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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

Asesinato en el Comité Central (27 page)

—Todo encaja. La época. El viaje a Alemania. Seguramente comprobaríamos que no trabajó en ninguna fábrica, que recibió un entrenamiento especial.

—Tanta doblez. No me lo explico.

—Se puede odiar lo que se ama y sobre todo si ha condicionado una vida llena de excepciones.

—Eso debió ser. Todos le rodeamos del culto a su padre. Todos queríamos que se pareciera a nosotros. Siempre queremos que los nuevos cuadros se parezcan a nosotros. Que hablen como nosotros. Que piensen como nosotros. ¿Le importaría marcharse?

Volvió a salir a la terraza. El sol se había movido lo suficiente como para que la cabeza ya no brillara, pálida, opaca, abandonada entre los hombros, vencida hacia el vacío.

—Mi trabajo ha terminado —dijo Carvalho sin atreverse a entrar.

—Por favor. Déjeme unas horas. Le localizaré antes de la noche. Mañana cumpliremos con usted y podrá marcharse.

Las palabras salían de aquella cabeza inmóvil, era indudable.

—No me consta que los de la Dirección General de Seguridad no se hayan enterado.

—Hasta mañana.

46

Iba a decirle: «Carmela, estoy en apuros, ¿sabes tú dónde puedo tomarme unos buenos callos a estas horas?», cuando se dio cuenta de que la paralizada mirada de Carmela se debía a que no estaban solos en el coche y sobre el asiento trasero emergía el hombre al que había afrentado en el VIP como marica pegajoso. Cacheó a Carvalho con una mano sabia mientras la otra permanecía oculta.

—Quieto y tú ya sabes lo que has de hacer.

Carmela lo sabía. Buscó una salida a Princesa por detrás del edificio España y bajó hacia Puerta de Hierro. Salieron a la carretera de La Coruña.

—Madrid es un pañuelo. Nos hemos vuelto a encontrar muy cerca del VIP y ahora me llevan a escenarios repetidos.

—Nos llevan —apuntó Carmela.

El hombre no contestó. Se había respaldado manteniendo una distancia equidistante entre Carmela y Carvalho.

—Cuando veas anunciar El Mesón del Cojo reduces velocidad. No he comido nada. Estoy en ayunas.

—¿En ayunas tú? Vas a morirte. Pero no creo que este señor te deje tomar un bocadillo.

—¿Adónde vamos? ¿Hay cena preparada?

El otro cerró los ojos y arrugó la nariz. Le aburrían.

—Voy a llevarme un mal recuerdo de Madrid. He dormido poco. Casi nada. Es una ciudad donde no existen las puertas ni la intimidad. Te llevan por donde quieren. No he podido ir a los restaurantes de moda.

—Yo he hecho lo que he podido. Eleva una queja por escrito.

Carmela tenía voz de estudiante a punto de pasar un examen.

—El Mesón del Cojo —dijo el otro.

Carmela redujo velocidad.

—La próxima a la derecha.

Se metieron en una carretera bordeada de rejas y setos.

—A la izquierda. —Luego.

—Derecha. Poco a poco.

El hombre se inclinaba hacia ellos con una pistola empuñada y dirigida hacia la cabeza de Carmela.

—¡Joder! ¡No me asustes! —gritó Carmela, histérica.

—Tranquila, Carmela. Esto acabará bien —comentó Carvalho.

—Para delante de la cancela verde.

Cancela verde. Qué riqueza de vocabulario, pensó Carvalho. Se detuvo el coche. El hombre se inclinó para sacar la llave de contacto y metérsela en el bolsillo. Empujó suavemente a Carmela para que saliera del coche, salió él y desde la acera con un gesto conminó a Carvalho a salir. Carmela, Carvalho y el hombre atravesaron un jardín entre acacias y llegaron ante una puerta de rejería andaluza tras la que aparecía el resplandor de la iluminación interior.

Se abrió la puerta. Un hombre calvo, pequeño, delgado, frotándose las manos como si tuviera frío. O tal vez el frío existía entre las paredes agrietadas, salpicadas de marcas de humedad y erosiones abstractas. Ni un mueble. Tal vez por eso le pareció confortable el volumen del hombre gordo, un volumen sonriente que salió a su encuentro en compañía del visitante nocturno del piso de Carmela.

—¡Qué caro de ver! Tranquilos. Los dos. Tranquilos. Son mis huéspedes. Mi sobrina y mi sobrino. Lamento lo mal decorada que está esta casa. Es fría. Inhóspita. Cuanto antes acabemos, mejor. No hay ni donde sentarse.

—Necesito sentarme.

—Eso me parece, señor Carvalho. No tiene usted buen aspecto. Es demasiado bravo. Parece de otra época. Me parece que usted ha aprendido el oficio en las novelas de Klotz. Raner se mueve mucho, es violento, agresivo. Eso ya no se lleva. Fíjese en los personajes de Le Carré. Ese es el modelo. Oficina, mucha oficina. Archivo, mucho archivo. Computadoras. Todo se deshumaniza. Smiley utiliza la cabeza, no los puños. Perdone que siempre le hable de Smiley pero es que el personaje me fascina.

—Estoy en ayunas.

—Ni un mendrugo en toda la casa. Con más motivo. Cuanto antes acabemos mejor. Me parece que usted ha llegado al cabo de la calle. Nos interesa saber quién ha sido el elegido.

—Eso ya lo saben.

—No me consta.

—¿Puedo apoyarme en la pared?

—No.

Era un no que le condenaba a seguir allí de pie, como Carmela, como los demás que habían establecido un círculo alrededor de los dos rostros pálidos. Carvalho echó la cabeza hacia atrás para liberar la espalda de una dolorosa tensión de acero. El techo estaba lleno de estucados florales rotos que iban al encuentro de una lámpara de lágrimas perdidas.

—Basta un nombre.

Basta un nombre. Un condenado a muerte. Unas horas ganadas a Santos Pacheco para preparar una estrategia envolvente. Esto era lo que menos le importaba. Al fin y al cabo ellos no eran sus clientes.

—Compréndalo. Me debo a mis clientes. Para usted también existe el secreto profesional.

—El nombre.

Carvalho dijo que no con la cabeza. El gordo apenas movió un brazo. El hombre calvo, bajito, delgado, friolero, se acercó a Carmela y la abofeteó en las dos mejillas hasta hacerla tambalear. El gordo y Carvalho se miraron. Los ojos del sicario eran de hierro.

—El nombre.

Carvalho miró a Carmela. La muchacha se había cubierto la cara con las manos; ni lloraba ni se quejaba.

—He de consultar con mi socia. Está llevando la peor parte.

—¡No les digas nada a estos hijos de puta! —gritó Carmela con una voz postiza de barítono ronco.

El hombre calvo intentó repetir la operación y ante la muralla opuesta por las manos de Carmela le clavó un puñetazo en el estómago que la dejó sentada con las piernas abiertas y el estupor en los ojos.

—Ya lo ve. El nombre.

No, dijo la cabeza de Carvalho. El verdugo se inclinó hacia Carmela, la agarró por el pelo y la hizo poner en pie. Voló la mano libre en busca del cuerpo de la muchacha y se encontró con un cuerpo que salía a su encuentro y una patada en la espinilla. Las manos de Carmela se habían cebado en la cara del hombrecillo, las uñas rompían sus párpados y bajaban por las mejillas dejando surcos de sangre y pieles desgarradas. El hombrecillo soltó el cabello para protegerse la cara y Carmela pasó a un cuerpo a cuerpo ciego. Fueron hacia ellos los otros dos desoyendo una muda y tardía orden del gordo. Carvalho fue a por él a pesar del ojo de la pistola que había aparecido en la mano del hombre cubito. El patadón en la bragueta del gordo demostró que era sensible a determinadas agresiones de la realidad. Sobre Carvalho cayeron dos cuerpos humanos que no se ponían de acuerdo entre inmovilizarle y machacarle a puñetazos. A borbotones respiraba y a. borbotones le gritaba a Carmela que se marchara.

—¡Que se va! —dijo alguien y Carvalho se encontró a merced de un solo atacante. Oyó el ruido de la puerta al cerrarse. Se puso en pie e inició la carrera hacia la puerta. No sabía quién le pegaba. Quién le cogía por las piernas y le tiraba al suelo. Quién se le sentaba sobre la espalda. En el horizonte de zócalos despintados que sus ojos recorrían no aparecían las piernas de Carmela. Le pusieron en pie y le empujaron contra la pared. El gordo en un rincón con las manos en los cojones, el hombre calvo lleno de sangre propia y de la que a Carvalho le manaba de la nariz. El rubicundo acompañante nocturno del gordo, con la pistola en la mano. Faltaban Carmela y el hombre impasible.

47

—¡Usted no es un profesional! ¡Usted es un kamikaze!

El gordo daba paseos semicirculares en torno a Carvalho. Los otros dos tenían la artillería en las manos.

—Déjanoslo. Basta de contemplaciones.

—Un kamikaze. Odio a los kamikazes. Odio a las personas irracionales.

Volvió el hombre impasible. Cerró la puerta meticulosamente, se acercó al gordo, le dijo algo a la oreja. El gordo contestó susurrante. Los otros habían callado esperando noticias que no llegaron. El hombre impasible salió de la habitación por una puerta lateral. Carvalho se deslizó pared abajo y se sentó en el suelo. Aún le sangraba la nariz y le dolían algunos golpes de los que había recibido en la espalda. Quería dormir. Cerró los ojos y recibió un mensaje de calor desde algún punto de su cuerpo. Le dolían los ojos de tanto tenerlos abiertos. La espalda le agradecía el respaldo de la pared. Carmela no estaba. Era feliz.

—Aproveche los cinco minutos que tardará mi amigo en hacer una consulta. Está perdido. De aquí sólo saldrá con los pies por delante. ¿Es dinero lo que quiere? Ponga un precio a la información.

Carvalho comprendió de pronto que lo que diferenciaba a unos perseguidores de los otros es que unos querían saber lo que ya sabían y otros querían saber lo que no sabían. Los otros le habían marcado, apaleado, pero con una extraña seguridad en sí mismos. En cambio éstos no sabían, era evidente que no sabían ni siquiera quién podía ser el asesino.

—¿Un cigarrillo?

El gordo le ofrecía una cajetilla de Ducados especiales.

—Sólo fumo puros.

—Lo tiene mal. Los cubanos han tenido dos cosechas malísimas y los stocks de habanos parecen agotados.

—Suelo fumar canarios.

—Allá usted.

El gordo puso la espalda contra la pared y se deslizó para sentarse aplastado al lado de Carvalho. La contundencia del choque de su culo contra el suelo hizo que se le levantaran las piernas y aparecieran calcetines negros sujetados con ligueros. Hombro con hombro, el gordo le dedicó una larga meditación sobre lo que somos, de dónde venimos, adonde vamos. Lo importante es la vida. Es intransferible. Personal e intransferible. Carvalho no supo en qué momento del discurso se quedó dormido. Era consciente de que dormía en malas condiciones, pero se aferraba al sueño como si fuera un alimento del que dependiera su vida misma. Le despertó el forcejeo de los otros dos para conseguir poner en pie al gordo. Recompuso sus pantalones y chaqueta el hombrón y fue despacito hacia el marco de la puerta donde permanecía el hombre impasible como un maniquí de escaparate anunciante de la moda de otoño. Bisbisearon. El gordo volvió al centro de la sala. Su rostro era una mueca sonriente. Fue hacia Carvalho. Le contempló desde la omnipotencia de su longitud y su latitud. Se inclinó lentamente hacia él. Le puso las manos sobre los hombros. Luego se apoderó de los brazos de Carvalho, de los codos y desde allí lo levantó para dejarle apoyado contra la pared, con el rostro amarillo por el baño de luz de la lámpara enferma. Se apartó el gordo como para contemplar su obra.

—Lástima que no nos hayamos conocido en mejores circunstancias. Es usted un hombre bravo. Me hubiera gustado que fuera mi sobrino de verdad.

Los otros cuchicheaban con el hombre impasible. Parecía como si algo estuviera a punto de acabar. Se habían guardado la tensión dentro de sí mismos, aunque las pistolas seguían en sus manos como encendidos carbones moribundos.

—Tal vez sea mi último trabajo. Ya le dije que quiero retirarme. Tengo siete quinquenios, siete.

Carvalho le vio venir. Se reconoció sin fuerzas para intentar nada, como si la huida de Carmela hubiera sido su propia liberación. El gordo le tendía una mano. Con la otra le obligó a estrechársela.

—Por lo que parece ya no necesitamos que usted diga nada. Puede marcharse.

Puede marcharse. Puedo marcharme. Del recelo a la asunción de la situación. Agita el cuerpo Carvalho para que los huesos vuelvan a su descarnado sitio, se constituyan en esqueleto de animal fugitivo.

—Tiene sueño. Se nota. Lamento no poder ofrecerle ni una cama.

Deja a su espalda la amabilidad del gordo. Camina hacia la puerta dudando entre echar a correr o avanzar hacia ella de espaldas, con la vista enfrentada a la posibilidad del disparo. ¿Por qué no corres? Y se contesta: por estética. Incluso pierde unos segundos reflexionando en la cantidad de cosas que hace por estética, por esclavitud a modelos de conducta que ya nunca podrá replantearse. Y así pensando llega a la calle, al frío de la noche, a la noche y la puerta se cierra a su espalda y la vida es un sendero bajo las acacias. En medio del sendero oye el ruido de la puerta abierta a su espalda, unos pasos, una propuesta que escucha paralizado.

—Las llaves del coche. Su compañera se ha dejado las llaves del coche.

Es el hombre impasible. Le tiende las llaves.

—¿Dónde está ella?

—Es su problema.

Y le da la espalda para volver a la casa. El coche está donde estaba. Es un objeto que le liga a Carmela, sin el cual no podrá encontrar a Carmela. Se recuesta sobre el morro y espera. Carmela aparece por una esquina, primero vacilante, pero luego corre hacia el coche y contempla a Carvalho como si fuera un resucitado. Le coge las manos. Le pone una mejilla herida sobre el pecho. Él la incita a que se meta en el coche. Se pone Carvalho al volante. La casa queda como un peso lejano, como un peso que aminora a medida que el coche adquiere distancia.

—No te preocupes. No había otro remedio.

—No les he dicho el nombre. Me han soltado por las buenas. Al parecer o ya lo saben o no les interesaba saberlo. ¿Y tú? ¿Cómo has conseguido escapar?

—No he escapado de nadie. No me ha seguido nadie. Primero parecía que me seguía uno, pero ni siquiera ha salido del jardín. Yo corría como una loca, pero me he vuelto por si tú habías conseguido seguirme.

—Tal vez tenían miedo al escándalo. Una persecución por las calles. Imagina.

—¿A qué escándalo? Todas estas casas están deshabitadas. He tratado de entrar en alguna para telefonear y pedir ayuda al partido, a Julio, no sé. No quería alejarme mucho por si te sacaban. Por si intentabas escaparte.

—Lo entiendo tanto que no entiendo nada. Quiero dormir. Conduce tú. ¿Te ves con ánimos?

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