Poirot se situó en el centro de la estancia.
—¿Qué tengo que decir? Esto: No tengo nada que objetar contra su teoría..., pero no llega lo bastante lejos. Hay ciertas cosas que no las ha tenido usted en cuenta.
—¿Como por ejemplo...?
—Los diversos estados de ánimo de sir Gervasio en el día de hoy; el hallazgo del lápiz del coronel Bury; la declaración de la señorita Cardwell, que es muy importante; la de la señorita Lingard en cuanto al orden en que fueron bajando a cenar; la posición de la butaca de sir Gervasio cuando fue encontrado; la bolsa de papel que había contenido naranjas y, por último, la más importante: el espejo roto.
El mayor Riddle se sobresaltó:
—¿Va usted a decirme que todo ese galimatías tiene sentido?
Hércules Poirot repuso sin elevar la voz:
—Espero que lo tenga... mañana.
Hércules Poirot despertóse a la mañana siguiente poco después de amanecer. Le habían destinado el dormitorio situado al lado este de la casa.
Saltando de la cama, dirigióse a la ventana, y abriendo el postigo, comprobó satisfecho que había salido el sol y que hacía un tiempo espléndido.
Comenzó a vestirse con la meticulosidad acostumbrada, y una vez terminada su
toilette
arrebujóse en un grueso abrigo y se ciñó al cuello una bufanda.
Luego, saliendo de puntillas de su habitación, dirigióse por la casa silenciosa hasta el salón, desde donde, tras abrir uno de los ventanales, salió al jardín.
El sol empezaba a disipar la neblina precursora de una mañana espléndida. Hércules Poirot anduvo por la terraza que rodeaba la casa hasta llegar ante los ventanales del despacho de sir Gervasio, donde hizo alto para contemplar la escena.
Inmediatamente después de los ventanales había una franja de hierba que corría paralela a la casa, y luego un gran arriate de plantas. Las margaritas estaban espléndidas. Delante hallábase el camino enlosado donde se encontraba Poirot. La franja de césped iba desde la casa a la terraza. Poirot la estuvo examinando cuidadosamente y luego meneó la cabeza antes de dedicar su atención a los lados del arriate.
En la parte derecha, distinguiéndose precisamente sobre la tierra blanda, veíanse huellas de pisadas.
Mientras se inclinaba sobre ellas con el ceño fruncido, oyó un ruido que le hizo volver la vista rápidamente.
Se había abierto una ventana, y pudo contemplar una cabeza de cabellos rojos. Enmarcado en aquella aureola rojiza vio el rostro inteligente de Susana Cardwell.
—¿Qué está usted haciendo a estas horas, señor Poirot? ¿Investigando?
Poirot inclinóse con la mayor corrección.
—Buenos días, mademoiselle. Sí, dice usted bien. ¡Está usted contemplando a un detective... a un gran detective, permítame la inmodestia, en plena investigación!
Susana ladeó la cabeza.
—Lo escribiré en mi Diario —comentó—. ¿Puedo bajar a ayudarle?
—Estaré encantado.
—Primero creí que era usted un ladrón. ¿Por dónde ha salido?
—Por el ventanal del salón.
—Dentro de un minuto estaré con usted.
Y cumplió su palabra. Al parecer, Poirot se encontraba exactamente en la misma posición que antes.
—Se ha despertado muy temprano, mademoiselle.
—La verdad es que no he dormido muy bien. Y empezaba a sentir esa sensación desesperada que se experimenta a las cinco de la mañana.
—¡No es tan temprano como eso!
—¡Pues lo parece! Ahora, superdetective, ¿puede decirme lo que está mirando?
—Pues estas huellas, mademoiselle.
—Vaya.
—Son cuatro —continuó Poirot—. Mire, voy a indicárselas. Dos que van en dirección del ventanal y dos en dirección contraria.
—¿De quién son? ¿Del jardinero?
—Mademoiselle, mademoiselle. Estas huellas han sido hechas por un zapatito femenino y de tacón alto. Mire, convénzase. Le ruego que pise en la tierra al lado de ellas.
Susana vaciló un instante, pero al fin colocó su pie en el lugar indicado por Poirot. Llevaba unos zapatos de tacón alto de piel color castaño oscuro.
—¿Ve? La suya es casi de la misma medida. Casi, pero no igual. Estas otras están hechas por un pie bastante más grande que el suyo. Quizá por la señorita Chevenix-Gore... la señorita Lingard... o lady Chevenix-Gore.
—No, lady Chevenix-Gore tiene el pie muy pequeño. Las mujeres de antes los tenían así... quiero decir que en aquellos tiempos procuraban tenerlo. Y la señorita Lingard siempre lleva zapatos planos.
—Entonces son de la señorita Chevenix-Gore. ¡Ah, sí, recuerdo que me dijo que ayer tarde estuvo en el jardín!
—¿Seguimos investigando? —preguntó Susana.
—Pues claro. Ahora iremos al despacho de sir Gervasio.
Abrió la marcha y Susana Cardwell avanzó tras él.
La puerta seguía colgando, medio arrancada, y la habitación estaba igual que la noche anterior. Poirot descorrió las cortinas para que entrase la luz del día.
Estuvo contemplando el arriate un par de minutos y al cabo dijo:
—Supongo, mademoiselle, que usted no habrá tenido amistad con ladrones...
Susana Cardwell meneó la cabeza con pesar.
—Me temo que no, monsieur Poirot.
—El primer inspector tampoco tiene la ventaja de haber intimado con ellos. Sus relaciones con las clases delincuentes han sido siempre estrictamente oficiales. Yo soy distinto. En cierta ocasión tuve una charla muy interesante con un ladrón. Me contó cosas sorprendentes acerca de los ventanales de este tipo... un juego que puede emplearse cuando el pestillo está lo suficientemente flojo.
Y mientras hablaba accionó la manija, de modo que la barra central se soltase, permitiendo que Poirot tirara de las dos puertas del ventanal para abrirlo. Una vez hecho esto, volvió a cerrar... sin girar la manija, de modo que la barra no se encajase. Soltó la manija, aguardó un instante y luego descargó un fuerte golpe en el centro de la barra, haciendo que, debido a la vibración producida por el golpe, se deslizara en su agujero... al mismo tiempo que la manija volvía a su sitio.
—¿Ve usted, mademoiselle?
—Creo que sí.
Susana se había puesto pálida.
—El ventanal ahora está cerrado. Es imposible entrar en una habitación estando cerrado el ventanal, pero es posible salir de ella, cerrar las puertas desde fuera, darle un golpe como yo he hecho de modo que la barra baje hasta introducirse en el agujero del suelo haciendo girar la manija. Entonces queda herméticamente cerrado, y cualquiera al verlo diría que había sido cerrado por dentro.
—¿Es eso... —la voz de Susana tembló un tanto— es eso lo que ocurrió anoche?
—Me parece que sí, mademoiselle.
—No creo una palabra —dijo realmente con violencia.
Poirot no replicó. Fue hasta la chimenea, desde donde se volvió para decirle:
—Mademoiselle, la necesito como testigo. Ya tengo otro, el señor Trent. Me vio recoger un pedacito de cristal ayer noche y le hable de él. Yo lo dejé donde estaba para que lo viera la policía. Incluso dije al primer inspector lo importante que era el espejo roto, pero no supo captar mi indirecta. Ahora usted es testigo de que se coloca este pedacito de cristal, sobre el cual ya llamé la atención del señor Trent, recuérdelo, en un sobrecito... así —unió la acción a la palabra—. Y escribo en él... así y lo cierro. ¿Es usted testigo, mademoiselle?
—Sí... pero... pero ignoro lo que significa.
Poirot dirigióse al otro lado de la habitación, y de pie detrás de la mesa escritorio estuvo contemplando el espejo roto que había en la pared, frente a él.
—Voy a decirle lo que significa, mademoiselle. Si usted hubiera estado aquí ayer noche, mirando ese espejo, hubiese podido ver cómo se cometía el crimen...
Por primera vez en su vida, Ruth Chevenix-Gore... ahora Ruth Lake... bajó a tiempo para desayunarse. Hércules Poirot se encontraba en el vestíbulo y se apartó ceremoniosamente a un lado para cederle el paso.
—Tengo que hacerle una pregunta, madame.
—¿Sí?
—Ayer noche estuvo usted en el jardín. ¿Pisó usted el arriate que hay ante el ventanal del despacho de sir Gervasio?
Ruth le miró extrañada.
—Sí, dos veces.
—¡Ah! Dos veces. ¿Cómo dos veces?
—La primera estaba cogiendo margaritas. Eso fue a eso de las siete.
—¿No es una hora un poco rara para coger flores?
—Sí, en verdad lo es. Había arreglado las flores ayer por la mañana, pero después del té Vanda dijo que las que había encima de la mesa del comedor no eran lo bastante frescas. A mí me parecieron bien y por eso no las había cambiado.
—Pero su madre le pidió que las cambiara. ¿Es así?
—Sí. De modo que salí antes de las siete. Las corté de esa parte del arriate porque casi nadie va por allí y no importa estropear el efecto.
—Sí, sí, pero ¿y la segunda vez? Usted dijo que fue dos veces.
—Eso fue poco antes de cenar. Me había caído una gota de brillantina en el vestido... precisamente en el hombro. No quise molestarme en cambiarme, y ninguna de las flores artificiales que tengo iban bien con el amarillo de mi traje. Recordé haber visto una rosa cuando estaba cogiendo las margaritas, de modo que fui a cortarla y me la prendí en el hombro.
Poirot asintió lentamente con la cabeza.
—Sí, recuerdo que ayer noche llevaba usted una rosa. ¿A qué hora fue a cortarla, madame?
—La verdad, no lo sé.
—Pero es esencial, madame. Piense... haga memoria...
Ruth frunció el entrecejo.
—No puedo precisarlo —dijo al fin—. Debió ser... oh, claro, debió ser a eso de las ocho y cinco. Cuando iba a entrar en la casa oí sonar el batintín y luego aquella extraña detonación. Iba de prisa porque creía que era el segundo batintín y no el primero.
—¡Ah!, de modo que usted pensó que era el segundo... ¿Y no trató de abrir el ventanal mientras estuvo en el arriate?
—Pues, a decir verdad, sí. Pensé que tal vez estuviera abierto y por allí hubiese adelantado camino, pero estaba cerrado.
—Así queda todo explicado la felicito, madame.
Ella le miró extrañada.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que tiene explicación para todo... para las huellas de sus zapatos..., el pedacito de barro pegado a la suela... y sus huellas dactilares encontradas en la parte exterior del ventanal. Todo muy conveniente.
Antes de que Ruth pudiera contestar, la señorita Lingard bajó corriendo la escalera con las mejillas arreboladas y se sorprendió un tanto al ver a Poirot y Ruth juntos.
—Les ruego me perdonen —dijo—. ¿Ocurre algo?
Ruth replicó furiosa:
—¡Creo que el señor Poirot se ha vuelto loco!
Y dando media vuelta dirigióse al comedor mientras la señorita Lingard volvió su rostro asombrado hacia Poirot.
—Después del desayuno —le dijo— se lo explicaré. Me gustaría que se reunieran todos a las diez en el despacho de sir Gervasio.
Y repitió su petición al entrar en el comedor.
Susana Cardwell le dirigió una mirada rápida, desviándola luego para fijarla en Ruth. Hugo dijo:
—¿Eh? ¿Qué es lo que pretende?
Susana le dio un codazo y él se calló, obediente.
Cuando el desayuno hubo terminado, Poirot se puso en pie para dirigirse a la puerta, desde la que se volvió, sacando un reloj anticuado.
—Son las diez menos cinco. Dentro de cinco minutos... en el despacho.
Poirot miró a su alrededor y estuvo contemplando el círculo de rostros interrogantes. Todo el mundo estaba allí, con una sola excepción... y en aquel preciso momento la excepción hizo acto de presencia. Lady Chevenix-Gore penetró en la estancia con paso suave y lánguido. Parecía enferma y demacrada.
Poirot le acercó una butaca, que ella ocupó, mas al alzar la vista y ver el espejo roto estremecióse e hizo lo posible por ladear un poco su asiento.
—Gervasio está aún aquí —dijo en tono casual— ¡Pobre Gervasio!... Ahora pronto estará libre.
Poirot carraspeó antes de anunciar:
—Les he pedido que vinieran aquí para que pudiesen conocer los hechos verdaderos del suicidio de sir Gervasio.
—Fue el Destino —dijo lady Chevenix-Gore—. Gervasio era fuerte, pero la Fatalidad lo fue aún más.
El coronel Bury inclinóse un poco hacia delante.
—Vanda..., querida.
Sonriendo, le tendió su mano, que él tomó entre las suyas, mientras ella decía suavemente:
—Eres un consuelo, Ned.
Ruth dijo en tono irritado:
—¿Hemos de entender que ha averiguado definitivamente la causa del suicidio de mi padre, señor Poirot?
El detective meneó la cabeza.
—No, madame.
—¿Entonces a qué viene ese galimatías?
Poirot replicó sin inmutarse:
—Ignoro la causa del suicidio de sir Gervasio Chevenix-Gore, porque sir Gervasio Chevenix-Gore no se suicidó. No se quitó la vida, puesto que le asesinaron.
—¿Asesinado?
Varias voces repitieron la palabra, y todos los rostros volviéronse hacia él sobresaltados. Lady Chevenix-Gore, alzando los ojos, exclamó:
—¿Asesinado? ¡Oh, no! —y meneó la cabeza de un lado a otro.
—¿Asesinado ha dicho usted? —era Hugo quien había hablado—. Imposible. No había nadie en la habitación cuando entramos. La ventana estaba cerrada, la puerta también, y la llave la tenía mi tío en el bolsillo. ¿Cómo pudieron matarle?
—Sin embargo, le asesinaron.
—¿Y el asesino escapó por el agujero de la cerradura, supongo? —dijo el coronel Bury en tono escéptico—. ¿O voló por la chimenea?
—El asesino —dijo Poirot— salió por el ventanal. Ahora voy a demostrarle cómo.
Y repitió las maniobras del ventanal.
—¿Lo ven? ¡Así es como lo hizo! Desde el primer momento no me pareció probable que sir Gervasio se hubiera suicidado. Había dado siempre muestras de egomanía, y un hombre así no se quita la vida.
»¡Y hay otras muchas cosas! Aparentemente, antes de morir, sir Gervasio se había sentado ante su escritorio para escribir "LO LAMENTO" ante una hoja de papel, y luego se pegó un tiro. Pero antes de hacerlo, por una u otra razón, varió la posición de su butaca, volviéndola de modo que quedara al lado del escritorio. ¿Por qué? Tenía que haber una explicación. Y comencé a ver la luz cuando descubrí un pedacito diminuto de cristal pegado en una de esas pesadas estatuillas de bronce...