¿Hay siempre que considerar
malo
aquello contra lo que hay que luchar, lo que hay que mantener dentro de sus justos límites, y, en algunos casos, apartarlo totalmente de nuestro pensamiento? ¿No estaremos haciendo lo mismo que las almas
vulgares
, que consideran que el enemigo es siempre
malo
? ¿Con qué derecho llamamos enemigo a Eros? Las sensaciones sexuales, al igual que las de piedad y de adoración, tienen la particularidad de que, cuando las experimenta un individuo, hace un bien a otro por su propio placer, y no hay tantas disposiciones así en la naturaleza. ¡Y precisamente una de ellas ha sido calumniada y corrompida por quienes no tienen la conciencia tranquila, ya que vinculan la fecundación humana con la idea de falta!
Sin embargo, esta transformación de Eros en diablo ha acabado teniendo un desenlace cómico. El «demonio». Eros ha interesado cada vez más a los hombres que los ángeles y los santos, gracias al carácter secreto y misterioso que la Iglesia ha conferido a las cosas eróticas. Merced a ella, los
temas amorosos
han llegado a convertirse en la única cuestión verdaderamente interesante para todos los estratos sociales —con una exageración que no se hubiera entendido en la antigüedad—, lo que algún día será motivo de risa. Toda nuestra poesía, todo nuestro pensamiento está hondamente caracterizado por la enorme importancia que se concede al amor, considerado siempre como el asunto fundamental. Quizá a causa de este juicio, la posteridad considere que toda la herencia de la civilización cristiana tiene algo de mezquino y de loco.
77. Los tormentos del alma.
Todos nos indignamos cuando vemos que alguien atormenta físicamente lo más mínimo a otro; la sola idea de que se torture físicamente a un hombre o a un animal nos hace estallar de irritación contra quien es capaz de cometer una acción semejante; no podemos resistir que se nos hable de actos de esta naturaleza. Sin embargo, no sentimos en modo alguno lo mismo cuando se trata de torturas psíquicas, pese a lo que tienen de terrible. El cristianismo las ha practicado en un grado insólito, y todavía predica esta clase de martirio, llegando incluso a tachar de desafecta y de tibia a una alma en la que no se dan tales torturas.
De todo esto cabe concluir que la humanidad sigue hoy comportándose ante las hogueras espirituales con la misma paciencia y la misma incertidumbre temerosa que mostraba antiguamente frente a las torturas físicas cometidas con hombres y animales. A decir verdad, la palabra infierno no ha tenido nada de inútil; al miedo real que su idea originó, ha correspondido una clase nueva, horrible y grave de compasión, antes desconocida, hacia los individuos
condenados irremisiblemente
. Esta es la compasión que muestra, por ejemplo, el Convidado de Piedra hacia don Juan y que, durante los siglos de cristianismo, ha debido hacer llorar muchas veces hasta a las piedras. Plutarco nos ofrece una sombría semblanza del estado en que se encontraba el individuo supersticioso dentro del paganismo; pero esta imagen empalidece cuando la comparamos con la del cristianismo medieval que daba por
supuesta
la imposibilidad de escapar de los
castigos eternos
. Ante sus ojos veía surgir terribles presagios: por ejemplo, que una cigüeña llevaba una serpiente del pico y dudaba en comérsela, que toda la naturaleza se oscurecía de pronto, que corrían por el suelo ráfagas inflamadas, o que se le aparecían las almas de sus difuntos, mostrándole las huellas de sus tremendos sufrimientos. ¡Qué terrible morada supo hacer de la tierra el cristianismo, con sólo exigir que se colgaran crucifijos por todas partes y considerar que el mundo es un lugar en el que
el justo es atormentado hasta la muerte
! Y cuando el fervor de un gran predicador presentaba en público los sufrimientos íntimos del individuo, las torturas de la
cámara solitaria
; cuando un Whitefield, por ejemplo, predicaba
como un moribundo a moribundos
, llorando a lágrima viva, dando violentas patadas en el suelo, hablando apasionadamente, con un tono brusco e incisivo, sin miedo a dirigir todo el peso del ataque contra una persona determinada, a la que rechazaba de la comunidad con extremada dureza, parecía que la tierra iba a transformarse en un
campo de maldición
. Toda una muchedumbre echó a correr atropelladamente, presa de un acceso de pánico; numerosos individuos sufrieron angustiosos espasmos; otros cayeron al suelo desmayados; algunos se pusieron a temblar violentamente o ensordecieron los aires durante horas con sus gritos estridentes. Por todas partes, la gente respiraba con angustia, medio asfixiada y jadeante. Un testigo ocular de este sermón señaló: «Y, en verdad, todos los sonidos que se escuchaban parecían producidos por los amargos
dolores de los que agonizan
».
No olvidemos que fue el cristianismo quien convirtió el
lecho de muerte
en un lecho de martirio y que las escenas que se han dado desde entonces, los acentos aterradores nunca oídos envenenaron los sentidos y la sangre de innumerables testigos, que transmitieron este veneno a sus hijos. Imaginemos si un hombre ingenuo podía borrar de su mente palabras como éstas: «¡Oh eternidad! ¡Ojalá no hubiera tenido un alma! ¡Ojalá no hubiera nacido! ¡Estoy condenado, perdido sin remedio! Hace seis días, me hubierais podido ayudar. Pero ahora es ya demasiado tarde. Pertenezco al demonio, y le he de seguir hasta el infierno. ¡Ablandaos, míseros corazones de piedra! ¿No queréis ablandaros? ¿Qué más se puede hacer por quienes tienen un corazón de piedra? Me he condenado para que vosotros os salvéis. ¡Aquí está, sí, aquí está! ¡Ven, demonio, ven!».
78. La justicia vengadora.
El cristianismo ha puesto en una misma balanza la desgracia y la culpa, dé forma que, cuando la desgracia que sigue a una falta es grande, la magnitud de ésta última se establece involuntariamente en función del grado de gravedad de aquélla. Sin embargo, esta apreciación no es
antigua
, porque la tragedia griega, donde tanto se habla de desgracias y de faltas, aunque sea en otro sentido, constituye una de las grandes liberaciones del espíritu, en una medida que ni los mismos antiguos eran capaces de entender. Estos no se preocupaban de señalar una
relación adecuada
entre la falta y la desgracia. La falta de los héroes trágicos viene a ser como la piedra en la que tropezamos, rompiéndonos un brazo o una pierna. Ante ella, según la forma antigua de pensar, se decía: «¡La verdad es que tenía que haber caminado con más precaución y menos orgullo!». Pero estaba reservado al cristianismo decir: «Detrás de esa desgracia tiene que haber
por necesidad
una gran falta, en proporción con la magnitud de la desgracia ocurrida, aunque no sepamos verla. Si no lo ves así, desgraciado, es porque tu corazón está endurecido; y te sucederán cosas peores aún».
En la antigüedad hubo auténticas desgracias, esto es, desgracias puras e inocentes; sólo el cristianismo convirtió toda desgracia en un castigo merecido. El cristianismo hizo también que padeciera la imaginación del que sufre, de forma que la más mínima molestia despertase en la víctima el sentimiento de ser moralmente reprobable y reprensible. ¡Pobre humanidad! Los griegos tenían una palabra especial para designar el sentimiento de protesta que les inspiraba la desgracia ajena. En los pueblos cristianos ese sentimiento está prohibido; por eso no pudieron darle un nombre a ese hermano,
más viril
, de la compasión.
79. Una propuesta.
Si, como dicen Pascal y el cristianismo, nuestro yo es siempre merecedor de odio, ¿cómo podemos permitir y aceptar que otros. —Dios y los hombres— le amen? Iría en contra de todo principio dejar que nos amen si estamos convencidos de que no merecemos más que odio (por no hablar ya de otros sentimientos defensivos). Entonces nos dicen: «Pero es que estamos en el terreno de la gracia». ¿Vuestro amor al prójimo es, entonces, una gracia? ¿Vuestra compasión es una gracia?
Muy bien; pues, si podéis, avanzad un poco más y haced la gracia de amaros a vosotros mismos. De este modo, no necesitaréis a vuestro Dios, y todo el drama de la caída y de la redención se desarrollará totalmente en vuestro interior.
80. El cristiano compasivo.
La compasión cristiana ante el dolor del prójimo tiene un reverso: recelar profundamente de todas sus alegrías, de los goces que le produce a éste todo lo que quiere, todo lo que puede.
81. La humanidad del santo.
Un santo, inmerso entre los creyentes, no podía soportar el odio constante que éstos mostraban hacia el pecado. Al final, acabó diciendo: «Dios lo ha creado todo, menos el pecado». ¿Qué tiene de raro que no lo quiera, si no lo ha creado? Pero el hombre sí que ha creado el pecado. Cómo va a rechazar, entonces, a este unigénito suyo, sólo porque le disgusta a Dios, que es el abuelo del pecado. ¿Es humano esto?
Todo honor a todo señor
, sí, pero el corazón, y el deber habrían de hablar en favor del hijo, ante todo, y, en segundo lugar, sólo en segundo lugar, en favor del abuelo.
82. El ataque intelectual.
«Tienes que estar a buenas contigo mismo, porque te va la vida en ello», nos dice Lutero, creyendo que nos pone un puñal en el pecho. Pero podemos contestarle con las palabras de alguien que está por encima de él y que es más digno de respeto: «Nos conviene no opinar sobre tal o cual cosa, para ahorrar, así, inquietudes a nuestra alma. Pues, por su propia naturaleza, las cosas no pueden
obligarnos
a que nos formemos una opinión de ellas».
83. ¡Pobre humanidad!
Una gota de sangre más o menos en el cerebro puede hacer que nuestra vida nos resulte extremadamente miserable y desgraciada. Esa gota nos hace sufrir, pues, más que el águila a Prometeo. Pero lo terrible es cuando no
sabemos
que se trata de esa gota, y creemos que es
el diablo
o
el pecado
.
84. La filología del cristianismo.
Analizando simplemente el carácter de las obras de sus autores, veremos inmediatamente lo poco que estimula el cristianismo el sentido de la honradez y de la justicia. Estos enuncian sus hipótesis con tanta audacia como si fueran dogmas, y pocas veces les apura sinceramente la interpretación de un pasaje de la Biblia. Constantemente leemos: «Llevo razón, porque así está escrito». Ante una interpretación tan impertinente y arbitraría, el filólogo no puede menos que detenerse, irritarse o reírse, para acabar preguntando: «¿Es posible? ¿Es esto honrado? ¿Es siquiera lícito?».
Las faltas de honradez que, en este aspecto, se cometen en los pulpitos protestantes, la forma grosera en que el predicador explota el hecho de que nadie le puede responder, su modo de deformar y de violentar los textos a placer, inculcando en el pueblo de mil maneras
el arte de leer mal
, son cosas que sólo ignoran el que no va nunca a la iglesia o el que la frecuenta asiduamente. Pero, en última instancia, ¿qué podemos esperar de los efectos de una religión que, durante los primeros siglos de su fundación, trató de llevar a cabo una extraordinaria farsa filológica con el Antiguo Testamento? Me refiero a su intento de quitarles a los judíos el Antiguo Testamento, sobre la base de que no contiene más que doctrinas cristianas y que, en consecuencia, sólo
pertenece
a los cristianos, el
auténtico
pueblo de Israel, mientras que los judíos no habían hecho más que apropiárselo. Se produjo entonces un furor de interpretaciones y de sustituciones, contrarias a toda buena fe. Por mucho que protestaran los judíos, en el Antiguo Testamento sólo se hablaba de Cristo, y nada más que de Cristo, especialmente de su crucifixión. Todos los pasajes en los que se habla de madera, de vara, de escala, de rama, de árbol, de caña o de báculo, habían de ser vistos como profecías relativas a la crucifixión; hasta el unicornio y la serpiente de bronce, hasta el propio Moisés orando con los brazos extendidos y las lanzas en las que se asaba el cordero pascual, no eran más que alusiones y, en cierto modo, preludios de la crucifixión. ¿Creían esto quienes lo defendían? La propia Iglesia no dudó en introducir interpolaciones en el texto de los Setenta (por ejemplo, en el salmo 96, versículo 10) con la finalidad de interpretar el texto fraudulentamente incorporado en términos de una profecía cristiana. Y es que, como se encontraba en estado de guerra, pensaba en sus enemigos, no en la honradez.
85. La sutileza de la escasez.
No os burléis de la mitología griega porque se parezca poco a vuestra metafísica. Deberíais admirar a un pueblo que, en este aspecto concreto, dejó en suspenso su poderosa inteligencia, y tuvo, durante bastante tiempo, el suficiente tacto para escapar del peligro de la escolástica y de la superstición sofística.
86. Los intérpretes cristianos del cuerpo.
Todo lo que puede provenir del estómago, de los intestinos, del ritmo cardíaco, de los nervios, de la bilis, del semen; todas las indisposiciones, debilitamientos e irritaciones; en suma, todos los azares de la máquina humana que tan poco conocemos, lo considera un cristiano como Pascal en términos morales y religiosos, preguntándose si hay que atribuirlo a Dios o al demonio, al bien o al mal, a la salvación o a la condenación. ¡Cuánto debe sufrir un intérprete así! ¡Cuánto tiene que forzar y violentar su sistema para conservar la razón!
87. El milagro moral.
En el terreno moral, el cristiano no conoce más que el milagro, el cambio repentino de todas las apreciaciones, la renuncia súbita a todos los hábitos, la inclinación imprevista e irresistible hacia personas y objetos nuevos. Considera este fenómeno como una intervención de Dios, y le llama acto de regeneración, atribuyéndole un valor único e incomparable. Todo lo de la moral que no guarda relación con el milagro resulta indiferente para el cristiano y, como sentimiento de bienestar o de orgullo, hasta puede inspirar miedo. El Nuevo Testamento establece el canon de la
virtud imposible
. Según ese canon, quien aspira a la perfección moral debe aprender a sentirse cada vez más lejos de su fin, debe
desesperar
de la virtud y acabar
lanzándose en los brazos
del Ser compasivo. Sólo así pueden tener valor los esfuerzos morales del cristiano; la condición indispensable es que tales esfuerzos sean, pues, estériles, laboriosos y melancólicos; de este modo, pueden servir para que se produzca ese instante de éxtasis en el que el individuo asiste al desbordamiento de la gracia y al milagro moral. Con todo, esta lucha por la moralidad no es
necesaria
, pues no es raro que el milagro se produzca en el propio pecador, allí donde más corroe la lepra del pecado. Hasta resulta más fácil desprenderse del pecado más grave y arraigado —lo cual es también más
deseable
—, como prueba evidente del milagro. Explicar fisiológicamente el sentido de semejante cambio repentino, de este tránsito de la más profunda miseria al más duradero sentimiento de bienestar (lo que tal vez sea una epilepsia encubierta), constituye una labor que deben llevar a cabo los médicos alienistas, los cuales disponen de bastantes ocasiones para observar
milagros
similares (por ejemplo, en los casos de la locura criminal o de la manía suicida). El hecho de que en el caso del cristianismo
el resultado sea más placentero
, relativamente al menos, no establece una diferencia esencial.