¡No! Me rehusé a pensar en eso y para confirmarlo miré al cielo nocturno. Otra vez se veía allí la estrella humeante, como aquella que había visto cuando Motecuzoma se reunió conmigo en Teotihuacan, y también cuando encontré a la muchacha Ce-Malinali, y también estaba allí cuando me encontré con los visitantes de España. Nuestros astrónomos no se ponían de acuerdo en si era el mismo cometa que regresaba con diferente forma y brillantez y con un ángulo diferente del cielo o si por el contrario era un nuevo cometa cada vez. Pues después de aquella estrella que me había acompañado en mi viaje hacia el sur,
alguna otra
estrella humeante había aparecido en el cielo nocturno dos veces más durante dos años consecutivos y cada vez había sido visible casi por un mes. Incluso hasta los astrónomos que usualmente eran imperturbables, estuvieron de acuerdo en que era un augurio, pues tres cometas en tres años desafiaban toda explicación. Así es que algo iba a pasar en este mundo y, bueno o malo, valía la pena esperar. Quizás tendría parte en ese asunto o quizás no, pero no renunciaría a este mundo, por lo menos no todavía.
Varias cosas pasaron durante esos años y cada vez yo me preguntaba: «¿Es el portento que nos augura la estrella humeante?». Todos esos sucesos fueron notables en un aspecto u otro, y algunos fueron lamentables, pero ninguno de ellos pareció lo suficientemente portentoso como para justificar que los dioses nos enviaban advertencias siniestras. Por ejemplo, hacía apenas unos cuantos meses que había regresado de mi encuentro con los españoles, cuando nos llegó un aviso de Uluümil Kutz de que la misteriosa enfermedad de pequeñas viruelas se había extendido, como una ola en el océano, sobre toda la península. Había caído sobre las tribus xiu, tzotxil, quiche y sobre todos los descendientes de los maya y de cada diez personas tres morían, uno de los que murieron fue mi anfitrión, el Señor Madre Ah Tutal, y cada uno de los supervivientes quedaba desfigurado para el resto de su vida por las marcas de esas viruelas.
Por mucho que Motecuzoma hubiera estado inseguro acerca de la naturaleza e intenciones de esos dioses u hombres, que nos visitaban de España, no estuvo muy ansioso de exponerse a sí mismo a cualquier enfermedad del dios, pues por una vez actuó pronta y decisivamente prohibiendo estrictamente todo comercio con las tierras maya. A nuestros
pochteca
se les prohibió ir allá y a los guardias de nuestras fronteras en el sur se les dio instrucciones de devolver todo producto y mercancía que viniera de allí. Entonces, el resto de El Único Mundo esperó con aprensión por algunos meses más, pero las pequeñas viruelas fueron contenidas con éxito dentro de las infortunadas tribus maya y si no, por lo menos no afligieron a ningún otro pueblo.
Pasaron algunos meses más y un día Motecuzoma mandó a uno de sus mensajeros para llevarme al palacio y otra vez me pregunté: «¿Será que
esto
significa que las profecías de las estrellas humeantes se han cumplido?». Pero cuando hube hecho, cubierto con mi saco de suplicante, las acostumbradas cortesías en el salón del trono, vi que el Venerado Orador sólo estaba molesto, no lleno de pánico o maravillado o mostrando alguna de esas grandes emociones. Varios de los miembros de su Consejo de Voceros, que estaban parados alrededor del cuarto, parecían más que divertidos. Me sentí aturrullado cuando dijo:
«Este hombre loco se llama a sí mismo Tlilectic-Mixtli».
Entonces me di cuenta de que no estaba hablando de mí, sino
conmigo
y estaba apuntando a un extranjero de cara malhumorada y vestido mezquinamente, que dos guardias de palacio tenían agarrado. Levanté mi cristal para poder verlo y comprobé que no era un extraño, así que sonreí, primero a él y luego a Motecuzoma, y dije:
«Tlilectic-Mixtli es su nombre, mi señor. El nombre de Nube Oscura es muy usual entre…».
«¡Lo conoce! —dijo Motecuzoma interrumpiéndome o acusándome—. ¿Algún pariente suyo, quizás?».
«Quizás tanto suyo como mío, Señor Orador y quizás con igual nobleza».
Él parpadeó: «Se atreve a compararme con ese mendigo tonto y sucio. Cuando los guardias de la Corte lo aprehendieron estaba demandando audiencia conmigo, porque es un dignatario visitante. ¡Pero mírelo! ¡Este hombre está loco!».
Yo dije: «No, mi señor. De donde él viene tiene un rango equivalente al de usted, sólo que los azteca no usan el título de Uey-Tlatoáni».
«¿Qué?», dijo Motecuzoma sorprendido.
«Éste es el Tlatocapili Tlilectic-Mixtli de Aztlán».
«¿De dónde?», gritó Motecuzoma pasmado.
Volví a sonreír a mi tocayo. «¿Entonces, trajiste la Piedra de la Luna?».
Él asintió con un gruñido abrupto y enojado y dijo: «Empiezo a desear no haberlo hecho. Pero la Piedra de Coyolxaúqui está más allá, en la plaza, custodiada por los hombres que pudieron sobrevivir a la labor de ayudarme a empujarla, arrastrarla y embarcarla hasta aquí…».
Uno de los guardias que lo sujetaba murmuró lo suficientemente audible: «Esa maldita piedrota ha deshecho el pavimento de la ciudad, desde aquí hasta el camino-puente de Tepeyaca».
El recién llegado dijo: «Esos hombres que quedan y yo, estamos casi muertos de fatiga y de hambre. Creímos que íbamos a ser bien recibidos aquí. Nos hubiéramos sentido satisfechos con una hospitalidad común y corriente, pero en cambio he sido llamado mentiroso sólo por decir ¡
mi propio nombre
!».
Me volví hacia Motecuzoma, quien todavía estaba mirando como si no lo pudiera creer. Yo le dije: «Como puede comprobar, Señor Orador, el Señor del Aztlán es capaz de explicar su nombre. También le puede decir su rango, su origen y cualquier cosa que usted desee saber de él. Encontrará que el náhuatl de los azteca es un poco anticuado, pero bastante comprensible».
Motecuzoma volvió de su sorpresa con un sobresalto y se disculpó y saludó al hombre diciendo: «Nosotros conversaremos con usted a su conveniencia, Señor del Aztlán, después de que usted haya cenado y descansado». Y dio órdenes a sus guardias y consejeros para que los visitantes fueran alimentados, vestidos y hospedados como se debía hacer con un dignatario. Él me hizo un gesto para que me quedara cuando todos salieron de la sala del trono, y entonces me dijo:
«Apenas puedo creerlo. Una experiencia tan inquietante como lo sería el encontrarme con mi legendario abuelo Motecuzoma. O como ver una figura de piedra desprenderse del bajorrelieve del friso de un templo. ¡Imagínese! Un aztécatl genuino y vivo. —Sin embargo, su naturaleza suspicaz pronto salió a relucir, pues me preguntó—: Pero, ¿qué hace él
aquí
?».
«Como yo le sugerí, cuando volví a descubrir el Aztlán, le trae a usted un regalo, mi señor. Si usted quiere ir a la plaza y verlo, yo creo que valió la pena que hubiera roto unas cuantas piedras del pavimento».
«Eso haré —dijo, pero luego añadió todavía suspicaz—: Él ha de querer algo a cambio».
Yo dije: «Pienso que la Piedra de la Luna es lo suficientemente valiosa como para que su dador tenga algunos títulos rimbombantes y también algunos mantos de plumas, algunos ornamentos enjoyados, en fin, que vaya vestido de acuerdo a su nuevo rango. Y quizás también podrían serle cedidos algunos guerreros mexica».
«¿Guerreros?».
Le conté a Motecuzoma la idea que ya antes le había expuesto al gobernante del Aztlán: que si se renovaban los lazos familiares que unían a los mexica con los azteca, darían a la Triple Alianza lo que todavía no tenía, una fuerte guarnición en la costa del noroeste. Él dijo con precaución: «Teniendo en cuenta todos estos augurios, éste no debe de ser el tiempo de dispersar nuestros ejércitos, pero consideraré esa idea. Y una cosa sí es segura, aunque él es más joven que usted o yo, nuestro ancestro merece un título mejor que el de Tlatocapili. Por lo menos pondré el -tzin a su nombre».
Así que dejé el palacio ese día sintiéndome muy complacido de que un Mixtli, aunque no fuera yo, hubiese conseguido el noble nombre de Mixtzin. Lo que sucedió fue que Motecuzoma aceptó todas las sugestiones que le hice. El visitante dejó nuestra ciudad llevando el rimbombante título de Azteca Tlani-Tlatoani o Menor Orador de los Azteca. También llevó con él, una tropa considerable de guerreros armados y un buen número de familias para colonizar, seleccionadas por su destreza en el arte de la construcción y fortificación. Sólo tuve la oportunidad de sostener una breve conversación con mi tocayo antes de que él saliera de Tenochtitlan. Me dio las gracias efusivamente por mi ayuda en darle la bienvenida, en conseguirle su nuevo título y por haberle hecho un aliado de la Triple Alianza y añadió:
«Teniendo el -tzin para mi nombre, lo pueden usar todas las personas de mi familia y mis descendientes, aun aquellos que no desciendan en la Línea directa y de divergente linaje. Debes de venir otra vez al Aztlán, hermano, pues te espera una pequeña sorpresa. Encontrarás más que una ciudad nueva y mejor».
En ese tiempo, supuse que lo que él quería decir era el arreglar alguna ceremonia para hacerme señor honorario o algo por el estilo de los azteca, pero nunca he regresado al Aztlán y no sé lo que ha llegado a ser en todos estos años, después del regreso de Mixtzin. En cuanto a la magnífica Piedra de la Luna, Motecuzoma hizo lo de costumbre, fue incapaz de decidir en qué parte de El Corazón del Único Mundo podía ser colocada. Así es que la última vez que recuerdo haberla visto, la Piedra de la Luna todavía estaba yaciendo de lado sobre el pavimento de la plaza, ahora ha quedado tan enterrada y perdida como la Piedra del Sol. El hecho fue que pasó algo más que hizo que yo y la mayoría de la gente olvidáramos rápidamente la visita del azteca, la Piedra de la Luna que había traído consigo y los planes para hacer del Aztlán una gran ciudad marítima. Lo que sucedió fue que un mensajero llegó cruzando el lago de Texcoco y llevando puesto el manto blanco de duelo. La noticia no fue ni tan inesperada ni sorprendente, pues el Reverendo Orador Nezahualpili ya era para entonces muy viejo, pero yo me sentí desolado al oír que mi antiguo patrón y protector había muerto. Pude haber ido a Texcoco con todos los campeones Águila, acompañando a los demás nobles mexica y cortesanos, quienes cruzaron el lago para asistir al funeral de Nezahualpili y quienes se quedarían allí o volverían a cruzar el lago, poco tiempo después, para asistir a la coronación del Príncipe Heredero Ixtlil-Xócitl, como el nuevo Venerado Orador de la nación acolhua. Pero escogí ir sin pompa ni ceremonia, vestido completamente de duelo y como un ciudadano privado. Fui como un viejo amigo de la familia y me recibió mi viejo compañero de escuela, el Príncipe Huexotzinca, quien lo hizo tan cordialmente como la primera vez, hacía unos treinta y tres años atrás, y me saludó con el nombre que entonces yo había llevado: «¡Bienvenido, Cabeza Inclinada!».
No pude dejar de notar que mi antiguo compañero de escuela ya estaba viejo; traté de que no notara por mi expresión lo que había sentido, cuando lo vi con el pelo gris y su rostro surcado de arrugas, pues yo lo recordaba como aquel delgado y joven príncipe que paseaba con su venado en un jardín lleno de verdor. Pero luego pensé, incómodo: «Él no es mayor que yo».
El Uey-Tlatoani Nezahualpili fue enterrado en el suelo de su palacio de la ciudad, y no en la tierra más extensa de la colina de Texcotzinco. Así es que el pequeño palacio quedó abarrotado con toda aquella gente que había ido allí para decirle adiós a ese hombre tan amado y respetado. Allí había gobernantes, señores y señoras de todas las naciones de la Triple Alianza y de toda las tierras, amigas o enemigas. Aquellos emisarios de lejanas naciones que no podían llegar a tiempo para el funeral de Nezahualpilit sin embargo, ya estaban de camino hacia Texcoco en ese momento apurándose a llegar a tiempo para saludar a su hijo, como el nuevo gobernante. De todos los que
debían
estar al lado de su tumba el ausente más destacado fue Motecuzoma, quien había mandado en su lugar a su Mujer Serpiente Tlácotzin y a su hermano Cuitláhuac, jefe principal de los ejércitos mexica.
El Príncipe Huexotzinca y yo estuvimos lado a lado de la tumba y no muy retirados de su medio hermano, Ixtlil-Xóchitl, heredero del trono de los acolhua. De alguna manera él hacía recordar su nombre de Flor Oscura, ya que todavía tenía las cejas tan oscuras que le hacían parecer como si siempre estuviera enfurruñado. Pero había perdido mucho de su pelo y yo pensé que parecía diez años más viejo de lo que representaba su padre cuando yo fui a la escuela por primera vez en Texcoco. Después del entierro, la multitud se dirigió hacia los salones de baile de palacio, para festejar, cantar, pensar en voz alta y contar las hazañas y méritos del difunto Nezahualpili. Pero Huexotzinca y yo nos llevamos varias jarras del mejor
octli
a sus cámaras privadas y gradualmente nos fuimos poniendo muy borrachos, conforme revivíamos los viejos días de nuestra juventud y contemplábamos los días por venir. Recuerdo que dije: «He oído muchos murmullos acerca de la ausencia tan descortés de Motecuzoma el día de hoy. Nunca le ha perdonado a tu padre el no haberse mantenido lejos durante todos estos años pasados y particularmente el haberse rehusado a ayudarlo en sus pequeñas y despreciables guerras».
El príncipe se encogió de hombros: «Las descortesías de Motecuzoma no le ganarán los favores de mi medio hermano. Flor Oscura es el hijo de nuestro padre y piensa como él pensaba, que El Único Mundo algún día, muy pronto, será invadido por forasteros y que nuestra única seguridad será la unión. Él continuará la política de mi padre: que nosotros los acolhua debemos conservar nuestras energías para una guerra que no será precisamente pequeña».
«Quizás sea lo más correcto —le dije—. Pero Motecuzoma no amará a tu hermano más de lo que amó a tu padre».
Lo siguiente que recuerdo es que miré por la ventana y exclamé: «Cómo se fue el tiempo. Ya es noche cerrada… y yo estoy desastrosamente borracho».
«Descansa en la habitación de allá —dijo el príncipe—. Debemos de estar en pie mañana para escuchar a todos los poetas de palacio leer sus panegíricos».
«Si duermo ahora tendré un horrible dolor de cabeza mañana —le dije—. Es mejor, con tu permiso, que primero vaya a caminar por la ciudad y deje que Viento de la Noche sople los vapores que tiene mi cerebro».
Mi manera de caminar probablemente era digna de verse, pero no había nadie por allí que pudiera hacerlo. Las calles, en la oscuridad de la noche, estaban más vacías que de costumbre, pues todos los habitantes de Texcoco estaban de duelo adentro de sus casas. Y era evidente que los sacerdotes habían arrojado partículas de cobre entre las astillas de pino de las antorchas, que estaban en los soportes de las esquinas de las calles, pues sus llamas eran azules y sus luces se veían disminuidas y sombrías. Medio sonámbulo como iba, de alguna manera tuve la impresión de que estaba repitiendo el camino que había seguido una vez, hacía ya mucho tiempo. Esa impresión exaltó todavía más mi imaginación cuando vi, delante de mí la banca de piedra y el árbol
tapachini
de flores rojas. Me senté agradecido, por un rato, gozando al ser rociado por los pétalos escarlata del árbol, que el viento hacía volar. Entonces me di cuenta de que a cada lado de mí, estaba sentado un hombre.