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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

54. Las ideas sobre la enfermedad.

Creo que ya es algo —y no poco— apaciguar la imaginación del enfermo para que el pensar en su enfermedad no le haga sufrir
más
que la propia enfermedad. ¿Comprendéis, entonces, en qué consiste vuestra misión?

55. Los «caminos».

Los caminos considerados
más cortos
han sido siempre los que mayores peligros han hecho correr a la humanidad. Cada vez que se anuncia a ésta la buena nueva de que se ha encontrado uno de tales atajos, se extravía y
pierde su camino
.

56. El apóstata del espíritu libre.

¿Quién va a sentir aversión contra un hombre piadoso y seguro de su fe? ¿No lo miramos, por el contrario, con silenciosa veneración, alegrándonos al verlo, lamentando profundamente que estos hombres excelentes no abriguen los mismos sentimientos que nosotros? ¿De dónde procede, entonces, esa aversión repentina e irrazonable que experimentamos contra el que, después de haber
disfrutado
de una completa libertad de espíritu,
se vuelve creyente
? Cuando pensamos en esto, tenemos la impresión de haber presenciado un espectáculo repugnante, cuyo recuerdo desearíamos borrar de pronto de nuestra memoria. ¿No volveríamos la espalda al hombre más venerado, si tuviésemos la más mínima sospecha de él respecto a este punto? Y que conste que no le condenaríamos desde el punto de vista moral, sino en virtud de la repugnancia y del espanto que se apoderaría de nosotros súbitamente. ¿De dónde procede este sentimiento tan estricto? Posiblemente no faltará quien diga que, en el fondo, lo que sucede es que no tenemos la suficiente seguridad en nosotros mismos; que plantamos a nuestro alrededor, en el momento preciso, la valla del desprecio más espinoso, para que, al llegar el instante decisivo en que la edad nos haga débiles y olvidadizos, no podamos ya saltar esa valla de nuestro desprecio.

Con toda sinceridad, este supuesto es falso, y quien parte de él no tiene ni la menor idea de qué es lo que agita y determina a un espíritu libre. ¡Qué poco despreciable le parece a un espíritu libre el hecho en sí de cambiar de opinión! ¡Cuánto venera, en cambio, el poder cambiar de opinión, cualidad poco común y superior, sobre todo cuando se conserva hasta una edad avanzada! Su orgullo (y no la pusilanimidad) le lleva incluso a coger las frutas prohibidas del
spernere se sperni
y del
spernere se ipsum
, sin que le disuada de ello el miedo que atenaza a los engreídos y a los perezosos. Por otra parte, la doctrina de que
todas las opiniones son inocentes
, le parece tan cierta al espíritu libre como la doctrina de que
todos los actos son inocentes
. ¿Cómo iba a erigirse, entonces, en juez y en verdugo de los apóstatas de la libertad intelectual? La visión de esta apostasía le afecta, en cambio, del mismo modo que a un médico la contemplación de una enfermedad repugnante. La repugnancia física ante lo flácido, lo reblandecido, lo purulento se impone momentáneamente a la razón y a la voluntad de asistir a otro. De esta forma, nuestra buena voluntad queda abatida ante la idea de la monstruosa deslealtad que ha tenido que dominar al apóstata del espíritu libre y ante la idea de la degeneración absoluta que corroe hasta la médula de su carácter.

57. A nuevo temor, nueva incertidumbre.

El cristianismo había extendido sobre la vida una amenaza nueva y sin límites, y, a la vez, había creado certidumbres, goces y deleites completamente nuevos, así como nuevas valoraciones de las cosas. Nuestro siglo niega que exista esa amenaza con la conciencia tranquila; y, no obstante, sigue arrastrando tras de sí los viejos hábitos de la certidumbre cristiana, del goce, del deleite y de la valoración cristianos. Y ello hasta en sus más nobles artes y filosofías. ¡Qué débil y gastado, qué cojo y torpe, qué arbitrariamente fanático y, sobre todo, qué erróneo debe parecer hoy todo esto, cuando se ha perdido ese terrible contraste de su certeza que era el omnipresente miedo del cristianismo por su salvación
eterna
!

58. El cristianismo y las pasiones.

En el cristianismo se vislumbra una gran protesta popular contra la filosofía: la razón de los sabios antiguos había apartado a los hombres de las pasiones; el cristianismo quiere devolver las pasiones a los hombres. Con esta finalidad, niega todo valor moral a la virtud, tal como la entendían los filósofos, esto es, como una victoria de la razón sobre la pasión; condena, en términos generales, toda forma de buen sentido, e incita a las pasiones a que se manifiesten con su mayor grado de fuerza y de esplendor como
amor
de Dios,
temor
de Dios,
fe fanática
en Dios,
esperanza
ciega en Dios.

59. El error como bebida reconfortante.

Dígase lo que se quiera, lo cierto es que el cristianismo ha tratado de librar al hombre del peso de los compromisos morales, creyendo que le mostraba
el camino más corto hacia la perfección
. Igualmente, algunos filósofos creyeron poder prescindir de la dialéctica larga y laboriosa y de la recogida de datos estrictamente comprobados, sobre el supuesto de que hay
un camino real que lleva a la verdad
. En ambos casos esto constituye un error, pero también una bebida reconfortante para los desesperados que se mueren de cansancio en medio del desierto.

60. Todo espíritu acaba volviéndose visible corporalmente.

El cristianismo se ha ido incorporando el espíritu de un número incalculable de individuos que necesitaban ser dominados, de todos esos sutiles o burdos entusiastas de la humillación y de la devoción. De este modo, dejó a un lado su rústica tosquedad —como se observa claramente en la primera imagen del apóstol San Pedro, por ejemplo—, para convertirse en una religión muy espiritual, con el rostro lleno de arrugas, subterfugios y sinuosidades. Dicha religión ha proporcionado ingenio a la humanidad en Europa, y no se ha contentado con volverla astuta desde el punto de vista teológico. Con este ingenio, unido al poder y muchas veces a una profunda convicción y a una lealtad abnegada, ha configurado las individualidades más sutiles que hubo jamás en las sociedades humanas: los individuos del clero católico en sus jerarquías más elevadas, sobre todo cuando procedían de familias nobles y aportaban, desde la cuna, unos ademanes dotados de una gracia innata, una mirada dominadora, unas manos hermosas y unos pies finos. Su rostro reflejaba esa espiritualidad que produce el flujo constante de dos clases de felicidad (la del sentimiento de poder y la del sentimiento de sumisión), después de que una forma de vida preconcebida haya dominado a la bestia en el hombre. Su actividad consistía en bendecir, en perdonar los pecados, en representar a Dios y en mantener siempre despierto, en el alma y
hasta en el cuerpo
, el sentimiento de una misión sobrehumana. En tales individuos imperaba ese noble desprecio hacia la fragilidad corporal, el bienestar y la felicidad, que corresponde a los guerreros natos; ese obedecer con orgullo, que caracteriza a todos los aristócratas; el idealismo y la excusa que éste supone, dada la enorme imposibilidad de su tarea. La imponente hermosura y la sutileza de los príncipes de la Iglesia han constituido siempre ante el pueblo una demostración de la verdad de la Iglesia. El envilecimiento pasajero del clero —como el que se dio en la época de Lutero— genera el efecto contrario. ¿Se perderá cuando desaparezcan las religiones este efecto de la belleza y de la sagacidad humanas en la armonía del físico externo, del ingenio y de la misión? ¿No habría forma de lograr algo más elevado, o por lo menos de intentarlo?

61. El sacrificio necesario.

Los hombres serios, firmes, leales, sumamente sensibles, que siguen siendo cristianos de corazón, están obligados, por respeto propio, a tratar de vivir sin el cristianismo durante algún tiempo; deben
a su fe
el escoger
residir en el desierto
, con la finalidad de adquirir el derecho a que se les juzgue respecto al problema de si el cristianismo es o no necesario. Mientras no hagan esto, vivirán apegados a su terruño, desde donde insultarán a todo aquél que viva más allá del mismo y hasta se irritarán cuando alguien les dé a entender que en ese más allá se encuentra el mundo entero y que el cristianismo no es más que un rincón. No; vuestro testimonio sólo tendrá peso cuando hayáis vivido algunos años sin el cristianismo, cuando deseéis sinceramente poder existir sin él, cuando os hayáis alejado totalmente de él. Vuestro regreso a él tendrá un auténtico significado, no cuando sea la nostalgia lo que os haga volver al redil, sino cuando vuestro juicio se base en una estricta comparación. Eso es lo que harán los hombres del futuro con todos los valores del pasado; es preciso, pues,
revivir
voluntariamente esos valores alguna vez, así como los valores opuestos, para acabar teniendo el derecho a pasarlos por la criba.

62. El origen de las religiones.

¿Cómo es posible que alguien considere como una revelación lo que no es más que su propia opinión sobre las cosas? Pues éste es el problema del origen de las religiones: que siempre ha habido un individuo en el que podía darse este fenómeno. La primera condición es que creyera previamente en las revelaciones. Un buen día, le asalta de pronto una nueva idea,
su
idea, y lo que tiene de embriagador toda gran hipótesis personal que afecte a la existencia y al mundo entero, penetra con tanta fuerza en su conciencia, que no se atreve a pensar que él es el creador de semejante beatitud, y atribuye la causa y el origen de su pensamiento a su Dios, a una revelación de ese Dios. ¿Cómo va a ser un hombre el causante de una felicidad tan enorme? se pregunta con una duda pesimista. Pero hay, además, otras palancas que actúan en secreto: por ejemplo, se fortalece la opinión que uno tiene de sí mismo cuando la considera como una revelación, pues, de este modo, se la despoja de lo que tiene de hipotético, se la sustrae a la crítica y a la duda, y se la hace sagrada. Bien es cierto que con ello el hombre queda reducido a la categoría de órgano, pero nuestro pensamiento acaba venciendo bajo el nombre de pensamiento divino, y este sentimiento de victoria termina imponiéndose al sentimiento de haberse rebajado. Por otra parte, cuando el hombre sitúa por encima de sí aquello que ha producido, dejando a un lado su valía personal, experimenta profundamente otro sentimiento: el de la alegría, el amor y el orgullo de la paternidad; y ese sentimiento borra todo lo demás.

63. El odio al prójimo.

Si consideramos al prójimo como él se autoconsidera. —Schopenhauer llama a esto compasión, aunque sería más exacto calificarlo de autopasión—, tendríamos que odiarle, en el caso de que, como Pascal, se crea merecedor de odio. Este fue el sentimiento que tuvo Pascal hacia los hombres en general, al igual que el de los primeros cristianos que, en tiempos de Nerón, estaban convencidos, según constata Tácito, del
odium generis humani
.

64. Los desesperados.

El cristianismo tiene un olfato de sabueso para percibir a aquellos individuos a los que, de un modo u otro, se les puede llevar a la desesperación (sólo una parte de la humanidad es susceptible de ello). Siempre está buscándolos, acechándolos. Pascal trató de llevar a los hombres a la desesperación, en base a un conocimiento más penetrante e incisivo. Al fracasar en su intento, se redobló su propia desesperación.

65. El brahmanismo y el cristianismo.

Hay reglas para llegar a experimentar el sentimiento de poden unas, para quienes son capaces de dominarse a sí mismos, y a los que, en consecuencia, ya les resulta familiar este sentimiento de dominio; y otras para los que no saben dominarse. El brahmanismo ha interesado a la primera clase de hombres; el cristianismo a la segunda.

66. La facultad de ver visiones.

Durante toda la Edad Media, el signo auténticamente distintivo de la humanidad superior radicaba en la facultad de ver visiones, es decir, de ser afectado por un profundo trastorno cerebral. En el fondo, las reglas de vida de todos los individuos superiores de dicha época (los caracteres religiosos) tendían a conseguir que el hombre pudiera tener visiones. ¿Qué tiene de raro que haya llegado hasta nuestros días un aprecio exagerado hacia los individuos desequilibrados, lunáticos y fanáticos, que se dicen geniales? Suele decirse que tales sujetos han visto cosas que otros no ven. Y es cierto, pero esto debe ponernos en guardia contra ellos, en lugar de volvernos crédulos.

67. El precio de los creyentes.

Aquél que tiene tanto empeño en que se crea en él, que promete el cielo como recompensa a todo el que sustenta esa creencia, incluyendo al ladrón que muere en una cruz, ha debido sufrir dudas terribles y experimentado todo tipo de crucifixiones; de no ser así, no pagaría tan caro el tener creyentes.

68. El primer cristiano.

Todo él mundo sigue creyendo que el
Espíritu Santo
ejerce un papel activo y sufre de rechazo las consecuencias de esa creencia. Si alguien abre la Biblia es para
edificarse
, para descubrir en ella una palabra de consuelo a sus propias miserias, grandes o pequeñas; en suma, se busca a sí mismo y se encuentra. Pero a excepción de unos pocos eruditos, ¿quién sabe que la Biblia contiene también la historia del apóstol San Pablo, esto es, la historia de una de las almas más ambiciosas e impacientes, de un espíritu tan lleno de superstición como de astucia? Y, no obstante, sin esta historia singular, sin este tormentoso y turbado espíritu, sin un alma así, no existiría el mundo cristiano; apenas habríamos oído hablar de una oscura secta judía cuyo cabeza murió crucificado. Bien es cierto que si se hubiera entendido a tiempo dicha historia, si se hubieran
leído verdaderamente
los escritos de San Pablo, no como si fueran revelaciones del
Espíritu Santo
, sino con la rectitud de un espíritu libre y espontáneo, sin pensar en las miserias personales —durante mil quinientos años no ha habido lectores así—, el cristianismo hubiese desaparecido desde hace tiempo. Tan cierto es que los escritos de este Pascal judío nos ponen al descubierto los orígenes del cristianismo, como que las obras del Pascal francés nos revelan su destino y la razón de su declive fatal. A la historia de ese individuo singular, de ese espíritu atormentado, digno de compasión, de ese hombre desagradable para los demás y para sí mismo, se debe que la barca del cristianismo arrojara una buena parte de su lastre judío, que pudiera penetrar en las aguas del paganismo.

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