Read Asesinato en el Comité Central Online
Authors: Manuel Vázquez Montalbán
Tags: #Intriga, Policíaco
El último de los jefes guerreros de los sioux acababa de convertirse en un indio más de las reservas, desarmado, sin caballo, sin autoridad sobre los suyos y prisionero de un ejército que jamás había logrado vencerle en el campo de batalla. Sin embargo seguía siendo un héroe para los indios más jóvenes, cuya adulación despertó pronto los celos de algunos. Caballo Loco hacía caso omiso de todo cuanto le rodeaba, él y sus hombres vivían sólo pensando en el día en que Tres Estrellas Crook cumpliera su promesa de concederles una reserva en el Powder. Hacia fines de verano, Caballo Loco oyó decir que Tres Estrellas Crook deseaba enviarle a Washington para participar en un Consejo convocado por el gran padre. El jefe indio se negó a ir, pues no veía objeto alguno en discutir nuevamente acerca de la reserva prometida. Él bien sabía cuanto ocurría a los jefes que acudían a la gran capital: volvían gordos y relucientes a causa de la buena mesa y del confort del gran padre blanco, y toda traza de bravura y temple había desaparecido de sus personas. Observaba los cambios experimentados por los mismos Nube Roja y Cola Pintada, que, conscientes de aquello, sentían animosidad hacia el jefe más joven. En agosto llegaron noticias de que los nez percés que vivían más allá de las Shining Mountains, se hallaban en guerra con los Chaquetas azules. En las agencias empezaron a aparecer pasquines, en los cuales se solicitaba el concurso de jóvenes guerreros para aquella campaña en calidad de exploradores. Caballo Loco advirtió a sus jóvenes guerreros que no se prestaran a aquella lucha fratricida, pero fueron numerosos los que desoyeron sus consejos, al dejarse comprar por los soldados. El 31 de agosto, fecha en que estos nuevos reclutas vistieron por primera vez los uniformes azules de la caballería de los Estados Unidos, Caballo Loco se sentía ya asqueado por el hecho, que anunció su inmediato regreso al territorio del Powder. Cuando Tres Estrellas Crook se enteró de la nueva, por medio de sus espías, ordenó que ocho compañías se desplazaran inmediatamente al campamento de Caballo Loco, situado a unas pocas millas de Fort Robinson, para hacerle prisionero. Sin embargo, el jefe indio fue advertido por unos amigos y los oglares se dispersaron en todas direcciones. Caballo Loco decidió acudir solo a la agencia de Cola Pintada, en busca de refugio junto a su viejo amigo Touc-the-Clouds. Y allí los soldados dieron con él, le hicieron prisionero y le comunicaron que sería llevado a Fort Robinson para entrevistarse con Tres Estrellas. Una vez en el fuerte le dijeron que era demasiado tarde para ver a Crook aquel día, de modo que se le puso bajo la vigilancia del capitán James Kernington y de uno de los policías de la agencia. Éste no era otro que Little Big Man, el que no hacía mucho había desafiado a los comisionados que querían expoliar a los indios de su sagrado Paha Sapa; el mismo Little Big Man que había amenazado con dar muerte al primer jefe que hiciera la más mínima mención de vender las Black Hills; el bravo Little Big Man que había luchado al lado de Caballo Loco contra Chaqueta de Oso Miles en las laderas heladas de las Wolf Mountains. Ahora los hombres blancos habían comprado a Little Big Man y le habían convertido en policía de una de las agencias. Mientras marchaba entre ellos, dejando que el soldado jefe y Little Big Man le llevaran donde quisieran, Caballo Loco probablemente trataría de ensoñarse en un mundo distinto, para huir de la oscuridad del presente, donde las tinieblas y las sombras presagiaban sólo locura. Pasaron por delante de un soldado con la bayoneta calada, y, de pronto, se hallaron ante una puerta barrada, detrás de la cual se podía ver a unos desgraciados cargados de cadenas. Aquello era peor aún que la más cruel trampa de animales y Caballo Loco se lanzó hacia adelante, como animal que se debate en su impotencia, arrastrando tras de sí a Little Big Man. El lance duró unos pocos segundos, alguien gritó una voz de mando y el soldado de guardia, William Gentles, hundió su bayoneta en el abdomen de Caballo Loco… Aquel fresco y claro otoño vio durante todo su curso el exilio de largas formaciones de indios que, escoltados por soldados armados, avanzaban penosamente hacia las tierras resecas. Algunas bandas, poco numerosas, lograron huir durante la marcha, para emprender un camino no menos largo, pero sí más esperanzados hacia el Canadá, donde esperaban reunirse con Toro Sentado. Con ellas se fueron también el padre y la madre de Caballo Loco, llevándose el corazón y los huesos de su hijo. En un lugar conocido solamente por ellos, dieron sepultura definitiva a aquellos entrañables restos. Se encontraban entonces cerca de Chankpe Opi Wakpala, el arroyo conocido también por Wounded Knee.
—¿Qué estás leyendo?
Carvalho cerró el libro y se lo entregó a Carmela.
—Una de indios. Pues es el momento. Se ha despertado.
Santos movió la cabeza sobre la almohada en seguimiento de la aproximación de Carvalho.
—Que se vayan los demás.
Se sentó Carvalho en el borde de la cama mientras los otros cumplían la orden del viejo.
—Estoy muy cansado.
—Yo también. Me he pasado tres días huyendo. Desde que he llegado a esta ciudad, no sé lo que es dormir ni dónde está el norte o el sur. Pero para mí este asunto se ha acabado.
—Y para mí. Le doy las gracias por lo que ha hecho. No puedo decirle que me alegro.
—Dentro de unas horas empieza la reunión del Comité Central.
—Enviaré un aviso de que estoy enfermo. Han de empezar a funcionar sin mí.
—Quieren aclamarle secretario general. —No los dejaré.
—Ni quito ni pongo rey. Es cosa suya. Queda el pequeño asunto de qué hacer con el asesino.
—Ya he enviado instrucciones oportunas.
—No quiero perderme el final. Quisiera asistir a los prolegómenos de la reunión del Central.
—Hable con Mir, él le resolverá cualquier problema. El le pagará.
Carvalho se levantó. Tendió la mano, que fue más cogida que estrechada por las dos manos blancas, súbitamente empequeñecidas, de un hombre que en pocas horas había caído en el pozo de la ancianidad.
—La carta que le he enviado.
—¿Sí?
—Destruyala.
—Ya está hecho. No guardo correspondencia y a veces ni siquiera leo las cartas que me envían.
Santos cerró los ojos sonriendo.
—Me parece que en usted sigue sin estar claro lo que es excepción y lo que es regla.
—Ya se sabe. Se abandona al marxismo y se acaba creyendo en el zodíaco y no sabiendo distinguir el bien del mal.
—El que abandona el marxismo es porque ha perdido el sentido del bien.
—
Kirie eleison
.
—Supongo que hoy vendrán todos.
La secretaria hizo un guiño escéptico. Mir hizo una valoración aproximada de las carpetas que quedaban junto al canto de la mesa mostrador, llena de carpetas frescas donde los miembros del Comité Central del Partido Comunista de España encontrarían el orden del día el esqueleto del informe político elaborado por el Comité Ejecutivo como colectivo y una propuesta de convocatoria de Congreso Extraordinario para comienzos de 1981, exactamente entre el dos y el seis de enero.
—¿El seis de enero? ¿Y los Reyes Magos?
Leveder pedía explicaciones a todos los miembros del Comité Ejecutivo que encontraba entre los grupos.
—¿Cómo vamos a normalizar nuestra relación con la sociedad si no podemos compartir con nuestros hijos la alegría de recibir los juguetes de manos de Sus Majestades los Reyes Magos?
—Anda ya.
—Pues a más de uno le va a zurrar la badana la parienta, porque ya es el colmo que hasta el día de Reyes se tenga que hacer política.
—Mi mujer me pregunta si estoy casado con ella o con el partido.
Leveder iba provocando pequeñas tempestades dialécticas.
—Mir. Tengo una idea para resolver el problema del día de Reyes.
—Para mí no es ningún problema.
—¿Y los niños? Esperan ilusionados el regalo de Reyes.
—Tengo a los hijos crecidos. Y además son republicanos desde que nacieron.
Se marchó Leveder riendo y Mir le guiñó el ojo a la secretaria.
—Este se cree que he nacido ayer.
—Siempre está de broma.
—No, si es un tío cojonudo, pero le veo venir.
De buen humor por el éxito dialéctico a costa de Leveder, Mir repartió sonrisas.
—Me he enterado que Santos está enfermo. ¿Algo serio? ¿Quién preside?
—El secretario de organización.
Contestó Mir a Sepúlveda Civit. En un corro reían estruendosamente algún comentario de Leveder.
—Mir. Acércate, se habla de ti.
—¿Qué ha dicho de mí este euroanarco?
—Propone que el día de Reyes vengan nuestros hijos a la sede del Congreso y tú les des los juguetes vestido de Rey Mago.
—Buena idea. De negro. Eso es lo que he hecho toda mi vida. De negro. Lo propondremos al final. ¿Qué hace éste aquí?
Se preguntó en voz alta al sorprender la entrada de Carvalho guiado por un miembro del servicio del orden. El detective avanzó hacia Mir, leyó en sus ojos, la molestia por su presencia.
—Santos me ha dado permiso y me ha dicho que usted resolvería mis problemas.
—Es mi oficio. ¿Qué problemas?
—Cobrar y ver qué pasa hasta que empiece la reunión.
—Cobrar. Eso allí. Salga a la derecha y pregunte por Céspedes; es el responsable de finanzas y ya está advertido. Para lo otro ya no tiene problema porque ha llegado hasta aquí.
—¿Ha llegado Esparza Julve?
Mir le estudiaba la cara.
—¿Por qué no ha de venir?
—¿Ha sido convocado normalmente?
—Como todos los demás.
Se aguantaban las miradas.
—Por si acaso voy a cobrar.
Royo, el de las finanzas, era un hombre blanco, calvo, cauteloso y aragonés. A la proverbial nobleza baturra atribuyó Carvalho el comentario inicial.
—Buenos cuartos se lleva usted.
—¿Le duele?
—¿A mí, de qué? Una vez pagados, bien pagados están. Lo que me duele es lo poco en serio que este partido se toma lo de las finanzas. Cada vez que presento un informe se me duermen o se van a mear y luego Royo es el que ha de tapar todos los huecos y a veces no tengo suficientes manos para tantos huecos. Hay quien se cree que la revolución se hace gratis. ¿Se lo barro?
Asintió Carvalho. Se metió el cheque en el bolsillo y volvió a la amplia antesala. Nada más entrar tuvo la sensación de que la escena había cambiado sustancialmente. Un silencio prácticamente total embalsamaba los corros no disueltos. Los cuerpos asumían una rigidez discutida por las cabezas que trataban de mirar hacia cualquier parte menos a una, exactamente hacia donde Esparza Julve estaba recogiendo su carpeta y dialogaba convencionalmente con la secretaria, en voces que se crecían entre el silencio instalado. Esparza Julve se metió la carpeta bajo el brazo, se acercó a un grupo de camaradas, hizo algún comentario contestado por monosílabos. Probó fortuna en otro grupo. En otro. Su paso se había vuelto cansino. Desde su posición Carvalho adivinó que Esparza trataba de acercarse a la puerta sin dar la impresión de huida. Pero allí estaba Mir, ante él, sin mirarle, ordenando: La reunión va a empezar. Esparza trató de rebasar a Mir pero no pudo. Le cogió por un brazo y le empujó sosegadamente hacia el salón. Esparza sonreía pálidamente, trataba de hacer algún comentario jocoso. Carvalho siguió a la pareja hasta que entró en la sala, se quedó en el marco de la puerta viendo las espaldas de Mir y Esparza hasta que llegaron a la primera fila de mesas. Mir abandonó a Esparza, quien buscó su sitio habitual y lo ocupó. Como si hubiera sido una señal, los miembros del Comité Central del Partido Comunista de España en pleno se pusieron de pie, apartaron ruidosamente las sillas, formaron un círculo compacto en torno a Esparza Julve, un círculo distanciado, como creando un vacío de aire puro en torno al punto putrefacto, un círculo silencioso, ojos como clavos, duros, llorosos algunos, rojos, airados, despreciativos, Esparza Julve se levantó lentamente, recogió la carpeta, avanzó unos pasos, llegó hasta un punto del círculo y por allí se abrió, como obedeciendo a una orden secreta. Fue entonces cuando alguien gritó con la voz estrangulada: ¡Se nota, se siente, Garrido está presente! Esparza Julve pasó ante Mir sin mirarle. Carvalho desocupó la puerta para dejarle paso y el hombre pasó a su lado mirándole de reojo, con el hocico sudado y los ojos de un animal que teme morir.
—Guárdese el miedo para afuera. Aquí sólo le han ejecutado moralmente. Pero fuera, mientras viva, una pistola le estará apuntando. Es usted el cómplice más molesto del mundo.
—¿De qué me habla?
Pero no se paró. Se escapaba como si resbalase por un túnel de sudor. Se había cerrado la puerta del salón. Empezaba la reunión del Comité Central. Carvalho salió tras los pasos de Esparza Julve. Le dejó ganar terreno. Bajar escalones de marmolina con la fingida agilidad de unas piernas que le dolían como si fuesen el corazón. Carvalho se demoró para que su seguimiento no pudiera ser interpretado como una persecución. Corre, corre, conejo. Y dejó que el conejo saliera con treinta metros de distancia, abiertas automáticamente las puertas de cristal, como si contribuyeran a la escenografía del drama y en el momento en que las puertas se volvían a cerrar, una ráfaga de ametralladora las convirtieron en un cielo de telarañas sobre el que se insinuó la silueta desformada de Esparza Julve cayendo como un pellejo de vino taladrado por mil muertes. Carvalho se tiró al suelo y la recepción del hotel Continental se llenó de gritos y de voces. Carvalho se alzó y corrió hacia las puertas que mantenían una rota consistencia. La cercanía de Carvalho puso en marcha la célula fotoeléctrica, las puertas empezaron a abrirse como si nada hubiera pasado y luego se descompusieron en polvo de vidrio dejando al descubierto el guiñol sangriento sobre los escalones de salida. Carvalho pasó junto al cadáver de Esparza Julve sin mirarlo, como si fuera un traje vacío. Carmela estaba entre el público contenido por la policía. Interrogó a Carvalho con la mirada. El detective se hizo acompañar hasta el coche y se metió dentro, esperando que Carmela reaccionara y se pusiera al volante.
—¿Quién era?
—El asesino de Garrido. Le han matado.
—Ha sido desde un coche. Yo estaba telefoneando a la guardería desde la cabina de la esquina. Había un coche aparcado en doble hilera, como otros muchos, y de pronto han empezado a disparar con ametralladoras mientras despegaban. ¿Quién era?