Azteca (66 page)

Read Azteca Online

Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Ya que mencioné a la muchacha Ix Ikoki, debo decir también, que en mi opinión ni ella ni ningún otro ser humano de los que vivían allí, añadió ninguna belleza apreciable a la selva de aquellas tierras.

De acuerdo con todas las leyendas, los maya una vez tuvieron una civilización poderosa, rica y resplandeciente, a la que nosotros los mexica jamás nos hemos aproximado, y las ruinas vivientes de lo que fueron una vez sus ciudades, nos dan una poderosa evidencia para sostener tales leyendas. Es evidente, también, que los maya aprendieron todas sus artes y oficios directamente de los incomparables tolteca, antes de que esos magníficos artesanos desaparecieran. Por un lado, los maya tuvieron muchos de los mismos dioses de los tolteca, los mismos que nosotros los mexica nos apropiaríamos más tarde. Al benevolente Serpiente Emplumada, Quetzalcóatl, ellos lo llaman Kukulkán. El dios de la lluvia a quien nosotros llamamos Tláloc, ellos lo llaman Chak.

En ese viaje y en los sucesivos, he visto lo que queda de las muchas ciudades maya y nadie puede negar que debieron de haber sido magníficas en su principio. En sus plazas vacías y en sus patios, todavía se pueden ver estatuas admirables, tallados paneles de piedra, fachadas ricamente ornamentadas e incluso pinturas en las que los vividos colores no se han despintado a través de gavillas sobre gavillas de años, desde que fueron pintadas por primera vez. Yo, particularmente, me di cuenta de un detalle en los edificios maya —las aberturas de las puertas están rematadas graciosamente en forma piramidal— lo que nuestros modernos arquitectos todavía no han podido hacer o quizás nunca han podido imitar. Les llevó a los arquitectos, artistas y artesanos maya, muchas generaciones, cuidadoso trabajo y amor para construir y embellecer aquellas ciudades. Pero ahora están vacías, abandonadas y olvidadas. No hay trazas de que alguna vez hayan sido sitiadas por ejércitos enemigos, o que hayan sufrido algunos de los más insignificantes desastres de la naturaleza; a pesar de eso, sus habitantes, que se contaban por millares, las abandonaron por alguna razón. Y los descendientes de aquellos habitantes son ahora tan ignorantes y tan despegados de su historia que no pueden decir, ni siquiera aventurar una opinión plausible, del
porqué
sus ancestros evacuaron aquellas ciudades, mientras que a la selva se le está permitido reclamarlas y destruirlas. En esos días los maya no podían decir por qué
ellos
, que habían heredado toda esa grandeza, vivían resignadamente en aldeas de chozas de paja a la vera de las ciudades fantasma.

Los dominios vastos y unificados de los maya, formalmente regidos desde su ciudad capital llamada Mayapán, han venido a ser divididos geográficamente de norte a sur. Para entonces, mis compañeros y yo estábamos viajando por la parte más importante: la lujuriosa selva del país llamado Tamoán Chan, La Tierra de las Tinieblas, cuyas extensiones sin límites corrían hacia el este desde las fronteras del territorio de los chiapa. Hacia el norte, por donde viajé en otra ocasión, se extiende la gran península a lo largo del océano del norte, el lugar en donde sus exploradores españoles tocaron tierra por primera vez. Yo hubiera pensado que después de echar una mirada a esas tierras infecundas e inhospitalarias, ellos debieron haber vuelto a España, para no regresar aquí jamás. Pero en lugar de eso, le dieron a aquella tierra un nombre todavía más absurdo que el de Cuernos de Vaca por Quaunáhuac o el de Tortilla por lo que debía ser Texcala. Cuando aquellos primeros españoles tocaron tierra y preguntaron: «¿Cómo se llama este lugar?», los habitantes, que nunca antes habían oído hablar castellano, naturalmente replicaron: «
Yectetán
», que quiere decir solamente: «No entiendo». De ahí sacaron esos exploradores el nombre de Yucatán y supongo que la península será llamada así para siempre. Pero no debería reír, ya que el nombre que los maya le dieron a esa tierra: Uluümil Kutz o Tierra de Plenitud, era igual de ridículo o quizás irónico, pues la mayor parte de esa península es desgraciadamente infértil e inhóspita. Así como dividieron su tierra, los maya ya no son un solo pueblo regido por un solo gobernante. Ellos se han fraccionado dentro de una profusión de tribus teniendo a la cabeza despreciables caciques y todos ellos son insolentes y discordes. La mayoría de los maya están tan desanimados y sumidos en letargo que viven en lo que sus ancestros debían de haber considerado como una repugnante inmundicia. Y todavía, cada una de esas tribus insignificantes, pretende ser la única y verdadera descendiente de la gran raza maya. Personalmente creo que los antiguos maya desconocerían toda relación con cualquiera de ellos.

Esos zafios ni siquiera pueden decir los nombres de lo que fueron las grandes ciudades de sus ancestros, sino que las llaman como les da la gana. Una de esas ciudades, que ahora está casi ahogada por el crecimiento de la selva, todavía muestra una pirámide que se levanta hacia el cielo, un palacio con torreones y numerosos templos, pero sin ninguna imaginación ellos la llaman por Palemké, la palabra maya para denominar cualquier «lugar santo». En otra ciudad abandonada, las galerías que todavía no han sido invadidas por raíces y lianas destructivas, muestran en sus paredes murales diestramente pintados con escenas de guerreros en plena batalla, ceremonias cortesanas y cosas parecidas. Cuando les pregunté a los descendientes de esos guerreros y cortesanos qué sabían del lugar, se encogieron de hombros con indiferencia, llamándolo por Bonampak, que sólo quiere decir: «paredes pintadas».

Uluümil Kutz es una ciudad casi destruida por la erosión y muy bien podría haber sido conocida por El Lugar en Donde el Hombre Creó Belleza, por la arquitectura intrincada y todavía delicada de muchos de sus edificios, sin embargo, es solamente llamada Uxmal, que significa «tres edificios». Otra ciudad que está situada magníficamente en lo alto de una colina, mirando hacia un ancho río, en lo profundo de la selva, tiene las ruinas o cimientos de por lo menos cien grandes edificios construidos con trozos de cantera verde, que yo conté y creo que ha de haber sido el más majestuoso de
todos
los centros antiguos maya. Sin embargo, los campesinos que viven ahora en sus alrededores lo conocen por Yaxchilán, que quiere decir que es un lugar en donde hay algunas «piedras verdes».

Oh, debo de reconocer que algunas tribus, como la notable de los xíu al norte de la península y los tzotxil de las selvas del sur, todavía manifiestan alguna inteligencia y vitalidad y se preocupan por su perdida herencia. Reconocen clases de acuerdo al nacimiento y condición social: noble, clase media, clase baja y esclavos. Todavía mantienen algunas de las artes de sus antepasados; sus sabios saben medicina y cirugía, aritmética y astronomía y llevan un calendario. Cuidadosamente preservan los incontables libros escritos por sus predecesores, aunque el hecho de que ellos conozcan tan poco de su propia historia me hace dudar de que aun sus sacerdotes mejor educados puedan leer esos libros o se tomen la molestia de hacerlo.

Sin embargo, también los antiguos maya, civilizados y cultos, observaban algunas costumbres que nosotros los modernos debemos considerar muy extravagantes y es una lástima que sus descendientes hayan escogido perpetuar esas excentridades mientras dejan a un lado acciones mucho más dignas. Para un forastero como yo, lo más notablemente grotesco es lo que los maya consideran como bello, dentro de su propia apariencia. Por la evidencia de las antiguas tallas y pinturas, los maya siempre tuvieron narices de pico de halcón y puntiagudas barbillas, y por siempre se empeñaron en aumentar esa semblanza con las aves de presa. Lo que quiero decir es que, tanto los antiguos maya como los actuales, han deformado a sus hijos desde el nacimiento. Una tabla lisa es puesta sobre la frente del recién nacido y dejada allí durante toda la infancia. Cuando al fin se le quita, el niño tiene una frente tan puntiaguda como su barbilla, y eso hace que la prominencia natural de su nariz parezca más como un pico.

Y eso no es todo. Un niño o una niña maya pueden ir desnudos hasta una edad en que su desnudez es positivamente indecente. Sin embargo, aunque desnudos, ellos siempre llevarán unas bolitas de arcilla o resina suspendidas por un cordón que llevan alrededor de la cabeza, de tal manera que cuelguen directamente entre los ojos. Esto es con la intención de que el niño crezca bizco, lo cual, los maya de todas las tierras y clases juzgan como otro rasgo de gran belleza. Algunos hombres y mujeres maya son tan bizcos que pienso que si no fuera porque tienen de por medio su nariz ganchuda, los ojos se les juntarían. Ya he dicho que hay muchas cosas bellas en las selvas del país de Tamoán Chan, pero no incluiría a la población humana entre ellas.

Probablemente hubiera ignorado a todas esas mujeres con cara de halcón si no hubiera sido porque, en la primera aldea que pasamos la noche y eso fue entre los limpios tzotxil, una muchacha parecía mirarme con determinación anhelante y yo deduje que ella se había sentido herida de pasión por mí a primera vista. Así es que ni corto ni perezoso me presenté a ella con mi último nombre: Nube Oscura que en su lenguaje es Ek Muyal y ella me confió tímidamente que se llamaba Ix Ikoki o sea Estrella del Atardecer. No fue sino hasta que estuve bastante cerca de ella, que me di cuenta de que era excesivamente bizca, por lo que llegué a la conclusión de que no me había estado viendo en absoluto. Incluso en ese momento en que estábamos cara a cara, podría haber estado mirando al árbol de detrás mío, o a sus propios pies desnudos, o quizás a los dos al mismo tiempo, nunca lo pude determinar. Eso me desconcertó de alguna manera, pero la curiosidad me impelió a persuadir a Ix Ikoki para que pasara la noche conmigo.

Y con esto no quiero decir que estuviera encendido por una curiosidad lasciva, acerca de que una muchacha bizca pudiera ser interesantemente peculiar en otros de sus órganos. Simplemente fue que por algún tiempo me había estado preguntando cómo se podría copular, con
cualquier
mujer o cómo sería el acto realizado en una hamaca. Tengo el gusto de comunicarles que no sólo lo encontré factible sino también delicioso, como si lo hiciera en el aire, en una libertad sin restricciones, profunda como el agua. En verdad, me sentí tan transportado que no me di cuenta, sino hasta que descansamos consumidos y sudorosos uno junto al otro en el vaivén de la
gishe
, que había dado varias mordidas de amor a Ix Ikoki y por lo menos una de ellas tenía una gota de sangre.

Por supuesto que eso me hizo recordar las palabras de advertencia del doctor Maásh, después de habernos administrado el tratamiento contra las mordeduras de serpientes y no pude pegar un ojo en toda la noche, sufriendo la agonía de la aprensión. Estuve esperando que Ix Ikoki cayera en convulsiones o poco a poco se fuera poniendo tiesa y fría a mi lado, y me preguntaba cuál sería el terrible castigo que los tzotxil daban a los asesinos de sus mujeres. Sin embargo, Ix Ykoki no hizo otra cosa más alarmante que roncar toda la noche por su gran nariz, y a la mañana siguiente se sentó con ligereza a la orilla de la hamaca, con sus ojos bizcos radiantes.

Naturalmente que estaba muy contento de no haber matado a la muchacha, pero también ese hecho me perturbó y me llenó de ira. Si el viejo chapucero del doctor-de-pulso, quien nos dijo que desde aquel momento nuestros dientes estaban llenos de veneno, sólo estaba repitiendo una más de las estúpidas supersticiones de su pueblo, quería decir que era seguro que Cózcatl y yo no estábamos protegidos contra el indudable veneno de las serpientes, o que Glotón de Sangre jamás lo estuvo. Así es que advertí a mis socios y desde entonces pusimos más precaución al ver en dónde poníamos nuestros pies y manos cuando regresamos otra vez a través de la selva.

Poco después fui a ver a otro físico, pero de la clase que había deseado por tanto tiempo y que desde tan lejos había ido a ver: uno de esos doctores maya famosos por su habilidad en tratar las dolencias de los ojos. Su nombre era Ah Chel y era de la tribu de los tzotxil, y
tzotxil
quiere decir Gente Murciélago, lo que tomé por un buen augurio ya que los murciélagos son las criaturas que pueden ver mejor en la oscuridad. El doctor Ah Chel tenía otras dos cualidades que me lo hacían más recomendable: hablaba fluidamente el náhuatl y no era bizco. Creo que no hubiera tenido mucha confianza en un doctor bizco.

No se puso a oír mi pulso o a llamar a algún dios o a utilizar algún otro tipo místico de diagnóstico. Empezó con toda franqueza a ponerme unas gotas del jugo de la hierba
camopalxihuitl
en mis ojos, para engrandecer mis pupilas y así poder ver adentro de ellas. Mientras esperábamos que la droga surtiera efecto, me puse a platicar, quizá por el ansia de mi propio nerviosismo, y le conté acerca del doctor Maásh y las circunstancias de la enfermedad y la muerte de Diez.

«La fiebre del conejo —dijo el doctor Ah Chel, asintiendo—. Deben estar muy contentos de que ninguno de ustedes contrajo también esa enfermedad del conejo. La fiebre no mata por sí misma, pero debilita tanto a la víctima que ésta sucumbe por contraer otra enfermedad, una que hace que se le llenen los pulmones de un líquido espeso. Pudiera ser que su esclavo todavía estuviera vivo, si usted lo hubiera bajado de las alturas a un lugar en donde hubiera podido respirar un aire más pesado y rico. Bien, ahora déjeme verlo».

Él utilizó un cristal exactamente igual a los del maestro Xi-balbá y sin duda hecho por aquel gran artesano. Lo acercó a cada uno de mis ojos mirando con atención, después se echó para atrás y dijo llanamente:

«Joven Ek Muyal, usted no tiene nada que aflija a sus ojos».

«
¿Nada?
», exclamé. Y me pregunté que si después de todo, Ah Chel era tan charlatán como Maásh. Entre dientes le dije: «No hay nada malo en mis ojos, excepto que no puedo ver más allá de lo largo de mi brazo. ¿Y a eso es a lo que usted le llama
nada
?».

«Lo que quiero decir es que usted no tiene ninguna enfermedad o perturbación en su visión que yo o cualquier otro doctor pudiera tratar».

Eché una de las maldiciones de Glotón de Sangre, con la esperanza de que eso hiciera que el gran dios Huitzilopochtli pateara sus partes privadas. Ah Chel me hizo un gesto para que le acabara de escuchar.

«Usted ve las cosas borrosas por la
forma
de sus ojos y esto es de nacimiento. Esa forma poco común del globo del ojo distorsiona la visión precisamente como lo hace esta pieza de cuarzo poco común. Sostenga este cristal cerca entre su ojo y una flor y usted ve bien la flor, pero sostenga el cristal entre su ojo y un jardín distante y solamente verá un manchón de colores».

Other books

Home from the Hill by William Humphrey
Sons of Thunder by Susan May Warren
We'll Always Have Paris by Emma Beddington
The Peppered Moth by Margaret Drabble
Timecaster by Joe Kimball
Butter by Erin Jade Lange
Clouded Vision by Linwood Barclay
The No Cry Discipline Solution by Elizabeth Pantley