¡El viejo Extli-Quani! Estaba tan contento de volver a escuchar su nombre que corrí directamente hacia la banderola en donde él estaba parado enfrente de un grupo de jóvenes guerreros que parecían muy infelices. Llevaba un penacho de plumas, una astilla de hueso incrustada en medio de su nariz y sostenía un escudo pintado con los glifos que denotaban su nombre y su rango. Cuando me aproximé, me arrodillé y rocé la tierra en un gesto superficial de besarla, luego, con el mismo movimiento precipitado, me levanté y lo abracé como si él hubiera sido un pariente por largo tiempo perdido, gritando contentísimo: «¡Maestro Glotón de Sangre! ¡Cuánto me alegro de volverle a ver!».
Los otros guerreros miraban con ojos muy abiertos. El viejo
quáchic
se puso colorado y empujándome rudamente, farfulló: «¡No me ponga las manos encima!».
Por los huevos de piedra de Huitzilopochtli, vaya si ese guerrero había cambiado desde la última vez que lo vi en la escuela. Gruñón y lleno de espinillas como un mozalbete y luego
¡esto!
«¿Están todos los
cuilontin
preparados ya? —dijo—. ¿Listos para hacer que el enemigo sea
besado
por la muerte?».
«¡Soy yo, maestro! —grité—. El Campeón Xococ me dijo que me reuniera con su grupo».
Me tomó algún tiempo el darme cuenta de que Glotón de Sangre debía de haber enseñado a cientos de muchachos de su tiempo de maestro. A él le tomó algunos momentos también, buscarme en su memoria y finalmente encontrarme en algún remoto rincón de ella.
«¡Por supuesto, Perdido en Niebla! —exclamó, si bien no con tanta alegría como yo había demostrado—. ¿Estás destinado a mi grupo? ¿Entonces, ya estás curado de tus ojos? ¿Ya puedes ver bien?».
«Bueno, no», tuve que admitir.
Él le dio una patada feroz a una pequeña hormiga. «Mi primera acción activa en diez años —jadeó—, y me pasa esto. Quizá los
cuilontin
serían preferibles. Ah, bien, Perdido en Niebla, entra con el resto de mis ratones».
«Sí, Maestro Quáchic —dije con fragilidad militar. Entonces sentí que tiraban de mi manto y recordé a Cózcatl, quien había estado durante todo este tiempo pegado a mis talones—. ¿Y qué órdenes tiene usted para el joven Cózcatl?».
«¿Para quién? —dijo perplejo, mirando en derredor. No fue sino hasta que inclinó la cabeza que su mirada cayó sobre el muchachito—. ¿Para él?», estalló.
«Él es mi esclavo —le expliqué—. Mi sirviente personal».
«¡Silencio en las filas!», voceó Glotón de Sangre, tanto a mí, como a sus guerreros, quienes empezaron a reír ahogadamente. El viajo
quáchic
caminó por un tiempo en círculo, apaciguadamente. Finalmente vino y pegó su gran cara cerca de la mía. «Perdido en Niebla, hay aquí algunos campeones y nobles quienes tienen un relativo servicio a sus órdenes. Tú eres un
yaoquizqui
, un recluta nuevo, el rango más bajo que existe. No sólo te presentas tranquilamente con tu sirviente como si fueras un campeón
pili
, ¡sino que además me traes a este renacuajo humano!».
«No puedo abandonar a Cózcatl —le dije—. Pero él nunca será un estorbo. ¿No le podría usted asignar con los sacerdotes o con algunos otros guardias de la retaguardia, en donde pudiera ser útil?».
Él rugió: «Y yo que creí que había escapado de esa escuela para entrar en esta bella y tranquila guerra. Está bien. Renacuajo, preséntate en donde está aquella banderola negra y amarilla. Dile al jefe que Extli-Quani te ordenó hacer el trabajo de pinche. Bien, Perdido en Niebla —dijo dulce y persuasivamente—, si el ejército mexica está arreglado a tu entera satisfacción, déjanos ver si recuerdas algunos de los ejercicios de batalla. —Y vociferó haciéndonos saltar a mí y a todos los demás—: ¡
Todos vosotros, infelices desgraciados, formad una fila de cuatro al frente
!».
Había aprendido en la Casa del Desarrollo de la Fuerza, que el adiestramiento para ser un guerrero era muy diferente de jugar a serlo. Sin embargo en esos momentos aprendí que ambos, el adiestramiento y el juego eran pálidas imitaciones de una guerra real. Solamente mencionaré una de las cosas más duras de soportar, que los narradores de gloriosas historias de guerra, fastidiosamente omitían: la suciedad y el mal olor. Ya sea jugando o en la escuela, después de un día de duros ejercicios, yo siempre había tenido el placentero alivio de un buen baño y sudar ampliamente en la casa de vapor. Allí, no había tales facilidades. Al final de un día de instrucciones y ejercicios, estábamos sucios y así nos quedaríamos, apestando. Tuvimos que cavar hoyos para nuestras funciones excretorias; me repugnaba mi propio olor fétido de sudor seco y de ropa sin lavar, tanto como el ambiente maloliente a pies y a heces. Yo miraba la suciedad y el hedor como uno de los peores aspectos de la guerra. En aquel tiempo, por lo menos, antes de que
hubiera
estado realmente en la guerra.
Y había otra cosa también. Oí a los viejos guerreros quejarse de que, aun en la estación normalmente seca, un guerrero podía caer en la cuenta de que Tláloc maliciosamente haría de cualquier batalla y de cada una de ellas, la más difícil y miserable con una lluvia que empaparía totalmente a un hombre y le haría arrastrar los pies en el fango. Bien, pues estábamos en temporada de aguas y Tláloc nos enviaba una lluvia intermitente. Todos los días que pasamos familiarizándonos con nuestras armas y practicando los diferentes ejercicios y maniobras que esperábamos utilizar en el campo de batalla, seguía lloviendo y nuestros mantos parecían pesos muertos de lo mojado que estaban, nuestras sandalias se llenaban de fango y nuestro humor era detestable cuando al fin salimos para Texcala. Esa ciudad estaba a trece largas carreras hacia el este y el sureste. Con buen tiempo hubiéramos podido hacer ese recorrido en dos días a marcha forzada, pero habríamos llegado fatigados y sin aliento para dar la cara al enemigo, que no tenía nada que hacer más que sentarse a descansar mientras nos esperaban. Considerando todas esas circunstancias, Nezahualpili ordenó que hiciéramos la caminata más despacio y la alargamos a cuatro días de camino, así por lo menos llegaríamos más o menos descansados.
Los dos primeros días marchamos directamente hacia el este, así es que nada más tuvimos que escalar y cruzar las más pequeñas cimas de las sierras de los volcanes que están hacia el sur; los altos picos llamados Tlaloctépetl, Ixtaccíhuatl y Popocatépetl. Entonces nos desviamos al sureste en dirección directa hacia la ciudad de Texcala. Todo el camino fuimos chapoteando entre el fango, excepto cuando nos resbalábamos y deslizábamos en el mojado terreno rocoso. Ése era el lugar más lejano en que jamás había estado antes y me habría gustado ver el paisaje, pero aunque mis ojos no hubieran estado limitados por mi corta visión, no habría podido verlo debido al perpetuo velo de lluvia. En aquella jornada no vi más que los pies de los hombres que caminaban delante de mí, arrastrándolos lentamente en el fango. No íbamos caminando bajo el solo peso de la coraza de batalla. Además de nuestro traje usual, cargábamos un pesado traje llamado
tlamaitl
, el cual usábamos para el tiempo frío o utilizábamos como abrigo en la noche. Cada hombre llevaba también una bolsa con
pinoli
hecho de maíz endulzado con miel
y
otra de cuero llena de agua. Cada mañana antes de empezar la marcha y en el descanso del mediodía, mezclábamos el maíz con el agua para hacer una nutritiva comida de
atoli
, aunque muy ligera. En la parada de cada noche, teníamos que esperar a que los que cargaban las pesadas provisiones nos alcanzaran. Entonces el jefe encargado del aprovisionamiento de tropas proveería a cada hombre con una substanciosa comida caliente, incluyendo una taza del pesado
chocólatl
, alimento nutritivo y reconfortante. Sin importar cuáles fueran sus otras obligaciones, Cózcatl siempre me servía mi comida de la noche con sus propias manos y se las arreglaba para conseguirme un poco más de la porción normal o deslizaba alguna golosina robada. Algunos de los otros hombres de la compañía de Glotón de Sangre gruñían o se mofaban por la forma en que él me cuidaba, así es que yo trataba débilmente de rehusar las cosas extras que Cózcatl me traía. Él me amonestaba diciendo: «No es necesario que actúe noblemente y se niegue a sí mismo estas cosas, mi amo. Usted no está despojando a sus compañeros guerreros. ¿No sabe que los hombres mejor alimentados del ejército son aquellos que están más lejos del combate? Los cargadores, los cocineros, los que llevan los mensajes y también son ellos los que más alardean de su valor. Yo sólo quisiera que pudiera conseguir de alguna manera un cántaro lleno de agua caliente y traerlo aquí. Perdóneme, mi amo, pero usted apesta atrozmente».
Poco después, en la tarde lluviosa y gris del cuarto día, cuando todavía estábamos como a una larga carrera de Texcala, nuestros exploradores que habían tomado la delantera para espiar a las fuerzas texcalteca que nos esperaban, regresaron rápidamente para dar su parte a Nezahualpili. El enemigo nos estaba esperando con toda su fuerza al otro lado del río que tendríamos que cruzar. En tiempo seco el río no era más que un arroyo poco profundo de aguas mansas, pero después de todos esos días de lluvias continuas era un obstáculo formidable. Si bien no tendría más de una cadera de profundidad, corría de orilla a orilla a mucha velocidad y muy rudamente, tanto como el disparo de una flecha. La estrategia del enemigo era obvia. Mientras nosotros intentábamos vadear el río, con aguas arrastrando nuestras piernas, seríamos un buen blanco de movimientos lentos, incapaces de utilizar nuestras armas y de evitar las del enemigo. Con sus flechas y sus
atlatl
, lanza jabalinas, los texcalteca esperaban diezmarnos y desmoralizarnos, si es que no destruirnos completamente, antes de que pudiéramos siquiera alcanzar la otra parte del río.
Se dice que Nezahualpili sonrió y dijo: «Muy bien. La trampa ha sido tan bien preparada tanto por el enemigo como por Tlátloc, que no debemos desilusionarlos. Por la mañana caeremos en ella».
Dio órdenes al ejército de hacer alto por la noche y permanecer en donde estaba, a una buena distancia todavía del río y llamó a todos los comandantes
tlamahuichíhuantin
, campeones, y
cuachictin
, oficiales, para reunirse con él y escuchar sus instrucciones para el día siguiente. Nosotros éramos simples guerreros sentados, agachados o recostados sobre el terreno empapado, mientras el jefe de cocineros empezada a preparar nuestra comida de la noche, una especialmente abundante, ya que no tendríamos tiempo de comer ni siquiera
atoli
a la mañana siguiente. Los encargados de las armas las desembalaron y las colocaron a mano, para irlas distribuyendo al día siguiente conforme se fueran necesitando. Los tamborileros retiraron los cueros de sus tambores, que se habían reblandecido por la humedad. Los físicos y los sacerdotes capellanes prepararon respectivamente sus medicinas e instrumentos de operación, sus inciensos y sus libros de encantamientos, así ellos estarían listos mañana, lo mismo para atender las heridas como para escuchar, en favor de La Que Come Suciedad, las confesiones de los moribundos.
Glotón de Sangre regresó de la gran conferencia cuando apenas se nos acababa de servir nuestra comida y
chocólatl
. Él nos dijo: «Cuando hayáis comido, os pondréis vuestros trajes de batalla y cogeréis las armas. Luego cuando la oscuridad haya caído, nos moveremos para asignar las posiciones y dormiremos allí, ya que debemos de estar despiertos temprano».
Después de comer, nos explicó el plan de Nezahualpili. Al amanecer, una tercera parte del ejército, en formación precisa acompañada de tambores y trompetas, marcharía hacia el río y daría la cara al enemigo como si ignorara cualquier peligro que le esperara al otro lado del río. Cuando el enemigo atacara, nuestros guerreros se dispersarían y chapotearían alrededor, para dar la impresión de sorpresa y confusión. Cuando la lluvia de proyectiles se volviera intolerable, nuestros guerreros se volverían y huirían hacia el lugar de donde habían partido, pareciendo indisciplinados y cobardemente vencidos. Nezahualpili creía que los texcalteca serían engañados con eso y los perseguirían tratando de dar caza incautamente al enemigo, excitados por su triunfo aparentemente fácil, de tal manera que no les dejaría pensar en la posibilidad de un engaño.
Mientras tanto, lo que quedaba de su ejército estaría esperando escondido entre las rocas, arbustos y árboles a los dos lados del camino que corría a todo lo largo hacia el río. Ninguno de sus hombres, sin embargo, se dejaría ver o utilizaría su arma hasta que nuestras fuerzas «en retirada» hubiesen atraído completamente a todo el ejército texcalteca a través del río. Los texcalteca correrían a lo largo de ese corredor, como lo harían, entre murallas de guerreros escondidos. Entonces Nezahualpili, que estaría vigilando desde un lugar alto, daría la señal a sus tamborileros y los tambores nos avisarían con sus «estampidos». Nuestros hombres emboscados a ambos lados del camino se levantarían y las paredes del corredor serían cerradas, atrapando al enemigo en medio de ellas.
Un viejo guerrero de pelo gris de nuestra compañía preguntó: «¿Y nosotros en dónde seremos apostados?».
Glotón de Sangre gruñó tristemente: «Hasta el final. Casi tan atrás y seguros como los cocineros y los sacerdotes».
«¿Qué? —exclamó el veterano—. ¿Venir por todo este horrible camino para no estar ni siquiera lo suficientemente cerca como para
oír
el choque de la obsidiana?».
Nuestro
quáchic
se encogió de hombros: «Bien, tú sabes cuán pocos somos, vergonzosamente. Difícilmente podremos culpar a Nezahualpili que nos niegue compartir esta batalla, considerando que él está peleando la batalla de Auítzotl, en su lugar. Nuestro campeón Xococ le suplicó que por lo menos nos dejara marchar al frente, dentro del río y ser el señuelo para los texcalteca, nosotros estaríamos contentos de morir valientemente, pero Nezahualpili nos rehusó incluso esa oportunidad de gloria».
Personalmente yo estaba muy contento de escuchar eso, pero el otro guerrero todavía estaba disgustado. «¿Entonces nosotros los mexica sólo nos sentaremos aquí como fardos, y luego esperaremos para servir de escolta a los victoriosos acolhua y a sus cautivos, de regreso a Tenochtitlan?».
«No del todo —dijo Glotón de Sangre—. Pudiera ser que también nosotros tomáramos uno o dos prisioneros. Pudiera ser que algunos de los texcalteca atrapados pudieran romper y pasar a través de las cerradas paredes de los guerreros acolhua. Nuestras compañías mexica y tecpaneca se extenderán como un abanico de uno a otro lado, de norte a sur, como una red para atrapar a los que eludan la emboscada».