Esa idea, sin embargo, no causó entusiasmo en toda la gente y uno de los que le aconsejaron precaución, fue el Venerado Orador Nezahualpili de Texcoco, cuando por invitación de Auítzotl inspeccionó el nuevo manantial y los trabajos que apenas se habían comenzado sobre el lugar en donde se ubicaría el nuevo acueducto. Yo no escuché la conversación con mis propios oídos, ya que no había razón por la cual estuviera allí presente; probablemente estaba en esos momentos jugando con mi pequeña. Sin embargo, puedo reconstruir la conversación que tuvieron los dos Venerados Oradores, por lo que me contaron sus asistentes mucho después del suceso.
Entre otras cosas, Nezahualpili le llegó a prevenir: «Mi amigo, usted y su ciudad tendrán que escoger entre tener muy poca agua o tener demasiada», y recordó a Auítzotl varios hechos históricos.
Esta ciudad es ahora, como lo ha sido durante gavillas de años, una isla rodeada de agua, pero no siempre fue así. Cuando los primeros ancestros de nosotros los mexica llegaron a este valle y se asentaron permanentemente aquí, ellos
caminaron
hasta aquí. Sin duda fue un camino resbaladizo e incómodo, pero no tuvieron que nadar. Toda esta área que ahora contiene agua, desde aquí hasta la tierra firme, por el oeste, el norte y el sur, era en aquellos días sólo un pantano húmedo con lodo, cieno y juncos, y éste era el único lugar con tierra firme y seca que sobresalía de esa extensa ciénaga.
A través de los años en que se construyó esta ciudad, esos primeros pobladores, también hicieron veredas más firmes para tener más fácil acceso a la tierra firme. Las primeras, no fueron más que montones de tierra apretada y apilada un poco más alto que el pantano. Pero, eventualmente, los mexica llegaron a acomodar allí una doble hilera de pilotes que rellenaron con cascajo, y sobre esa construcción colocaron el pavimento empedrado y los parapetos de los tres caminos que hasta hoy en día existen. Éstos impidieron a las aguas del pantano correr libremente, más allá del lago y así las aguas bloqueadas empezaron a elevarse perceptiblemente.
Eso contribuyó a un aprovechamiento considerable bajo previas circunstancias. El agua cubrió la ciénaga maloliente y también los juncos que lastimaban las piernas, y los lodazales del pantano en donde se criaban multitud de mosquitos. Por supuesto que si las aguas hubieran seguido subiendo, al final habrían llegado a cubrir toda la isla e inundar las calles de Tlácopan y de otras ciudades de tierra firme. Sin embargo, los caminos-puentes estaban construidos con aberturas de madera puestas a intervalos, y la isla en sí estaba excavada por muchos canales para dar paso a las canoas. Esas espuertas permitían que hubiera un continuo desagüe de aguas hacia el lago de Texcoco, sobre el lado este de la isla, así que la laguna creada artificialmente no levantaba mucho su cauce, por lo menos no demasiado.
«Todavía no se ha elevado excesivamente el nivel del agua —dijo Nezahualpili a Auítzotl—. Pero ahora que usted se propone traer más de la tierra firme, ésta debe desaguarse en algún sitio».
«Pero si será consumida por nuestra gente en la ciudad —dijo Auítzotl con petulancia—. Para ser bebida, para bañarse, para lavar…».
«El agua que se
consume
, siempre es muy poca —dijo Nezahualpili—. Aunque su pueblo bebiera durante todo el día, tendrían que orinar exactamente igual. Por eso repito: el agua debe desaguarse en algún sitio. ¿Y en dónde será, sino en alguna maldita parte del lago? Su nivel se podría elevar más rápido de lo que se pudiera desaguar a través de los canales y de los caminos-puentes, más allá del lago de Texcoco».
Empezando a ponerse enojado y colorado, Auítzotl preguntó: «¿Sugiere usted que nosotros ignoremos este manantial, recién encontrado, que es un regalo de los dioses? ¿Que nosotros no hagamos nada por aliviar la sed de Tenochtitlan?».
«Eso sería lo más prudente. Por lo menos le sugiero a usted que construya su acueducto de tal manera, que el chorro de agua pueda ser disminuido y controlado, e incluso cortado si fuera necesario».
Auítzotl dijo gruñendo: «Con el paso de los años, viejo amigo, usted ha llegado a ser tan temeroso como una vieja. Si nosotros los mexica hubiéramos escuchado siempre a aquellos que nos decían que no hiciéramos tal o cual cosa, nunca habríamos hecho nada».
«Usted me ha pedido mi opinión, viejo amigo, y yo se la he dado —dijo Nezahualpili—. Pero la responsabilidad final es suya y —él sonrió— su nombre es Monstruo de Agua».
El acueducto de Auítzotl quedó terminado, más o menos un año después de eso, y los adivinos de palacio tuvieron grandes problemas para escoger el día más favorable para su inauguración, dejando correr la primera agua. Recuerdo muy bien la fecha de ese día, TreceViento, porque su nombre vivió siempre en nuestra memoria. La multitud empezó a reunirse mucho antes de que empezara la ceremonia, pues era un suceso tan importante como la dedicación a la Gran Pirámide que se había llevado a efecto doce años antes. Por supuesto que a toda esa gente no se la hubiera dejado entrar en el camino-puente de Coyohuacan, en donde se estaban llevando a cabo los ritos ceremoniales. La multitud de plebeyos se aglomeraban al final de la isla-ciudad, hacia el sur, apretujándose y repantigándose para poder echar un vistazo a Auítzotl, a sus esposas, a su Consejo de Voceros, a los altos nobles, sacerdotes, campeones y otros personajes que habían llegado en sus canoas desde el palacio, para tomar sus lugares en el camino-puente, entre la ciudad y el fuerte de Acachinanco. Desafortunadamente, yo tuve que estar entre esos altos dignatarios, con mi uniforme completo y con toda la compañía de campeones Águila. Zyanya también quería asistir llevando con ella a Cocoton, pero yo la disuadí otra vez.
«Aunque pudiera conseguir que te acercaras lo suficiente como para poder ver algo —le dije esa mañana, mientras bregaba por ponerme mi traje de plumas acojinado—, el viento del lago te golpearía y la brisa te mojaría. También, en medio de esa multitud aplastante, podrías caer o desmayarte y la niña podría ser pisoteada».
«Creo que tienes razón —dijo Zyanya sin sentirse muy desilusionada. Impulsivamente tomó a la pequeña en sus brazos y la abrazó fuertemente—. Y Cocoton es muy bonita para ser apretada por alguien más que por nosotros».
«¡No apretar!», se quejó Cocoton, pero con dignidad. Luego zafándose de los brazos de su madre se fue haciendo pinitos hacia el otro lado del cuarto. A la edad de dos años, nuestra hija tenía un vocabulario considerable, pero no era parlanchína como una ardilla; rara vez utilizaba más de dos palabras a la vez.
«Cuando nació Migajita creí que iba a ser muy fea —dije mientras me vestía—. Pero ahora creo que es tan bonita, que no es posible que llegue a serlo más. De aquí en adelante se va a ir poniendo fea y es una lástima. Para cuando la queramos casar, va a parecer una verraca salvaje».
Estando de acuerdo conmigo, Cocoton dijo desde su rincón: «Verraca salvaje».
«No es cierto —dijo Zyanya firmemente—. Cuando un niño es muy bonito, alcanza casi su máxima belleza a los dos años y sigue siendo muy bonito, con sutiles cambios por supuesto, hasta alcanzar, a los seis años, su máxima belleza infantil. La belleza de los niños se detiene ahí, pero las niñas…».
Yo gruñí.
«Quiero decir que los niños dejan de ser
bonitos
, para llegar a ser guapos, agradables, varoniles, pero no
bellos
. O por lo menos no deberían desearlo. A la mayoría de las mujeres no les gustan los hombres bonitos, ni tampoco a los hombres».
Le dije entonces que estaba contento de haber crecido siendo feo y cuando ella no me desmintió, adopté una mirada melancólica.
«Luego —continuó ella—, las niñitas alcanzan otro grado de belleza cuando llegan más o menos a los doce años, dependiendo de su primer sangrado. Durante la adolescencia, generalmente son tan nerviosas y malhumoradas, como para ser admiradas en lo absoluto. Sin embargo, después vuelven a florecer y a los veinte más o menos, sí, como a los veinte, diría yo, una muchacha llega a ser tan bella como nunca antes lo fue y como no lo volverá a ser otra vez».
«Lo sé —dije—. Tú tenías veinte años cuando yo me enamoré de ti y me casé contigo. Y desde entonces no tienes edad».
«Eres un adulador y un mentiroso —me dijo ella, pero sonriendo—. Tengo arrugas en las orillas de mis ojos, mis pechos no son tan firmes como entonces, hay marcas en mi abdomen y…».
«No importa —dije—. La belleza de tus veinte años causó tal impresión en mi mente, que se ha quedado ahí indeleblemente grabada. Nunca podré verte de otra manera, aunque la gente algún día diga: “Viejo tonto, no estás viendo más que una vieja”, yo no podré creerles».
Hice una pausa para pensar un momento, pero luego dije en su lengua nativa: «
Rizalazi Zyanya chuüpa chíi, chuüpa chíi zyanya
», era un juego de palabras, que más o menos quería decir: «Recuerda, Siempre, que los veinte te dejaron en veinte siempre».
Ella preguntó tiernamente: «¿Siempre?».
Y yo le aseguré: «Siempre».
«Eso será muy hermoso —dijo ella con una mirada nublada por las lágrimas—, pensar que por todo el tiempo que esté a tu lado, seré siempre una muchacha de veinte años. Incluso, aunque nos tengamos que separar algunas veces, sin importar en qué parte del mundo estés, yo seguiré siendo para ti una muchacha de veinte años. —Parpadeó con sus largas pestañas, hasta que sus ojos brillaron otra vez y sonriendo me dijo—: Debí de haberlo mencionado antes, Zaa… tú no eres realmente feo».
«Realmente feo», dijo mi adorada y adorable hija.
Eso nos hizo reír a los dos, rompiendo ese momento de encanto.
Tomando mi escudo dije: «Debo irme». Zyanya me dio un beso de despedida y dejé la casa.
Era muy temprano en la mañana. El lanchón recolector de basura se abría paso por el canal contra el viento, al final de nuestra calle, recogiendo los desperdicios apilados en la noche. La recolección de los desperdicios de la ciudad era el trabajo más bajo de Tenochtitlan, y sólo los más desafortunados desgraciados eran empleados en eso, tullidos sin esperanza, borrachos incurables y demás. Me volví para no ver ese cuadro depresivo y caminé en otra dirección, calle arriba hacia la plaza principal y sólo había caminado un poco, cuando oí que Zyanya me llamaba por mi nombre.
Me volví y levanté mi topacio para ver. Había salido a la puerta de la casa para decirme otra vez adiós, con la mano y para decirme algo más antes de volver a entrar en la casa. Pudo haber sido algo que sólo las mujeres pueden decir, como: «Luego me dices qué llevaba puesto la Primera Señora». O algo que sólo puede decirlo una esposa, como: «Ten cuidado de no llegar muy mojado». O algo que salía del corazón, como «Recuerda que te amo». Cualquier cosa que fuera, no la oí, pues en aquellos momentos llegó el viento, un viento, y él se llevó sus palabras.
Ya que el manantial de Coyohuacan formaba parte de la tierra firme, éste se encontraba un poco más alto que el nivel de las calles de Tenochtitlan, así es que el acueducto se deslizaba pendiente abajo desde allí. Era tan ancho y vasto, que un hombre no lo podía encerrar entre sus dos brazos, y de casi dos largas-carreras de longitud. Su punto de unión en el camino-puente era en donde se encontraba, exactamente, el fuerte de Acachinanco y haciendo un ángulo, partía de allí paralelo al parapeto del camino-puente, derecho hacia la ciudad. Una vez en ella, se dividía en ramificaciones, para alimentar los canales que tenían menos agua y que corrían por Tenochtitlan y Tlaltelolco, llenando también los estanques de abastecimiento, puestos en cada manzana en lugares convenientes y las diversas fuentes recién construidas en la plaza principal.
En cierto modo, Auítzotl y sus constructores habían tenido en cuenta la advertencia de Nezahualpili, acerca de controlar el agua del manantial. En el ángulo en donde el acueducto corría paralelo al camino-puente y en otro punto, ya casi entrando en la ciudad, se le habían hecho a las gamellas de piedra unas ranuras verticales, en las cuales estaban semiintroducidas unas tablas, hechas siguiendo la misma forma de la gamella, que cerrarían el paso del agua. Lo único que se tenía que hacer era dejar caer esas tablas para cortar el chorro de agua, si eso fuera necesario.
La nueva estructura debía ser dedicada a la diosa de los estanques, corrientes y otras aguas, la cabeza de rana Chalchihuitlicué y ella no exigía demasiados ofrecimientos humanos, como algunos otros dioses. Así es que los sacrificados en ese día iban a ser sólo los necesarios. En donde se iniciaba el acueducto, en el manantial, fuera del alcance de nuestra vista, estaba otro contingente de nobles y sacerdotes y un número de guerreros guardando a los prisioneros. Ya que nosotros los mexica estábamos muy ocupados en esos momentos, como para entrar en alguna otra Guerra Florida, la mayoría de esos prisioneros eran bandidos comunes que Motecuzoma El Joven había encontrado en sus idas y venidas de un lado a otro, y que los había capturado y enviado a Tenochtitlan sólo para ese propósito. En el camino-puente en donde estaba Auítzotl, junto conmigo y con otros cientos de personas, todos tratábamos de conservar nuestros penachos de plumas y las plumas que pasaban por alas de nuestro traje, al abrigo del viento del este. Había rezos, cantos e invocaciones, mientras los sacerdotes menores mataban cierta cantidad de ranas,
axololtin
y otras criaturas acuáticas, para complacer a Chalchihuitlicué. Luego encendieron un fuego y espolvorearon en él una sustancia sacerdotal y secreta para que se elevara una voluta de humo azul. Aunque el soplo del viento rompió esa columna de humo, alcanzó a subir lo suficiente como para dar la señal al otro grupo ceremonial que se encontraba en el manantial de Coyohuacan.
Allí, los sacerdotes acostaron al primer prisionero sobre la gamella, al comienzo del acueducto, y abriéndolo en canal dejaron su cuerpo allí, mientras la sangre corría. Luego otro prisionero fue puesto allí e hicieron lo mismo con él. En cuanto un cuerpo se empezaba a secar, era arrojado a un lado y se ponía otro, así siempre había sangre fresca corriendo. No sé cuántos
xochimique
mataron y desangraron, antes de que la primera sangre, que escurría suavemente, llegara a la vista de Auítzotl y de sus sacerdotes, quienes dieron un grito de alabanza cuando la vieron. Otra sustancia fue arrojada al fuego produciendo un humo rojo: la señal para que los sacerdotes que estaban junto al manantial dejaran de matar. Entonces llegó el momento en que Auítzotl haría el sacrificio más importante, y le entregaron a la víctima más adecuada: una Pequeñita de cuatro años, vestida con un traje azul-agua que tenía cosido por todas partes gemas verdes y azules. Era la hija de un cazador de aves que se había ahogado cuando su
acali
se volcó en el agua, un poco antes de que ella naciera y ésta había nacido con una cara muy parecida a una rana, o a la diosa Chalchihuitlicué. La viuda había considerado esas coincidencias relacionadas con el agua, como una señal de la diosa y había ofrecido a su hija voluntariamente para la ceremonia. Con un gran acompañamiento de cantos y graznidos por parte de los sacerdotes, el Venerado Orador levantó a la niña sobre la gamella que estaba detrás de él, mientras que los sacerdotes se balanceaban a un lado del fuego. Auítzotl acostó a la niña sobre el acueducto y tomó de su cintura su cuchillo de obsidiana. El humo de la urna cambió a un color verde; otra señal para que los sacerdotes en la tierra firme, al otro lado del acueducto, dejaran correr el agua por éste. No sé exactamente cómo lo hicieron, si quitaron alguna clase de obstáculo que obstruía el agua, o si rompieron el último dique de tierra o si sólo rodaron algún peñasco. El caso es que el agua, que un principio había llegado coloreada de rojo, no vino chorreando como la sangre.