Azteca (18 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

«¿Un cargo? —dije perplejo—. ¿Un cargo de quién, Maestro?».

Me miró ceñudo, enfadado, como si lo hubiese cogido en un desliz y gruñó: «Un cargo que me he impuesto a mí mismo. Creo sinceramente que un hombre debe experimentar una guerra, o al menos una batalla, durante su vida. Porque, si sobrevive, todos los sabores de la vida vendrán a ser más ricos y más queridos. ¡Y ya basta! Espero verte mañana al atardecer en el campo, como de costumbre».

Entonces me fui y volví a ir a los ejercicios y lecciones de combate en los días y meses que siguieron. No sabía lo que el destino me reservaría, pero sí sabía una cosa. Si iba a ser destinado a alguna obligación indeseable había sólo dos medios para evadirla: o demostrando ser incapaz de realizarla o mostrándome demasiado inteligente para eso. Y como los buenos escribanos, por lo menos, no somos cizaña para ser abatida por la obsidiana, mientras asistía sin quejas a las dos Casas de Modales y de Fuerza, en privado seguía trabajando más intensa y fervientemente para descifrar los secretos del arte de conocer las palabras.

Haría el gesto de besar la tierra, Su Ilustrísima, si todavía se observara esa costumbre. En su lugar, enderezaré simplemente mis viejos huesos para levantarme en señal de saludo, tal como lo hacen sus frailes.

Es un honor tener de nuevo la graciosa presencia de Su Ilustrísima entre nuestro pequeño grupo y oírle decir que ha leído mi historia en las páginas recolectadas ya hace tiempo. Sin embargo, Su Ilustrísima busca ciertas respuestas a algunos sucesos anotados allí y debo confesar que sus preguntas me hacen bajar los párpados embarazosamente, aun con cierta vergüenza.

Sí, Su Ilustrísima, mi hermana y yo continuamos gozándonos mutuamente, durante todas las ocasiones que tuvimos en esos años de nuestro desarrollo, como ya lo dije hace poco. Sí, Su Ilustrísima, nosotros sabíamos que pecábamos.

Probablemente Tzitzitlini lo sabía desde el principio, pero como yo era más joven, me vine a dar cuenta gradualmente de que lo que estábamos haciendo era incorrecto. A través de los años, he ido comprendiendo que siempre nuestras mujeres conocen más acerca de los misterios del sexo y adquieren ese conocimiento antes que cualquier hombre. Sospecho que lo mismo sucede con las mujeres de todas las razas, incluyendo las suyas. Pues desde muy jóvenes se inclinan a susurrar entre ellas y a intercambiar secretos relativos a sus cuerpos y a los cuerpos de los hombres, y se juntan con las viudas y las viejas alcahuetas, quienes —quizá porque ya se les secaron sus jugos hace mucho tiempo— están regocijada y maliciosamente ansiosas de instruir a las doncellas jóvenes en las artes mujeriles de la astucia, las trampas y la impostura.

Lamento no tener todavía suficiente conocimiento de mi nueva religión cristiana, para saber todas sus reglas y censuras sobre este asunto, aunque he llegado a deducir que ninguna manifestación sexual es aprobada, excepto la ocasional copulación entre una pareja cristiana con el único propósito de producir un niño cristiano. Sin embargo, aun nosotros los paganos observábamos algunas leyes y muchas tradiciones, tratando de llegar a una conducta sexual aceptable.

Una doncella necesitaba permanecer virgen hasta que se casaba, a menos de que escogiera no hacerlo y formar parte de las
auyanime
que daban servicio a nuestros guerreros, lo cual era una ocupación legítima para cualquier mujer, aunque no exactamente muy honorable. También, ya sea por su propia voluntad o por haber sido violada, y por lo tanto descalificada para el matrimonio, podía llegar a ser una
maátitl
e ir a horcajadas por el camino. Había también algunas muchachas que mantenían estrictamente su virginidad para poder ganar el honor de ser sacrificadas en alguna ceremonia que necesitara de una virgen, otras porque deseaban servir durante toda su vida, al igual que sus monjas, asistiendo a los sacerdotes de los templos, aunque siempre había mucha especulación acerca de la naturaleza de esa asistencia y de la duración de su virginidad.

La castidad antes del matrimonio no era muy demandada a nuestros hombres, porque ellos tenían a su disposición las complacientes
máatime
y las mujeres esclavas, bien dispuestas o a la fuerza; y, claro, la virginidad de un hombre es difícil de comprobarse o refutar. Debo decirles que tampoco la virginidad de una mujer se puede comprobar o refutar, según me contó Tzitzi, si tiene suficiente tiempo para prepararse para la noche de bodas. Hay ancianas que crían pichones a los que alimentan con unas semillas rojas de una flor que sólo ellas conocen y venden los huevos de esas aves a las muchachas que quieren fingir ser vírgenes. Un huevo de pichón es lo suficientemente pequeño como para poder ser guardado fácilmente en lo más profundo de una mujer y su cascara es tan frágil que un novio excitado puede romperla sin darse cuenta, y la yema de ese huevo en especial es del color exacto de la sangre. También las alcahuetas venden a las mujeres un ungüento astringente hecho del
tepetómatl
, que ustedes llaman gayula, que fruncirá el orificio más flojo y bostezante a la estrechez de una adolescente…

Como usted lo ordena, Su Ilustrísima, trataré de refrenarme y no dar tantos detalles específicos.

La violación de una mujer era un crimen muy poco usual entre nuestra gente, por tres motivos. Uno, era muy difícil, por no decir imposible, cometerlo sin ser pescado, puesto que nuestras comunidades eran muy pequeñas y todo el mundo se conocía, y los forasteros eran extremadamente notorios. También era un crimen un tanto innecesario, porque había muchas
máatime
y esclavas que podían satisfacer a un hombre realmente necesitado. Y por último, se castigaba con la muerte. También el adulterio se castigaba igual y el
cuilónyotl
, que es el acto entre hombres, y el
patlachuia
, que es el acto sexual entre mujeres. Pero esos crímenes, aunque probablemente no eran raros, casi nunca se descubrían, porque se necesitaba sorprender a la pareja en pleno acto. Esos pecados, como la virginidad, son de otra forma muy difícil de comprobar.

Quiero hacer notar, que aquí solamente estoy hablando de esas prácticas que entre nosotros los mexica estaban prohibidas o que rehuíamos. Excepto por la libertad y ostentación sexual específicamente permitidas en algunas de nuestras ceremonias de fertilidad, nosotros los mexica éramos remilgados y austeros en comparación con otros pueblos. Yo recuerdo que cuando viajé por primera vez entre los mayas, lejos de aquí hacia el sur, me escandalizó el aspecto indecente de algunos de sus templos, cuyos desagües para la lluvia en los tejados, tenían la forma de un
tepule
de hombre y durante toda la temporada de lluvias estuvieron orinando continuamente.

Los huaxteca, quienes viven al noroeste, en las playas del mar del este, son excepcionalmente groseros en materia de sexo. He visto en sus palacios frisos tallados con representaciones de las muchas posiciones en que un hombre y una mujer pueden hacer el acto sexual. Cualquier huaxtécatl hombre que tenga un
tepule
más grande que lo ordinario, lo lleva colgando sin cubrirlo con el taparrabo, aun en público e incluso cuando visita lugares más civilizados. Esa jactancia altanera de los hombres huaxteca, les da una reputación de desenfrenada virilidad, que quizás puedan merecer o no. Sin embargo, en aquellas ocasiones en que un grupo de guerreros huaxteca era capturado y puesto a la venta en el mercado de esclavos de Azcapotzalco, he visto a nuestras mujeres de la nobleza mexica, veladas y subrepticiamente paradas a un lado de la multitud, haciendo señas a sus sirvientas para hacer una oferta sobre tal o cual huaxtécatl en el lugar de la venta.

Los purémpecha de Michihuacan, hacia el oeste de aquí, son más indulgentes o relajados en materia de sexo. Por ejemplo, el acto entre dos hombres no solamente no es castigado, sino que es perdonado y aceptado. Incluso ha sido representado en su escritura-pintada.

¿Sabían ustedes que el glifo de las partes
tepili
de una mujer está representado por una concha de caracol? Bueno, pues los purémpecha ilustraban sin ninguna vergüenza el acto del
cuilónyotl
con un dibujo de un hombre desnudo con una concha de caracol cubriendo sus propios órganos.

En cuanto al acto entre mi hermana y yo, la palabra que usted usa ¿es incesto? Sí, Su Ilustrísima, creo que esta relación estaba prohibida por todas las naciones conocidas. Sí, corríamos el riesgo de que nos mataran si éramos sorprendidos haciéndolo. Las leyes prescribían unas formas particularmente espantosas de ejecutar, por copulación entre un padre y su hija, madre e hijo, tío y sobrina, tía y sobrino y demás. Pero estas uniones sólo nos estaban prohibidas a nosotros los
macéhualtin
, quienes constituíamos la mayor parte de la población. Como ya hice notar antes, había familias nobles que se esforzaban en preservar lo que ellos llamaban la pureza de su linaje, efectuando matrimonios solamente entre los parientes de consanguinidad más cercana, aunque nunca fue evidente que esto mejorara las generaciones subsiguientes. Y por supuesto, ninguna ley, ninguna tradición, ninguna gente en general hizo mención de lo que pasaba entre la clase esclava: rapto, incesto, adulterio, lo que ustedes quieran.

Ah, pero usted me pregunta que cómo mi hermana y yo pudimos evitar ser descubiertos durante nuestra larga complacencia en ese pecado. Bueno, pues habiendo sido castigados por nuestra madre muy severamente por cosas más insignificantes, ambos habíamos aprendido a ser en extremo discretos. Llegó un tiempo en que tuve que partir por varios meses lejos de Xalto-can y deseé a Tzitzi y ella me deseó. Pero cada vez que regresaba a casa, le daba un beso fraternal en la mejilla y nos sentábamos uno aparte del otro, escondiendo nuestro fuego interior, mientras yo contaba a mis padres y a otros parientes y amigos deseosos de noticias, mis andanzas en el mundo más allá de nuestra isla. Podían pasar uno o varios días antes de que por fin Tzitzi y yo pudiéramos tener una oportunidad para estar juntos en privado, en secreto y fuera de todo peligro. Ah, pero entonces era el desnudarse rápido, las frenéticas caricias, el primer relajamiento como si los dos descansáramos sobre la ladera de nuestro propio volcán; pequeño, secreto y en erupción, y después las caricias más lentas, las más suaves y exquisitas explosiones…

Sin embargo, mis ausencias de la isla llegaron después. Mientras, mi hermana y yo no fuimos sorprendidos ni una sola vez en el acto. Claro que se nos hubiera echado una calamidad encima si, como los cristianos, hubiéramos concebido una criatura en cada copulación. Yo nunca había pensado ni siquiera en esa posibilidad, pues, ¿qué muchacho puede imaginarse siendo padre? Sin embargo, Tzitzi era una mujer y sabía mucho respecto a estas cosas y así había tomado precauciones contra esa contingencia. Todas esas viejas de las que he hablado vendían secretamente a las doncellas, como nuestros boticarios lo vendían abiertamente a las parejas casadas que no querían tener un niño cada vez que iban a la cama, un polvo molido del
tlatlaohuéhuetl
, que es un tubérculo semejante al
camotli
, pero cien veces mayor; lo que ustedes llaman en español el barbasco. Cualquier mujer que diariamente tome una dosis del polvo del barbasco no corre el riesgo de concebir un indeseado…

Perdóneme, Su Ilustrísima. No tenía idea de que estaba diciendo algo sacrílego. Por favor, siéntese usted otra vez.

Debo decir que, por mucho tiempo, estuve personalmente corriendo un gran riesgo, aun estando a una distancia segura de Tzitzi. Durante nuestras clases guerreras en la Casa del Desarrollo de la Fuerza, un grupo de seis a ocho muchachos eran mandados regularmente al atardecer, a tomar sitio en los campos o bosques en una supuesta «guardia para prevenir un ataque por sorpresa contra la escuela». Ésa era una obligación muy aburrida, así es que generalmente nos entreteníamos jugando
patoli
con los frijoles saltarines. Uno de los muchachos, no recuerdo quién era, descubrió el acto solitario y ni corto ni perezoso, no siendo egoísta con su descubrimiento, inmediatamente nos mostró ese arte a todos los demás. Desde entonces los muchachos jamás volvieron a llevar sus frijoles
choloani
a la guardia, para jugar llevaban ya su equipo unido a sus cuerpos. Hacíamos competiciones y cruzábamos apuestas sobre la cantidad de
omícetl
que cada uno de nosotros podía eyacular, el número de veces que lo podíamos hacer sucesivamente y el tiempo que necesitábamos para tener un nuevo resurgimiento de potencia. Igual que cuando éramos más jóvenes y competíamos sobre quién podía escupir u orinar más lejos o más copiosamente. Sin embargo, esta nueva competición era muy peligrosa para mí.

Verán, generalmente llegaba a esos juegos poco después, del prolongado abrazo de Tzitzi y como ya se pueden imaginar, mi reserva de
omícetl
se había ya vaciado, por no mencionar mi capacidad de erección. Así es que mis eyaculaciones eran muy pocas y con un débil goteo en comparación con las de los otros muchachos, y frecuentemente no conseguía la erección de mi
tepule
. Por un tiempo, mis compañeros me ridiculizaron y se burlaron de mí, pero más tarde empezaron a mirarme con preocupación e incluso con lástima. Algunos de los muchachos más compasivos me sugirieron varios remedios como comer carne cruda, sudar mucho en la casa de vapor; cosas como ésas. Mis dos amigos, Tlatli y Chimali, habían descubierto que podían alcanzar unas sensaciones más excitantes si cada uno de ellos manipulaba el
tepule
del otro. Así es que ellos me sugirieron…

¿Suciedad? ¿Obscenidad? ¿Sus oídos se sienten lastimados al oírme? Estoy muy apenado si perturbo a Su Ilustrísima y a ustedes, señores escribanos, pero no estoy relatando estos sucesos triviales y lascivos nada más porque sí. Todos ellos formaron parte de otros más importantes, que llegaron más tarde como resultado de éstos. ¿Podrían escucharme hasta el final?

Finalmente algunos de los muchachos mayores tuvieron la idea de poner sus
tépultin
en donde debían. Unos cuantos de nuestro compañeros, incluyendo a Pactli, el hijo del gobernador, fueron a explorar una aldea que estaba muy cerca de nuestra escuela. Allí encontraron y contrataron a una mujer esclava de unos veintitantos años o quizá treinta. De alguna manera su nombre fue muy apropiado, pues se llamaba Teteo-Temacáliz, que quiere decir Regalo de los Dioses. De un momento a otro, ella llegó a ser un regalo para los puestos de guardia, que visitaba diariamente.

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