Azteca (13 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Supongo que el hijo de Tepetzalan debería haber tomado en cuenta la clara insinuación del Señor Garza Roja y seguido los pasos de Tepetzalan. Deshabilitado y con la vista débil, no podía ambicionar demasiado o pensar siquiera en alguna ocupación venturosa Podría, eso sí, afanarme en un trabajo aburrido como el de cantero pero con la barriga siempre llena, como el de un verdadero topo. Quizá hubiera sido una vida mucho menos satisfactoria de la que yo obstinadamente persistía en encontrar, pero que me hubiese llevado por senderos más lisos y días más tranquilos que aquellos que encontré cuando me fui por mi propio camino. En este momento, mis señores, yo podría haber sido empleado en ayudar a construir su Ciudad de México y, si el Señor Garza Roja hubiera tenido razón al estimar mis habilidades, posiblemente haría una ciudad mucho mejor de la que están hacendó sus arquitectos importados y sus albañiles.

Pero dejémoslo pasar, dejémoslo pasar, como yo mismo dejé pasar todo haciendo caso omiso a la orden insinuada por el Señor Garza Roja; haciendo caso omiso del orgullo genuino de mi padre por su trabajo y de sus intentos por enseñármelos y haciendo caso omiso de la censura de mi madre, quien se quejaba de que estaba tratando de subir en mi vida muy por encima de la posición social decretada.

De entre las insinuaciones hechas por el gobernador, había una que no podía ignorar. Me había revelado que una palabra-pintada no siempre significaba lo que representaba como dibujo, sino también lo que simbolizaba como sonido. Nada más eso, pero fue lo suficientemente revelador e interesante como para que siguiera buscando en pequeños fragmentos de escritura, en las paredes de los templos, en los rollos de tríbulo de la isla, en el palacio o en cualquier papel que llevara algún mercader viajante, triando y trabajando laboriosamente para descifrarlos.

Incluso fui a ver al anciano
tonalpoqui
que me había dado mi nombre cuatro años antes, y le pedí que me dejara mirar su venerable libro-de-dar-nombres cuando no lo estuviera usando. Si le hubiera pedido a una de sus nietas como concubina en los ratos en que ella no estuviera ocupada, no hubiera reculado tan violentamente. Me corrió con la información de que el arte de conocer el
tonálmatl
estaba reservado para los descendientes de los tonalpoque y no para mocosos desconocidos y presuntuosos. Quizás eso fuera así, pero apuesto a que él recordaba mi declaración de que yo hubiera podido darme mi propio nombre tan bien o mejor de como él lo había hecho; en otras palabras, que él era viejo asustadizo y tramposo que no podía leer el
tonálmal, mejor
r de lo que yo lo hubiera podido hacer en aquel entonces.

Una tarde, me encontré con un extranjero. Chimali, Tlatli, algunos otros muchachos y yo habíamos estado jugando juntos toda la tarde, así es que Tzitzitlini no estaba con nosotros. En una plaza bastante distante de nuestra aldea encontramos el casco de un a
cali
viejo y putrefacto y estuvimos tan absortos jugando a los remeros, que nos sorprendió Tonatíu cuando con su cielo enrojecido dio su llamada de advertencia de que se estaba Deparando para irse a dormir. Teníamos que recorrer un largo camino hasta llegar a casa y Tonatíu se apresuraba a su cama más rápido de lo que nosotros podíamos caminar, así es que los otros muchachos echaron a correr. A la luz del día yo hubiera podido seguirlos, pero en la semioscuridad del atardecer me vi forzado a moverme más despacio y a caminar con más cuidado. Probablemente los otros nunca me echaron de menos; como sea, pronto se perdieron en la distancia.

Llegué al cruce de dos caminos en donde había una banca de piedra. Hacía algún tiempo que no pasaba por allí, pero recordé que la banca tenía varios símbolos grabados y me olvidé de todo. Me olvidé de que ya estaba casi oscuro como para que pudiera ver los grabados, ya no digamos descifrarlos. Me olvidé de por qué estaba allí la banca. Olvidé todas las cosas que me acechaban y que podrían caer sobre mí en cuanto sobreviniera la noche. Incluso oí cercano el grito de un búho y no presté atención a ese presagio de mal agüero. Había algo que leer allí y no podía seguir adelante sin tratar de hacerlo.

La banca era lo suficientemente larga como para que un hombre pudiera tenderse en ella, si es que podía acomodar sus espaldas en las aristas de la piedra tallada. Me incliné sobre las marcas y me fijé en ellas, trazándolas tanto con mis dedos como con mis ojos; me fui moviendo de un lugar a otro, hasta que casi me dejé caer sobre las piernas de un hombre que estaba allí sentado. Di un salto hacia atrás, como si hubiese quemado y murmuré una disculpa:

«
M-mixpantzinco
. En su augusta presencia…».

Con la misma cortesía, pero cansadamente, él me dio la respuesta acostumbrada:

«
Ximopanolti
. A su conveniencia…».

Durante un momento nos miramos fijamente. Supongo que lo único que él vio fue a un muchachito desaliñado y cegato de unos doce años. Yo no podía distinguirlo en detalle, parte porque la noche había caído sobre nosotros y parte porque había saltado lejos de él, pero" me pude dar cuenta de que era un forastero o por lo menos lo era para mí, ya que su manto de buena tela estaba manchado por el viaje; sus sandalias gastadas por el mucho caminar, y su piel cobriza, polvorienta por la tierra del camino.

«¿Cómo te llamas muchacho?», me preguntó al fin.

«Bueno, me dicen Topo…», empecé.

«Puedo creer eso, pero ése no es tu nombre».

Antes de que pudiera contestarle, me hizo otra pregunta.

«¿Qué estabas haciendo hace un momento?».

«Estaba leyendo, Yanquicatzin —realmente no sé qué había en él, que me hizo darle el título de
Señor
Forastero—. Estaba leyendo lo escrito en la banca».

«¿De veras? —lo dijo cansada e incrédulamente—. Nunca te hubiera considerado un joven noble educado. ¿Y qué es lo que dice la escritura?».

«Dice: “del pueblo de Xaltocan para que el Señor Viento de la Noche descanse”».

«Alguien te dijo eso».

«No, Señor Forastero. Discúlpeme, pero… ¿ve? —Me moví lo suficientemente cerca para apuntar—. Este pico de pato aquí significa viento».

«No es un pico de pato —dejó caer el hombre—. Es una trompeta por la cual el dios sopla los vientos».

«¡Oh! Gracias por decírmelo, mi Señor. De todas formas, significa
ehécatl
. Y esta otra marca de aquí… todos estos párpados cerrados, significan
yoali
. Yoali Ehécatl, Viento de la Noche».

«De veras sabes leer, ¿eh?»

«Muy poco, mi señor. No mucho».

«¿Quién te enseñó?».

«Nadie, Señor Forastero. No hay nadie en Xaltocan que enseñe este arte. Es una lástima, porque me gustaría aprender más».

«Entonces debes ir a otra parte».

«Supongo que sí, mi señor».

«Te sugiero que lo hagas ahora mismo. Estoy cansado de oírte leer. Ve a otra parte, muchacho a quien llaman Topo».

«Oh. Sí. Por supuesto, Señor Forastero.
Mixpantzinco
».

«Ximopanolti».

Volteé una vez más la cabeza para verlo por última vez, pero él estaba más allá del alcance de mi corta vista o había sido tragado por la oscuridad o simplemente se había ido. Encontré en mi casa un coro formado por mi padre, mi madre y mi hermana, que expresaba una mezcla de preocupación, alivio, consternación y enojo por haber estado tanto tiempo solo en la peligrosa oscuridad, pero hasta mi madre se quedó callada cuando le expliqué cómo había sido detenido por el inquisitivo forastero. Ella estaba quieta y callada, y tanto ella como mi hermana miraban a mi padre con los ojos muy abiertos, quien a su vez me contemplaba con esa misma expresión.

«Te encontraste con él —dijo mi padre roncamente—. Te encontraste con el dios y él te dejó ir. El dios Viento de la Noche».

Desvelado toda la noche, traté sin ningún éxito de ver como un dios al brusco viajero, polvoriento y cansado. Aunque si él había sido Viento de la Noche, entonces por tradición se me concedería el deseo de mi corazón. Solamente había un problema. Aparte de desear aprender a leer y a escribir correctamente, no sabía cuál
era
el deseo de mi corazón. O no lo supe hasta que se me concedió, si es que eso fue así.

Ocurrió un día cuando estaba trabajando como aprendiz en la cantera de mi padre. No era un trabajo pesado; se me había nombrado vigilante de la gran fosa durante el tiempo en que todos los trabajadores, dejando sus aperos, iban a sus casas para la comida del mediodía. No es que hubiera allí mucho riesgo de robo por parte de humanos, pero si se dejaban los aperos sin vigilancia, los pequeños animales salvajes iban a roer las asas y mangos, salados por la absorción del sudor de los trabajadores. Un pequeño verraco-espín podía roer totalmente una pesada barra de ébano, durante la ausencia de los hombres. Por fortuna, mi sola presencia era suficiente para que esas criaturas buscaran su sal en la playa, ya que una manada de ellos hubiera podido invadir el lugar, pululando ante mí sin ser vistos por mis ojos de topo.

Ese día, como siempre, Tzitzitlini corrió fuera de casa para traerme mi
itácatl
, mi comida del mediodía. De un puntapié se quitó sus sandalias y se sentó a mi lado sobre la hierba de la orilla de la cantera, parloteando alegremente mientras yo me comía mi ración de pescaditos deshuesados y blancos del lago, enrollados en una tortilla caliente. Habían venido envueltos en una servilleta de algodón y todavía estaban calientes del fuego. Noté que mi hermana estaba también acalorada, aunque el día era frío. Su rostro estaba sonrojado y abanicaba el pecho con el escote cuadrado de su blusa.

Los rollos de pescado tenían un ligero saber agridulce poco común. Me pregunté si Tzitzi los había preparado en lugar de mi madre y si era por eso que estaba parloteando tan volublemente a fin de que no la embromara por su falta de pericia en la cocina. Sin embargo, el sabor no era desagradable, yo tenía mucha hambre y quedé completamente lleno cuando terminé de comer. Tzitzi me sugirió que me recostara y digiriera mi comida cómodamente; ella vigilaría para que no entrara ningún verraco-espín.

Me recosté sobre mi espalda y miré hacia arriba, hacia las nubes que antes podía ver claramente dibujadas contra el cielo; en ese momento no eran más que manchas blancas sin forma en medio de desdibujadas manchas azules. Para entonces ya me había acostumbrado, pero en un momento algo le pasó a mi vista que vino a perturbarme. El blanco y el azul empezaron a girar como un torbellino, al principio despacio y después más rápido, como si un dios allá arriba empezara a menear el cielo con un molinillo para
chocólatl
. Sorprendido, traté de sentarme, pero de pronto me sentí tan mareado que me caí de espaldas otra vez sobre el césped.

Entonces sentí una sensación muy extraña y debí de hacer algún ruido raro porque Tzitzi se inclinó sobre mí y miró mi rostro. A pesar de estar confundido, tuve la impresión de que ella estaba
esperando
que algo sucediera. La punta de su lengua se asomaba entre sus blancos dientes y sus ojos rasgados me miraron como buscando alguna señal. Luego sus labios sonrieron traviesamente, se pasó la lengua por sus labios y sus ojos se agrandaron con una luz casi de triunfo. Ella se veía en mis propios ojos y su voz parecía un extraño eco venido de muy lejos.

«Tus pupilas se han puesto muy grandes, mi hermano —dijo, pero como seguía sonriendo no me sentí alarmado—. Tus iris están apenas parduzcos, casi enteramente negros. ¿Qué ves con esos ojos?».

«Te veo a ti, hermana —dije y mi voz era torpe—. De alguna manera te ves diferente. Te ves…». «¿Sí?», dijo sugestivamente.

«Te ves tan bonita», dije, pues no pude evitar decir eso. Como cualquier otro muchacho de mi edad, se esperaba que despreciara y desdeñara a las muchachitas, si es que me dignaba mirarlas, y por supuesto que a la propia hermana se la desdeñaba más que a cualquier otra muchacha. Sin embargo, yo me había dado cuenta desde hacía mucho que Tzitzi iba a ser muy bonita, aunque no lo hubiera oído comentar por los adultos, hombres y mujeres por igual, quienes detenían el aliento en cuanto lo notaban. Ningún escultor podría haber captado la gracia sutil de su joven cuerpo, porque la piedra o la arcilla no se mueven y ella daba la impresión de estar siempre en un movimiento continuo y ondulante, aun cuando estuviera estática. Ningún pintor podría mezclar los colores oro-cervato de su piel, ni el color de sus ojos: ojos de gacela delineados con oro… Sin embargo, en aquel momento algo mágico había sido agregado y fue por eso que no pude rehusar a dar crédito a su belleza, aunque no lo deseara. La magia estaba visible alrededor de ella, como esa áurea neblina de joyas de agua, que, cuando sale el sol, inmediatamente después de llover, se ve en el cielo. «Hay colores —dije con mi voz curiosamente torpe—. Tiras de colores, como la neblina de joyas de agua. Todas alrededor de tu cara, mi hermana. La incandescencia del rojo… y afuera de éste un púrpura encendido… y… y…».

«¿Sientes placer cuando me ves?», me preguntó. «Sí, eso. Tú me lo das. Sí. Placer».

«Entonces cállate, mi hermano, y deja que te dé placer». Jadeé. Su mano estaba debajo de mi manto. Recuerden que todavía me faltaba un año para usar el
tnáxtlatl
, taparrabo. Debí haber pensado que el gesto de mi hermana era muy atrevido, una afrentosa violación de mi intimidad, pero por alguna causa no me lo pareció y de cualquier modo me sentía demasiado torpe para levantar mis brazos y rechazarla. Casi no sentía nada, solamente me pareció que una parte de mi cuerpo estaba creciendo, una parte que nunca antes había notado que creciera. Había cambiado también, del mismo modo, el cuerpo de Tzitzi. Sus pechos jóvenes se veían ordinariamente como modestos montecillos debajo de su blusa, pero ahora podía ver sus pezones contraídos golpeando contra la fina tela que los cubría, como si fueran pequeñas yemas de dedos, ya que ella estaba arrodillada sobre mí.

Me las arreglé para levantar mi cabeza, que sentía muy pesada, y contemplé aturdido mi
tepúle
, que ella manipulaba con su mano. Nunca antes se me había ocurrido que mi miembro pudiera salirse tan lejos de su vaina de piel y ésa fue la primera vez, pues antes solamente había visto su punta y la boquita lloriqueante, pero en ese momento al resbalar su piel hacia atrás, se convirtió en una columna rojiza con una terminación bulbosa. Se parecía más a un pequeño hongo lustroso que brotaba de la mano de Tzitzi, que lo asía apretadamente. «
Oéya, yoyolcatica
—murmuró ella, con su rostro casi tan rojo como mi miembro—. Está creciendo, empieza a tener vida. ¿Ves?».

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