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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

Asesinato en el Comité Central (22 page)

—Este acto reviste una significación especial. Es voluntad de la dirección que el asesinato de nuestro camarada secretario general, Fernando Garrido, no interfiera el normal desenvolvimiento de nuestras actividades. Cada acto programado será celebrado. Es la mejor respuesta que podemos dar a los provocadores.

Hablaba el cuadro treintañero, con algunos aparentamientos junto a los ojos, un tono retórico de discurso repetido y la impresión final de que iba a actuar como un frontón frente a las quejas de una base a la que se había robado, para siempre, el sueño del asalto al Palacio de Invierno. No es que sostengamos una posición equidistante entre los dos bloques, un comunista debe saber que un bloque nace para agredir y el otro para defenderse. Pero caer en ese juego como si fuera una fatalidad histórica, significa paralizar la lucha emancipadora de cada pueblo del mundo a la espera que se resuelva el enfrentamiento entre los bloques o de entrar en una zona de influencia de uno de los dos. No olvidemos que nosotros los españoles estamos en la zona de influencia del bloque capitalista y que no podemos aceptar este dato objetivo como una fatalidad, sino como una verdad objetiva que condiciona nuestra estrategia. La historia ha demostrado que no existe un modelo único de implantación del socialismo y nosotros creemos que las libertades democráticas son instrumentos para llegar a un socialismo en la pluralidad, a un socialismo en libertad.

—Ante todo yo quiero la libertad de poder trabajar y de poder comer y de no vivir como un animal.

Fue la primera intervención de la base. La segunda, en voz femenina de una madre abundante y decidida como Dios en el momento de crear algo.

—Superar la política de bloques. Muy bien. Yo estoy de acuerdo. Pero ¿cómo? Los bloques están ahí y un día los imperialistas inician una agresión a los socialistas. ¿Qué hacemos?

El joven cuadro respira hondo, se lanza para atrás hasta encontrar el respaldo de la silla y asumir la pregunta que le sirven en bandeja.

—Ese día haremos lo que nunca hemos puesto en duda. Luchar contra el imperialismo.

Codazos de complicidad entre la base. Cabezazos de asentimiento. Impresión general de que el eurocomunismo se ha salvado. Pero Carmela advierte a Carvalho que deben marcharse, no comprende la resistencia inicial del hombre, el por qué remolonea para escuchar una próxima pregunta que se adivina complicada porque el viejo interrogador ha empezado contando que a él le dieron el carnet en un bar de la calle Hortaleza en junio de 1936.

36

—Parece que te gustaba.

—Por un momento he pensado que no habían pasado veinticuatro años de mi vida y que la reunión de hoy se producía al día siguiente del día en que dejé el partido.

—Ah, ¿pero tú has sido de la cosa ésta?

—He sido.

—Pues no tienes el aspecto.

El niño de Carmela es rubio como todos los niños rubios de Madrid. La encargada de la guardería sugiere a Carmela que vaya a buscarlo antes porque se ha tenido que quedar ex profeso. El niño de Carmela le cuenta a su madre que las gallinas vuelan poco.

—¿Quién te ha dicho eso, corazón?

—La señorita. Por eso no hace falta tenerlas en jaulas como a los periquitos.

Naturalmente el niño señala a Carvalho y pregunta: Mamá ¿quién es éste? Y ante la tardanza de Carvalho en la respuesta, Carmela le dice que es un señor de Barcelona, declaración que llena de sonrisa escéptica la cara de un niño, incapaz de creer que en el mundo haya otra cosa que la perpendicular que une Madrid y el cielo. Aparca Carmela en doble hilera ante un local iluminado. El viento agita un cartel azul y rojo en el que se pregona:
Eurocomunismo y lucha de clases
. Carmela carga con el crío, se mete en el local, al rato sale con un hombre que lleva al crío de la mano, discuten con un cierto calor, pero ella se aparta encogiéndose de hombros.

—Será cínico. Es el primer día en todo el mes que le digo que cuide del crío y dice que no puede. Seguro que le he chafado un plan. Pues por mí que le den…

—¿No vivís juntos?

—No lo sé. Cuando no tiene reunión de partido tiene reunión como miembro de no sé qué comisión asesora del grupo parlamentario, y si no, pues de la comisión asesora del grupo municipal. Además da charlas por aquí y por allá sobre si los tanques soviéticos han de quedarse en Afganistán o no parar hasta Chinchón. No es el único que vive así, escopeteado, con mil responsabilidades, pero yo estoy hasta aquí, porque a la hora de la verdad he de trabajar, militar, hacer la compra, la casa y ser madre, que es lo que menos me molesta. Y si te quejas aún te vienen viejas camaradas que te cuentan una vida que pa qué. Quince años de novia pelando la pava junto a la reja, pero qué reja, la de Carabanchel o la de Burgos. Luego un hijo por cada período de libertad condicional y a los sesenta años amnistía, legalidad y a tomar el sol a un banco del Retiro. Eso aún lo justifico porque había que hacerlo y ya está. Pero ahora. Lo que hace mi marido no es militar, es vicio, puro vicio y ganas de no afrontar cualquier responsabilidad que no sea política. ¿Y tú qué llevas ahí en esas bolsas?

—¿Tienes vino?

—Alguna botella habrá por casa.

—¿Sin nombre ni apellidos?

—Ya habrás observado que no pertenecemos a la fracción gastronómica, aunque cada vez hay más gente del rollo que cocina para olvidar.

—¿Para olvidar qué?

—Pues que no hubo ruptura y hubo reforma, por ejemplo, o que de la noche a la mañana les hicieron monárquicos o les metieron en la fiesta de la banderita. Hay gente con la sensibilidad muy delicada.

—Me aterra la simple idea de que puedas tener una botella de vino de litro. ¿Es de litro?

—Me parece que sí.

—Entonces para delante de un bar en cuanto puedas. A estas horas sólo en un bar nos venderán vino.

Suplicó Carvalho que le vendieran algún vino que rio fuera Rioja o Valdepeñas, sin éxito, y al cuarto bar consiguió sostener una conversación de experto con un señor de Simancas partidario del Cigales. ¿Y en Barcelona saben ustedes que existe el vino de Cigales? Pues mire, por aquí sólo me lo piden los que son de Segovia para arriba. No es que sea mejor que el Rioja pero es otra cosa. Usted lo ha dicho, caballero, usted lo ha dicho. ¿Habéis oído? No es que sea mejor que el Rioja, pero es otra cosa. Pues en León hay muy buenos vinos. En León no, coño, en El Bierzo. Es que éste es separatista de El Bierzo. Yo soy de donde soy, como tú y como este señor, que es de Barcelona, pues no son suyos los de Barcelona que digamos. Muy suyos.

—Una conversación arrancada.

—Hemos pasado del vino a las autonomías. Es curioso pero suele suceder. España será algún día una federación de denominaciones de origen.

37

Un ascensor limitado correspondiente a un edificio de renta limitada dio cabida a Carvalho y sus bolsas, Carmela y una mujer cincuentona rematada en una poderosa cabeza amueblada por un peinado metalizador de cabellos plateados. La mujer temía que la estrechez del ascensor pusiera en peligro la arquitectura férrica de su permanente y empujaba las cejas hacia arriba, como abriendo camino para la imposibilidad de que los ojos controlasen la exactitud de la corona. Abandonó el ascensor con un «buenas noches» cargado de retintín y de triunfo, porque los invasores no habían conseguido rozar siquiera los arquitrabes de su catedral capilar y repasó a Carmela con una mirada moralizante que le recitaba la cartilla familiar.

—Te puedo hacer de pinche.

Carvalho desembocó en la cocina y se llenó los pulmones de un aire que olía a tortilla a la francesa. Pasó revista a los útiles de cocina y superó el lógico desaliento recordando aquellos tiempos en que guisaba en la cárcel con un escobillómetro y un plato de campaña.

—Observo que tenéis una alimentación sana. Huevos, carne a la plancha y latas de espárragos. Son muy diuréticos.

—A veces me da por guisar y guiso. Casi siempre comemos fuera y por la noche el niño con un bistec y unas patatas fritas va que arde. ¿Menú?

—Tripa y capipota con guisantes y alcachofas y atún mechado.

—Nos van a dar las doce.

—Tres cuartos de hora.

—Eso se lo dirás tú a todas.

—En la evidencia de que no dispondrás de un artefacto para mechar no quiero ofender tu talante de mujer emancipada, pero ¿tienes una aguja de tricotar?

Carmela puso cara de orgullo herido, abandonó la cocina y volvió con tres juegos diferentes de agujas de tricotar.

—No te hagas falsas ilusiones. Son de mi madre. A veces viene a estar con el crío y se pone a hacer jerséis como una loca.

Carvalho abrió varias galerías en el taco de atún y las rellenó con anchoas. Salpimentó, enharinó la bestia y la doró en aceite en compañía de unos ajos. Añadió un poco de agua y dejó que el lomo de atún se cociera a fuego lento. Deshojó las alcachofas hasta que enseñaron su blanco corazón. Cortó las puntas y partió cada alcachofa en cuatro cascos. Frió los dieciséis cascos resultantes, los apartó y en aceite rehogó la tripa y la capipota, para luego añadirle un sofrito de tomate y cebolla. Cuando sofrito y despojos formaban una total amalgama añadió caldo elaborado con un cubito de la variada cubiteca de Carmela y los guisantes. Ya estaba cocido el atún en el otro guiso. Carvalho lo apartó y trabajó el jugo resultante como base de una salsa española corregida con briznas de hinojo. Apartó la salsa y volvió a las tripas para añadirle las alcachofas previamente fritas y una picada de avellanas, almendras, piñones, ajo y pan tostado desleído con un poco de caldo. Dio por hecho este plato y esperó a que el atún estuviera frío para cortarlo en rebanadas depositadas en una bandeja y luego cubiertas con la salsa caliente.

—Pero éstos son dos segundos platos.

—Llevaba demasiados días sin cocinar. Todo lo que sobre estará buenísimo mañana, especialmente la tripa.

Carmela repitió tripa y se contentó con una rodaja de atún mechado.

—¿Cada día guisas así?

—Sherlock Holmes tocaba el violín. Yo cocino.

—Y mientras cocinabas, ¿en qué pensabas?

—En la cultura. En que vosotros los marxistas creéis que ya tenéis suficiente poniendo música a la letra de las condiciones materiales y sin embargo sois tan esclavos de la cultura como todos los demás. Hasta los porcentajes electorales se convierten en cultura. En Francia hay una cultura del veintidós por ciento. En Italia del treinta. Aquí tenéis una cultura del nueve o del diez por ciento.

—¿Eso se te ha ocurrido cuando guisabas la tripa o el atún?

—El asesino de Garrido es otro sujeto cultural. O es un traidor o un mesías. En toda la historia del movimiento comunista sólo hay un magnicidio provocado por la necesidad de una higiene de emergencia. El de Beria. Esto lo he pensado en el momento en que temía que los guisantes congelados no se hubieran cocido lo suficiente como para añadir las alcachofas. ¿No bebes vino?

—En seguida se me sube.

—Hace tiempo, cuando tenía fresco vuestro lenguaje, tal vez te lo habría explicado mejor. Tenéis una conciencia clara de que sois el motor de la Historia, tengáis el diez por ciento electoral o el treinta. Habéis conseguido hasta que se lo crean vuestros enemigos y os temen tanto con el diez por ciento como con el treinta. Vuestro peligro puede no ser cuantitativo, pero siempre será un peligro cualitativo. Han matado a Garrido para convertiros en una banda de asesinos fríos, calculadores, culturales, que necesitan el protocolo de un Comité Central para escenificar el sacrificio. El asesino es uno de vosotros y en estos momentos sabe que está condenado a muerte, no por vosotros que estáis en plena operación de injerto cultural liberal, sino por los mismos que le instigaron a cometer el crimen.

—¿Por qué no se las pira?

—Pasado mañana podré darte una respuesta. Pero casi podría anticipártela. Porque está cogido, completamente cogido y ha de cumplir su papel hasta el final.

—Qué lata. Bajaremos un punto en las próximas elecciones.

—Tal vez no. Ahora tenéis la oportunidad de elegir un secretario general a la medida del mercado. Pero no lo haréis. Vuestra cultura os lo impide. Os veréis empujados hacia el dilema de buscar un histórico y seguir mamando de la mitología o bien un hijo del aparato, lo suficientemente listo como para haber llegado hasta aquí sin graves desafinamientos. La hora de la verdad llegará dentro de quince o veinte años, cuando ya no queden héroes de la lucha contra el franquismo y las bases se hayan vuelto definitivamente antilitúrgicas. Tal vez no viva para verlo y quizá no me interese gran cosa, pero será muy interesante ese momento en el que ningún partido comunista europeo disponga de mártires, ni siquiera de un estudiante expedientado en 1974.

—Lo veo difícil. Hace quince días aún nos apuñalaron a un camarada en Malasaña.

38

Carmela tenía voluntad de sobremesa e incomodidad dialéctica. Puso un disco de Joan Baez en un tocadiscos portátil y ofreció a Carvalho una botellería llena de sobras: chinchón seco, coñac, Cointreau. Carvalho se medió un vaso, que había sido recipiente de leche de almendras, con chinchón seco y se tumbó en un sofá de plástico que le acogió entre quejas ventoseras. La mujer escuchaba la música sentada en el borde de uno de los sillones que completaban el tresillo, se cogía las rodillas con los brazos y sólo apartaba la mirada del hormiguero de sus pensamientos para vigilar el ensimismamiento de Carvalho.

—Es muy tarde. ¿Pasan taxis por aquí?

—Quédate a dormir.

—¿Y tu marido y tu hijo?

—Ha llevado el niño a casa de mis suegros y él vete a saber dónde está. No creo que venga a dormir.

Era una conversación neutra entre la patrona de una pensión y un cliente dubitativo. Carvalho trató de asomarse desde lejos al vértice del escote de su posible patrona, taxista o compañera de viaje. Fue en aquella sesión del Marne de agosto de 1956 cuando Garrido habló del culo de la camarada, no del culo de la camarada en abstracto, sino del culo de la camarada concreta que había sido sorprendida en la cama de Biel Ciurana, estudiante de medicina que había acudido al cursillo acompañado de la Pasionaria de Farmacia. Aunque las reglas de las reuniones clandestinas del partido no estaban escritas en sus aspectos fisiológicos, la división entre retretes masculinos y femeninos se continuaba en los dormitorios, obstáculo tan imprevisto como inaceptable para Roser Bertrán, más conocida por la Pasionaria de Farmacia, dispuesta a demostrar la inseparabilidad del objetivo de Marx, cambiar la Historia, del objetivo de Rimbaud, cambiar la vida. Así es que, de noche, Roser y Biel yacieron ostentosamente sobre una de las camas metálicas de la que podía ser escuela o residencia de verano del partido comunista francés y al ser sorprendidos al tercer jadeo por un veterano camarada que en 1939 había cogido por los pelos el penúltimo o el último barco en el puerto de Alicante, Roser se limitó a proponerle desde la posición teórica casi práctica de mujer jodida por un mallorquín aprendiz de siquiatra (con el tiempo lacaniano): «¿Podrías apagar la luz, camarada?» El veterano apagó la luz, pero una hora después la pareja acudía a una cita con el mismísimo Garrido. Cita que el secretario general desdramatizó ofreciendo tabaco a la pareja, sin distinción de sexo y pidiendo disculpas por un puritanismo impuesto por la austeridad de la clandestinidad: «Para llegar hasta aquí habéis puesto en tensión no sólo a una buena parte de la organización del partido en el interior y en Francia, sino a una importante red sostenedora del partido comunista francés. Habéis venido para clarificar cómo está nuestro país y qué podemos hacer. Tres, cuatro días, una semana. No sería justo que respondieras a este esfuerzo organizativo distrayéndote en la contemplación del culo de la camarada.» El culo aludido saltó del asiento y respaldó una arenga feminista tan pionera como meritoria en el contexto de un cursillo en el que las mujeres constituían un precario quince por ciento, según las estadísticas esperanzadas que Helena Subirats había comentado el primer día de retiro. ¿Qué sería peor? ¿Que Biel se distrajera contemplando el culo de la camarada o que ella, Roser Bertrán, hiciera lo propio pensando en el culo del camarada? Aunque faltaban más de diez años para que Germaine Greer publicara
La mujer eunuca
y se dejara fotografiar el cono en Schuck, Garrido había leído a la Kollontai en plena adolescencia y era consciente de que había cometido un desliz machista. «Es que las mujeres tenéis más capacidad de concentración», disculpa tan integradora que hasta la Pasionaria de Farmacia se dio por satisfecha y no sólo salió de la cita reconfortada, sino convencida de que no debía confiar excesivamente en su privilegiada capacidad de concentración y sería una demostración de civilitud practicar la abstinencia en lo que quedaba de cursillo, no fueran a creerse aquellos veteranos del asalto a la contradicción de primer plano que las nuevas generaciones carecían del don del autocontrol.

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