Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
—Basta ser racionalista. Ni siquiera es necesario aplicar el materialismo dialéctico.
Lo había dicho con un cierto acento madrileño, subrayando las sílabas, separándolas a golpecitos de aire, como los chinos, los madrileños hablan como los chinos, le había dicho no sé quién, alguna vez.
—Volvamos a lo del testamento por si acaso. A veces las preguntas clásicas son las que hacen posibles las respuestas verdaderas. ¿A quién beneficiaba el testamento?
—¿Va en busca de un delfín político? No sea ingenuo. Este juego no va así. Y no me mire a mí. Nunca he sido un delfín. Los intelectuales tenemos un gran peso en este partido porque prestamos sabidurías concretas y una capacidad de teorizar. Pero se sigue desconfiando de nosotros. No olvide que el movimiento comunista lo pusieron en marcha intelectuales y no se fiaban de su propio paño. El mismo Lenin. Y la madre del cordero, el propio Marx, dijo cosas durísimas contra los intelectuales. Por nuestra parte tenemos complejo de culpa y sabemos que hemos de ceder el trono a alguien que por sus orígenes esté más cerca de la clase obrera. Tal vez en el año dos mil, cuando la clase obrera sea otra cosa, haya desaparecido en su acepción tradicional, tal como lo ha vislumbrado Adam Shaff. Pero de momento la clase obrera es la clase obrera, aún estamos lejos de ese cambio de la formación económica condicionado por el automatismo, por la revolución de la microelectrónica, ¿me sigue?
¿Por qué no me has preguntado si te explicabas y no si te seguía o te entendía? Sepúlveda volvía a consultar el reloj. La clase había terminado. Carvalho aún tuvo fuerzas para levantar un dedo.
—¿Me permite una pregunta?
—No faltaba más si es sólo una.
—¿Cómo hubiera usted señalizado a Garrido para apuñalarle?
El ingeniero se había semilevantado y volvió a dejarse caer en su silla giratoria.
—No lo sé. Pero insisto. Garrido llevaba encima una señal. Lo recuerdo perfectamente, un punto de luminosidad. Repito. Recuerdo perfectamente un punto de luminosidad.
No había entrado en una librería desde que en Ámsterdam se viera obligado a hacerlo para vigilar a uno de los implicados en el caso del tatuaje. Derramó una mirada de escepticismo crítico sobre todas las novedades exhibidas en los aparadores de la librería del VIP de Princesa, aunque luego mordisqueó con los ojos algunos títulos. Más tarde o más temprano debería ponerse al día para comprar y quemar libros con conocimiento de causa. Su etapa de comprador-lector se había detenido a comienzos de los setenta, desde aquel día en que se sorprendió a sí mismo esclavo de una cultura que le había separado de la vida, que había falsificado su sentimentalidad como los antibióticos pueden destruir las defensas del organismo. De reojillo vio cómo se le acercaba el centroeuropeo de noche y buscó con la mirada al centroeuropeo de día, no podía estar lejos. Conservaba el hombre su frialdad de horas antes. Se situó junto a Carvalho y cogió un libro rojo de uno de los montones ofrecidos.
Comunismo en libertad
, de Robert Haveman.
—No nos ha gustado nada lo que le ha hecho usted a nuestro compañero.
—Hay que escoger mejor las compañías.
—Al fin y al cabo usted salió bien librado y él tiene el brazo roto por dos sitios.
—Un brazo da para mucho.
—Quisiéramos saber qué le ha dicho esta mañana en el hotel, el gordo.
—Se me ha comido todas las tostadas. No ha tenido tiempo de decir nada. Por cierto, si están tan enterados los unos de lo que hacen los otros, ¿por qué no actúan conjuntamente? ¿Está el gordo por aquí?
—Si no está él estará alguno de su ralea. No se pase de listo. No se sienta protegido por nuestra competencia. El día menos pensado le vamos a aplastar los dos a la vez. No juegue a dos apuestas. ¿Cómo va la investigación?
Carvalho contuvo una réplica sarcástica. Un bloqueo de indignación y hastío le cerró la boca. Un remoto centro nervioso le enviaba la orden de que le rompiera la boca a aquel hijo de la gran puta, que se la convirtiera en una caverna sanguinolenta y mellada de mamón de mierda. Sintió un codo en los riñones y no era el codo de su interlocutor. Volvió la cabeza para ver el perfil ratonil del hombre que le clavaba el codo del mismo brazo que sostenía un libro cuidadosamente observado.
—¿Es amigo de usted?
—No. Pero me va bien para evitarle la tentación de hacer tonterías. Convénzase. No puede ni moverse. Es facilísimo. Le basta con pasarnos la información en el momento adecuado. Ni usted ni sus patronos perderán nada con ello. Por cierto, ha comido con Leveder y luego se ha entrevistado con Sepúlveda. ¿Algo interesante?
—Rutinario.
—Sospecha de ellos.
—Es gente que sabe hablar y da gusto escucharles. Mi padre siempre me recomendaba que me relacionara con gente de más edad y más sabiduría. ¿Puede decirle a su amigo que se me despegue? Van a tomarnos por maricones.
—Repito que no conozco a ese señor, pero usted no olvide lo convenido. El hombre del brazo roto se acuerda mucho de usted y sueña con el momento en que le pille por su cuenta. ¿Le ha contado a Fonseca nuestro encuentro?
—Sí. Se han ganado un mal enemigo. Fonseca les odia. Sostiene la teoría de que no necesitamos torturadores de importación. Es un gran profesional. Tengo ganas de hacerles una pregunta. ¿Puedo?
—Adelante.
—¿Por qué tienen la nevera de aquella casa tan llena de melocotón en almíbar?
—Yo no soy el responsable de intendencia.
—Además un melocotón en almíbar vulgarísimo.
—Lo siento. Protestaré por vía reglamentaria. Volveremos a vernos.
Carvalho se revolvió bruscamente y le pegó un empujón al hombre ratón que le estaba subrayando los riñones.
—¿Qué toca usted, mariconazo? ¡Este marrano me estaba tocando!
Cogió por las solapas al hombrecillo entre la expectación del círculo bruscamente formado.
—¡Ay Dios! ¡Y qué tendrá este buen mozo contra los mariquitas! —dijo una voz del público acogida con una risotada general.
El hombre ratón se dejaba zarandear por Carvalho sin mover ni un músculo de la cara, con los ojitos negros y fríos clavados como punzones en los encendidos ojos de Carvalho.
—¡Que llamen al 091! —pedía Carvalho congestionado, con las venas de las sienes culebreantes.
—¡Suéltalo ya, carroza! ¡Vaya pretensiones tiene el buen mozo! —volvió a hablar la voz afeminada y el público abrió un pasillo hasta el muchacho con sombrero de tres picos, foulard de seda blanca y capa marrón de Evora, que lanzaba molinetes con la lengua y un bastoncillo con incrustaciones de nácar. El hombre ratón aprovechó el cambio de atención del público para masticar unas palabras a la altura de la nariz de Carvalho.
—Un minuto más de cachondeo y te quedas sin tripas.
Una de sus manos metida en los hondos bolsillos del tabardo empujaba el hocico de una pistola contra el bajo vientre de Carvalho. El detective le empujó con asco.
—Vete, maricona de mierda.
El hombre ratón recompuso su temo, esparció una tranquila mirada sobre la concurrencia y se marchó sin forzar el paso. Carvalho no tuvo tiempo de contemplar su retirada porque se le echó encima el muchacho del sombrero de tres picos, que reclamaba su atención dándole golpecitos en el brazo con el bastón.
—No se puede ser tan macho. ¿Pero en qué país te crees que vives, Míster Universo? Ese hombre te ha tocado con respeto y en cambio tú le has insultado como lo que eres, un chulo asqueroso.
—Apártate de mi vista, espantapájaros.
—Bastorra, que eres una bastorra.
—¡Basta ya de jaleo!
El guardia jurado del VIP empujó suavemente al airado defensor de maricas.
—Y usted si quiere reclamar algo vaya a la dirección, pero no alborote.
—¿Qué puede reclamar? ¿Le han roto el virgo? —preguntó el del sombrero con los nervios tensos como un violín.
—¡Que te calles te he dicho, asquerosa!
El guardia jurado había apoyado las palmas de las manos sobre el pecho del joven y casi sin transición salió despedido y dio con sus riñones contra una estantería llena de libros de cocina. La escultura de bohemia se descompuso entre un alud de duros volúmenes que se le vinieron encima. Carvalho le vio las blancas y delgadas pantorrillas insertas sin transición de calcetines en dos mocasines con las suelas destruidas por los suelos más duros y nocturnos de Madrid y no tuvo valor para seguir mirando aquel rostro lleno de lágrimas que emergía de la escombrera de libros, con la anticuada dignidad de un condenado a la picota.
El movimiento consiste no en moverse sino en ser movido. ¿Adónde me llevan? Una angustia de Getsemani le arrojó desorientado sobre la acera. Esperaré aquí a que me entreguen el chivo expiatorio. Ha sido éste. No, ha sido ése. Anduvo en dirección a la Moncloa con voluntaria lentitud para dar tiempo a que le alcanzaran o le siguieran todos los que fatalmente le alcanzarían o le seguirían. ¿Qué esperas para aparecer, gordo? No apareció. Carvalho se metió en una cabina interurbana y llamó a Biscuter. ¿Todo sigue igual? ¿Y Charo? Dile a Charo… No. No le digas nada. ¿Cómo están las Ramblas? ¿Qué tal se come en Madrid, jefe? No abuse de los callos. Recuerde lo de su hígado. Los callos van bien para el ácido úrico. Biscuter no se dejaba convencer. ¿Estás mirando las Ramblas? Es casi de noche, jefe. Biscuter olería a puerto, ese olor especial de las anochecidas de otoño que sube desde la Puerta de la Paz y recuerda a los barceloneses su fatalidad marina, les devuelve la imagen de asombrados contempladores de sus propios pies metidos en el barreño mediterráneo. Una señora ha perdido a su hija, jefe. Es una contorsionista. ¿La señora? No, la hija. Se ha perdido en Marbella o en Túnez. ¿La encontrará, jefe? La mujer está muy desconsolada. Una contorsionista se puede perder en cualquier sitio. ¿Qué es una contorsionista, jefe? Una persona que puede ponerse un pie en el cogote y el otro metérselo en un bolsillo. Eso parece un chiste de Forges, jefe.
—Por hoy he terminado. ¿Podemos ir a tu casa?
—A mi casa. Bueno. No hay inconveniente. Pero primero he de pasar por la agrupación, recoger el niño en casa de mi tía, pelearme un poco con mi marido.
En el café de Malasaña hay veinte ex comunistas anarquizados, otros veinte ex anarquistas neoliberalizados y dos camareros con cara de jugar al Monopole de día y a la lucha de clases de noche. Pero todos parecen disfrazados de muchachos y muchachas fugitivos de casa, de qué casa no importa, obligados a posar para la
Malasaña way of life
.
—En mis tiempos esto no se llamaba Malasaña.
—Bajo el franquismo hasta los barrios se llamaban España. Pero esto ha sido Malasaña siempre, desde mucho antes de que escribieran
La verbena de la Paloma
.
—¿Por qué se ha puesto de moda?
—Porque es viejo sin ser arqueológico y se instalaron aquí muchos matrimonios jóvenes progres profesionales, de los que tuvieron un hijo nueve meses después de mayo del 68.
—¿Puedo acompañarte a la agrupación, a buscar a tu hijo, a lo de tu marido?
—Puedes.
—Primero he de pasar por el hotel a recoger unas bolsas. ¿Tienes aceite en tu casa?
—Aceite y mantequilla. Todo lo que hay que tener.
Al llegar a la puerta del hotel Carmela despidió a Carvalho con una mirada en la que iba pregunta y respuesta y luego, cuando Carvalho apareció con las bolsas de la compra, Carmela convirtió el ceño en un plegamiento alpino.
—¿Qué es eso?
—Si no tienes inconveniente te invito a cenar en tu casa y guiso yo.
—Qué Europa ni qué leche. Americanos es lo que sois los catalanes. Vaya golpe. ¿Se puede saber el menú?
—He de acabar de madurarlo. Según vayan las cosas.
—El local de la agrupación huele a morcilla de arroz porque el encargado del bar es de Aragón y allí se ve que las morcillas son de arroz.
—Algunas sí.
No abrió la boca Carmela durante un recorrido tartamudo por el Madrid hora punta, lleno de urbanos sabios enervados por la omnipresencia de los jeeps y de los camiones militares, esponjas caquis que absorbían las negruras nocturnas salpicadas por un lucerío frío y tristón.
—Señorita, ¿no ha visto usted la luz ámbar?
—Verla la he visto, pero poco, porque en seguida ha desaparecido.
—¿Usted cree que jugamos al escondite con los semáforos?
—No me chille usted, que este señor es de Barcelona y va a pensar que está en África.
—Pues a ver si se nota que es de Barcelona porque dicen que allí conducen como en Europa. A ver si se le pega algo a usted.
El urbano no entendía las carcajadas de Carmela y estaba a punto de duplicarle la multa que garabateaba sobre el talonario. Una vez lejos del alcance del guardia, Carmela seguía riendo a ráfagas, como si se contara una historia a sí misma digna de la más total de las hilaridades.
—Si me lo cuentas nos reímos los dos. Creía que estabas de luto.
—¡Lo del aceite!
—¿Qué pasa con el aceite?
—¡Yo te he dicho que tenía mantequilla!
Y seguía la risa que ponía veladuras de lágrimas en los ojos carbónicos de la muchacha.
—¿Quieres entrar? Es una agrupación muy apañada. Hoy hay un debate sobre la política de bloques y estará animada. Cuando hay un tema así se moviliza la vieja guardia y vienen con los tanques puestos. Se creen que el eurocomunismo tiene la culpa del paro. Yo no me quedo a todo el rollo, pero podemos oír algo.
Tras la izada y enrollada puerta corredera metálica otra puerta de cristales se abría a un bar diríase que convencional de no campear sobre las paredes fotos de Marx, Lenin, Garrido y carteles propagandísticos de la fiesta del
Mundo Obrero
. Las gentes se infiltraban por un pasillo hacia la sala de actos mientras los rezagados dejaban sobre la barra el pago de las consumiciones. Carmela iba y venía de oreja en oreja, dejaba aquí un comentario, allá un cumplido o un sarcasmo. Un chiste apremiante dejó a Carmela con la gravedad puesta y a Carvalho, a su lado, observante de la liturgia de la comunicación entre la dirección y la base. La dirección a la derecha, setenta y cinco kilos, pelo a lo beatle con diez años de retraso, joven cuadro, profesional, buena voz, facilidad para construir sintácticamente con la ayuda quizá excesiva de «… de alguna manera» o «a nivel de…» La base a la izquierda, cincuenta o sesenta personas con una media de cincuenta años impuesta por un correcto equilibrio entre sesentones y cuarentones, obreros del cinturón industrial en su mayoría, esposas fascinadas por el ritual y al mismo tiempo en trance de emancipación gracias a preguntas hechas no siempre desde la condición femenina: ¿Tú crees, camarada, que hay derecho? ¿Hasta cuándo seremos los trabajadores quienes pagaremos la crisis económica?