Glotón de Sangre estaba lo suficientemente impresionado como para murmurar:
«Perdido en Niebla es un verdadero héroe».
«No —dije—. No fue tanto el golpe de mi espada como un golpe de buena suerte y no lo hubiera podido hacer sin Cózcatl y…».
«Pero lo hiciste —dijo Nezahualpili silenciándome. Y dirigiéndose a Xococ, continuó—: Su Uey-Tlatoani debería de recompensar a este joven con algo más alto que el rango de
iyac
. En este encuentro, él sólo ha sostenido la reputación de valor e iniciativa de los mexica. Yo sugiero que usted lo trate con más respeto y que personalmente lo presente con Auítzotl, junto con una carta que personalmente yo le escribiré».
«Como usted lo ordene, mi señor —dijo Xococ, casi literalmente besando la tierra—. Estamos orgullosos de nuestro Perdido en Niebla».
«¡Entonces llámenle por otro nombre! Y basta de perder el tiempo. Ponga a sus tropas en orden, Xococ. Primero usted y luego los acuchilladores y amarradores. ¡Muévanse!».
Xococ sintió como si le abofeteara la cara, que en realidad así era, pero tanto él como Glotón de Sangre se fueron trotando obedientemente. Como ya lo he dicho antes, los amarradores eran los que ataban o se hacían cargo de los prisioneros, así ninguno de ellos podría escapar. Los acuchilladores fueron alrededor del área de batalla y más allá, buscando y dando muerte a aquellos heridos que estaban más allá de todo alivio. Cuando eso estuvo hecho, juntaron los cuerpos y los quemaron, aliados y enemigos juntos, cada uno de ellos con un pedacito de jade en su boca o en su mano.
Por unos momentos Nezahualpili y yo nos quedamos solos. Él dijo: «Hoy has hecho una hazaña como para sentirse orgulloso… y también avergonzado. Tú rendiste sabiéndote conservar salvo y sano al hombre más temido de todos nuestros oponentes en este campo de batalla. Y tú trajiste a este noble campeón al más innoble fin. Aun cuando Escorpión-Armado alcance el destino de los héroes en el más allá, su felicidad eterna tendrá eternamente un sabor agrio, ya que todos sus compañeros sabrán que fue vencido ridículamente por un inexperto y cegato recluta».
«Mi señor —dije—. Yo solamente hice lo que pensé que era correcto».
«Como siempre lo has hecho antes —dijo y suspiró—. Dejando a otros los sabores amargos. No te culpo, Mixtli. Hace mucho tiempo que se profetizó que tu
tonáli
era conocer la verdad acerca de las cosas de este mundo y hacer conocer la verdad. Quisiera pedirte sólo una cosa».
Incliné la cabeza y dije: «Mi señor no pide nada a un plebeyo. Él ordena y es obedecido».
«Lo que te voy a pedir no puede ser ordenado. Mixtli, te voy a suplicar que seas gentil, aun más, que seas cauteloso en la forma en que manejas la rectitud y la verdad. Estas cosas pueden cortar tan cruelmente como una hoja de obsidiana. Y, como una hoja, también, puede cortar al hombre que las empuña».
Él se alejó de mí abruptamente y llamando a un mensajero-veloz le dijo: «Ponte un manto verde y trenza tu pelo en la manera que significa que llevas buenas noticias. Toma un escudo nuevo y una
maquáhuitl
limpia. Corre a Tenochtitlan y en tu camino hacia el palacio, corre blandiendo el escudo y la espada por todas las calles que puedas, así la gente se regocijará y arrojarán flores a tu paso. Deja saber a Auítzotl que ha obtenido la victoria y los prisioneros que él quería».
Y las últimas palabras que dijo Nezahualpili no fueron para el mensajero, sino para él mismo. «Así la vida y la muerte y aun el mismo nombre de Muñeca de Jade, será olvidado».
Nezahualpili y su ejército se separaron allí mismo de nosotros y partieron por el mismo camino de regreso por el cual habían venido. Los contingentes mexica y tecpaneca, además de la larga columna de prisioneros, nos dirigimos directamente hacia el oeste por un ruta más corta, hacia Tenochtitlan, a través del paso entre los picos del Tlaloctépelt y el Ixtaccíhuatl, y desde allí a todo lo largo de la costa sur del Lago de Texcoco. Fue una caminata lenta ya que muchos de los heridos cojeaban o como Tlaui-Cólotl, tenían que ser cargados, pero no fue una jornada difícil. Por una parte, la lluvia había cesado y al fin disfrutábamos de días soleados y noches templadas. Por otra parte, a lo largo del nivel salino que bordea la ribera del lago, con las aguas serenas y murmurantes a nuestra derecha y las pendientes suaves de espesos bosques que susurraban a nuestra izquierda.
¿Les sorprende a ustedes, reverendos frailes, oírme hablar acerca de bosques tan cerca de la ciudad? Ah, sí. No hace todavía mucho tiempo en que este Valle de México deslumbraba enteramente con el verdor de sus árboles: los cipreses, los dulces castaños, acacias, álamos temblones, laureles, mimosas. Yo no sé nada acerca de su país, España, mis señores, o de su provincia de Castilla, pero deben de ser tierras secas y desoladas. Yo he visto a sus guardabosques despojar cada una de nuestras colinas de su verdor, para tener madera o leña. Ellos las han desnudado de todo su verdor y de todos sus árboles que han crecido por gavillas de años. Entonces se hacen hacia atrás y miran admirados la tierra gris y yerma que ha quedado y suspiran nostálgicamente diciendo: «¡Ah, Castilla!».
Nosotros llegamos al fin al promontorio que estaba entre los lagos de Texcoco y Xochimilco, lo que fue en otros tiempos las extensas tierras de los culhua. Nosotros ajustamos nuestra formación de marcha para representar un verdadero espectáculo, mientras cruzábamos por el pueblo de Ixtapalapan y cuando salimos del pueblo, Glotón de Sangre me preguntó: «¿Hace algún tiempo que no has visto Tenochtitlan, no es así?».
«Sí —dije—. Más o menos catorce años».
«La encontrarás cambiada. Quizá más que nunca. Será visible desde la próxima elevación del camino». Cuando alcanzamos esa elevación, él extendió su brazo en un gesto expansivo y dijo: «¡Vela ahí!».
Por supuesto que pude ver la gran isla-ciudad más allá, brillando de blancura como la recordaba, pero no pude darme cuenta de ningún otro detalle o de algún cambio excepto, cuando entrecerrando los ojos esforzadamente, me pude dar cuenta que parecía quizá más luminosamente blanca. «La Gran Pirámide —dijo reverentemente Glotón de Sangre—. Debes sentirte orgulloso de haber contribuido con tu valor a su dedicación».
Deslizándonos por el promontorio llegamos al pueblo de Mexicaltzinco y desde allí al camino-puente que se extendía hacia el oeste a través del agua, hacia Tenochtitlan. La ancha avenida de piedra artesonada que cruzaba el lago era tan amplia que podían caminar veinte hombres juntos, unos a un lado de los otros, confortablemente, pero nosotros alineamos a nuestros prisioneros de cuatro en cuatro, con guardias caminando a lo largo en intervalos. No hicimos eso para que nuestro desfile fuese más impresionante o para alargar la fila, sino que fue completamente necesario, ya que el puente estaba totalmente abarrotado de gente que nos saludaba en nuestra entrada triunfal. La muchedumbre nos vitoreaba, nos ovacionaba y nos arrojaba flores como si la victoria hubiera sido lograda totalmente por nosotros, los pocos mexica y tecpaneca.
A la mitad del camino hacia la ciudad el camino-puente se ampliaba en una vasta plataforma sobre la cual estaba la fortaleza de Acachinanco, como una defensa en contra de cualquier invasor que tratara de llegar a Tenochtitlan por esa ruta. La fortaleza, sostenida totalmente por pilones, era tan grande como casi los dos pueblos que acabábamos de pasar a través de la tierra firme. La guarnición de sus guerreros también se unió a darnos la bienvenida, con tambores y trompetas, con gritos guerreros, golpeando sus espadas sobre sus escudos, pero yo los miré con desdén porque ellos no estuvieron con nosotros en la batalla. Cuando los otros y yo que íbamos al frente de la columna trotamos a paso largo en la gran plaza central de Tenochtitlan, la cola de nuestra formación de prisioneros salía apenas marchando de Mexicaltzinco, dos y media largas carreras atrás de nosotros. En la plaza, El Corazón del Único Mundo, nosotros los mexica salimos de la columna y dejamos a la izquierda a los guerreros tecpaneca. Ellos hicieron que los prisioneros giraran hacia la izquierda y marcharan a lo largo de la avenida hacia el camino-puente del oeste que se dirige hacia Tlacopan. Los cautivos serían acuartelados en algún lugar de la tierra firme fuera de la ciudad, hasta el día señalado para la dedicación de la pirámide.
La pirámide. Me volví a verla y me quedé boquiabierto como lo había hecho cuando era un niño. Durante mi vida, en algunos lugares, vi más grandes
icpac
tlamanacaltin, pero nunca tan luminosamente brillantes y nuevos. Éste era el edificio más alto de Tenochtitlan y dominaba toda la ciudad. Debía de ser un espectáculo digno de verse para aquellos que tenían buenos ojos; contemplarlo a lo lejos a través de las aguas, ya que los templos gemelos se asentaban allí en su cumbre orgullosos, arrogantes, espléndidos en su altura, por encima de todo lo visible a través de la ciudad hasta las montañas de la tierra firme. Sin embargo, tuve muy poco tiempo para echarle una mirada o darme cuenta de cualquier otra nueva edificación desde la última vez que había estado en El Corazón del Único Mundo. Un joven de palacio se abrió paso a codazos entre el gentío, preguntando ansiosamente por el Campeón Flecha Xococ.
«Yo soy», dijo Xococ, dándose importancia.
Él dijo: «El Venerado Orador Auítzotl le ordena que se presente ante él inmediatamente, mi señor y que traiga con usted al
iyac
llamado Tliléctic-Mixtli».
«Oh —dijo Xococ, ceñudo y de mala gana—. Muy bien. ¿En dónde estás, Perdido en Niebla? Quiero decir Iyac Mixtli. Ven conmigo».
Yo pensé que antes deberíamos darnos un baño e ir a una casa de vapor y vestir ropas limpias antes de presentarnos ante el Uey-Tlatoani, pero sin ninguna protesta lo acompañé. Mientras el joven nos conducía a través de la multitud, Xococ me dio instrucciones: «Haz tus reverencias humilde y graciosamente, pero después discúlpate y retírate, así el "Venerado Orador podrá escuchar mi relato sobre la victoria».
Alrededor de la plaza se distinguía el nuevo Muro de la Serpiente, rodeándola. Construido con piedra, aplanado con argamasa de yeso blanco, se levantaba dos veces más alto que la estatura de un hombre y en su elevada orilla ondulaban las curvas de una serpiente. El muro, tanto por dentro como por fuera, estaba adornado con un diseño de piedras que sobresalían, cada una de ellas tallada y pintada representando la cabeza de una serpiente. Estaba dividido en tres lugares de donde partían las tres grandes avenidas, hacia el norte, el oeste y el sur, fuera de la plaza. A intervalos había unos portones grandes de madera que conducían hacia los edificios más grandes que estaban afuera de su recinto. Uno de éstos era un palacio nuevo construido para Auítzotl, más allá de la esquina noreste del Muro de la Serpiente. Era mucho más grande que cualquiera de los que habían tenido los anteriores gobernantes de Tenochtitlan, mucho más que el palacio de Nezahualpili en Texcoco y naturalmente más lujoso y bien elaborado. Ya que había sido construido recientemente, estaba decorado con todos los últimos estilos de arte y contenía casi todas las conveniencias modernas. Por ejemplo, en los pisos altos, las habitaciones tenían techos móviles que se deslizaban para abrirse y dejar entrar la luz del día cuando el tiempo era bueno.
Quizás lo más notable de todo era la cavidad abovedada y cuadrada que había sido tallada y que formaba parte del palacio mismo, construida sobre uno de los canales de la ciudad. Así se podía entrar en el edificio desde la plaza, a través del portón del Muro de la Serpiente o se podía entrar por canoa. Un noble desocupado podía pasear en su acojinado
acali
o un botero plebeyo, llevando una carga de
camotes
, podía tomar también esta deliciosa y hospitalaria ruta de agua, a cualquier lado que él se dirigiera. En su camino, guiaría su canoa a través de un corredor subterráneo deslumbrante de nuevos murales pintados, luego a través de los lujuriosos jardines de la terraza del palacio de Auítzotl, para seguir por otro paraje cavernoso lleno de estatuas talladas, nuevas e impresionantes, antes de emerger otra vez hacia el canal público.
El joven nos guió, casi corriendo, a través del portón del Muro de la Serpiente hacia el palacio, después a lo largo de galerías y alrededor de pasillos, hacia una habitación cuyos únicos adornos consistían en armas de caza y guerra colgados de las paredes. Las pieles de jaguares, ocelotes, cuguares y caimanes, se utilizaban como tapetes para el piso y cubrían las bancas y las sillas bajas. Auítzotl, un nombre de cuerpo, cabeza y cara cuadrados, estaba sentado sobre un elevado trono adoselado. Estaba completamente cubierto con una afelpada y pesada piel de uno de los osos gigantes que habitaban en las montañas del norte, muy lejos de estas tierras; la fiera que ustedes los españoles llaman oso pardo o parduzco. Su maciza cabeza alzábase sobre la del Uey-Tlatoani y su abierto hocico gruñón mostraba unos colmillos del tamaño de mis dedos. El rostro de Auítzotl justamente abajo, tenía un gesto igualmente fiero.
El joven, Xococ y yo nos arrodillamos haciendo el gesto de besar la tierra. Cuando Auítzotl ásperamente nos ordenó levantarnos, el campeón Flecha dijo: «Como usted lo ordenó, Venerado Orador, traje al
iyac
de nombre…».
Auítzotl le interrumpió bruscamente: «También traes una carta de nuestro hermano gobernante Nezahualpili. Dánosla. Cuando regreses a tu cuartel de mando, Xococ, marca en tu lista que el Iyac Míxtli ha sido elevado, por nuestro mandato, al rango te
tequhia
. Puedes retirarte».
«Pero, mi señor —dijo Xococ, herido en su amor propio—. ¿No desea usted escuchar el relato de la batalla en Texcala?».
«¿Qué puedes saber acerca de ella? ¿Excepto que marchaste de aquí y regresaste a casa otra vez? Lo escucharemos de Tequíua Mixtli. He dicho que te retires, Xococ. Vete».
El campeón me miró con odio y se deslizó hacia atrás de la habitación sin dar la espalda, haciendo el gesto de besar la tierra todo el tiempo. No presté mucha atención a eso, estando de algún modo deslumbrado. Después de haber servido al ejército por menos de un mes, había sido promovido a un nivel al cual la mayoría de los hombres debían pelear en muchas batallas para obtenerlo. El rango de
tequíua
, que quiere decir «animal de rapiña», era generalmente otorgado solamente a aquellos que mataban o capturaban por lo menos cuatro enemigos en una batalla.