Azteca (101 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

La bella mujer terminó su canto, sonrió otra vez y elevó sus bien formados brazos en una bendición general, luego dándose la vuelta volvió a entrar en la casa, mientras la multitud la aplaudía con afecto respetuoso.

«¿Ella se queda recluida?», pregunté a Tes-disora.

«Durante los festivales, sí —dijo, y luego riéndose entre dientes continuó—: Algunas veces durante el
tes-güinápuri
, nuestra gente tiene muy mala conducta. Se pelean entre ellos, cometen adulterios o algunas otras travesuras. La Si-ríame es una mujer sabia. Lo que ella no ve o no oye, no lo castiga».

Yo no sabía qué era lo que ellos llamaban travesuras, pero lo que yo tenía intención de hacer era: cazar, coger y copular con el más deseable y disponible ejemplar femenino de los rarámuri. Pero como las cosas sucedieron, no hice eso exactamente… y, lejos de castigarme, fui recompensado de alguna manera.

Primero lo que ocurrió fue que, como todos los aldeanos, me convertí en un glotón, comiendo toda clase de carne de venado,
atoli
de maíz y bebí el pesado
tesgüino
. Luego, demasiado pesado para ponerme de pie y demasiado borracho para poder caminar, traté de unirme a algunos de los hombres en su juego pateador-de-pelota, pero de todas maneras hubiera estado fuera de poder competir con ellos aunque hubiera estado en la mejor condición risica. Eso no me importó. Así que me dejé caer al suelo para observar el juego de las mujeres que corrían tras el aro, con su palito, y cierta muchachita nubil que estaba entre ellas atrajo mi ojo. Y digo un ojo, porque si no cerraba uno veía a dos muchachitas en lugar de una. Caminé bamboleante hacia ella, moviéndome desmañadamente y preguntándole con lengua estropajosa que si quería dejar al grupo para tomar parte en un juego diferente. Sonrió condescendiente, pero eludió mi mano que quería agarrarla. «Tienes que cazarme primero», dijo y volviéndose echó a correr a lo largo del cañón.

Aunque no esperaba sobresalir entre los corredores rarámuri, sí estaba seguro que podría correr tras cualquier mujer, pero detrás de aquélla no lo pude hacer, aunque sospecho que ella detuvo adrede su paso para hacerme la carrera más fácil. Quizás hubiera podido hacerlo mejor, de no estar tan ahíto de comida y de bebida, especialmente de bebida. Con un ojo cerrado es muy difícil de medir las distancias, y aunque la muchacha hubiera estado sin moverse enfrente de mí, probablemente hubiera fallado al tratar de agarrarla. Y con mis dos ojos abiertos, todo a mi paso se veía doble… raíces, rocas y todas esas cosas… y siempre que trataba de pasar entre esas dos cosas, invariablemente tropezaba con una de ellas. Después de nueve o diez caídas, traté de saltar el siguiente doble obstáculo, una larguísima piedra, y caí a través de ella sobre mi barriga, tan pesadamente que todo el aire se me salió del cuerpo. La muchacha me había estado observando por encima de su hombro y pretendiendo huir siempre, pero cuando me caí, ella se detuvo y regresó a donde yo estaba y parándose sobre mi cuerpo aporreado dijo con cierta exasperación:

«A menos de que me cojas, podremos jugar el otro juego. Tu sabes a lo que me refiero».

Ni siquiera pude jadear pues estaba doblado dolorosamente, tratando de aspirar aire, y me sentía incapaz de jugar cualquier tipo de juego. Ella me miraba ceñuda y enfurruñada, y probablemente compartía la baja opinión que tenían de mí, pero de pronto sus ojos se iluminaron y me dijo:

«No pensé en preguntártelo. ¿Mascaste tu parte de
jípuri
?».

Yo negué débilmente con la cabeza.

«Eso lo explica todo. No es que seas inferior, lo que pasa es que los otros hombres tienen la ventaja de haber reforzado su fuerza y vigor. ¡Ven! ¡Debes mascar un poco de
jípuril
!».

Yo todavía estaba doblado como una pelota, pero ya había empezado a respirar otra vez, y no pude rehusarme a obedecer su imperiosa orden. Así es que dejé que me tomara de la mano y me llevara otra vez al centro de la aldea. Ya sabía qué era el
jípuri
y qué efectos producía, pues se importaba también a Tenochtitlan, en pequeñas cantidades, en donde se llamaba
péyotl
y era reservado exclusivamente para los sacerdotes adivinos. El
jípuri
o
péyotl
es un pequeño cacto, que, en forma muy engañosa, parece muy insignificante. Es redondo y parece una pelotita, crece muy pegado al suelo y rara vez alcanza el tamaño de la palma de la mano y está dividido en gajos o bulbos, parece una calabaza muy fina de un color verde grisáceo. Para poder aprovechar su efecto más potente, se debe mascar cuando está recién cortado. Sin embargo, se puede secar al sol y guardarse indefinidamente, colgándose y amarrándose de unas cuerdas, y en la aldea de Gua-güey-bo había muchos de esos cordones colgando de las varas de sus enramados lugares de almacenaje. Iba a coger uno, cuando mi acompañante me dijo:

«Espera. ¿Alguna vez has mascado
jípuri
?».

Otra vez, negué con mi cabeza.

«Entonces tú eres un
ma-tuane
, un hombre que busca por primera vez la luz-del-dios y eso requiere una ceremonia de purificación. No, no suspires así. Eso no hará que nuestro… nuestro juego tenga que esperar. —Ella miró en derredor y vio que los aldeanos todavía estaban comiendo o bebiendo o danzando o corriendo—. Todo el mundo está demasiado ocupado como para participar, pero la Si-ríame no está haciendo nada. Ella estará muy contenta en administrarte la purificación».

Así es que fuimos a la simple casa de madera y la muchacha tiró de un cordón de conchas que estaba colgado a un lado de la puerta. La mujer-jefe, todavía llevando su traje de piel de jaguar, levantó la cortina de piel de venado y dijo:

«
Kuira-ba
», y nos hizo un gracioso gesto para que entráramos.

«Si-ríame —dijo mi compañera—, éste es el chichimecame llamado Mixtli, que ha venido a visitar nuestra aldea. Como tú puedes ver él ya tiene cierta edad, pero es muy mal corredor aun para su edad. No me pudo coger cuando trató de hacerlo. Yo creo que el
jípuri
puede dar agilidad a sus viejas piernas, pero él dice que nunca antes ha buscado la luz-del-dios, así es que…».

Los ojos de la mujer-jefe brillaron divertidos, mientras me miraba de extraña manera, durante ese discurso tan poco ceremonioso. Yo murmuré: «No soy un chichimecame», pero me ignoró y dijo a la muchacha:

«Y por supuesto, tú estás ansiosa de que él tenga su iniciación de
ma-tuane
lo más pronto posible. Bien, lo haré con mucho gusto». Ella me miró de arriba abajo apreciativamente, y su mirada dejó de ser divertida para dar paso a otra cosa. «Sin importar cuántos años tenga, este Mixtli parece ser muy buen espécimen, considerando especialmente su bajo origen. Y voy a darte un pequeño consejo, que nunca escucharás de nuestros hombres. Aunque tú esperas, de la mejor manera, admirar la media pierna, digámoslo así, de un hombre en una carrera, compitiendo, con lo cual demostraría mejor su hombría, yo puedo decirte que aun el mejor miembro cae en desuso, cuando el hombre dedica toda su atención en desarrollar todos los músculos a excepción de ése. Así es que no desdeñes tan rápido a un corredor mediocre, antes de examinar sus demás atributos».

«Sí, Si-ríame —dijo la muchacha con impaciencia—. Tengo la intención de que él desarrolle algo muy parecido».

«Lo podrás intentar después de la ceremonia, así es que te puedes ir, querida».

«¿Irme? —protestó la joven—. ¡Pero si no hay ningún secreto en la iniciación de un
matuane
! ¡Toda la aldea mira siempre!».

«Pero no vamos a interrumpir la celebración de
tes-güinápuri
. Y este Mixtli es extraño a nuestras costumbres. Él puede sentirse embarazado ante esa horda de mirones».

«¡Yo no soy una horda! ¡Y yo soy quien lo ha traído a su purificación!».

«Lo tendrás otra vez cuando la purificación esté hecha. Entonces podrás juzgar por ti misma si valió la pena el que te tomaras la molestia. Te he dicho que te vayas. —Mirándonos furiosa la muchacha se fue y la Si-ríame me dijo—: Siéntate, invitado Mixtli, mientras yo mezclo un poco de hierbas para aclarar tu cerebro. No debes emborracharte cuando vayas a mascar
jípuri
».

Me senté en el piso de tierra alfombrado por ramitas de pino. Ella puso una hierba a hervir a fuego lento, en el hogar que estaba en un rincón, y luego volvió con una pequeña jarra. «Es el jugo de la planta sagrada
urá
», y ella la describió luego utilizando una pluma como pincel, me pintó en las mejillas y en la frente unos círculos, espirales y puntos con un color amarillo brillante.

«Bien —dijo ella después de haberme dado a beber el brebaje, que como por arte de magia, me quitó el atontamiento—. No sé qué quiere decir exactamente Mixtli, pero como un
ma-tuane
en busca de la luz-del-dios por primera vez, debes escoger un nombre nuevo».

Casi solté la carcajada. Hacía ya tanto tiempo que había perdido la cuenta de todos los nombres viejos y nuevos que había tenido que llevar durante mi vida, pero solamente dije:

«Mixtli significa esas cosas que cuelgan en el cielo y creo que los rarámuri llaman /curtí».

«Ése es un buen nombre, pero necesita una descripción adicional. Nosotros te llamaremos Su-kurú».

Y no me reí. Su-kurú significa Nube Oscura y no me explicó cómo pudo saber que ése
era
mi verdadero nombre. Sin embargo, luego recordé que la Si-ríame tenía reputación, entre otras cosas, como adivina y supuse que su luz-del-dios podría enseñarle verdades ocultas a las demás gentes.

«Y ahora, Su-kurú —dijo ella—, debes confesar todos los pecados que has cometido durante tu vida».

«Mi Señora Si-ríame —dije sin ningún sarcasmo—, probablemente no me alcanzaría toda la vida que tengo para contarlos».

«¿De veras? ¿Tantos son? —me miró pensativamente y luego dijo—: Bien, como la verdad de la luz-del-dios sólo reside en nosotros los rarámuri y a nosotros nos corresponde el compartirlo, entonces sólo confiesa los pecados que has hecho mientras has estado con nosotros. Dime ésos».

«No he cometido ninguno. O por lo menos ninguno que yo sepa».

«Oh, no necesitas haber hecho alguno. Desear haberlo hecho es lo mismo. Sentir ira u odio, o desear vengarse o haberte entretenido con pensamientos o emociones que no son buenos. Por ejemplo, tú querías dejar caer toda tu lujuria sobre esa muchacha, pues claramente querías cazarla con ese propósito».

«No, no con lujuria, mi señora, sino con curiosidad».

Ella me miró perpleja, así es que le expliqué todo acerca del
ymaxtli
, el pelo que nunca antes había visto en otros cuerpos y las urgencias que eso despertó en mí. Ella soltó la carcajada. «¡Vaya con este bárbaro, intrigado por una cosa que una persona civilizada halla tan natural! ¡Podría apostar, que sólo hace unos cuantos años que vosotros los salvajes, habéis dejado de mistificaros con fuego!».

Después de que se rió y se mofó de mí todo lo que pudo, hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas, me dijo con más simpatía:

«Bien, Su-kurú, entérate de que nosotros los rarámuri somos física y moralmente muy superiores a los pueblos primitivos y por eso nuestros cuerpos reflejan nuestras más finas sensibilidades así como nuestra gran modestia. Así es como ha crecido naturalmente en nuestros cuerpos ese pelo que tú encuentras tan poco común. Así nuestros cuerpos se aseguran de que aunque estemos desnudos, nuestras partes privadas estarán cubiertas discretamente».

Yo dije: «Yo creo que ese pelo, lejos de hacer que vuestras partes pasen desapercibidas, más bien las hacen destacar. No modestamente, sino inmodestamente provocativas».

Sentado como estaba, cruzado de piernas, no podía esconder lo que se evidenciaba bajo mi taparrabo y la Si-ríame difícilmente podría pretender que no lo veía. Ella movió la cabeza maravillada y murmuró no para mí sino para ella misma:

«Simple cabello entre las piernas… tan común y tan poco evidente como las hierbecitas que crecen entre las hendiduras de las rocas… y eso excita a un forastero. Y sólo con tener esta conversación hace que esté consciente de mí… —Luego dijo con ansiedad—: Nosotros aceptaremos tu curiosidad como un pecado confesado. Ahora toma, y masca rápido el
jípuri
».

Me presentó una canasta con los pequeños cactos, verdes y frescos, no secos. Yo escogí uno que tenía muchos gajos.

«No, toma uno con cinco gajos —dijo ella—. Los que tienen muchos gajos son para todos los días, para ser masticados por nuestros corredores, los que tienen que correr más largas distancias, o para los ociosos que sólo desean sentarse y caer en visiones. Pero el
jípuri
de cinco gajos, el más raro y difícil de encontrar, es el que te acerca más a la luz-del-dios».

Así es que le di un mordisco al cacto que ella me tendía, que dejó un sabor agrio y astringente en mi boca, seleccionó otro para ella y dijo: «No masques tan rápido como yo lo hago,
matu-ane
Su-kurú. Tú sentirás el efecto más rápido porque es la primera vez que lo pruebas y necesita haber paz entre nosotros».

Ella tenía razón. Apenas había tragado un poquito del jugo cuando con gran perplejidad, empecé a ver que las paredes de la casa se disolvían alrededor de mí. Se volvieron transparentes, luego desaparecieron y vi a todos los aldeanos que estaban afuera, ya sea entretenidos con los juegos o festejando el
tes-güinápuri
. No podía creer que estaba viendo, en esos momentos, a través de las paredes, las figuras de las gentes tan claramente definidas, pues no estaba usando mi topacio; el haber visto tan claramente, fue una ilusión provocada por el
jípuri
. Pero después ya no estuve tan seguro de lo que me pasaba. Me pareció que estaba flotando en el lugar en donde me había sentado, que me elevaba hasta el techo… o hasta donde había estado el techo… y la gente se veía tan lejos y tan pequeñita mientras yo me remontaba hasta las ramas más altas de los árboles. Involuntariamente, exclamé: «
¡Ayya!
».

La Si-ríame, desde alguna parte detrás o a un lado de mí, gritó: «¡No tan rápido! ¡Espérame!».

Dije que gritó, pero en realidad yo no la oí. Quiero decir que sus palabras no llegaron a mis oídos, sino de alguna manera a mi propia boca y yo las saboreé, suaves, deliciosas como
chocólatí
, y de alguna manera me di cuenta de ese sabor. En verdad que parecía como si todos mis sentidos hubieran cambiado sus funciones usuales. Podía
oír
el aroma de los árboles y el humo de los fuegos de la aldea, que se levantaba entre las copas de los árboles, llegando hasta donde yo estaba. En lugar de despedir un aroma a hojas, el follaje de los árboles hacía un ruidito metálico; el humo hacía un sonido apagado, como el de un tambor tocado muy suavemente. No veía los colores alrededor de mí, los
olía
. El verde de los árboles no parecía un color, sino una fragancia fría y húmeda que llegaba a mi nariz; las flores de pétalos rojos que había en las ramas, no eran rojas sino que daban un olor a especias; el cielo no era azul sino que olía a fresco y limpio como los senos de una mujer.

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