Finalmente, y sin ninguna vacilación, gracias quizás al
octli
, me retiré a una de las alcobas con una de las
auyanime
y recuerdo que ella era una mujer joven y hermosa con el pelo artificialmente coloreado de rojo-oro jacinto por el teñido de las semillas de
achíyotl
. Era excepcionalmente competente y lo era, después de todo, porque ésa era la ocupación de su vida: dar placer a los guerreros victoriosos. Así es que, aparte de los actos usuales, ella me enseñó algunos artificios y métodos completamente nuevos para mí y debo decir que sólo un guerrero en su primer vigor y agilidad podría haber mantenido su actuación por tanto tiempo o aguantar la que ella. En compensación «yo la acaricié con flores», eso es, le enseñé algunas de las habilidades de que había sido testigo durante la seducción de Algo Delicado. La
auyanitni
obviamente disfrutó de esas atenciones y se maravilló mucho de ellas, ya que, teniendo que copular siempre y solamente con hombres, y la mayoría de las veces hombres rudos, ella jamás había sentido esas sensaciones particularmente placenteras, y estoy seguro de que estuvo muy contenta de aprenderlas y de añadirlas a su propio repertorio.
Al fin, saciado de sexo, comida, bebida y
poquíetl
, decidí que me gustaría estar solo un rato. La sala de banquetes estaba oscura y se respiraba un aire rancio, había una capa de humo, combinado con los olores de restos de comida, sudor de los hombres, la resina que se quemaba en las antorchas, todo lo cual hizo que mi estómago sintiera náuseas. Salí afuera de Casa de Canto y caminé inestablemente hacia El Corazón del Único Mundo. Allí mi nariz percibió un olor aún más repugnante y mi estómago se volvió a agitar. La plaza estaba llena de esclavos que raspaban y fregaban las costras de sangre pegadas por todas partes. Así es que no entré en ella, sino que la bordeé, fuera del Muro de la Serpiente, hasta que me encontré en la puerta del zoológico que había visitado con mi padre, una vez, hacía ya mucho tiempo.
Una voz dijo: «No está cerrado. Todos los inquilinos están en sus jaulas y de todas formas están ahítos y adormilados. ¿Entramos?».
A pesar de que pasaba de la medianoche, apenas me sorprendió ver al hombrecillo encorvado y encogido de color cacao-pardusco, que también había estado en el zoológico en aquella ocasión, y en mi vida varias veces más desde entonces. Murmuré alguna clase de saludo con voz estropajosa y él dijo:
«Después de pasar un día disfrutando de los ritos y las delicias de los seres humanos, tengamos una comunión con los que nosotros llamamos bestias».
Yo le seguí hacia adentro y vagamos a lo largo del pasillo entre las jaulas y los cubículos. Todos esos animales carnívoros habían sido bien alimentados con la carne de los sacrificios, pero el constante correr del agua de los desagües se había llevado rápidamente todo vestigio y olor de allí. Aquí y allá un coyote o jaguar o una gran serpiente constructora abrían soñolientamente sus ojos para luego volverlos a cerrar. Sólo unos cuantos animales nocturnos estaban despiertos, murciélagos, zorras, monos aulladores, pero también ellos estaban lánguidos y solamente daban débiles chillidos y gruñidos.
Después de un rato mi acompañante dijo: «Has andado un largo camino en muy poco tiempo, ¡Trae!».
«Mixtli», le corregí.
«Mixtli, otra vez entonces. Siempre te encuentro con un nombre diferente y siguiendo una carrera distinta. Tú eres como el mercurio que usan los artífices en oro. Adaptable a cualquier forma, pero sin ser confinado a ninguno por un largo tiempo. Bien, pues ya que has tenido experiencia en la guerra, ¿piensas dedicarte a ser un guerrero profesional?».
«Claro que no —le dije—. Usted sabe que no tengo buena visión para eso, ni tampoco, creo yo, buen estómago».
Él se encogió de hombros: «Oh, un guerrero adquiere dureza con unas cuantas batallas y su estómago no vuelve más a revolverse».
«No me refiero a no tener estómago para la pelea, sino después, en las celebraciones. En este momento tengo bastante…». Y eructé fuertemente.
«Tu primera borrachera —dijo él riéndose—. También un hombre sé llega a acostumbrar a eso, te lo puedo asegurar. Muchas veces hasta lo disfruta y aun llega a necesitarlo».
«En lo que respecta a mí, no —dije—. Recientemente he tenido demasiadas experiencias por primera vez y demasiado rápidas también. En estos momentos me gustaría tener un poco de tiempo de reposo, estancarme si usted lo prefiere, así, libre de incidentes, de excitaciones y de molestias. Creo que puedo convencer a Auítzotl para que me acoja como escribano de palacio».
«Papel y botes de pintura —dijo él desdeñosamente—. Mixtli, esas cosas las puedes hacer cuando estés tan viejo y decrépito como yo. Guárdalas para el momento en que sólo tengas energía para asentar en ellas tus reminiscencias. Hasta entonces, corre aventuras y experiencias que puedas recordar. Realmente te recomiendo que hagas un viaje. Ve a lejanos lugares, conoce gente nueva, comidas exóticas,
ahuitnema
, mujeres de todas clases, ve paisajes desconocidos y cosas nuevas. Eso me recuerda que la otra vez que estuviste aquí, no pudiste ver los
tequantin
. Ven».
Abrió la puerta y entramos a la cámara de los «animales humanos», los fenómenos y monstruos. Éstos no estaban en jaulas como los verdaderos animales. Cada uno de ellos vivía en lo que bien podría ser un simpático, pequeño y privado apartamento, a excepción de que no había una cuarta pared y así los espectadores como nosotros podíamos mirar y ver a los
tequani
en cualquier actividad que ellos pudieran estar haciendo para llenar sus vidas inútiles y sus días vacíos. En aquellos momentos de la noche, todos los que vimos al pasar estaban dormidos en sus esterillas. Allí estaban los hombres y las mujeres blancos, blancos de la piel y de los cabellos, viéndose tan impalpables como el viento. Allí había concorvadas otras formas humanas retorcidas y todavía más horribles, y enanos encorvados y retorcidos.
«¿Cómo es que están aquí?», pregunté en un discreto murmullo. El hombre dijo sin tomarse la molestia de bajar su voz: «Ellos vienen por sí mismos cuando han sufrido algún accidente, o son traídos por sus padres, si nacieron en forma grotesca. Sí, los
tequani
se venden a sí mismos, la cantidad que se paga por ellos es para sus padres o para aquellas personas que ellos designen. Y el Venerado Orador paga magníficamente. Hay padres que verdaderamente rezan pidiendo que les nazca un monstruo; así ellos llegan a ser ricos. Los
tequani
no utilizan esas riquezas Para sí mismos, por supuesto, ya que aquí tienen todas las comodidades necesarias para el resto de sus vidas. Algunos de ellos, los más raros en extremo, cuestan grandes fortunas. Como ese enano, por ejemplo».
Éste estaba durmiendo y yo me sentí muy contento de no verlo despierto, porque solamente tenía la mitad de la cabeza. Desde sus dientes sobresalientes que colgaban de su quijada hasta sus clavículas, no había nada más, ni mandíbula más baja, ni piel, nada más una tráquea blanca y expuesta, rojos músculos, venas rojizas y el gaznate, la abertura baja detrás de sus dientes, entre sus hinchados y pequeños carrillos de roedor. Él estaba acostado con su horrible mitad de cabeza tirada hacia atrás, respirando con un resoplido silbante.
«No puede masticar ni tragar —dijo mi guía—, así es que su comida debe ser empujada hacia dentro, hacia abajo hasta su gaznate. Ya que él tiene que inclinar su cabeza hacia atrás para poder ser alimentado, no puede ver qué es lo que le están dando y muchos visitantes le juegan bromas crueles. Pueden darle un fuerte purgante o una fruta espinosa o alguna otra cosa peor. En muchas ocasiones ha estado casi a punto de morir, pero es tan goloso y estúpido que sigue echando su cabeza hacia atrás a cualquiera que le haga un gesto de ofrecimiento».
Me estremecí y fui hacia el siguiente apartamiento. El
tequani
no parecía que estuviera durmiendo, ya que su único ojo estaba abierto. Mientras que en donde debía estar su otro ojo, no había más que una piel lisa y plana. Su cabeza no tema pelo, ni tampoco cuello, su piel resbalaba directamente sobre sus angostos hombros y entonces se extendía sobre una especie de cono que formaba su torso, sobre el que se sentaba como en una base hinchada tan sólida como una pirámide, puesto que no tenía piernas. Sus brazos eran bastante normales, excepto por los dedos de ambas manos que estaban pegados juntos, como las patas de las tortugas verdes.
«Ésta es llamada la mujer-tapir —dijo el hombre arrugado y yo le hice un movimiento para que hablara más bajo—. Oh, no necesitamos vigilar nuestras maneras —dijo—. Ella probablemente está profundamente dormida. El ojo liso está permanentemente cerrado y el otro perdió su párpado. De todas formas, estos
tequantin
pronto se acostumbran a ser objeto de discusiones en público».
No tenía la menor intención de discutir sobre ese objeto espantoso digno de compasión. Me podía dar cuenta de por qué se referían a ella con el nombre de tapir, y era a causa de su hocico prensible, ya que la nariz de la mujer era muy parecida a una trompa que colgaba como un pendiente sobre su boca escondida, si es que tenía boca; pero yo no hubiera podido reconocer ninguna forma de mujer si no se me hubiera dicho. Su cabeza no era como la de una mujer, ni siquiera parecía humana. Cualquier tipo de pechos serían indistinguibles entre los rollos de carne como hule que componían su cuerpo de pirámide inmóvil. Eso me miraba por detrás de mí, con su único ojo abierto.
«El enano sin quijada nació en esa triste condición —dijo mi guía—. Pero ésta era ya una mujer cuando fue mutilada por alguna clase de accidente. Se supone, por la falta de piernas, que en el accidente estuvo implicado algún instrumento cortante, y, por el resto de ella, que también estuvo envuelta en fuego. La carne no siempre se quema con el fuego, sabes. Algunas veces solamente se ablanda, se extiende o se funde, como…».
Mi estómago enfermo se revolvió y le dije: «Por piedad, no hable así enfrente de eso. Enfrente de ella».
«¡Ella! —gruñó el viejo, divertido—. Tú siempre eres muy galante con las mujeres, ¿no es así? —Parecía estar censurándome—. Casi acabas de venir del abrazo de una bella
“ella”
. —Él señaló a la mujer-tapir—. ¿Te gustaría tener
ahuilnema
con esta otra cosa que describes como
ella
?».
No me pude contener más. Me doblé sobre mí mismo y allí, enfrente de aquellos monstruos reunidos, vomité hasta haber echado todo lo que comí y bebí aquella noche. Cuando al fin quedé vacío y recobré el aliento, eché una mirada apenada hacia ese ojo que me miraba. Ya sea que estuviera despierta o que el ojo simplemente goteara, no lo sé, pero una sola lágrima rodó hacia abajo de su mejilla. Mi guía ya se había ido y no lo volví a ver otra vez, así es que salí del zoológico.
Aquella noche me estaba reservada todavía otra cosa desagradable, aunque para entonces ya era la madrugada. Cuando llegué al portal del palacio de Auítzotl, el guardia me dijo: «Perdóneme, Tequíua Mixtli, pero el físico de la Corte ha estado esperando su regreso. ¿Puede usted ser tan amable de pasar a verlo antes de que se vaya a sus habitaciones?».
El guardia me guió a las habitaciones de palacio del físico, llamé y lo encontré despierto y completamente vestido. El guardia nos saludó a ambos y se retiró a su puesto. El físico me miró con una expresión extraña. Parecía una mezcla de curiosidad, piedad y unción profesional. Por un momento pensé que él me había estado esperando para recetarme un remedio para la náusea que todavía sentía, pero me dijo: «El muchacho llamado Cózcatl es su esclavo, ¿no es así?».
Le dije que sí, y le pregunté que si se había puesto enfermo.
«Ha sufrido un accidente. No un accidente mortal, por lo que me siento muy contento de poder decirlo, pero tampoco uno trivial. Cuando el gentío de la plaza empezó a dispersarse, fue encontrado tirado e inconsciente junto a la Piedra de Batalla. Parece que estuvo demasiado cerca de los combatientes».
No había pensado en Cózcatl, ni siquiera una vez, desde que le ordené que estuviera vigilante a las asechanzas de Chimali. En esos momentos mi estómago se sentía todavía más vacío y enfermo. Yo le dije: «¿Entonces fue herido, señor físico?».
«Mal herido —dijo él—, y cortado en forma extraña».
Desvió su mirada de mí y tomó de una mesa un pedazo de tela manchada y la desplegó para que viera lo que contenía: un miembro masculino inmaduro y sus bolsas de
ololtin
, pálidas, flexibles y sin sangre.
«Como el lóbulo de una oreja», murmuré.
«¿Cómo dice?», preguntó el físico.
«¿Usted dice que no es una herida mortal?».
«Bueno, usted y yo lo podemos considerar así —dijo el físico secamente—. Pero el muchacho no morirá por esto, no. Él perdió bastante sangre y apareció con magulladuras y otras marcas en su cuerpo, como si hubiera sido rudamente maltratado, quizás por los empujones del populacho. Sin embargo vivirá y esperemos que no lamente mucho la pérdida de lo que él nunca tendrá la oportunidad de apreciar su valor. La herida fue hecha limpiamente. Sanará totalmente, en menos tiempo del que le tomará a él recobrarse de la pérdida de sangre. He tenido que arreglar esa herida, cosiéndola de tal manera para que quede una pequeña abertura necesaria. Él está en su apartamento en estos momentos, Tequíua Mixtli, y me tomé la libertad de acomodarlo en la suave cama de usted, en lugar de su esterilla».
Le di al físico las gracias y subí las escaleras de prisa. Cózcatl estaba acostado sobre sus espaldas en medio de
mi cama
bien acolchada, el cubrecama lo tapaba. Su rostro estaba enrojecido por un poco de fiebre y su respiración era ligera. Con mucho cuidado para no despertarlo, levanté la orilla del cubrecama. Estaba desnudo excepto por el vendaje que tenía entre las piernas, sostenido en ese lugar por una tira de algodón muy delgada alrededor de sus caderas. Había unas magulladuras en su hombro en donde una mano lo había agarrado fuertemente mientras la otra manipulaba el cuchillo. Sin embargo el
tícitl
había también mencionado «marcas» y yo no vi ninguna hasta que Cózcatl, probablemente sintiendo frío con el aire nocturno, murmurando entre sueños, se giró y expuso ante mí su espalda.
«Tu vigilancia y lealtad no quedarán sin recompensa», le había dicho al muchacho, sin sospechar ni remotamente la clase de recompensa que tendría. El vengativo Chimali realmente había estado entre el gentío, eso era evidente. Sin embargo, yo, la víctima señalada, estuve todo el tiempo en un lugar tan prominente que él no había podido atacarme furtivamente. Así, habiendo reconocido a mi esclavo, lo atacó en vez de a mí. ¿Pero, por qué? A menos de que el deseo de venganza hubiera vuelto loco a Chimali, ¿por qué atacar a aquel pequeño sirviente, comparativamente sin ningún valor?