que llegaría «demasiado tarde».
La señorita Lingard dijo furiosa:
—Gervasio Chevenix-Gore era un bribón, un pedante y un charlatán. No iba a permitir que destrozara la felicidad de Ruth.
Poirot preguntó sin alterarse:
—¿Ruth es hija suya?
—Sí... es mi hija. Había pensado en ella... muchas veces. Cuando oí que sir Gervasio Chevenix-Gore necesitaba que le ayudasen a escribir la historia de la familia, aproveché la oportunidad. Sentía deseos de ver a mi... a mi hija. Sabía que lady Chevenix-Gore no iba a reconocerme. Han pasado muchos años... entonces yo era joven y bonita, y ahora llevo otro nombre. Además, lady Chevenix-Gore es demasiado ambigua para recordar nada con precisión. Ella me agradaba, pero odiaba al resto de la familia. Me trataban como a un perro. Y ahí estaba Gervasio dispuesto a arruinar la vida de Ruth con su orgullo y su tontería. ¡Y ella será feliz... si no sabe nunca quién soy!
Era una súplica.
Poirot inclinó la cabeza.
—Por mí nadie ha de saberlo.
—Gracias —repuso miss Lingard.
Más tarde, cuando la policía se la hubo llevado, Poirot encontró a Ruth Lake y a su esposo en el jardín.
—¿Pensó usted realmente que había sido yo, señor Poirot? —le preguntó ella en tono de reto.
—Madame, supe que usted no podría haberlo hecho por las margaritas.
—¿Las margaritas? No comprendo.
—Madame, sólo había cuatro huellas en la hierba. Dos que iban y dos que venían. Si hubiera estado cortando flores tendría que haber dejado muchas más. Lo cual significaba que entre su primera visita y la segunda alguien había borrado las demás. Cosa que sólo pudo hacerla el culpable, y puesto que sus huellas no fueron borradas, no era usted la culpable. Quedaba automáticamente eliminada.
El rostro de Ruth se iluminó.
—Oh, ya comprendo. Supongo que le parecerá a usted extraño, pero siento compasión por esa pobre mujer. Al fin y al cabo, confesó para evitar que me detuvieran a mí o por lo menos eso he creído. Eso fue... noble, en cierto sentido. Me disgusta pensar que va a ser juzgada por un crimen.
Poirot dijo en tono amable:
—No se preocupe. No llegarán a juzgarla. El doctor me ha dicho que está muy enferma del corazón y que no vivirá muchas semanas.
—Lo celebro —Ruth arrancó una flor de azafrán v la acercó a su mejilla.
—Pobre mujer. Quisiera saber por qué lo hizo.
Triángulo de Rodas
Hércules Poirot hallábase sentado sobre la blanca arena contemplando el brillante mar azul. Iba pulcramente vestido de franela blanca y protegía su cabeza con un gran sombrero panamá; como perteneciente a la antigua generación, creía en la conveniencia de cubrirse para huir del sol. La señorita Pamela Lyall, sentada a su lado, representaba a la moderna escuela y por lo tanto cubría su cuerpo bronceado con la mínima expresión de ropa. Era además una habladora incansable.
De vez en cuando detenía su verbosidad para volver a untarse la piel con el aceite de una botellita que tenía al lado.
Al otro lado de miss Pamela Lyall estaba su gran amiga la señorita Sara Blake, tumbada cara arriba sobre una toalla de alegre colorido. El bronceado de la señorita Blake era de lo más perfecto posible, y su amiga en más de una ocasión le dirigía miradas de envidia.
—Aún tengo zonas por broncear —murmuró pesarosa—. Monsieur Poirot... ¿le importaría? Debajo de la paletilla izquierda... no llego.
El señor Poirot obedeció y luego secóse cuidadosamente la mano con su pañuelo. La señorita Lyall, cuyo principal interés en la vida era el observar a las personas que estaban a su alrededor y el sonido de su propia voz, continuó charlando.
—No me había equivocado... esa mujer... la del modelo «Chanel»... es Valentina Dacress... Chantry quiero decir. Ya me lo pareció. La reconocí en seguida. Es maravillosa, ¿verdad? Comprendo que se vuelvan locos por ella. ¡Y ella no espera otra cosa! Por eso tiene media batalla ganada. Esa pareja llegó anoche. Se llaman Gold. Él es
guapísimo...
—¿Recién casados? —murmuró Sara con voz un tanto afectada.
La señorita Lyall movió la cabeza con aire experimentado.
—¡Oh, no... sus ropas no son lo bastante nuevas! ¡Las novias se adivinan desde lejos! Señor Poirot, ¿no le parece lo más fascinante del mundo observar a los demás, y ver lo que se puede adivinar de ellos con sólo mirarlos?
—No te conformas con mirar, querida —dijo Sara dulcemente—. También haces muchas preguntas.
—Aún no he hablado con los Gold —replicó la aludida con dignidad—. Y de todas formas no veo por qué uno no ha de interesarse por sus congéneres... La naturaleza humana es sencillamente fascinadora. ¿No le parece, señor Poirot?
Esta vez se detuvo el tiempo suficiente para que su compañero pudiera contestar.
Sin apartar la vista del mar azul, monsieur Poirot replicó :
—
Ça depend
.
Pamela se sorprendió.
—¡Oh, señor Poirot! Yo no creo que haya nada tan interesante... tan incalculable como un ser humano!
—¡Incalculable! Eso no.
—¡Oh, pero lo son! Cuando uno piensa que ya los tiene clasificados... le salen con algo completamente inesperado.
Hércules Poirot movió la cabeza.
—No, no, eso no es cierto. Es muy raro que alguien realice una acción que no vaya
dans son caractére
. Y al final resulta monótono.