Él dijo: «Sus sueños no son pequeños, ¿verdad?».
«Quizás me tomé una libertad, Venerado Orador, al mencionar esta posibilidad de colonización al Consejo de Ancianos de los mame. Sin embargo, lejos de objetar, ellos me dijeron que se sentirían muy honrados si su tierra llegara a ser con el tiempo, por decirlo así, la Tenochtitlan del sur».
Él me miró con aprobación y tamborileó con sus dedos por un momento antes de hablar.
«En su condición civil, usted no es más que un mercader contando semillas de cacao y en el rango militar un simple
tequíua
…».
«Por la cortesía de mi señor», dije humildemente.
«Y todavía sobre eso, usted, un don nadie, viene a darnos toda una nueva provincia, mucho más valiosa que cualquier otra anexada por tratado o por conquista, desde la época reinante de nuestro estimado padre Motecuzoma. También este hecho debe ser presentado a la atención de nuestro Consejo de Voceros».
Yo dije: «La mención de Motecuzoma, mi señor, me recordó algo». Y le dije lo que me costaba tanto trabajo repetir: las palabras ásperas y suspicaces del Bishosu Kosi Yuela acerca de su sobrino. Como ya lo esperaba, Auítzotl empezó a bufar, a resoplar y a ponerse colorado visiblemente, pero su ira no estaba dirigida a mí. Él dijo en un tono de exasperación:
«Ahora comprendo. Como sacerdote, el joven Motecuzoma era muy celoso de dos cosas. Una, prestarle una infatigable obediencia a cada una de las más triviales e imbéciles supersticiones, impuestas por los dioses, y otra trataba siempre de abolir cualquier falla o debilidad en él mismo, como en los otros. Nunca rabiaba o echaba espuma por la boca, como muchos de nuestros sacerdotes lo hacen; sino que siempre permanecía frío e inalterable. Una vez que dijo algo que le pareció que no era del agrado de los dioses, se perforó la lengua y pasó a través de ella un hilo en el que estaban anudadas unas veinte espinas de maguey. Lo mismo hacía cuando un mal
pensamiento
cruzaba por su mente; se agujereaba en la base de su
tepuli y
se castigaba de la misma manera con un hilo de espinas. Bien, ahora que ha llegado a ser un militar, parece ser que es igualmente fanático en la manera de hacer una guerra. Parece que al tener el mando por primera vez, el cachorro de
cóyotl
ha doblado la fuerza de sus músculos, en contra del orden y del buen gobierno…».
Auítzotl hizo una pausa. Cuando continuó, pareció como si otra vez pensara en voz alta.
«Sí, naturalmente que desearía vivir sobre el nombre de su abuelo, El Señor Furioso. El joven Motecuzoma no está contento con que reine la paz entre nuestra nación y las otras, ya que así no tendrá muchos adversarios a quienes desafiar. Quiere ser respetado y temido como a un hombre de puño duro y voz fuerte, pero un hombre debe ser algo más que eso, o se humillará cuando se enfrente a un puño más duro o una voz más fuerte».
Yo me aventuré a decir: «Tengo la impresión, mi señor, de que el Bishosu de Uaxyácac tiene terror a la posibilidad de que Motecuzoma El Joven llegue a ser algún día el Uey-Tlatoani de los mexica».
En esos momentos Auítzotl me miró directamente y dijo con frialdad: «Kosi Yuela estará muerto mucho antes de que tenga que preocuparse por unas nuevas relaciones con algún otro Uey-Tlatoani. Nosotros sólo tenemos cuarenta y tres años y pensamos vivir mucho más. Antes de que nosotros muramos o chocheemos, dejaremos saber al Consejo de Voceros quién será nuestro sucesor. Aunque nosotros hemos olvidado cuántos de nuestros veinte hijos son varones, es seguro que entre ellos debe de encontrar otro Auítzotl. Tenga en mente Tequíua Mixtli, que el tambor más ruidoso es el más hueco y que su único servicio o función es estar en pie para ser golpeado. Nosotros no pondremos sobre el trono a un tambor hueco como nuestro sobrino Motecuzoma. ¡
Recuerde mis palabras
!».
Las recordé. Las recuerdo con tristeza.
Le tomó algún tiempo al Venerado Orador tranquilizarse de su momentánea indignación. Después dijo con suavidad: «Le damos las gracias, Tequíua Mixtli, por la oportunidad de establecer esa guarnición en el lejano Xoconochco. Será la siguiente asignación para el joven Señor Furioso. Recibirá la orden de salir inmediatamente hacia el sur, para construir, establecer y tomar el mando en ese distante lugar. Sí, tendremos a Motecuzoma ocupado y a salvo, lejos de nosotros, o si no, pudiera ser que nosotros nos sintiéramos tentados a utilizar nuestro puño en contra de los que llevan nuestra propia sangre».
Pasaron algunos días, y el tiempo que no estuve en la cama, familiarizándome con mi esposa, lo pasé acostumbrándome a mi primera casa. Su exterior estaba hecho con la piedra caliza de Xaltocan, deslumbrantemente blanca y decorada modestamente con algunas filigranas talladas, ninguna de ellas embellecidas por el color. Para los transeúntes, no era más que la casa típica de un
pochtécatl
con éxito, pero no
demasiado
próspero. Adentro, sin embargo, sus acabados eran mucho más finos y olía a nuevo y no al humo, a la comida, al sudor y a viejas rencillas, como olía con sus anteriores habitantes. Todas las puertas eran de hermoso cedro tallado, y se movían sobre pivotes puestos arriba y abajo, teniendo también una cerradura de aldaba con un broche de picaporte. Los huecos de las ventanas daban hacia los muros de enfrente y de atrás, y todas ellas tenían celosías de tablitas que se enrollaban.
El piso de abajo —que no descansaba en el suelo como ya he dicho— tenía una cocina, otra habitación separada para el comedor y otra todavía más grande, en la cual podíamos entretener a un grupo de invitados o podía atender mis negocios con los socios que me visitaran. Como allí no había suficiente espacio como para hacer un cuarto para criados, Turquesa simplemente se enrollaba en una cobija y se acostaba sobre su
pétlatl
, alfombrilla, en la cocina, después de que nosotros nos habíamos ido a la cama. En el piso de arriba se encontraba nuestra estancia y otra para las visitas, cada una de ellas con su sanitario y su baño de vapor; había también otra más pequeña a la que de momento no hallé ningún propósito, hasta que Zyanya me dijo sonriendo tímidamente: «Algún día puede haber un niño, Zaa. Quizás niños. Así, esta habitación es para ellos y su niñera».
La azotea de la casa era plana, circundada por una balaustrada de piedras y cemento con un diseño calado, más o menos de la altura de mi cintura. Toda la superficie ya había sido preparada con la rica tierra de labranza de los chinampa, lista para plantar las flores, los arbustos de sombra y las hierbas de cocina. Nuestra casa estaba rodeada por otros edificios más altos, así es que no teníamos vista al lago, pero podíamos contemplar los dos templos gemelos en lo alto de la Gran Pirámide, los picos de los volcanes, el humeante Popocatépetl y el dormido Ixtaccíhuatl. Zyanya había amueblado todos los cuartos, tanto arriba como abajo, con las cosas más necesarias; las camas con sus varios cobertores, guardarropas de mimbre, unas cuantas
icpaltin
, sillas bajas, y bancas. Así es que en los cuartos cualquier sonido producía eco por lo vacíos que estaban, sus pisos de madera brillaban pues no tenían alfombras todavía, y sus lisos muros encalados estaban sin adornar.
Ella dijo: «Pienso que los muebles más importantes, los ornamentos y tapices para colgar en las paredes, debe escogerlos el hombre de la casa».
«Visitaremos los talleres y los mercados juntos —dije—. Sólo iré para estar de acuerdo con lo que tú escojas, y para pagar».
Con la misma deferencia, ella había comprado la única esclava, y Turquesa era suficiente para ayudar a Zyanya en el trabajo de la casa. Sin embargo, decidí adquirir otra mujer para compartir las labores diarias de cocinar, limpiar y demás, y también un esclavo que hiciera el trabajo duro, atendiera el jardín-azotea, llevara recados y cosas por el estilo. Para ese trabajo pesado, adquirimos un esclavo no muy joven, pero todavía fuerte y aparentemente listo, llamado según la patética manera grandilocuente de la clase de los
tlacotli
, Citlali-Cuicani, o sea Estrella Cantadora; también conseguimos a una joven criada llamada, contrariamente a la costumbre de los esclavos, Quequelmiqui, que quiere decir Cosquillosa. Quizá mereció ese nombre, porque constantemente se estaba riendo de la manera más tonta y sin motivo. Inmediatamente, en sus ratos libres, mandamos a los tres, a Turquesa, a Estrella Cantadora y a Cosquillosa, a estudiar a la nueva escuela fundada por mi joven amigo Cózcatl. Su más grande ambición, en aquellos días en que era un niño esclavo, había sido aprender todos los rudimentos necesarios para atender el Puesto doméstico más alto en la casa de un noble, o sea el de Mayordomo. Pero para entonces se había elevado considerablemente sobre su posición, poseyendo una casa estimable y una fortuna propia. Así es que Cózcatl había convertido su casa en una escuela para adiestrar sirvientes, es decir, para hacer de ellos los mejores sirvientes.
Él me dijo con orgullo: «Por supuesto que he contratado a los mejores maestros para enseñar los trabajos básicos como cocina, jardinería, bordado; cualquier cosa en que los estudiantes quieran sobresalir. Pero soy yo quien les enseña a tener maneras elegantes, que de otra manera sólo podrían aprender a lo largo de mucho tiempo de experiencia, si es que lo aprenden. Ya que he trabajado en dos palacios, mis estudiantes prestan mucha atención a mis enseñanzas, aun cuando la mayoría de ellos son mucho mayores que yo».
«¿Maneras elegantes? —dije—. ¿Para simples criados?».
«Así no serán simples criados, sino valiosos miembros de la casa. Les enseño cómo comportarse con dignidad, en lugar de la actitud servil y obsequiosa usual, y también cómo anticiparse a los deseos de sus amos antes de que ellos se los digan. Un mayordomo, por ejemplo, aprende a tener siempre preparado el
poquíetl
, para que su amo fume. La mujer que está al mando de la casa, aprende a avisar a su ama cuáles son las flores que están floreciendo en su jardín; así su señora puede pensar con anticipación qué arreglos florales quiere en sus habitaciones».
Yo dije: «Con toda seguridad, un esclavo no podría pagar tus enseñanzas».
«Pues, no —admitió—. Como todos mis estudiantes están trabajando como domésticos, como los que tú me trajiste, los que pagan son sus amos. Sin embargo, al estudiar aumentarán sus habilidades y su valor, de tal manera que ganarán promociones entre sus amos, o podrán ser vendidos por más dinero, lo que quiere decir que necesitarán reemplazarlos, por lo que puedo ver una gran demanda de graduados de mi escuela. Eventualmente, podré comprar esclavos en el mercado, adiestrarlos, buscarles colocación y cobrarles de los salarios que ganen».
Yo asentí y dije: «Eso sería una cosa muy buena para ti, para ellos y para las personas que los empleen. Es una idea ingeniosa, Cózcatl. No solamente has encontrado tu lugar en el mundo, sino que has tallado un nicho, completo y nuevo, en donde nadie cabe tan bien como tú».
Él dijo con humildad: «Pero nunca lo hubiera podido hacer si no hubiera sido por ti, Mixtli. Si no nos hubiéramos aventurado juntos, probablemente todavía estaría trabajando muy duro, en algún palacio de Texcoco. Y mi buena suerte se la debo al
tonali
, ya sea al tuyo o al mío, que unió nuestras vidas».
Y yo también, pensé mientras caminaba lentamente hacia mi casa, estaba en deuda con un
tonali
que una vez juzgué caprichoso y hasta maligno. Ese
tonali
me había causado problemas, pérdidas y desdichas, pero también me había hecho un hombre de propiedad, un hombre rico, un hombre que se había elevado de la posición social que por derecho de nacimiento le correspondía, un hombre casado con una de las mujeres más deseables y un hombre todavía lo suficientemente joven como para seguir explorando y haciendo descubrimientos en el futuro.
Mientras me encaminaba a mi cómoda casa y hacia el abrazo de bienvenida de Zyanya, estaba contento por haber echado a volar mi gratitud hacia el cielo, supuesta residencia de los dioses mayores. «Dioses —dije, no en voz alta sino en mi mente—, si existen los dioses y si ésos sois vosotros, os doy las gracias. Algunas veces, me habéis quitado con una mano mientras me dabais con la otra. Pero en la cuenta total, me habéis dado más de lo que me habéis tomado. Beso la tierra ante vosotros, dioses». Y los dioses debieron de sentirse contentos con mi gratitud, pues no perdieron el tiempo en componer las cosas, de tal manera, que cuando entré a la casa me encontré con un paje de palacio que me estaba esperando para que me presentara ante Auítzotl. Sólo me entretuve lo suficiente como para darle un beso de saludo y despedida a Zyanya y luego seguí al muchacho a través de las calles Del Corazón del Único Mundo.
Era bastante noche cuando regresé a casa otra vez y llegué vestido de muy diferente manera y más que ligeramente borracho. Cuando nuestra criada Turquesa me abrió la puerta, perdió toda la serenidad que pudo haber aprendido durante su primer día en la escuela de Cózcatl. Me miró, a mí y mi profusión de plumas desordenadas, y dando un grito penetrante, huyó hacia la parte de atrás de la casa. Zyanya vino mirando con ansiedad. Ella dijo: «¡Zaa, estuviste tanto tiempo afuera…! —Entonces también dio un grito y reculó exclamando—: ¿Qué te hizo ese monstruo de Auítzotl? ¿Por qué está sangrando tu brazo? ¿Qué traes en tus pies? ¿Qué es eso que llevas en la cabeza? ¡Zaa,
di algo
!».
«Hola», murmuré estúpidamente, hipando.
«¿Hola? —repitió haciendo eco, sorprendida ante ese saludo absurdo. Entonces dijo enojada—: Sea como sea, estás borracho».
Y se fue hacia la cocina. Me dejé caer con cuidado sobre una
icpali
, silla, pero me puse de pie rápidamente, otra vez, y quizás a bastante altura sobre el suelo, cuando Zyanya dejó caer una jarra de agua, estremecedoramente fría, sobre mi cabeza.
«¡Mi yelmo!», grité, cuando dejé de temblar y de farfullar.
«¿Es un yelmo? —dijo Zyanya, mientras yo forcejeaba por quitármelo y secarlo antes de que el agua lo echara a perder—. A mí me pareció como si estuvieras agarrado por el pico de un ave gigante».
«Mi señora esposa —dije con la augusta sobriedad del que está medio borracho—, podrías haber arruinado esta noble cabeza de águila. Y en estos momentos estás parada en una de mis garras. Y mira… mira nada más, mis pobres plumas desaliñadas».
«Ya lo veo. Ya lo estoy viendo», dijo ella, con voz ahogada y entonces me di cuenta de que estaba tratando con todas sus fuerzas de no soltar la carcajada. Me dijo con frases cortas, tratando de mantener firme la voz, después de cada una: «Zaa, quítate ese traje tonto. Ve al cuarto de vapor. Suda un poco el octli que tienes adentro. Límpiate la sangre de tu brazo. Y luego, por favor, ve a la cama y explícame… explícame todos los…». No pudo contener más la risa, que brotó a carcajadas.