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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida

 

Gabriel Espada, un cínico buscavidas, tiene ante sí una misión: descubrir el secreto de la Atlántida. La geóloga Iris Gudrundóttir intuye que se avecina una erupción en cadena de los principales volcanes de la Tierra y confiesa sus temores a Gabriel. Para evitar esta catástrofe, que podría provocar una nueva Edad de Hielo, Gabriel tendrá que bucear en el pasado. El hundimiento de la Atlántida le ofrecerá la clave para comprender el comportamiento anómalo del planeta.

Javier Negrete

Atlántida

ePUB v1.1

AlexAinhoa
24.01.13

Título original:
Atlántida

© Javier Negrete, 2010

Diseño de cubierta: Manuel Calderón

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.1

José Negrete.

Creador, soñador,

cantante, actor,

músico, escritor,

visionario.

Y, sobre todo,

amigo y hermano.

Critias: Escucha, Sócrates, un relato de lo más peculiar, pero completamente verídico, tal como lo narró una vez Solón, el más sabio de los Siete Sabios.

Él le contó a nuestro abuelo Critias que esta ciudad, Atenas, llevó a cabo en el pasado hazañas grandes y asombrosas, pero que cayeron en el olvido por culpa del tiempo y de la extinción de los hombres. Pues se han producido y se producirán muchas extinciones humanas, las más graves por causa del fuego y el agua.

Cuentan los escritos cómo vuestra ciudad acabó con un imperio que, lleno de soberbia, extendía su poder a la vez por Europa y Asia.

Había una isla frente al estrecho que llamáis las Columnas de Heracles. Esta isla se hallaba entre Libia y Asia
[1]
. Y los viajeros de aquel entonces podían pasar de esta isla a las demás islas y desde éstas al continente.

En esta isla, la Atlántida, unos reyes habían fundado un imperio grande y asombroso. El imperio de la Atlántida dominaba la isla entera, y muchas otras islas y parte del continente.

Fue en aquel momento cuando el poder de Atenas brilló ante el resto de los hombres por su fuerza y su heroísmo. Primero a la cabeza de los demás griegos, después abandonada por los demás, corrió los mayores peligros, derrotó a los opresores y liberó a todos los demás pueblos.

Pero después hubo violentos terremotos y cataclismos. En un día y una noche funestos, todo vuestro ejército se hundió bajo tierra.

En esa misma catástrofe, la isla de la Atlántida desapareció bajo el mar.

Fragmentos del diálogo Timeo, de Platón, adaptados por el profesor César Valbuena.

Madrugada del Viernes al Sábado

El 1 de mayo de 20**, a las 02:09, hora de Greenwich, varios millones de personas sufrieron un sueño extraño y perturbador. Al mismo tiempo, los GPS de todo el mundo enloquecieron durante unos instantes y una tormenta de estática interfirió en aparatos electrónicos desde la más remota punta de Patagonia hasta las tierras más gélidas de Siberia.

Al principio el anómalo suceso no trascendió al público. Tan sólo uno de cada mil durmientes experimentó las alteraciones: no llegó a reunirse suficiente masa crítica en las aldeas, los bloques de viviendas, los hospitales o los centros de trabajo para que unos pudieran comunicar a otros sus sueños y descubrir que no se trataba de experiencias únicas e individuales, sino de una sensación colectiva.

Pero cuando pasaron los días y aquellas personas comentaron en voz alta su pesadilla, todas coincidieron en que sugería un desastre inminente.

Curiosamente, había ocurrido así en todos los rincones de la Tierra.

España, Málaga

Entre las personas afectadas por aquel sueño se hallaba Gabriel Espada, varón caucásico de mediana edad y escasa solvencia económica cuya tarjeta de visita rezaba: «Investigador de lo oculto».

En tiempo subjetivo la pesadilla le pareció muy larga, pero no debió durar más de uno o dos segundos. Después, Gabriel abrió los párpados y se incorporó con el corazón latiendo como un tambor.

Muévete. Huye. Salta. Vuela lejos.

Sobrevive.

Por el momento, la huida que le aconsejaba aquella voz interior fue de corto alcance, pues Gabriel se limitó a salir a la terraza del apartamento.

Minutos después, C., la joven que compartía la cama con Gabriel, se despertó con una sensación de frío y vacío en el costado. Se volvió hacia la izquierda buscando el calor del hombre con el que llevaba durmiendo dos semanas, pero sólo encontró un hueco desarropado.

C. se levantó de la cama con un escalofrío. La puerta corredera de la terraza estaba medio abierta, y ella tenía la ropa desperdigada por el parquet. Al entrar con Gabriel, se la había arrancado con tanta prisa que el suéter se le había enganchado en la cabeza y los pantalones se los había quitado a la pata coja.

Recogió el tanga y la camiseta, se los puso y salió a la terraza. Gabriel estaba allí, mirando al mar. C se puso a su lado y durante un rato contempló cómo las crestas plateadas de las olas rompían en la arena.

Había salido demasiado ligera de ropa. La noche estaba despejada, pero un tanga y una camiseta de tirantes eran poco abrigo para primeros de mayo. C notó cómo los pezones se le endurecían bajo la tela y aquella caricia involuntaria la excitó.

—¿No vuelves a la cama? —ronroneó.

Gabriel tardó unos segundos en girar el cuello para mirarla, como si la voz de C le llegase a través de un fluido enrarecido que retardara el sonido. Cuando por fin se volvió, a C se le detuvieron las pulsaciones por un segundo. La culpa era de aquellos ojos verdes, casi fosforescentes.

Parpadeaban despacio, como el diafragma de una cámara que tomara una foto para guardársela y luego examinarla a solas.

La chica se preguntó qué pensaría Gabriel cuando estudiara la instantánea que le acababa de tomar. ¿Miraría la imagen con ternura o la examinaría con la frialdad de un entomólogo contemplando su colección de insectos? La angustiaba no saber qué se escondía detrás de aquella mirada, misteriosa y remota como la de un gato que en cualquier momento se escapa por los tejados para no regresar.

Un gato. Gabriel Espada le recordaba en cierto modo a ese animal. Medía casi uno noventa y, por lo delgado y zanquilargo, uno se esperaba que se moviera con desgarbo. Sin embargo, sus ademanes poseían la flexibilidad casi sinuosa de un felino.

—Qué bonita se ve la luna —dijo C, buscando una excusa para apartar la mirada de él.

—Sí.

—¿Te has desvelado?

—Eso parece.

—¿Has soñado algo raro?

El entornó los ojos, como si tratara de recordar algo. La chica aprovechó para mirarlo de reojo otra vez y contemplar su perfil.

No podía decirse que Gabriel Espada fuera guapo. Sus rasgos eran duros y afilados, tenía la frente muy alta, la nariz larga y la boca y los dientes demasiado grandes, por no hablar de las arrugas de edad y expresión que no se molestaba en retocar con inyecciones cosméticas. Pero el conjunto orbitando alrededor de aquellos ojos de fósforo, poseía una extraña armonía que había fascinado a C.

En opinión de C, uno de los detalles que convertía en atractivo a Gabriel era que no parecía consciente de serlo. No se preocupaba demasiado por su imagen ni se complicaba vistiendo. Téjanos sin marca y camisetas de grupos prehistóricos, ionio Metallica o un tal Jethro Tull. Una cazadora vaquera envejecida por el uso, no de fábrica.

Y nunca se entretenía delante de los espejos. Incluso parecía huir de ellos como un vampiro.

—Ha sido algo muy raro —dijo Gabriel.

Había pasado tanto rato que ella casi se había olvidado de la pregunta. «El sueño», recordó.

—Pues cuéntamelo.

El volvió a entornar los ojos. Después meneó la cabeza.

—Era inquietante. Sentía como si algo hubiera penetrado en mi cerebro.

—¿Una especie de posesión?

Gabriel se quedó pensativo antes de responder.

—Era más bien como si yo me hubiera convertido en ese
algo.
Como si me hubiera fundido con otra mente.

—Y esa mente ¿qué pensaba?

—No sé. Era tan ajena, tan inhumana… Podría haber sido la inteligencia de una nebulosa, o de una colmena formada por millones de individuos. Por dentro era como inmensas burbujas rojas, como nubes de gas flotando en la atmósfera de Júpiter. Chocaban entre ellas, subían, reventaban, se fundían…

Gabriel hizo una pausa, como si buscara palabras más precisas.

—Esa mente estaba llena de energía. Una energía aletargada, pero a punto de despertar.

Gabriel seguía hablando más para sí mismo que para C, pero lo hacía en un tono tan serio que la joven empezó a asustarse.

—¿Y qué ocurrirá cuando esa mente despierte?

—No lo sé. En el sueño tenía la sensación de que esa energía iba a desatarse de forma devastadora, y de que yo tenía que ir… Da igual.

C se dio cuenta de que esta vez Gabriel no se había interrumpido por falta de palabras, sino porque había algo que no quería decir.

—Tú has escrito sobre el significado de los sueños. ¿Qué crees que significa éste?

—La conclusión que saqué al escribir fue que los sueños no significan nada.

Ella no sabía por qué a Gabriel le salía tan a menudo aquella sonrisa amarga. Al fin y al cabo, era un hombre con una vida apasionante. Cuando se conocieron en aquella discoteca de Madrid, C le había preguntado a qué se dedicaba.

—Es una ocupación un poco absurda. Me da vergüenza decirlo —había contestado él.

—Venga, ¿qué eres? ¿Vigilante de parking? —preguntó C. Fue entonces cuando él le dio una tarjeta negra con letras blancas.

Gabriel Espada. Investigador de lo oculto.

Antes de lanzarse al primer morreo con él, C se había metido en el servicio con M, y ambas habían comprobado en el móvil el nombre de Gabriel Espada. Al parecer, había publicado dos novelas, tres libros sobre telepatía, ovnis, la Atlántida, los misterios de las pirámides y cosas así, y además había escrito artículos para varias revistas. También había trabajado en
Ultrakosmos,
un programa sobre esoterismo. ¡Incluso había estado en la isla de Pascua!

Se trataba de una vida muy interesante comparada con la que llevaban —o con la que C suponía que llevaban— otros cuarentones o cincuentones que conocía. Por eso no entendía la amargura de su sonrisa ni la tristeza de sus ojos.

«Tarde o temprano conseguiré que se le borre».

Tenía un recurso infalible. C sabía que estaba buena y, además, se le daba bien el sexo. Gabriel nunca se resistía a su cuerpo. Usándolo, C pretendía conquistar su alma.

«El amor siempre vence», se dijo. Lo había oído en tantas series y películas que para ella se había convertido en una verdad científica.

—¿Volvemos a la cama? —preguntó, abrazándolo por la cintura y restregándose los pechos contra su brazo.

El titubeó un instante.

—Sí, claro.

Se acariciaron un rato, pero no llegaron a hacer el amor. C, que tenía el sueño fácil, se quedó dormida enseguida sobre el hombro de él. Su última imagen fue la de Gabriel mirando al techo, con la mano izquierda tras la nuca y los ojos fosforescentes clavados en el techo.

A C no le quedaría más remedio que atesorar esa imagen. Cuando volvió a despertarse a las nueve de la mañana, ni Gabriel ni su vieja bolsa de viaje estaban allí.

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