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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras

Atlántida (6 page)

En general, el clima se encontraba más revuelto que nunca, como si una horda de diablillos traviesos alimentara el sistema con nuevas dosis de energías para atizar el caos.

Incluso la corteza terrestre, cuyos movimientos y cambios solían producirse en una escala mucho más pausada, parecía haberse contagiado de la inquietud de la atmósfera. En las últimas horas se habían producido temblores de tierra en diversos lugares del globo, como en Santorini o el interior de Alaska. En Indonesia, un seísmo de más de 7 grados en la escala Richter había provocado casi mil muertos.

Algunos volcanes parecían dispuestos a sumarse a la fiesta. Un titular rezaba:

Nuevas señales de alerta en el Vesubio. Cuatro millones de personas amenazadas.

Gabriel pinchó en la noticia, cuyo enfoque le resultó peculiar. El sábado anterior se había celebrado en Nápoles un ritual que se repetía tres veces al año. Delante de miles de fieles congregados en la catedral, el obispo había levantado el relicario con las dos pequeñas ampollas que contenían la sangre deshidratada de San Genaro, patrón de la ciudad. Al acercar el relicario al lugar donde reposaban los restos del santo, la sangre debería haberse licuado. Pero esta vez, para gran consternación de los napolitanos, el milagro no se produjo.

Bajo una anciana que hablaba y gesticulaba en primer plano aparecieron unos diminutos subtítulos. Gabriel activó el proyector del móvil para ver la imagen ampliada sobre el respaldo del asiento delantero.

«Esto anuncia grandes desgracias»,
vaticinaba la mujer.
«San Genaro ha retirado su protección a Nápoles porque aquí reinan el vicio y el pecado. Pero el fuego lo purificará todo».

La siguiente escena mostraba una hondonada humeante de la que sobresalía una torre de perforación metálica. Junto a una caravana, un periodista, micrófono en mano y con la nariz arrugada como si olisqueara comida putrefacta, entrevistaba a un científico.

«Estamos en la Sulfatara de Pozzuoli con Eyvindur Freisson, investigador asociado del Osservatorio Vesubiano. ¿Qué opina de que la sangre de San Genaro no se haya licuado, profesor? Cree que los napolitanos deberíamos alarmarnos?»

Gabriel esperaba una respuesta propia de un científico, desde un neutral
«Las cuestiones de ciencia no deben mezclarse con la fe»
hasta un despectivo
«Eso son paparruchas».
Pero el científico, que con su barba blanca y sus ojos azules y burlones irradiaba un atractivo entre patriarcal y canallesco, respondió:

«Lo más sensato que pueden hacer ahora mismo todas las personas que viven en el Golfo de Nápoles es empaquetar sus posesiones más valiosas, montarse en coche, en tren o en avión y poner tierra de por medio».

El periodista se quedó tan estupefacto como Gabriel.

«Profesor Eyvindur, sin duda sus palabras van a sembrar la alarma entre la población».

«Y, sin embargo, tu cadena las está emitiendo», pensó Gabriel. Seguramente, aquellas declaraciones sensacionalistas subirían la audiencia.

«De eso se trata, joven. De sembrar la alarma»,
respondió el científico.

«¿Tan grave es que no se haya licuado la sangre del santo?».

«No diga necedades. Mi advertencia se debe a razones científicas. En los últimos días el subsuelo de esta región se ha mostrado más agitado que una sesión del parlamento italiano».

«¿Cree que el Vesubio puede estallar?»

«Es probable, pero existe una amenaza aún peor bajo nuestros pies».

El periodista agachó la mirada, como si aquel suelo humeante fuera a tragárselo de un momento a otro.

«¿En este mismo sitio?»

«Así es. Nos encontramos sobre una bestia mucho más peligrosa que el Vesubio: los Campi Flegri».

La realización mostró una imagen por satélite de la región al oeste de Nápoles. El terreno estaba sembrado de estructuras circulares, restos de antiguas erupciones que en cierto modo parecían cráteres lunares. Una cruz roja señalaba el emplazamiento de la Sulfatara de Pozzuoli, donde estaban entrevistando al científico.

«¿Por qué los Campi Flegri son más peligrosos que el Vesubio, profesor Eyvindur?»

«Porque se encuentran sobre una inmensa cámara de magma que en las últimas semanas no ha hecho más que llenarse de roca fundida».

«¿Y eso qué significa?»,

«Que podríamos sufrir una erupción cien veces más destructiva que la que aniquiló Pompeya y Herculano hace casi dos mil años».

El tal Eyvindur se volvió, buscando la mirada de los posibles espectadores, como un locutor profesional. Gabriel pensó que debía estar muy familiarizado con las cámaras. «Un científico mediático», pensó. Entre los hombres de ciencia no se trataba de la especie más rigurosa, pero sí de la preferida por los periodistas.

«Mientras hablamos, tres millones de personas corren peligro de muerte. No hagan caso a las autoridades cuando les digan que la situación está controlada. Nada ni nadie puede controlar la ira de la madre Tierra. Lo único que se puede hacer es alejarse de ella».

Durante un segundo, Gabriel esperó que por detrás del científico aparecieran dos tipos vestidos con batas blancas para embutirlo en una camisa de fuerza y llevárselo a rastras. Aunque todavía quedaban veinte segundos de contenido, cerró la noticia y pinchó en otro titular que le había llamado la atención.

Anomalía magnética a nivel mundial.

Un tipo de rostro cetrino informó de que a las dos y nueve de la madrugada, hora de Greenwich, una hora más en hispana, se había producido en diversos lugares del inundo lo que él denominó un «incidente magnético».

«… dificultades con sus sistemas de navegación aérea. Problemas de orientación que también han afectado al reino animal.

Treinta ballenas grises han varado en la isla de Vancouver, donde, a pesar de los esfuerzos de los servicios de vigilancia costera y de cientos de voluntarios, la mayoría han perecido aplastadas por tu propio peso».

Lo más curioso era el momento del incidente: poco antes de las tres y diez. Gabriel se había despertado justo a esa hora con el corazón desbocado. ¿Estarían relacionados la anomalía magnética y aquel extraño sueño?

Eso le recordó que apenas había pegado ojo. Quedaba una hora para llegar a Madrid. Apoyó la cabeza en el respaldo y trató de dormir.

California, Fresno

Joey Carrasco, estudiante de noveno grado, intentaba escribir una redacción sobre la inmortalidad. Un asunto que lo obsesionaba, y del que no podía sospechar que acabaría sabiendo mucho más de lo que se puede aprender en un instituto.

Miró la hora en la pantalla del ordenador. Ya eran casi las once de la mañana, y llevaba desde las nueve con el trasero pegado a la silla, tecleando y buscando datos. Para un chaval de catorce años, una eternidad, y más en una mañana de sábado.

¿Y si en vez de consultar tanto en Internet visitaba la caravana que estaba a cuatro parcelas de su casa móvil y le preguntaba a Randall? Su amigo, pese a sus problemas de memoria, sabía todo tipo de cosas raras. De paso, seguro que le invitaba a una coca-cola.

Su madre no le dejaba beber más de una al día, porque decía que con la cafeína Joey se aceleraba más que Speedy González. Randall opinaba algo parecido, pero siempre le daba otra coca-cola —«Que tu madre no se entere»—. Si era por la mañana, él se abría otra. Si era por la tarde, acompañaba a Joey tomándose una cerveza, la única del día.

En el parque de caravanas South Fresno Paradise, un hombre que se conformaba con beber una cerveza al día era algo tan exótico como un esquimal con un abrigo de foca en el desierto de Mojave. Pero no era aquélla la única rareza de Randall.

Aunque los padres de Joey respetaban a Randall, no dejaba de extrañarles aquella amistad entre un adulto y un adolescente. En una ocasión, la madre de Joey le preguntó:

—¿Alguna vez se ha acercado demasiado a ti? ¿Te ha enseñado fotos raras o te las ha querido hacer?

—¡Mamá, por favor! Randall no es ningún pederasta, si es eso lo que quieres saber.

Pero los padres de Joey habían comprobado que Randall suponía una buena influencia para él. No le dejaba fumar ni beber alcohol, le enseñaba a ser respetuoso con los demás y con el medio ambiente y además le insistía en que estudiara. Joey era uno de los pocos chicos del SF Paradise que seguía yendo al instituto a su edad, lo cual le valía de vez en cuando insultos de los demás, que lo llamaban «empollón», «comelibros» y cosas peores.

Nadie sabía de dónde había venido Randall. Ni siquiera él mismo. Cuando llegó al parque de caravanas, cinco años atrás, no recordaba de dónde venía ni en qué otro sitio había vivido. Sin embargo, era capaz de hablar de muchos lugares y describirlos como si los hubiera visitado en persona.

Por no acordarse, no se acordaba del año en que había nacido, ni siquiera de la fecha de su cumpleaños. A Joey le resultaba difícil calcular la edad de Randall, pero su madre decía que aquel hombre debía tener menos de cuarenta.

—Si se afeitara la barba y se cortara un poco el pelo, seguro que se quitaba veinte años de encima.

Pero a Joey le gustaba la barba de Randall, una cascada espesa y patriarcal que le llegaba más abajo del pecho. Entre ella y el flequillo castaño no se le veía demasiado la cara; pero era cierto que en la parte del rostro que quedaba a la vista no se apreciaban arrugas.

Randall tampoco recordaba su país de origen ni quiénes eran sus padres. Guardaba una vaga idea de haber tenido hijos, pero cuando intentaba pensar en el asunto se le torcía el gesto, lo que hacía pensar a Joey que, si esos hijos existían, Randall no debía de llevarse bien con ellos.

Su aspecto físico no ayudaba a deducir su procedencia. Tenía los ojos oscuros y algo juntos, la nariz aguileña y la piel morena.

—Esperemos que no sea un terrorista árabe infiltrado —comentaba el padre de Joey, que le veía un aire semita.

El trabajo de Randall era muy humilde: barría la hojarasca del parque de caravanas, recogía la basura y rastrillaba las zonas de hierba. En ello empleaba bastantes horas, ya que los vecinos de las doscientas ocho viviendas del SF Paradise no eran la gente más limpia del mundo. A Cambio de eso, el propietario del parque, el señor Espinosa, le había cedido a Randall gratis una vieja caravana y le pagaba ciento cincuenta dólares a la semana. Una miseria, pero a él le sobraba, porque apenas tenía gastos.

Además, Randall tenía una ocupación extra. Resumido en pocas palabras, ayudaba a la gente. Su auxilio consistía en solucionar ciertos problemas de comportamiento, como una especie de psiquiatra aficionado. Ni él mismo sabía muy bien como lo hacía, o al menos a Joey no se lo quería explicar.

Por ejemplo, había curado a William Ramírez de su adicción al crack. Cuando William, que era muy violento, le intentó dar un navajazo, Randall extendió las manos, le dijo «Cálmate» y el muchacho soltó la navaja y se tranquilizó al instante. Después se sentó frente a él en el suelo, le puso las manos en las sienes, le miró a los ojos y se quedó así un rato. Cuando se levantó y dejó a William, éste ni siquiera se acordaba de qué era el crack, y no quiso volver a probarlo.

También había conseguido curar dolencias más raras, como la fobia de la señora Cowan, que hacía tres años que no se atrevía a salir de su casa ni para ir al supermercado. En cambio después de hablar con Randall se pasaba casi todo el día en la calle, sentada en su tumbona de lona y charlando con cualquiera que pasara por delante.

Y estaban los ridículos tics de Frank Sallares, que iba pisando todas las juntas de las baldosas de la acera, pegaba palmadas en las farolas diciendo
«¡tong!»
y pellizcaba el lóbulo de la oreja izquierda a la gente con la que hablaba. Eso le había acarreado muchas burlas y más de un puñetazo. Pero en cuanto Randall le impuso las manos y le miró a los ojos, Sallares se convirtió en el tipo más normal y aburrido del parque de caravanas.

Randall se negaba a que le pagaran por arreglar lo que él llamaba «achaques mentales». Lo que no podía evitar era que las personas beneficiadas le llevaran comida: galletas caseras, pozole, tartas, pizzas o enchiladas. Pero entre los ingredientes nunca podía haber carne, pues Randall era vegetariano.

Otra de sus peculiaridades era la excursión anual. Cada verano se iba varios días a las montañas.

—Cuando acabes el instituto te llevaré conmigo —le había prometido a Joey.

En su marcha anual, Randall llegaba hasta la caldera de Long Valley casi en la frontera con el estado de Nevada. A Joey le parecía asombroso, porque Long Valley se hallaba a ciento treinta kilómetros a vuelo de pájaro de Fresno, y además había que atravesar las grandes alturas de Sierra Nevada. Si Randall era capaz de hacer etapas de cuarenta o cincuenta kilómetros al día, no era extraño que estuviera tan fibroso. Debía tener los pies duros como cuero curtido, porque en sus marchas llevaba tan sólo unas sandalias sin Calcetines y sin embargo regresaba sin ampollas.

¿Siempre vas al mismo sitio? —le había preguntado Joey después de la última excursión. —¿Por qué?

—No sé… Hay más lugares en California. El curso pasado nos llevaron de excursión al Parque Nacional de las Secuoyas. ¿No has estado allí nunca? —Puede que sí. No me acuerdo. Dicen que las secuoyas son los seres vivos más viejos que existen. El General Sherman, por ejemplo, tiene dos mil quinientos años.

Randall había puesto cara de escepticismo.

—¿No crees que tenga tantos años? —le preguntó Joey

—No creo que ese General Sherman sea el ser vivo más viejo del mundo. Sospecho que aún quedan supervivientes de épocas más remotas —contestó con aire enigmático.

Joey, siempre curioso, quiso saber por qué Randall se empeñaba en visitar Long Valley Su amigo le explicó que aquel lugar era una antigua caldera volcánica.

—¿Una caldera?

—La clase de volcán más grande del mundo. Imagínatelo. Ese volcán llegó a medir treinta kilómetros de largo por casi veinte de ancho. Hace más de setecientos mil años entró en erupción. ¿Te imaginas cómo pudo ser aquello?

Joey comprendió que a Randall le entusiasmaban los volcanes.

—Claro. El curso pasado nos pusieron un vídeo en 3D de la erupción del St. Helens.

—Pues la de Long Valley fue quinientas veces mayor dijo Randall, abriendo las manos en el aire y acompañando sus palabras con un ruido de explosión—. Aquella erupción cubrió de cenizas más de la mitad de Estados Unidos.

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