Dos de los sacerdotes le ayudarían a desvestirse, quitándose pieza por pieza, hasta que estuviera completamente desnudo ante los ojos de todos los que estaban en la plaza, algunos de los cuales habían conocido en privado cada parte de su cuerpo. Los sacerdotes le darían un haz de veinte flautitas de caña y volviendo la espalda a la multitud, con un sacerdote de cada lado, subiría despacio hasta donde se encontraba el altar de piedra, dentro del templo. Tocaba unos trinos con cada flauta en cada uno de los veinte escalones ascendentes y luego rompía esa flauta entre sus manos. En el último escalón, tocaba la última flauta, quizás más triste y más prolongadamente, pero los sacerdotes de escolta no permitirían ninguna pérdida de tiempo y ellos mismos romperían la flauta, si trataba de prolongar la canción indebidamente. Se requería que la vida de Xipe Totee terminara cuando los trinos de la última flauta se apagaran.
Luego, los otros sacerdotes que esperaban en lo alto de la pirámide, lo llevarían y lo acomodarían sobre la piedra, y dos sacerdotes dejarían caer con fuerza sus cuchillos de obsidiana. Mientras uno abría el pecho y sacaba el corazón todavía palpitante, el otro cortaba de un tajo la cabeza cuyos ojos pestañaban todavía y cuya boca murmuraba. En ninguna otra de nuestras ceremonias, la víctima sacrificada era decapitada y aun en los ritos de Xipe Totee, esto no tenía ningún significado religioso, ya que el
xochimiqui
era decapitado sólo por una razón práctica: es más fácil quitar la piel a una persona muerta cuando la cabeza y el cuerpo están separados.
Se le desollaba a la vista de toda la multitud, siendo los sacerdotes muy diestros en eso, y luego los dos pedazos del cuerpo eran arrastrados rápidamente dentro del templo. La piel de la cabeza era cortada desde atrás, de la nuca a la coronilla; el cuero cabelludo y la piel de la cara se desprendían de la calavera y los párpados eran cortados. Al cuerpo también se le hacía una incisión por detrás, desde el ano hasta el cuello, pero quitaban la piel tan cuidadosamente que los brazos y piernas no quedaban desgarrados, sino como tubos vacíos. Si el
xochimiqui
había sido una mujer, la carne suave que rellenaba sus pechos y nalgas, se dejaba allí intacta para preservar su forma. Si había sido un joven, su
tepuli
y
ololtin
se dejaban allí colgando. Siempre había un sacerdote pequeño de estatura entre los de Xipe Totee, y éste se quitaba con rapidez sus vestiduras y, desnudo, se ponía las dos piezas como traje. Como todavía la piel del cuerpo estaba húmeda y resbaladiza, no tenía ninguna dificultad en deslizar sus piernas y brazos por los tubos correspondientes. Los pies del muerto se cortaban, para que no interfirieran en la danza del sacerdote, pero las manos se dejaban colgando para que golpearan a un lado de las del sacerdote. Por supuesto que la piel del torso estaba abierta por detrás, pero había sido perforada con espinas y se ataba por medio de cordones, fuertemente al cuerpo. Después, el sacerdote se ponía el cabello y la piel de la cara del muerto, de tal manera que pudiera ver a través de los agujeros y cantar a través de los labios despegados y eso también se amarraba por detrás. Se lavaba cualquier rastro de sangre, para que no se viera en el traje.
Todo eso lo hacían en muy poco tiempo, en menos tiempo del que me toma a mí narrarlo, Su Ilustrísima. Parecía a los espectadores que Xipe Totee apenas acababa de morir en la piedra del altar, cuando nuevamente reaparecía en la puerta del templo. Aparecía encorvado, pretendiendo ser un viejo y usando los únicos huesos que se utilizaban en la ceremonia, del cuerpo del Xochimiqui. Mientras los tambores rugían para darle la bienvenida El Desollador Amado se iba estirando lentamente, como lo haría un viejo que se volviera joven otra vez. Danzaba bajando la escalera de la pirámide y luego saltaba como un maniático toda la plaza, blandiendo los huesos limpios de los muslos y usándolos para dar un golpecito de bendición, a todos aquellos que estuvieran lo suficientemente cerca. Antes de la ceremonia, el pequeño sacerdote siempre se emborrachaba y comía mucho de los hongos llamados la carne de los dioses, para entrar en delirio. Tenía que hacerlo, pues a él le correspondía la parte más ardua. Tenía que bailar frenéticamente y sin cesar, excepto en los períodos en que caía inconsciente, por cinco días y sus noches. Por supuesto que su danza iba perdiendo lentamente los movimientos salvajes con que la iniciaba, conforme la piel se iba secando y apretándole. Hacia el final de los cinco días, la piel estaba encogida y crujiente, como constreñida, y el sol y el aire la habían tornado de un color amarillo enfermizo, razón por la cual era llamada la Vestidura de Oro, y olía tan horriblemente que nadie en la plaza se podía aproximar lo suficiente para que Xipe Totee le bendijera con golpecito de su hueso…
La forma en que Su Ilustrísima salió, tan agitadamente, me inclina a hacer notar, si esto no es una irreverencia, señores escribanos, que Su Ilustrísima tiene una facultad asombrosa para reunirse con nosotros siempre que hay que escuchar las cosas que más molestan y disgustan al oír.
En los últimos años, y lo digo con profunda pena, hubiera deseado no haberle negado jamás cualquier cosa a Zyanya; debí dejar que ella hiciera, viera y experimentara todo aquello que le interesara y que sus ojos se regocijaran con esas maravillas; nunca debí poner, ni siquiera una vez, un obstáculo a su natural entusiasmo, por cada cosa pequeña del mundo que la rodeaba. Aunque no puedo reprocharme nada, al no dejar que ella presenciara la ceremonia de Xipe Totee.
De todas maneras, puedo afirmar que tuve razón, ya que ninguna pestilencia cayó en la leche de Zyanya. La pequeña Cocoton se desarrolló bien mamándola, y creció y creció cada vez más bonita, como una miniatura de su madre y de su tía. Yo estaba loco por ella, pero no era el único. Un día Zyanya y Beu llevaron a la niña al mercado y un
totonácatl
que iba pasando vio a Cocoton que sonreía desde el rebozo, en donde la llevaba colgando Beu, y pidió permiso a las mujeres para plasmar esa sonrisa en barro. Era uno de esos artistas ambulantes, que hacían cantidades de moldes de figuritas de terracota y después viajaban continuamente fuera del país para venderlas, muy baratas, a los campesinos pobres. En el mismo lugar, con rapidez y destreza, esculpió el rostro de Cocoton en arcilla, y después, cuando hubo sacado el molde para hacer los duplicados, le regaló el original a Zyanya. Sus rasgos no estaban muy bien hechos, y él había esculpido sobre su cabeza un tocado totonaca, pero inmediatamente pude reconocer la amplia y contagiosa sonrisa de mi hija, incluyendo sus hoyuelos. No sé cuántas copias hizo, pero por mucho tiempo se vieron niñitas por todas partes jugando con esas muñecas. Incluso, hubo algunos adultos que las compraron bajo la impresión de que representaba al risueño y joven dios Xochipili, Señor de las Flores o a la diosa feliz Xilonen, Joven Madre del Maíz. No me sorprendería mucho si aún hubiera algunas de esas figuritas aquí y allá, todavía sin romperse, pero mi corazón se sentiría lacerado si encontrara una ahora y volviera a ver otra vez la sonrisa de mi hija y de mi esposa.
Cuando a la niña le había brotado su primer granito de maíz de diente, cerca de su primer año de vida, fue destetada a la vieja usanza de las madres mexica. Cuando lloraba porque quería mamar, sus labios se encontraban cada vez más seguido no con el dulce pecho de Zyanya, sino con una taza de té amargo, uno de esos astringentes, hecho con hojas de maguey y que hace que la boca se arrugue. Poco a poco, Cocoton se dejó convencer para tomar en lugar de eso un suave potaje de
atoli
, hasta que al fin abandonó el pecho para siempre. Fue entonces cuando Beu nos dijo que debía regresar a su hostería, pues ya no la necesitábamos más, ya que Turquesa podría cuidar con facilidad a la niña, cuando Zyanya estuviera cansada u ocupada en otras cosas.
Otra vez le proporcioné una escolta; los siete mismos viejos guerreros, a quienes había llegado a considerar como mi ejército privado, y los acompañé hasta el camino-puente.
«Esperamos que regreses otra vez, hermana Luna que Espera», le dije, aunque habíamos pasado la mayor parte de esa mañana diciéndonos adiós, le habíamos dado muchos regalos y las dos mujeres habían llorado a placer.
«Volveré cada vez que me necesitéis… o que lo deseéis —dijo ella—. Ahora que ya he salido por primera vez de Tecuantépec, será mucho más fácil para mí viajar en lo sucesivo. Aunque no creo que deseéis verme o que me necesitéis muy seguido. Por mucho tiempo no he querido reconocer mi error, Zaa, pero la honestidad me obliga.
Eres
un buen marido para mi hermana».
«No me cuesta mucho trabajo serlo —dije—. El mejor marido es el que esté casado con la mejor esposa».
Ella dijo, en esa forma tan molesta que tenía para hablar: «¿Cómo lo sabes? Sólo te has casado una vez. Dime, Zaa, ¿nunca sientes, aunque sea una atracción pasajera hacia… hacia cualquier otra mujer?».
«Oh, sí —dije, riéndome de mí mismo—. Soy humano y las emociones humanas pueden ser indomables y siempre hay otras mujeres bellas. Como tú, Beu. Incluso puedo sentirme atraído por mujeres mucho menos bonitas que Zyanya y tú… simplemente por curiosidad acerca de otros atributos posibles, que puedan encerrar bajo sus vestidos o detrás de sus mentes. Pero en casi nueve años, mis pensamientos nunca se han hecho realidad y al acostarme con Zyanya, pronto desaparecen, así es que no me ruborizo de ellos».
Me apresuro a asegurarles, reverendos frailes, que mis catequistas cristianos me educaron en forma diferente: me enseñaron que el entretenerme con una idea puede ser tan pecaminoso como la más lasciva fornificación. Pero entonces yo todavía era un idólatra, todos lo éramos, y las fantasías que no compartí ni cometí, no me causaban ningún problema, como no lo causaron a nadie más.
Con sus bellísimos ojos, Beu me echó una larga mirada y dijo: «Ya eres un campeón Águila. Solamente falta que seas honrado con el -tzin en tu nombre. Siendo un noble, no necesitarás sofocar hasta tus más secretos anhelos. Zyanya no podría objetar nada en ser la Primera Esposa entre las otras. Podrías tener todas las esposa que desearas».
Sonreí y dije: «Ya tengo todas las que deseo, su nombre es Siempre».
Beu asintió, luego se giró y sin volver a mirar hacia atrás, marchó a lo largo del caminopuente, hasta desaparecer de mi vista.
Ese día, había hombres trabajando en donde la isla terminaba, en el camino-puente por el que había cruzado Beu, y otros trabajaban también a lo largo de su curso, hasta la mitad del camino del fuerte de Acachinanco, y otros más, trabajaban en la tierra firme hacia el sudeste. Los hombres estaban construyendo las dos últimas partes de un nuevo acueducto de piedra y mortero que traería una cantidad mayor de agua fresca a la ciudad.
Por mucho tiempo, las comunidades en las tierras comprendidas en el distrito del lago habían crecido en población con tanta rapidez, que todas las naciones de la Triple Alianza habían llegado a estar intolerablemente superpobladas. Tenochtitlan, por supuesto, era la más afectada, por la simple razón de que era una isla sin capacidad de expansión. Ése fue el motivo por el cual, muchos mexica que residían en la ciudad tomaron sus familias y sus pertenencias y se fueron a establecer al Xoconochco, cuando éste fue anexado. Esa migración voluntaria fue lo que le dio al Uey-Tlatoani la idea de emprender otras renovaciones.
Para entonces, llegó a ser evidente que la guarnición de Tapachtlan impediría para siempre la invasión de cualquier enemigo extranjero en el Xoconochco; entonces, Motecuzoma El Joven fue relevado de su cargo. Como ya expliqué, Auítzotl tenía sus razones para mantener lejos a su sobrino, pero era lo suficientemente sagaz como para aprovechar la ya probada habilidad de éste para organizar y administrar. En seguida mandó a Motecuzoma a Teloloapan, que era una aldea insignificante entre Tenochtitlan y el océano del sur, y le ordenó levantar allí otra comunidad tan fortificada y próspera como la de Tepachtlan.
Para ello, se le dio a Motecuzoma una gran cantidad de tropas y un número considerable de civiles. Quizás algunas de esas familias o individuos vivían contentos o quizás insatisfechos en Tenochtitlan o en sus alrededores, pero cuando el Venerado Orador dijo: «Ustedes irán», ellos tuvieron que ir. Cuando Motecuzoma repartió entre ellos una estimable cantidad de tierra en los alrededores de Teloloapan, y cuando ellos se hubieron asentado bajo su gobierno, esa aldea miserable se convirtió en un pueblo respetable.
Así, tan pronto como Teloloapan tuvo lista su guarnición y empezó a alimentarse con sus propias cosechas, Motecuzoma El Joven fue otra vez relevado de su cargo y enviado a algún otro lugar, para hacer lo mismo. Auítzotl lo mandó de una aldea insignificante a otra, siempre con la misma orden; fueron varias aldeas: Oztoman, Alahuiztlan; bueno, he olvidado sus nombres, pero todas ellas estaban situadas en las fronteras más lejanas de la Triple Alianza. En cuanto esas colonias remotas se multiplicaron y crecieron, se resolvieron tres problemas y esto llenó de satisfacción a Auítzotl. Hubo un éxodo cada vez mayor, que vino a resolver el exceso de población, tanto en Texcoco, en Tlacopan y en otras ciudades del lago, como Tenochtitlan. Quedamos provistos de fuertes puestos fronterizos. Y la continuidad en ese proceso de colonización, mantuvo a la vez a Motecuzoma ocupado provechosamente y lejos de cualquier posibilidad de intrigar en contra de su tío.
Sin embargo, las emigraciones y renovaciones sólo pudieron detener el continuo
incremento
de población en Tenochtitlan; nunca llegaron más que a disminuir el gentío y a dejar suficiente espacio a los que quedaban. Por ese motivo, la ciudad principal de la isla, necesitaba más agua fresca. Un suministro regular de agua nos llegaba desde que el Primer Motecuzoma se había preocupado por mandar construir un acueducto, que partía de los manantiales de agua dulce de Chapultépec, más o menos una gavilla de años antes, y por esas mismas fechas mandó construir el Gran Dique para proteger a la ciudad contra las inundaciones provocadas por los vientos. Sin embargo, no se pudo persuadir al chorro de Chapultépec para que creciera, solamente porque se necesitaba más agua. Eso se comprobó; un número de nuestros sacerdotes y adivinos, utilizaron todos los medios de persuasión, pero fracasaron.
Fue entonces cuando Auítzotl determinó encontrar una nueva fuente de agua y envió a esos mismos sacerdotes y adivinos, y también a unos cuantos de sus sabios del Consejo de Voceros, a explorar algunas regiones de la tierra firme. Cualesquiera que fueran los significados de la adivinación, el caso es que ellos dieron con un manantial que nunca antes había sido descubierto, y el Venerado Orador empezó inmediatamente el plan para construir el nuevo acueducto. Ya que esa corriente recién encontrada estaba cerca de Coyohuacan, y puesto que traía mucha más fuerza que la que venía de Chapultépec, Auítzotl planeó también unas fuentes borboteantes para El Corazón del Único Mundo.