Azteca (132 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Yo dije: «De acuerdo con la tradición, otros dioses han adoptado cuerpos humanos para visitar el mundo de los mortales. Ellos, comprensiblemente, podrían adoptar cuerpos con apariencia estremecedora».

Ah Tutal continuó: «Fueron cuatro los que llegaron en esas extrañas canoas y que fueron arrojados a nuestras playas, más al norte. Pero cuando fueron traídos en sillas de manos a Tiho, descubrimos que dos de ellos estaban muertos. ¿Pueden los dioses morir?».

«Morir… —dije reflexionando—. ¿No podría ser que ellos no
estuvieran todavía vivos
? Quizás traían esos dos cuerpos de repuesto, así cuando desearan un cambio podrían mutar de cuerpos».

«Nunca se me ocurrió eso —dijo Ah Tutal sintiéndose incómodo—. Claro que sus hábitos y apetitos son muy peculiares y su lenguaje es incomprensible. ¿Qué dioses se toman la molestia de aparecer como mortales, y no la de hablar como los humanos?».

«Aquí hay muchos y diversos lenguajes humanos, Señor Madre. Pudieron haber escogido un lenguaje que no sea comprensible en estas regiones, pero que quizás yo pueda reconocer por los muchos viajes que he hecho en todas partes».

«Señor Campeón —dijo el jefe un poco impertinente—, usted tiene tantos argumentos como cualquier sacerdote. ¿Pero usted puede darme alguna razón por la cual esos dos seres rehúsan
bañarse
?».

Pensé acerca de eso. «¿Quiere decir, en agua?».

Se me quedó mirando como si se preguntara si Motecuzoma no le habría mandado como emisario al bufón de su corte. Él dijo, pronunciando con mucha precisión: «Sí, en agua. ¿Qué otra cosa cree usted que quise decir por bañarse?».

Carraspeé disculpándome y dije: «¿Y cómo sabe usted si los dioses no están acostumbrados a bañarse más que en puro aire? ¿O quizás sólo con luz del sol?».

«¡Porque ellos apestan! —dijo Ah Tutal, triunfalmente y disgustado a la vez—. Sus cuerpos huelen a viejos humores, a sudor, a aliento rancio y a suciedad pegada. Y como si eso no fuera poco, y ya bastante malo, parecen contentarse en vaciar sus vejigas y tripas por una ventana que está en la parte de atrás de sus cuartos, y muy contentos también en dejar que esa porquería se acumule allí con el hedor insoportable que eso despide. Parece que los dos no están familiarizados con la limpieza, ni con la libertad, ni con la buena comida que les servimos».

Dije: «¿Qué quiere usted decir con eso de que no están familiarizados con la libertad?».

Ah Tutal apuntó a través de una de las ventanas, que estaban en el lado opuesto de la sala del trono, indicando otro edificio bajo que estaba del otro lado del patio. «Ellos están allí. Permanecen siempre allí».

Exclamé: «¿Seguro que usted no tiene a los
dioses
en cautividad?».

«¡No, no, no! Ellos así lo desean. Le digo a usted que sus conductas son de lo más excéntrico. Desde que se les ofreció esos cuartos, desde su llegada, no han salido de ellos».

Yo dije: «Perdone usted la pregunta, Señor Madre, pero ¿no serían tratados con rudeza cuando llegaron?».

Ah Tutal me miró ofendido y dijo fríamente: «Desde un principio ellos han sido tratados con cordialidad, consideración y aun reverencia. Como ya le dije, dos de ellos ya estaban muertos cuando llegaron aquí, o por lo menos convencieron a nuestros mejores físicos de que estaban totalmente muertos. Así es que, de acuerdo a nuestra costumbre civilizada, les rendimos a cada uno de ellos un funeral honroso y devoto, incluyendo la ceremonia de cocinar y comer las partes más estimables y sus órganos. Fue entonces cuando los otros dos dioses vivos corrieron a encerrarse a sus cuartos y desde entonces han estado allí tercamente».

Yo me aventuré a decir: «Quizás se molestaron porque ustedes dispusieron rápidamente de lo que pudieron haber sido sus cuerpos de repuesto».

Ah Tutal dejó caer sus manos en un gesto de exasperación y dijo: «Pues bien, su propio confinamiento hubiera hecho que los cuerpos que
ahora llevan
se hubieran muerto de hambre, si yo no les hubiese mandado regularmente sirvientes llevando comida y bebidas. Aun así, sólo han comido muy frugalmente; frutas, vegetales y maíz, pero no han comido ninguna clase de carne, ni siquiera la deliciosa carne del tapir y del manatí. Campeón Ek Muyal, créame que he tratado continuamente de averiguar sus preferencias en todas las cosas, pero debo confesarle que me siento frustrado. Por ejemplo, tome en cuenta el asunto de las mujeres…».

Le interrumpí: «¿Usan a las mujeres como los demás hombres?».

«Sí, sí, sí —dijo con impaciencia—. De acuerdo con lo que dicen las mujeres, son humanos y hombres en todo excepto por su pelo excesivo. Y me atrevería a decir que cualquier dios que tiene todo lo que tiene el hombre, va a ocupar eso en la misma forma en que lo hace el hombre. Si usted piensa acerca de ello, Señor Campeón, convendrá conmigo, en que ni siquiera un
dios
podrá utilizar eso en otra forma diferente».

«Por supuesto que usted tiene razón, Señor Madre. Continúe usted».

«Pues les he estado mandando continuamente mujeres y muchachas, dos al mismo tiempo, pero hasta ahora los forasteros no han retenido a ninguna de ellas por más de dos o tres noches consecutivas. Las han seguido echando afuera, para que yo siga mandándoles otras, por lo menos eso es lo que supongo y eso es lo que he estado haciendo. Parece que ninguna de nuestras mujeres satisface a ninguno de ellos por largo tiempo. Si con eso están sugiriendo o tienen la esperanza de que les mande alguna
clase
de mujer particular o peculiar, no tengo la forma de saber qué clase sería y dónde la podría conseguir. Una noche les mandé dos muchachos muy bonitos y los huéspedes provocaron una conmoción aterradora, les pegaron y los arrojaron fuera. Y ahora no quedan más mujeres a quienes echar mano, aquí en Tiho ni en los alrededores, para poder mandárselas. Ellos ya han tenido a todas las esposas e hijas de la mayoría de los xiu, a excepción de mi familia y de las de otros nobles. Y para colmo, estoy corriendo el riesgo de que todas nuestras mujeres se rebelen, ya que tengo que usar la fuerza bruta para obligar hasta a la esclava más baja a entrar en esa fétida caverna. Las mujeres dicen que la peor cosa que tienen esos forasteros, y la más innatural, es que hasta en sus
partes privadas
tienen pelo y que los forasteros huelen todavía peor ahí, en esas partes, que lo que huelen sus sobacos y sus alientos. Oh, yo sé que su Venerado Orador dice que me debo considerar altamente favorecido y muy honrado por hospedar a esos dos dioses o lo que sean, pero yo quisiera que Motecuzoma estuviera aquí, tratando de utilizar toda su habilidad para custodiar a estos huéspedes tan pestilentes. Créame, Campeón Ek Muyal, cuando le digo que he llegado a considerar ese honor ¡como una desgracia y un fastidio! ¿Y por cuánto tiempo vamos a seguir así? Ya no los quiero más aquí, pero no me atrevo echarlos fuera. Les doy gracias a todos los demás dioses porque se me ocurrió darles a esos dos mugrosos esas habitaciones al otro lado del patio de palacio, pero aun así, al capricho del dios del viento, me llegan los tufos de esos seres desagradables, tan fuertemente que casi me hacen caer al suelo. Un día o más, el hedor no necesitará del viento para venir arrastrándose hacia acá. En estos precisos momentos, algunos de mis cortesanos están horriblemente enfermos de una enfermedad, que los físicos dicen que antes jamás se había visto en estas tierras. Personalmente, yo creo que todos nos estamos intoxicando al oler la pestilencia de esos extranjeros sucios. Y tengo la fuerte sospecha de que la razón por la que Motecuzoma me mandó tantos regalos es porque tiene la esperanza de que yo mantenga a estos dos, bien lejos de su limpia ciudad. Y además de eso, podría decir…».

«Usted lo ha hecho todo muy bien, Señor Madre —le dije rápidamente, para poder detener toda esa recitación de quejas—. Por mucho tiempo usted ha sobrellevado esa responsabilidad y todo el honor debe recaer sobre usted, pero ahora que yo estoy aquí podría ayudarle con algunas sugestiones. Primero que nada, antes de que yo sea presentado formalmente a esos seres, me gustaría tener una oportunidad para escuchar cómo hablan, sin que ellos lo sepan».

«Eso es muy fácil —refunfuñó Ah Tutal—. Sólo cruce el patio, y párese junto a una de las ventanas en donde ellos no lo puedan ver, pues durante el día lo único que hacen allí es charlar incesantemente como si fueran monos. Lo único que le aconsejo es que se tape la nariz».

Yo sonreí indulgentemente mientras me disculpaba por dejar su presencia, pues pensaba que el Señor Madre estaba exagerando en ese respecto, como en algunas otras de sus actitudes enojadas hacia los extranjeros, pero estaba equivocado. Cuando me acerqué a sus cuartos, el olor nauseabundo casi hace que devuelva toda la comida que acababa de ingerir. Estornudé para limpiar mi nariz y luego tapándomela con mis dedos, me escurrí con prisa contra la pared del edificio. Había voces murmurando y yo me pegué lo más cerca que pude a la abertura de la puerta, para poder distinguir las palabras ininteligibles. Como ya habrá supuesto Su Ilustrísima, en aquel tiempo los sonidos de la lengua española no significaban nada para mí, como muy pronto lo verifiqué, pero como yo sabía que ese momento sería histórico, me paré traspasado por cierto temor, para oír, memorizar y recordar hasta hoy, las palabras enfáticas de ese ser, nuevo y extraño que muy bien pudiera ser un dios.

«Os juro por Santiago, ¡que ya estoy harto de chingar con estas putas lampiñas!».

Y la otra voz dijo…
¡Ayya!

Usted me espantó, Su Ilustrísima. Saltó con tanta agilidad para un hombre que ya ha llegado a la edad de los nuncas, que francamente le envidio.

Con todo mi respeto, Su Ilustrísima, tengo que decirle con pena que no puedo retractarme de esas palabras, ni pedir disculpas por ellas, ya que yo no las pronuncié. Yo sólo las memoricé ese día, como lo haría un perico, repitiendo los sonidos. Un perico sería inocente al repetir esas palabras, aun en su iglesia catedral, Su Ilustrísima, porque un perico no puede saber lo que significan. Hasta el perico más inteligente no podría saberlo, porque, verá usted, una perica no posee lo que usted adecuadamente llamaría…

Muy bien, Su Ilustrísima, no insistiré más sobre este asunto y me cuidaré mucho de repetir los sonidos exactos, hechos por el otro forastero. Pero éste también, como el otro, dijo que echaba de menos y por mucho tiempo, los servicios de una buena puta castellana, con bastante pelo en sus partes inferiores. Y fue todo lo que pude oír, pues me sentí muy enfermo por el olor y temí que mi presencia fuera descubierta. Corrí lo más rápido que pude a la sala del trono, para tomar un poco de aire fresco cuando entré, y una vez allí le dije al jefe Ah Tutal:

«Verdaderamente usted no exageró al hablar de sus fragancias, Señor Madre. Debo verlos y tratar de hablar con ellos, pero de veras que prefiero hacerlo en lugar abierto».

Él dijo: «Puedo ponerles alguna droga en su próxima comida y sacarlos de ese fétido lugar cuando estén dormidos».

«No es necesario —le dije—. Mis guardias pueden sacarlos ahora mismo».

«¿Y pondrán sus manos sobre los dioses?».

«Bueno, si al tocarlos les dejan caer un rayo de luz y los matan —dije— por lo menos sabremos al fin que
son
dioses».

Ellos no hicieron eso. Aunque forcejearon y dieron chillidos, cuando fueron sacados por la fuerza de sus cuartos, al patio abierto, los dos forasteros no se sintieron tan disgustados como lo estaban mis guardias, quienes con mucha dificultad detenían sus vómitos. Cuando sus captores musculosos los soltaron, ninguno de los dos saltó enojado o hizo algunos sonidos amenazantes o alguna hechicería que se pudiera reconocer; simplemente cayeron de rodillas delante de mí y empezaron a farfullar patéticamente e hicieron extraños gestos con sus manos, primero entrelazándolas enfrente de sus caras, luego moviéndolas como repitiendo un cierto patrón. Por supuesto que ahora ya sé que lo que estaban haciendo era recitar una oración Cristiana en latín con sus manos entrelazadas, y luego hicieron frenéticamente el signo de la cruz Cristiana, de su frente a su pecho y luego hacia sus hombros. Tampoco me tomó mucho tiempo el adivinar que ellos se habían estado escondiendo todo ese tiempo, sintiéndose seguros en sus cuartos, porque se habían asustado ante las buenas intenciones de los xiu, para con sus dos compañeros muertos. Si los forasteros se habían sentido aterrados por los xiu, que son gente sencilla de costumbres simples, ya se pueden ustedes imaginar que casi cayeron medio muertos del susto cuando de repente se enfrentaron conmigo y mis mexica, todos ellos hombres altos y malencarados, guerreros fieramente adornados con sus trajes de batalla, sus yelmos, plumas y armas de obsidiana. Por un tiempo, yo solamente los observé a través de mi cristal, lo que hizo que temblaran más notoriamente. Ahora ya estoy más acostumbrado y resignado a la apariencia tan desagradable de los hombres blancos, pero en aquel entonces no lo estaba y ambos me intrigaron y me repugnaron a la vez, por la blancura de cal de la piel de su rostro, pues en nuestro Único Mundo, blanco era el color de la muerte y del luto. Ningún ser humano era de ese color, excepto por los muy poco frecuentes monstruos tlacaztali. Bueno, esos dos tenían por lo menos ojos pardos o negros, de humano, o pelo negro o pardo aunque feamente rizado y de arriba de sus cabezas el pelo les crecía, de la misma manera, en sus mejillas, sobre sus labios, en sus barbillas y gargantas. Lo demás de ellos estaba escondido por lo que parecía ser un montón de ropas en desorden, aunque ahora sé que eran camisas, justillos, calzones, guanteletes, botas y cosas por el estilo, pero aun así, me parecía que sus ropas eran excesivamente pesadas, ceñidas y probablemente muy incómodas en comparación con la que acostumbraban a utilizar a diario nuestros hombres, el simple taparrabo y el manto, ambos muy ligeros.

«Desvestidlos», ordené a los guardias, quienes me miraron con indignación y refunfuñaron antes de cumplir mi orden. Los dos forasteros, otra vez, forcejearon y chillaron aún más fuerte, como si los estuvieran desollando en lugar de quitarles las ropas de tela y cuero. Nosotros, los que observábamos, éramos los que deberíamos habernos quejado, pues cada ropa mugrosa que era quitada nos traía un nuevo olor todavía más repugnante. Y cuando les quitaron las botas — ¡
yya ayya
!—, cuando las botas salieron, todos los que estábamos en el patio del palacio, incluyéndome a mí, nos retiramos lo más rápido que pudimos y lo más lejos también, de tal manera que los dos forasteros quedaron, vilmente desnudos, en el centro de un círculo extremadamente amplio y distante de espectadores.

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