Yo asistí a esa entrevista sintiéndome bastante nervioso, no sabiendo qué esperar de ella, ya que había estado tan estrechamente relacionado a la hija difunta del Uey-Tlatoani y a su caída. Sin embargo, parecía ser que él no me asociaba a ese escándalo; quizá porque después de todo había alguna ventaja en tener un nombre tan común como Mixtli. Me sentí aliviado cuando él me miró tan benignamente como su severo semblante se lo permitía. También estaba intrigado por su forma de expresarse. Era la primera vez que escuchaba a un hombre solo que cuando se refería a sí mismo, utilizaba el «nosotros» y el «nuestro».
«La carta de Nezahualpili —dijo, después de que la hubo leído— es considerablemente más lisonjera para ti, joven guerrero, que para nosotros. Él sugiere sarcásticamente que la próxima vez le enviemos varias compañías de beligerantes escríbanos como tú, en lugar de flechas desafiladas como Xococ —Auitzotl sonrió tanto como él podía, pareciéndose más a la cabeza de oso que estaba sobre su trono—. Él sugiere también, que con suficientes refuerzos, esta guerra finalmente hubiera subyugado la tierra de los turbulentos texcalteca. ¿Estás de acuerdo?».
«Difícilmente no estaría de acuerdo, mi señor, con un comandante tan experimentado como el Venerado Orador Nezahualpili. Yo sé que sus tácticas derrotaron totalmente al ejército texcala. Si hubiéramos podido presionar el sitio, cualquier otra defensa subsecuente hubiera venido a ser demasiado débil».
«Tú eres conocedor de palabras —dijo Auitzotl—. ¿Podrías escribir para nosotros una narración detallada de las posiciones y movimiento de las diversas fuerzas envueltas? ¿Con mapas comprensibles?».
«Sí, mi Señor Orador. Puedo hacerlo».
«Hazlo. Tienes seis días antes de que la ceremonia de dedicación al templo se lleve a efecto, cuando todo trabajo será interrumpido y tú tendrás el privilegio de presentar a tu ilustre prisionero a su Muerte-Florida. Joven, haz que el mayordomo de palacio lleve a este hombre a sus habitaciones y que le provea de todo lo necesario para su trabajo. Puedes retirarte, Tequíua Mixtli».
Mis habitaciones eran tan cómodas y confortables como las que había disfrutado en Texcoco. Como éstas estaban en un segundo piso, tenía la ventaja de un tragaluz movible. El mayordomo del palacio me ofreció un sirviente, pero yo mandé al criado a por Cózcatl para que éste me sirviera en su lugar y después envié a Cózcatl a conseguir para cada uno de nosotros ropas, mientras me bañaba y tomaba vapor restregándome varias veces. Primero dibujé el mapa. Ocupaba varias páginas dobladas que se extendían considerablemente. Empecé con el glifo de la ciudad de Texcoco, luego con las marcas de pequeñas huellas negras de pies, indicando la ruta de nuestra jornada desde allí hacia el este, con estilizados dibujos de montañas y una marca en cada lugar en que nos detuvimos para pasar la noche, y finalmente el glifo del río en el cual la batalla se llevó a efecto. Allí asenté el símbolo universalmente reconocido de opresión en una conquista: el dibujo de un templo ardiendo en llamas, aunque por supuesto no habíamos destruido, ni siquiera visto un
teocali
. Luego dibujé el símbolo de la toma de prisioneros: un dibujo de un guerrero agarrando a otro por los cabellos. Después dibujé las huellas de pies, alternativamente en rojo y negro para indicar quiénes eran los captores y quiénes los cautivos, trazando nuestra marcha hacia el oeste, hacia Tenochtitlan.
Sin salir para nada de mis habitaciones y tomando todos mis alimentos allí, terminé el mapa en dos días. Entonces empecé con la más completa narración de las estrategias y tácticas de los texcalteca y de los acolhua, por lo menos tanto como yo lo había podido observar y entender. Un mediodía Cózcatl vino a mi soleada habitación de trabajo y me pidió permiso para interrumpirme.
Me dijo: «Amo, una gran canoa ha llegado de Texcoco y atracado en el canal de los jardines de palacio. El jefe de los remeros dice que trae sus pertenencias».
Me sentí muy feliz al oír eso. Tiempo atrás, cuando dejé el palacio de Nezahualpili para unirme a las tropas, no creí correcto tomar conmigo ninguno de los trajes finos y otros regalos que me habían dado antes de ser desterrado. De todas maneras, difícilmente los hubiera podido llevar conmigo a la guerra. Así, después de que Cózcatl pudo conseguir ropa prestada para los dos, al regresar de la guerra tanto él como yo no poseíamos nada más que nuestros mantos, taparrabos y sandalias extremadamente desgastados y deshonrosos, y nuestros pesados
tlamitin
que habíamos llevado a la guerra y regresado con ellos. Le dije al muchacho:
«Éste es un gesto muy solícito y probablemente debemos dar las gracias a la Señora de Tolan por ello. Espero que también te hayan mandado tu ropa. Consigue al
tamemi
de palacio para que te ayude a traer nuestros bultos aquí».
Cuando regresó, venía acompañado del jefe de remeros y de toda una hilera de
tamémine
, cargadores, y mi sorpresa fue tanta que olvidé totalmente mi trabajo. Nunca había poseído la cantidad de cosas que los portadores habían traído y amontonado en mis habitaciones. Me eran reconocibles un bulto largo y otro pequeño diestramente atados y protegidos con esterillas. Mis ropas y otras cosas que me pertenecían estaban en el grande, incluyendo el recuerdo de mi hermana desaparecida, su pequeña figurita de la diosa Xochiquétzal. Las ropas de Cózcatl estaban en el bulto más pequeño. Pero los otros fardos y bultos no los podía considerar míos, así es que protesté diciendo que debía de haber algún error en la entrega.
El jefe de remeros me dijo: «Mi señor, cada uno viene rotulado. ¿No es éste su nombre?».
Efectivamente. Cada fardo o bulto por separado llevaba atada una hoja de papel de corteza en la cual iba escrito mi nombre. Había bastantes Mixtli en ese lugar y no pocos Tliléctic-Mixtli, pero cada rótulo llevaba mi nombre completo: Chicóme-Xóchitl Tliléctic-Mixtli. Les pedí a cada uno de los presentes que me ayudaran a deshacerlos, así, si el contenido probaba que había algún error en la entrega los mismos trabajadores podrían ayudarme a empaquetarlos de nuevo para ser devueltos.
Un fardo de fibra de esterilla al ser abierto reveló que contenía, diestramente acomodados, cuarenta mantos para hombre del más fino algodón, ricamente bordados. Otro contenía el mismo número de faldas de mujer, teñidas en color carmesí con la pintura que se extraía arduamente de los insectos. Otro bulto mostraba el mismo número de blusas para mujer, laboriosamente trabajadas a mano en una tela como filigrana, tanto que parecían casi totalmente transparentes. Había también otro fardo que contenía un rollo de algodón tejido, que si se extendía, tendría unos dos brazos de ancho por más o menos doscientos pasos de largo. A pesar de que el algodón era blanco y sin ningún adorno, estaba hecho de una sola pieza, sin costura y por lo tanto principesco e inapreciable, sólo por ese tipo de trabajo; posiblemente años de labor de algún tejedor amante de su trabajo. El bulto más pesado de todos contenía pedazos en bruto de
itztétl
y pedazos de roca de obsidiana sin trabajar. Los tres bultos más ligeros eran los de más valor, ya que en ellos había mercancías en moneda corriente. Uno era un saco que contenía de doscientas a trescientas piezas de estaño y cobre en forma cruciforme y cada pieza valía ochocientas semillas de cacao. El tercero era un hato de cuatro cañas de plumas, cada una de ellas traslúcidas, cubiertas con pedacitos de
óli
, hule, para poder cubrirlas con un filo centellante de oro puro en polvo.
Yo le dije al botero: «Hubiera deseado que esto no fuera un error, pero claramente lo es. Devuélvalo. Esta fortuna debe de pertenecer al tesoro de Nezahualpili».
«No es así —dijo él obstinadamente—. Fue el mismo Venerado Orador quien me ordenó traer esto y él personalmente vio que todo se cargara en mi embarcación. Lo único que tengo que llevar de regreso, es un mensaje diciendo que todo fue entregado adecuadamente. Por favor, mi señor, tiene usted que poner aquí el glifo de su firma».
Yo aún no podía creer lo que mis ojos veían ni lo que mis oídos escuchaban, pero me era difícil protestar más. Todavía deslumbhrado, firmé la nota que me tendía y él y los cargadores se fueron. Cózcatl y yo nos quedamos estáticos mirando las riquezas desembaladas. Finalmente el muchachito dijo:
«Solamente puede ser un último regalo del Señor Nezahualpili, mi amo».
«Pudiera ser —concedí—. Él me adiestró para llegar a ser un palaciego y después tuvo que mandarme flotando a la deriva. Y él es un hombre de conciencia. Así es que ahora, quizá, me provee de las cosas con las cuales podría dedicarme a alguna otra ocupación».
«¡Ocupación! —chilló Cózcatl—. ¿Quiere decir trabajar, mi amo? ¿Por qué habría usted de trabajar? Aquí hay todo lo suficiente para mantenerle confortablemente por todo lo que le queda de vida. A usted, a una esposa, a una familia y a un esclavo fiel. —Agregó esto traviesamente, pero no del todo en chanza—: Usted un día me dijo que construiría una mansión de noble y me haría Maestro de las Llaves».
«Detén tu lengua —le dije—. Si todo lo que deseara fuera holgazanear, muy bien hubiera podido dejar que Escorpión-Armado me enviara a
mí
al más allá. Y en este momento tengo el propósito de hacer muchas cosas. Lo único que tengo que decidir es qué es lo que prefiero hacer».
Cuando terminé el relato de la batalla, un día antes de la ceremonia de la dedicación de la pirámide, bajé encaminándome hacia la sala de trofeos de caza de Auítzotl, en donde me había entrevistado con él por primera vez. Pero el mayordomo del palacio, medio borracho, me interceptó y tomó mi relato en lugar de Auítzotl.
«El Venerado Orador está ocupado como anfitrión de los muchos nobles que han venido desde tierras lejanas para la ceremonia —dijo el hombre con voz estropajosa—. Todos los palacios alrededor de la plaza están atestados de gobernantes forasteros y de sus comitivas. No sé dónde ni cómo podremos acomodar más. Sin embargo, estaré al pendiente de que Auítzotl tenga esta narración suya cuando él la pueda leer con tranquilidad. Él le volverá a llamar para otra entrevista cuando ya todo se haya aquietado otra vez». Y se fue bulliciosamente llevándose mis papeles.
Ya que por casualidad me encontraba en la planta baja, me pregunté si esas habitaciones eran accesibles al público para admirar su arquitectura y decorado. Finalmente me encontré en los amplios corredores de estatuas, a través y en medio de los cuales fluía el canal. Las paredes y el techo relumbraban como lentejuelas por los reflejos de luz del agua. Varios botes de carga pasaron mientras yo estaba allí; sus remeros admiraban, tanto como yo lo estaba haciendo, las diversas esculturas de Auítzotl y de sus principales esposas, la del dios protector Huitzilopochtli y las de otros numerosos dioses y diosas. La mayoría de ellos estaban muy bien hechos y diestramente trabajados, como debían ser: cada uno llevaba grabado el glifo del halcón del ya desaparecido escultor Tlatli.
Como él anteriormente lo había predicho, años atrás, su trabajo casi no necesitaba de firma; sus estatuas de los dioses eran en verdad muy diferentes de aquellas que a través de generaciones habían sido imitadas y hechas en réplica por escultores menos imaginativos. Su visión particular quizás había sido más evidente en su concepción de Coatlicue, la diosa madre del dios Huitzilopochtli. El pesado objeto de piedra se alzaba más o menos tres veces más alto de lo que yo era y, mirándolo hacia arriba, sentí que mis cabellos se erizaban del miedo imponente que inspiraba.
Ya que Coatlicue era, después de todo, la madre del dios de la guerra, la mayoría de los artistas anteriores la habían representado con un gesto ceñudo, pero en su forma siempre había sido representada como una
mujer
. No así en la concepción de Tlatli. Su Coatlicue no tenía cabeza, en su lugar, sobre sus hombros sobresalían dos grandes cabezas de serpientes que se encontraban como si se besaran, para formar su cara: el único ojo visible de cada serpiente daba a Coatlicue dos ojos feroces, sus bocas al juntarse daban a Coatlicue una boca ancha llena de colmillos sonriendo en una mueca horrible. Llevaba un collar del que pendía una calavera, sus manos entreabiertas contenían corazones humanos desgarrados. Sus ropas inferiores eran hechas completamente por culebras retorciéndose y sus pies semejaban los talones y las garras de alguna bestia inmensa. Era la imagen de una deidad femenina que aunque horrenda era única y original, y yo creo que sólo un hombre que no podía amar a las mujeres, pudo haber tallado una diosa tan titánicamente monstruosa.
Seguí por el canal fuera del recinto, bajo los sauces llorones que colgaban del jardín del patio de palacio y hacia la cámara al otro lado de éste, en donde las paredes estaban cubiertas por murales; la mayoría eran pinturas de hazañas militares y acciones cívicas hechas por Auítzotl antes y después de su ascensión al trono: él como el más prominente y activo participante en varias batallas, él supervisando personalmente los últimos toques de los dos templos en lo alto de la Gran Pirámide. Sin embargo, las pinturas parecían vivas, no estáticas; estaban hechas con todo detalle y coloreadas con arte. Como ya lo esperaba, los murales eran mejores que cualquier otra pintura moderna que yo hubiera podido ver antes. Como ya me lo había imaginado, cada uno llevaba en la parte más baja del rincón derecho la firma de Chimali; la huella rojo-sangre de su mano.
Me pregunté a mí mismo si él habría regresado ya a Tenochtitlan, si nos encontraríamos y cómo lo haría él para matarme, si lo hacía. Así es que con este pensamiento fui en busca de mi pequeño Cózcatl y le di instrucciones:
«Tú conoces de vista al artista Chimali y sabes que él tiene una razón para desear mi muerte. Yo tengo la obligación de presentarme mañana, así es que no puedo estar viendo por encima y atrás de mi hombro para pescar un asesino. Quiero que circules entre el gentío y luego me vengas a prevenir si ves a Chimali. Mañana, entre la muchedumbre y la confusión, él tendrá la oportunidad de poderme acuchillar sin ser observado y huir sin dejar sospecha».
«Él no hará eso si yo lo veo primero —dijo Cózcatl adictamente—. Y le prometo que si él se presenta, yo lo veré. ¿No he sido útil para usted, mi amo, siendo sus ojos anteriormente?».
Le dije: «En verdad que sí lo has sido, mi pequeño, y tu vigilancia y lealtad no quedarán sin recompensa».
Sí, Su Ilustrísima, yo sé que usted está interesado particularmente en nuestras ceremonias religiosas, ya que está usted aquí presente en esta ocasión. Sin embargo yo nunca fui sacerdote, ni mucho menos amigo de sacerdotes, así es que explicaré la dedicación a la Gran Pirámide en la forma y en el significado que mejor pueda.