Azteca (20 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

No mucho después de este incidente, cuatro cosas más sucedieron en rápida sucesión. Por lo menos, así es como recuerdo.

Sucedió que nuestro Uey-Tlatoani Axayácatl murió, muy joven, a causa de las heridas recibidas en las batallas contra los purémpecha y su hermano Tíxoc, Otra Cara, lo sucedió en el trono de Tenochtitlan.

Sucedió que yo, junto con Chimali y Tlatli, terminamos nuestros estudios en la
telpochcali
de Xaltocan. Ya se me podía considerar como «educado». Sucedió que el gobernador de nuestra isla mandó un mensajero a nuestra casa una tarde, citándome a mí personalmente, para presentarme inmediatamente en su palacio. Y sucedió por último, que tuve que partir lejos de mi hermana, de Tzitzitlini, de mi amor. Pero será mejor que cuente más detalladamente estos sucesos y en el orden en que ocurrieron.

El cambio de gobernante no afectó mucho nuestras vidas en la provincia. En verdad, hubo muy poco que recordar del reinado de Tíxoc, aun en Tenochtitlan a excepción de que como sus dos predecesores continuó trabajando para levantar la Gran Pirámide en el Corazón del Único Mundo. Además Tíxoc agregó un toque arquitectónico propio a la plaza. Ordenó a sus albañiles cortar y tallar la Piedra de la Batalla, un gran cilindro de piedra volcánica que yacía como una inmensa pila de tortillas entre la pirámide todavía sin terminar y el sitio del pedestal de la Piedra del Sol. Esta Piedra de la Batalla tenía más o menos la altura de un hombre y su diámetro era aproximadamente el de cuatro grandes zancadas. Alrededor de la orilla había bajorrelieves tallados que representaban a guerreros mexica, Tíxoc destacándose entre ellos, trabados en combate y sujetando cautivos. La plataforma, plana y redonda, estaba en la cima de la piedra y era utilizada para un tipo de duelo público, del cual tendré la oportunidad de hablar más tarde, mas no en este momento.

Lo que más me preocupaba en aquellos momentos era la terminación de mis estudios formales. No perteneciendo a la nobleza, no tenía derecho a ir a una
calmécac
, escuela de alto aprendizaje. Con la notoriedad que había adquirido en las escuelas de Xaltocan —como Malinqui, el Torcido, en una y como Payoútla, Perdido en Niebla, en la otra—, sería mucho pedir que alguna de las altas escuelas de tierra firme me invitara a asistir gratuitamente. Lo que particularmente me amargó fue que, mientras yo me moría de las ganas de tener una oportunidad para aprender algo más que los triviales conocimientos recibidos en nuestras
tepóchcaltin
, mis amigos Chimali y Tlatli, a quienes les importaba muy poco cualquier tipo de educación formal,
recibieran
cada uno de ellos una invitación para ir a diferentes
calmécactin
, las dos en la ciudad de Tenochtitlan, adonde siempre había soñado con ir. Durante los años en la Casa del Desarrollo de la Fuerza, ambos se habían distinguido como jugadores
tlachtli
y como cachorros de guerreros. Aunque un noble podría sonreír ante el «garbo» que esos dos muchachos habían adquirido en la Casa del Aprendizaje de Modales, también se habían distinguido como artistas, diseñando trajes originales y escenarios para las representaciones ceremoniales en los días de festivales.

«Es una lástima que no puedas venir con nosotros, Topo —dijo Tlatli con sinceridad, aunque esto no menguó la alegría que sentía por su buena fortuna—. Hubieras podido asistir por nosotros a todas las lecciones aburridas y así nosotros quedaríamos libres para dedicarnos a nuestro trabajo en el taller artístico».

Según los términos de su aceptación, los dos muchachos, aparte de estudiar con los sacerdotes de las
calmécactin
, iban a instruirse como aprendices con los artistas de Tenochtitlan: Tlatli con un maestro escultor y Chimali con un maestro pintor. Estoy seguro de que a ninguno de los dos les importaba en absoluto las lecciones de historia, lectura, escritura, aritmética y demás, que eran las que más me interesaban a mí. De todas maneras, antes de que se fueran, Chimali me dijo: «Tengo este regalo de despedida para ti, Topo. Son mis pinturas, cañas y pinceles. Tendré unos mejores en la ciudad y a ti te pueden servir para tu práctica de la escritura».

Sí, todavía seguía persistiendo en ese estudio que nadie me enseñaba, el arte de leer y de escribir, aunque el llegar a ser un buen conocedor de las palabras parecía en esos momentos una esperanza muy remota y mi traslado a Tenochtitlan un sueño que jamás sería realidad. Mi padre también se desesperaba porque no llegaba a dedicarme como cantero y ya era demasiado mayor para sentarme solamente a espantar a los animales en la fosa vacía. Así es que en los últimos tiempos había estado trabajando cerno peón de horticultor, para contribuir al sostenimiento de mi familia.

Xaltocan, por supuesto, no era lugar de labranza. Solamente tenía una capa de tierra para arar y no era lo suficiente como para asegurar la indispensable cosecha de maíz, que requiere tierra profunda para alimentarse. Así es que Xaltocan, como todas las demás islas, hacía crecer la mayor parte de su agricultura en las amplias
chinampa
, por siempre extensas, las cuales llaman ustedes «jardines flotantes». Cada
chinámitl
es una balsa entretejida de troncos y ramas de árboles, atracadas a la orilla del lago, dentro de la cual se echan capa tras capa de tierra fina, traída de la tierra firme. Cuando, temporada tras temporada, la siembra extiende sus raíces, otras nuevas van creciendo como tirabuzones hacia abajo sobre las viejas, hasta que finalmente llegan al fondo del lago y agarrándose a él aseguran la balsa firmemente en el lugar. Otras
chinampa
se construían afianzándolas unas junto a otras. Así, en todos los lagos, cada isla habitada, incluyendo Tenochtitlan, ostentaba un ancho anillo u orla de esas balsas cubiertas de verdor. En algunas islas más fértiles" es difícil saber dónde termina la tierra creada por los dioses y dónde empiezan los campos hechos por los hombres. No se necesitaba más de la vista de un topo, o el intelecto de un topo, para atender unas
chinampa
, así es que tomé a mi cargo aquellas que pertenecían a mi familia y a los vecinos de mi barrio. El trabajo no exigía mucho esfuerzo; tenía bastante tiempo libre. Me apliqué, con las pinturas que me regaló Chimali, al dibujo de palabras pintadas, tratando siempre y asiduamente de hacer que los símbolos más complicados se vieran más sencillos, más estilizados y más pequeños. Aunque parecía inverosímil todavía seguía alimentando la secreta esperanza de que la educación que estaba adquiriendo por mí mismo llegaría a mejorar mi posición en la vida. Ahora sonrío compasivamente cuando me acuerdo de mí mismo sentado allí en la balsa sucia, entre el hedor de los fertilizantes hechos con entrañas de animales y cabezas de pescados, mientras, ausente a todo esto, garrapateaba mis prácticas de escritura y soñaba quimeras maravillosas.

Por ejemplo, jugué con la ambición de llegar a ser un
pochtécatl
, mercader viajero, y viajar hacia las tierras de los mayas, en donde algún maravilloso curandero o físico restauraría mi vista, mientras me hacía rico mediante un trueque continuo a lo largo del camino. Oh, cómo urdía planes para convertir una bagatela de mercancía en una fortuna; planes ingeniosos que estaba seguro de que a ningún otro mercader se le habían ocurrido. Et único obstáculo para asegurar mi éxito, como me lo hizo notar Tzitzi con mucho tacto cuando le conté algunas de mis ideas, era que carecía hasta de la más insignificante cantidad como capital para poder empezar.

Y entonces, una tarde después de haber terminado mi día de trabajo, uno de los mensajeros del Señor Garza Roja apareció en la puerta de nuestra casa. Llevaba puesto un manto de color neutral, lo que significaba que no traía ni buenas ni malas noticias, y dijo a mi padre cortésmente: «
Mixpantzinco
».

«
Ximopanólti
», dijo mi padre, indicándole con un gesto que entrara. El joven, que era más o menos de mi edad, dijo dando un paso adentro: «El
tecutli
Tlauquécholtzin, mi señor y el de ustedes, requiere la presencia de su hijo Chicome-Xóchtil Tliléctic Mixtli en el palacio».

Mi padre y mi hermana estaban sorprendidos y turbados. Y supongo que yo también. Mi madre, no. Ella se lamentaba: «
Yya ayya
, ya sabía que algún día el muchacho ofendería a los nobles o a los dioses o… —Se interrumpió para preguntarle al mensajero—: ¿Qué diablura ha hecho Mixtli? No es necesario que el
tecutli
se moleste en propinarle personalmente una paliza o lo que sea que haya decretado. Estaremos muy contentos de darle su castigo».

«Yo no sé que nadie haya hecho nada —dijo el mensajero mirándola con recelo—. Solamente obedezco una orden. Llevarlo conmigo inmediatamente».

E inmediatamente lo acompañé, prefiriendo cualquier cosa que me esperara en el palacio, a lo que pudiera concebir la imaginación de mi madre. Sentía curiosidad, pero no podía pensar en ninguna razón por la que pudiera echarme a temblar. Si ese emplazamiento hubiera llegado algún tiempo antes, me habría sentido muy preocupado pensando que el malicioso Pactli había instigado algún cargo contra mí. Pero el joven Señor Alegría no estaba, dos o tres años antes se había ido a una
calmécac
a Tenochtitlan en la que solamente se aceptaban a los vástagos de las familias que gobernaban y que a su vez serían gobernantes. Y Pactli regresaba a Xaltocan solamente en las cortas vacaciones escolares. Durante esas visitas, había buscado pretextos para venir a nuestra casa, pero siempre cuando yo no estaba en casa sino trabajando, así es que no había vuelto a verlo desde aquel día en que tan brevemente compartimos a Desecho de los Dioses.

Respetuosamente, el mensajero se quedó unos cuantos pasos detrás de mí, cuando entré a la sala del trono del palacio y me incliné para hacer el gesto de besar la tierra. Junto al Señor Garza Roja estaba sentado un hombre al que jamás había visto antes en la isla. Aunque el forastero estaba sentado en una silla más baja, como era lo adecuado, disminuía considerablemente el aire de importancia que usualmente ostentaba nuestro gobernador. Aun con mi vista de topo, pude darme cuenta de que llevaba un manto de brillantes plumas y adornos de una riqueza tal que ningún
pili
en Xaltocan hubiera podido exhibir. Garza Roja dijo al visitante: «La petición había sido: hagan un hombre de él. Bien, nuestras Casas del Desarrollo de la Fuerza y del Aprendizaje de Modales hicieron lo mejor que pudieron. Aquí está».

«Tengo ordenado hacer una prueba», dijo el forastero. Sacó un rollito de papel de corteza y me lo alargó.

«
Mixpantzinco
», dije a los dos nobles, antes de desenrollar el papel. No traía nada que yo pudiera reconocer como una prueba; solamente una simple línea de palabras-pintadas y que yo ya había visto antes.

«¿Puede usted leerlo?», me preguntó el forastero.

«Ah, se me olvidó mencionarle eso —dijo Garza Roja como si él me hubiese enseñado personalmente—. Mixtli puede leer algunas cosas sencillas con una medida justa de comprensión».

«Puedo leer esto, mis señores. Dice…».

«No importa —me interrumpió el forastero—. Solamente dígame: ¿qué significa la figura con pico de pato?».

«Ehécatl, el viento, mi señor».

«¿Nada más?».

«Bien, mi señor, con la otra figura de párpados cerrados dice Viento de la Noche, pero…».

«¿Sí? Hable joven».

«Si mi señor me perdona la impertinencia, esta figura no representa el pico de un pato. Es la trompeta del viento por la cual el dios sopla…».

«Basta. —El forastero se volvió a Garza Roja—. Él es, Señor Gobernador. ¿Tengo entonces su autorización?».

«Claro, claro —dijo Garza Roja casi obsequiosamente. Volviéndose hacia mí, me dijo—: Te puedes levantar, Mixtli. Éste es el Ciaucoátl, el Señor Hueso Fuerte, Mujer Serpiente de Nezahualpili, Uey-Tlatoáni de Texcoco. El Señor Hueso Fuerte trae una invitación personal del Venerado Orador para que vayas a residir, estudiar y servir a la corte de Texcoco».

«¡Texcoco!», exclamé. Nunca antes había estado allí o en cualquier otro lugar de la nación Acolhua. No conocía a nadie allí y ningún acólhuatl podía saber nada de mí, ciertamente no el Venerado Orador Nezahualpili, quien en todas estas tierras era el segundo en poder y prestigio después de Tíxoc, el Uey-Tlatoani de Tenochtitlan. Estaba tan asombrado que sin pensarlo y con gran descortesía pregunté: «
¿Por qué?
».

«No es una orden —dijo con brusquedad el Mujer Serpiente de Texcoco—. Está usted invitado y puede aceptar o declinar la invitación. Pero no está usted invitado a hacer preguntas sobre este ofrecimiento».

Murmuré una disculpa y el Señor Garza Roja vino en mi ayuda diciendo: «Perdone al joven, mi señor. Estoy seguro que se encuentra tan perplejo, como yo lo he estado durante todos estos años, de que un personaje tan ensalzado como Nezahualpili haya puesto su mirada sobre este joven de entre tantos macéhualtin».

El Ciaucóatl solamente gruñó, por lo que Garza Roja continuó: «Nunca se me ha dado una explicación acerca del interés de su señor por este plebeyo en particular y siempre me contuve de preguntar. Por supuesto que recuerdo a su anterior soberano, que era un árbol de gran sombra, el sabio y bondadoso Nezahuelcóyotl y de que acostumbraba a viajar solo a través de estas tierras, disfrazada su identidad, en busca de personas estimables que merecieran su favor. ¿Es que su ilustre Nezahualpili continúa con esa benigna tradición? Y si es así, ¿puedo saber qué fue lo que vio en este nuestro joven súbdito Tliléctic-Mixtli?».

«No puedo decirlo, Señor Gobernador». El altivo noble le dio a Garza Roja una respuesta casi tan ruda como la que me había dado a mí.

«Nadie pregunta al Venerado Orador cuáles son sus impulsos y sus intenciones. Ni siquiera yo, su Mujer Serpiente. Y tengo otras obligaciones aparte de la de estar esperando a que este mozalbete indeciso se decida a aceptar este prodigioso honor. Joven, regreso a Texcoco mañana en cuanto se levante Tezcatlipoca. ¿Viene usted conmigo o no?».

«Por supuesto que sí, mi señor —dije—. Sólo tengo que empaquetar algunas ropas, mis papeles, mis pinturas. A menos de que haya algo en especial que deba llevar». Osadamente agregué esto último con la esperanza de que me sugiriera alguna idea sobre el
porqué
iba a ir y
por cuánto
tiempo iba a estar. Pero solamente dijo: «Le será dado todo lo necesario». Garza Roja dijo: «Preséntate aquí en el palacio, Mixtli, un poco antes de que se levante Tonatíu».

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