Azteca (89 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

La única concentración humana de Michihuacan, en aquellos días, estaba en la multitud de aldeas que bordeaban el gran Lago de Juncos, Pátzkuaro, o asentadas en las muchas islas pequeñas del lago. Aunque cada una de las aldeas de los alrededores vivían de la caza de aves y de la pesca, cada una tenía, por órdenes de su Uandákuari, que proveer localmente algún producto en especial o algún servicio que pudiera ser cambiado entre las demás. Una comunidad trabajaba la madera, otra tejía ropa, otra trenzaba los juncos para convertirlos en alfombrillas
pétlatin
, otra se dedicaba al lacado y así todas. En la aldea que llevaba el nombre del lago, Pátzkuaro, estaba el mercado en donde se ofrecían todas esas cosas. En una isla en medio del lago, llamada Xarákuaro, se habían construido todos los templos, altares y plazas, y era el centro ceremonial para todos los habitantes de las aldeas. Tzintzuntzaní, que quiere decir En Donde Hay Colibríes, era la capital, el centro y el corazón de toda esa actividad. Por sí misma no producía otra cosa más que las decisiones, acciones y órdenes con que se gobernaba a la nación entera. Estaba construida a base de palacios y totalmente habitada por sus nobles y sus familias, por cortesanos, sacerdotes y sirvientes.

Conforme se iba aproximando nuestra caravana, el primer objeto hecho por el hombre que podíamos ver, sobre el camino, desde varias largas-carreras, era la anciana
iyákata
, como se le dice en poré a una pirámide, que se alzaba sobre las alturas, al este de los palacios de los nobles. Más allá de toda imaginación, esa
iyákata
, no muy alta pero extravagantemente alargada, era una curiosa mezcla de plazas y de edificios redondos, que se habían llegado a convertir en un majestuoso montón de piedras, pues hacía ya mucho tiempo que habían perdido toda su cubierta de yeso y colorido; se estaban rompiendo en partes y la hierba crecía por todos lados.

Los numerosos palacios de En Donde Hay Colibríes estaban todos construidos de madera, y aunque pudieran ser mucho menos impresionantes que los de piedra de Tenochtitlan, eran totalmente diferentes, así es que tenían su propia grandeza. Bajo los aleros desplegados de sus altos techos puntiagudos, terminados en un rizo, había dos pisos y el alto estaba totalmente circundado por una galería exterior. Los poderosos troncos de cedro que sostenían esos edificios, las columnas, los remates y los pilares, las innumerables vigas visibles bajo sus aleros, todos ellos estaban trabajados laboriosamente y tallados con rizos y filigranas. Sus puertas eran más a menudo tablas que se deslizaban, que las familiares para nosotros sostenidas sobre pivotes. Cualesquiera que fueran los artistas que los consiguieron, y en algunos palacios debieron de haber utilizado mano de obra importada, los ricos lacados debieron de haber sido trabajados a mano. Cada palacio tenía bellos ornamentos que brillaban de color y de oro batido, pero por supuesto el palacio del Uandákuari hacía que los otros parecieran insignificantes.

Los mensajeros-veloces habían tenido a Yquígare informado de nuestra aproximación, así es que nuestra llegada era esperada una multitud de nobles con sus esposas nos estaba aguardando para recibirnos. Un poco antes de nuestra llegada, la comitiva se había desviado hacia el lago, y buscando un lugar solitario, todos nos bañamos y nos pusimos nuestros trajes más finos. Llegamos a la entrada del palacio, sintiéndonos frescos y altivos; ordené que dejaran las sillas de manos, junto a una pared que tenía un jardín colgante, sombreado por altos árboles. Despedí a nuestros guardias y cargadores, quienes fueron conducidos a las habitaciones de los criados. Sólo Zyanya, la Señora Pareja y yo fuimos a través del jardín hacia el gran edificio del palacio. En la confusión general que provocaron los que nos daban la bienvenida, la manera singular de caminar de las gemelas pasó desapercibida. Entre la alegría y los murmullos de bienvenida, aunque no pude comprender todo lo que decían, fuimos conducidos a través de los portales de troncos de cedro dentro de una terraza también de cedro, luego atravesamos una gran puerta abierta y pasamos por un corredor al salón de recepciones de Yquígare. Era inmensamente largo y ancho y con dos pisos de alto: como el patio interior del palacio de Tenochtitlan, pero cubierto. A cada lado había unas escaleras que terminaban en un pasillo circular interior, sobre el que se abrían los cuartos superiores. El Uandákuari estaba sentado sobre su trono, que no era otra cosa más que una
icpali
, silla baja, sin embargo, de la entrada del salón al lugar en donde él se encontraba, la distancia era tan grande que claramente se veía que había sido proyectada en esa forma para que el visitante se sintiera como un pedigüeño.

A pesar de lo grande que era el vestíbulo, éste estaba completamente lleno de señoras y señores vestidos elegantemente, pero se hicieron hacia atrás, a ambos lados, para que pudiéramos pasar cómodamente, primero yo, luego Zyanya y después la Señora Pareja. Caminamos despacio en procesión, solemnemente, hacia el trono y yo levanté mi topacio sólo el tiempo suficiente como para echarle una buena mirada a Yquíngare. Antes, solamente lo había visto una vez, en la dedicación a la Gran Pirámide, y en aquellos días no lo había podido ver con claridad. Ya entonces era viejo y ahora lo era más: un manojito arrugado de hombre.

Debió de haber sido su calvicie la que había inspirado esa moda entre su pueblo, aunque él no necesitaba usar una hoja de obsidiana para raparse. Era tan desdentado como pelón y casi sin voz: nos dio la bienvenida con un susurro desmayado, como el sonido que hace un pomito de semillas al ser agitado. Aunque me sentía contento de desembarazarme de la lerda Señora Pareja, sentí cierto remordimiento al ponerla, aunque fuera rara, dentro de los dedos como tijeretas de aquella vieja semilla retorcida y marchita.

Le extendí la carta de Auítzotl y el Uandákuari a su vez se la dio a su hijo mayor, ordenándole con impertinencia que la leyera en voz alta. Siempre había concebido a los príncipes como hombres jóvenes, pero si ese Príncipe Heredero Tzímtzicha se hubiese dejado crecer el cabello, éste hubiera sido gris, sin embargo, su padre todavía le jadeaba órdenes, como si él no llevara un taparrabo bajo su manto.

«Un regalo para mí, ¿eh? —graznó el padre cuando el hijo acabó de leer la carta en poré. Fijó sus ojos legañosos sobre Zyanya, que estaba parada a un lado de mí, y se relamió las encías—. Ah. Puede ser una novedad, sí. Que la rapen toda, menos el mechón blanco…».

Zyanya, horrorizada, se puso atrás de mí. Rápidamente le dije: «Éste es el regalo, mi Señor Yquíngare», y me acerqué a la Señora Pareja. Las hice detener exactamente enfrente del trono y les arranqué su vestidura de una sola pieza, color púrpura, que las cubría del cuello a los pies. La multitud allí reunida lanzó un grito por haber destruido esa pieza hecha de un material tan fino y luego dieron otro de sorpresa, cuando la tela cayó al piso y las mellizas quedaron desnudas.

«¡Por los huevos emplumados de Kurkauri!», resolló el viejo, usando el nombre poré de Quetzalcóatl. Él continuó diciendo algo, pero su voz se perdió entre el parloteo de sus cortesanos, que seguían con sus exclamaciones de sorpresa, y de lo único que me pude dar cuenta era de que le estaba babeando la barbilla. Obviamente el regalo había tenido mucho éxito.

A todos los presentes, incluyendo a las diversas esposas coronadas y concubinas del Uandákuari, se les dio la oportunidad de acercarse a empujones, para ver de cerca a la Señora Pareja. Algunos hombres y también unas pocas mujeres se acercaron descaradamente y con sus manos hicieron caricias en alguna parte de la Señora Pareja. Cuando la curiosidad de todos quedó satisfecha, Yquíngare graznó una orden que dejó vacío todo el salón de recepciones, con excepción de él, de nosotros, del Príncipe Heredero y de unos cuantos guardias impasibles, parados en los rincones. «Ahora, aliméntenme —dijo el viejo, restregándose sus manos secas—. Debo prepararme para darme un buen agasajo, ¿eh?».

El príncipe Tzímtzicha pasó la orden a uno de los guardias, quien salió. En un momento, empezaron a llegar sirvientes trayendo un mantel para la comida, que depositaron allí mismo y después de que Zyanya terminó de vestir a las gemelas, con su vestido desgarrado, nos sentamos los seis. Yo inferí que de ordinario no se le permitía al Príncipe Heredero comer al mismo tiempo que su padre, pero como él hablaba correctamente el náhuatl, se le podría utilizar como intérprete cuando el viejo y yo ni pudiéramos entendernos. Mientras tanto, Zyanya ayudaba a comer a la Señora Pareja con una cuchara, ya que de otra manera, ellas hubieran tomado aun la espuma del
chocólatl
con sus dedos y a manos llenas, masticando con sus bocas abiertas y provocando náuseas a todos los presentes en general. Sin embargo, sus modales no eran peores que los del viejo.

Cuando nos sirvieron a nosotros el delicioso pescado blanco, que sólo se puede encontrar en el lago de Patzkuaro, él nos dijo con su sonrisa desdentada: «Coman, disfruten. Yo sólo puedo tomar leche».

«¿Leche? —repitió Zyanya, preguntando cortésmente—: ¿Leche de gacela, mi señor?».

Entonces ella levantó sus cejas de la sorpresa. Una mujer muy larga y muy rapada, llegó, se hincó a un lado del Uandákuari, se levantó la blusa y le presentó un pecho muy, muy grande, que si hubiera tenido rostro habría podido ser su cabeza rapada. Durante el resto de la comida, cuando Yquíngare no estaba haciendo preguntas acerca de las peculiaridades de la Señora Pareja, su origen y su adquisición, estaba succionando ruidosa e indistintamente de un pezón al otro.

Zyanya evitaba el verlo, lo mismo que el Príncipe Heredero; ellos simplemente movían su comida de un lado a otro, en sus platos lacados de oro. Las gemelas comían hasta por los codos porque siempre lo hacían así, y yo comía abundantemente porque estaba prestando muy poca atención a las vulgaridades que estaba haciendo Yquíngare, ya que estaba viendo algo atrás de él. Cuando por primera vez entré en la habitación, me pude dar cuenta de que los guardias llevaban lanzas, cuyas puntas eran de cobre, pero de un peculiar cobre oscuro. En esos momentos, pude percibir que tanto el Uandákuari como su hijo, llevaban dagas cortas del mismo metal, colgadas de sus cinturas y aseguradas con unas presillas de cuero. El viejo me estaba endilgando un discurso, dándole vueltas con el claro objeto de que al llegar al final me preguntaría si también le podría conseguir un par de adolescentes varones unidos, cuando Zyanya, como si ya no pudiera seguir escuchando más, lo interrumpió para preguntarle: «¿Qué
es
esta bebida deliciosa?».

El Príncipe Heredero pareció muy contento por esa interrupción, e inclinándose a través del mantel, le dijo que era
chápari
, un producto hecho de la miel de abeja, muy, muy potente y que sería bueno que no bebiera demasiado, esa primera vez.

«¡Qué maravilloso! —exclamó, empinando la taza lacada—. Si la miel puede emborrachar tanto, ¿por qué las abejas no están siempre ebrias?». Ella hipó y se quedó pensativa, evidentemente acerca de las abejas, porque para cuando el Uandákuari trató de resumir la cháchara de su pregunta, Zyanya dijo en voz alta: «A lo mejor lo están. ¿Quién puede saberlo?». Y se sirvió otra taza, y luego otra a mí, tirando un poco de su contenido. El viejo suspiró, chupó por última vez la teta baboseada de su nodriza y le dio un sonoro manotazo en una nalga, en señal de que la horrorosa comida había terminado. Zyanya y yo nos apresuramos a beber nuestras segundas tazas de
chápari
. «Bien», dijo Yquíngare, mascando con su boca, de tal manera que su nariz y su barbilla se juntaban varias veces. Su hijo saltó detrás de él, para ayudarlo a ponerse en pie.

«Un momento, mi señor —dije—, sólo un momento; voy a dar algunas instrucciones a la Señora Pareja».

«¿Instrucciones?», dijo él con suspicacia.

«Para que cumplan —dije sonriendo como lo haría un alcahuete—. Como son vírgenes, pueden ser rudas al acariciar».

«¿Ah? —dijo roncamente, sonriéndome también—. ¿Son también vírgenes? Sí, que cumplan, por todos los medios que cumplan».

Tanto Zyanya" como Tzímtzicha me lanzaron por un igual una mirada de desprecio, cuando me llevé a las gemelas aparte y les di instrucciones, instrucciones urgentes que en ese momento se me ocurrieron. Fue bastante difícil, porque tenía que hablar muy bajo y en una mezcla de náhuatl y de coatlícamac y ellas eran tan estúpidas, pero al fin, las dos asintieron aunque con cierta clase de lerda comprensión, y encogiéndome de hombros, de esperanza y desesperación, las llevé hacia el Uandákuari. Sin protestar, ellas lo acompañaron escalera arriba ayudándolo a subir y de hecho parecía como si un cangrejo ayudara a una araña. Un poco antes de alcanzar el piso alto, la araña se volvió y gritó algo a su hijo en poré, tan carrasposamente que no pude entender una palabra. Tzímtzicha asintió obedientemente, luego se volvió y me preguntó que si yo y mi señora estábamos listos para retirarnos. Ella sólo hipó, así es que yo contesté que pensaba que sí lo estábamos, pues había sido un día muy largo. Seguimos al Príncipe Heredero escaleras arriba, al otro lado del vestíbulo. Así como pasó todo, allí en Tzintzuntzaní, por primera y única vez en nuestra vida de casados, Zyanya y yo nos acostamos con otras gentes. Sin embargo, les suplico que recuerden, reverendos frailes, que tanto ella como yo, estábamos un poco borrachos por el
chápari
. De todas formas, no fue exactamente como suena, y lo explicaré de la mejor manera posible.

Antes de salir de casa, traté de explicarle a Zyanya la predilección de los purémpecha, por inventar prácticas sexuales voluptuosas y aun perversas. Así es que estuvimos de acuerdo en no demostrar sorpresa o disgusto ante cualquier tipo de hospitalidad de esa naturaleza que nos pudiera ofrecer nuestro anfitrión, sino declinarla de la mejor manera posible. O por lo menos eso fue lo que habíamos determinado, pero cuando esa hospitalidad nos fue brindada y cuando nos dimos cuenta de lo que se trataba, ya estábamos tomando parte en ella. Si nosotros no reculamos ante ello, fue porque, aunque no pudimos decidir después qué había sido perverso y qué inocuo, fue innegablemente delicioso.

A medida que nos guiaba por el piso superior, Tzímtzicha se volvió e imitando mi sonrisa de alcahuete, preguntó: «¿Querrán el señor campeón y su señora habitaciones separadas? ¿Camas separadas?».

«Naturalmente que no», dije y lo dije fríamente, antes de que me preguntara: «¿Quieren otros amantes?», o alguna otra indecencia.

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