Azteca (95 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Con la fuerza que le daba su largo declive desde la tierra firme, llegó rugiendo como una inmensa lanza líquida, cuya punta estaba empenachada de hirviente espuma rosa. No toda el agua pudo tomar la curva de la gamella, sino que la que venía más atrás se levantó y rompió sobre el parapeto con la fuerza de una ola del océano. Así, aunque no toda el agua entró en la gamella, la que sí lo hizo entró con tal fuerza que tomó por sorpresa a Auítzotl. Él acababa de abrir el pecho de la niña y de sacar el corazón, pero todavía no lo había roto, cuando el agua rugiente arrastró el cuerpo de la niña, llevándoselo lejos de allí. Ya sin su pequeño corazón, pues Auítzotl todavía lo tenía en la mano mirando pasmado cómo el cuerpo de la niña salía disparado hacia la ciudad, como lo haría una bolita lanzada a través de una cerbatana. Todos los que estábamos en el acueducto, nos quedamos como estatuas, sin ningún movimiento a excepción de los de nuestros penachos, mantos y banderas zarandeados por el viento. Luego me di cuenta de que estaba mojado hasta los tobillos, como lo estaban todos los demás, y las mujeres de Auítzotl empezaron a gritar de aflicción. El pavimento bajo nuestros pies se empezaba a anegar, con rapidez. El agua seguía saltando sobre el ángulo del parapeto y todo el fuerte de Acachinanco se estremecía bajo su impacto.

A pesar de ello, gran parte del agua continuaba corriendo por la gamella hacia la ciudad, con tal fuerza que cuando llegó golpeando en donde se ramificaban los canales, rompió como una batiente en la playa. A través de mi cristal, podía ver a la apretada multitud de espectadores, que en esos momentos eran revolcados por el espumoso golpe de agua, y luchaban por huir y dispersarse. A través de toda la ciudad, más allá de nuestra vista, los nuevos canales y los depósitos de agua se derramaban, mojando las calles y vaciándose sobre los canales. En la plaza, las fuentes nuevas estaban lanzando chorros de agua tan fantásticamente altos que el agua no volvía a caer sobre los estanques de drenaje puestos alrededor de cada una, sino que se desparramaban totalmente a través del Corazón del Único Mundo.

Los sacerdotes de Chalchihuitlicué rompieron en balbucientes plegarias, suplicando a la diosa que abatiera su abundancia. Auítzotl rugió para que se callaran, luego empezó a vociferar nombres: «¡Yólcatl! ¡Papaquilíztlü!», los de aquellos hombres que habían descubierto el nuevo manantial. Aquellos que estaban presentes, obedientemente chapotearon con el agua hasta las rodillas y sabiendo perfectamente bien para qué habían sido llamados, se acostaron, uno por uno sobre el parapeto. Auítzotl y los sacerdotes, sin palabras o gestos rituales, abrieron los pechos de los hombres, arrancaron sus corazones y los sumergieron en las aguas turbulentas. Ocho hombres fueron sacrificados en ese acto de desesperación, dos de ellos fueron miembros, ancianos augustos, del Consejo de Voceros, y sin embargo, eso no sirvió de nada.

Así es que Auítzotl gritó: «¡Dejen caer la puerta de la gamella!». Y varios campeones Águila treparon al parapeto. Trataron de acomodar la tabla de madera, que estaba designada para cortar el chorro de agua, deslizándola a través de las hendiduras de la gamella, pero por más esfuerzos que hicieron, combinando su fuerza y peso, los campeones sólo la pudieron empujar un poco. Tan pronto como su orilla curva entró en el agua, la poderosa corriente la empujó de las ranuras y ladeándola la inmovilizó en ese punto. Por un momento, todo fue silencio en el acueducto a excepción del ruido producido por el agua borboteante, el sonido silbante y suspirante del viento, el crujido del oprimido fuerte de madera y los sordos gritos que nos llegaban desde la isla, de la multitud que huía con rapidez. Viéndose al fin derrotado, con todas sus plumas empapadas y caídas, el Venerado Orador dijo lo suficientemente fuerte como para que todos lo oyéramos:

«Debemos regresar a la ciudad, para ver todo el daño que ha sido causado y para ver si podemos reprimir el pánico. Los campeones Flecha y Jaguar vengan conmigo. Ustedes se harán cargo de todos los
acaltin
de la isla, para que salgan inmediatamente hacia Coyohuacan. Esos tontos todavía deben de estar celebrando allí. Hagan todo lo que puedan para detener o desviar el agua de su curso. Los campeones Águila quédense aquí. —Él apuntó el lugar en donde el acueducto se juntaba con el camino-puente—. ¡Rómpanlo ahí!
¡Ahora!
».

Hubo cierta confusión cuando los diversos grupos se dispersaron. Auítzotl, sus esposas con su acompañamiento, los sacerdotes y los nobles, los campeones Flecha y Jaguar, todos ellos, se fueron bregando hacia Tenochtitlan, tan rápido como les permitía el agua que les llegaba ya cerca de los muslos. Nosotros, los campeones Águila nos quedamos contemplando la pesada piedra y el mortero firme de la gamella. Dos o tres campeones le pegaron a la piedra con sus
maquáhuime
, haciendo que cayera sobre el resto de nosotros una lluvia de astillas y de obsidiana quebrada. Después, mirando disgustados sus espadas arruinadas, las tiraron en el lago.

Luego uno de los campeones de más edad caminó por un trecho del acueducto y echó una mirada sobre el parapeto. Nos llamó y preguntó: «¿Cuántos de ustedes saben nadar? —y casi todas nuestras manos se levantaron. Él apuntó y dijo—: Exactamente aquí, en donde el acueducto se desvía, la fuerza del agua que cambia de dirección hace que los pilotes se resientan. Quizás podamos cortarlos o romperlos lo suficiente, como para que la estructura se caiga por sí misma».

Eso fue lo que hicimos. Yo y ocho de los campeones, nos quitamos nuestros trajes mojados y sucios, mientras nos conseguían unas
maquáhuime
, luego saltamos sobre el parapeto hacia las aguas del lago. Como ya he dicho, las aguas hacia el oeste del caminopuente no eran muy profundas, pues si hubiéramos tenido que nadar, habría sido imposible cortar los pilotes, pero el agua sólo nos llegaba al hombro en ese lugar. A pesar de ella, no fue un trabajo fácil. Esos tres troncos de soporte, habían sido impregnados con
chapopotli
para que resistieran a la putrición y eso también los hacía muy resistentes a nuestras espadas. La noche había llegado y se había ido, y el sol estaba ya en lo alto cuando uno de los pesados pilotes se sacudió y dio un tremendo
¡crac!
Yo estaba bajo el agua en ese momento, y la conmoción casi me hace perder el sentido, pero salí a la superficie a tiempo de oír a uno de nuestros compañeros, gritando a todos que volviéramos a trepar al camino-puente. Apenas trepamos a tiempo. La parte del acueducto en donde formaba ángulo con el camino-puente, se estremecía violentamente. Con un sonido de resquebrajamiento, se rompió en donde se curvaba lanzando agua en todas direcciones. Esa parte de la estructura que al fin caía, parecía la cola cascabelera de una
coacuechtli
, serpiente. Luego, una sección como de diez pasos de largo se ladeó, cuando los pilotes que habíamos cortado cedieron bajo su peso y se rompió con un gran gemido, cayendo con un poderoso chapoteo. La parte dentada de la gamella que todavía quedaba en pie, se veía como una cascada que caía sobre el lago, pero al agua ya no corría hacia Tenochtitlan. Incluso, mientras nosotros estábamos todavía allí, el agua que estaba en el camino-puente empezó a menguar.

«Regresemos a casa —dijo uno de nuestros hermanos campeones, suspirando— y esperemos haber salvado algunos hogares, a los cuales poder regresar».

Hogar. Déjenme hacer a un lado, por un momento, mi narración de cómo regresé a mi hogar.

El agua había corrido sobre Tenochtitlan la mayor parte del día y toda la noche, habiendo inundado algunas partes de la ciudad a la profundidad de la estatura de ocho hombres. Algunas casas que habían sido construidas a ras de tierra y que no eran de piedra se habían derrumbado por la inundación e incluso otras construidas sobre pilotes; mucha gente había resultado herida y cerca de veinte, la mayoría de ellos niños, se había ahogado o habían sido aplastados o muertos de alguna otra manera. Sin embargo, el daño se había limitado a aquellas partes de la ciudad en donde las ramificaciones de canales y los estanques de aprovisionamiento se habían derramado y esa agua se había drenado hacia los otros canales, mucho antes de que nosotros los campeones Águila hubiéramos cortado el acueducto. Sin embargo, antes de que esa pequeña inundación se hubiera escurrido totalmente, llegó una segunda y mucho más grande. Nosotros sólo habíamos roto el acueducto, pero no habíamos detenido el agua y los campeones que Auítzotl había mandado a la tierra firme, no pudieron detener el agua del manantial. Éste continuó lanzando sus aguas en el lago, en la parte que estaba entre los caminos-puente del este y del sur. Mientras tanto, el viento continuaba soplando desde el este, impidiendo que el exceso de agua fuera drenado hacia el gran lago de Texcoco, por los pasajes del camino-puente y por los canales que cruzaban la ciudad hacia ese lado. Así es que los canales se llenaron hasta los topes desbordándose y el agua subió sobre la isla, y Tenochtitlan llegó a ser un gran enjambre de edificios empujados de un lado a otro de la isla por una fuerte sábana de agua.

Inmediatamente después de haber regresado de la inconclusa ceremonia de dedicación, Auítzotl envió un remero a Texcoco y Nezahualpili llegó inmediatamente, en respuesta a su llamada de auxilio. Había traído consigo a un grupo de trabajadores, que dándose prisa se dirigían directamente hacia el manantial inextinguible de Coyohuacan, y como todos lo habíamos esperado, ideó la manera de desviar las aguas. Nunca he visitado ese sitio, pero sé que está a un lado de una colina y supe que Nezahualpili dirigió un sistema de excavaciones de zanjas y fortificaciones para poder desviar la corriente del manantial hacia el otro lado de la colina, en donde podía correr sin daño sobre una tierra vacía. Cuando se terminó de hacer eso, el manantial fue domado y una vez que las aguas de la inundación se dispersaron totalmente, el acueducto pudo ser reparado y puesto en uso nuevamente. Nezahualpili diseñó unas compuertas, que conforme lo necesitara la ciudad dejarían correr poca o mucha agua. Así, hasta este día, todavía estamos bebiendo de esas aguas dulces.

Pero la operación salvadora de Nezahualpili, no se efectuó en una noche. Mientras sus hombres trabajaban, esa segunda inundación continuó y su ola se mantuvo cuatro días enteros. Aunque hubo poca gente que pereció en ella, por lo menos dos terceras partes de la ciudad fueron destruidas y la reconstrucción total de Tenochtitlan tomó por lo menos unos cuatro años. La inundación no hubiera causado mucho daño si las aguas sólo hubieran cubierto las calles yaciendo quietamente. En lugar de eso, se movían furiosamente de un lado a otro; se movían hacia un lado por la fuerza que las impelía a buscar un nivel uniforme; se movían hacia el otro lado a empuje del malicioso viento del este. La mayor parte de los edificios de Tenochtitlan estaban sostenidos por pilotes o por cualquier otra clase de cimientos, sobre el nivel de la calle, pero eso era sólo para elevarlos de la humedad de la tierra. Sus cimientos nunca habían sido construidos para soportar las corrientes batientes que sufrieron, así es que la mayoría de ellos no se pudieron sostener. Las casas de adobe simplemente se disolvieron en el agua; las de piedra, pequeñas y grandes, cayeron cuando sus pilotes fueron corroídos por las aguas y se rompieron en los mismos bloques con que fueron construidas. Mi casa resultó ilesa, probablemente porque era una construcción relativamente nueva, y eso la hizo más fuerte que otras. En El Corazón del Único Mundo, las pirámides y templos también quedaron en pie, sólo la barra dentada para las calaveras, comparativamente frágil, se vino abajo. Sin embargo, exactamente a un lado y afuera de la plaza, cayó un palacio completo —el más nuevo y el más magnífico de todos—, el palacio del Uey-Tlatoani Auítzotl. Ya les he contado que éste estaba construido cruzando a horcajadas uno de los principales canales de la ciudad, de tal manera que el público que pasaba a través, podía admirar su interior. Cuando ese canal, como todos los otros, se desbordó, primero inundó los pisos bajos del palacio y luego arremetió con gran fuerza sobre las paredes bajas exteriores, con lo que el gran edificio se vino abajo ruidosamente.

De momento yo no supe todos esos acontecimientos, ni siquiera sabía que era lo suficientemente afortunado como para tener todavía mi propia casa, no lo supe hasta que las aguas menguaron. En esa segunda y más terrible inundación, las aguas no se elevaron tan rápidamente, dando tiempo para que la ciudad fuera evacuada. A excepción de Auítzotl, de otros nobles gobernantes, de la guardia de palacio de algunas tropas de guerreros y de cierto número de sacerdotes que perplejos seguían rezando, por la intervención de la diosa, prácticamente toda la gente había huido de Tenochtitlan, cruzando el camino-puente del norte para encontrar refugio en las ciudades de Tepeyaca y Atzacoalco, en la tierra firme, incluyéndome a mí, a mis dos sirvientes y a lo que me quedaba de familia.

Volvamos a ese lejano día, a esa madrugada, cuando regresé a casa arrastrando mi traje sucio y empapado de campeón Águila…

Conforme me iba aproximando, era obvio que mi barrio de Ixacualco había sido uno de los distritos que más había sufrido con la primera inundación. Todavía podía ver la marca húmeda y alta, que el agua había dejado en los edificios, tan alta como mi cabeza, y aquí y allá una casa de adobe yacía oblicuamente. La arcilla fuertemente apisonada de mi calle estaba resbaladiza con una capa de moho; había lodo y escombros, y también algunos objetos de valor que aparentemente fueron dejados caer por la gente que huía. En aquel momento no había ni un alma en la calle, sin duda estaban dentro de sus casas, en la incertidumbre de si la ola de la inundación volvería a regresar; sin embargo, la calle desacostumbradamente vacía, me hizo sentir desasosegado. Estaba demasiado cansado para correr, pero arrastré los pies lo más rápido que pude y mi corazón volvió a latir cuando vi mi casa todavía en pie, sin marcas a excepción de una capa de limo sobre los escalones de la entrada.

Turquesa vino corriendo hacia la puerta de la entrada exclamando: «¡
Ayyo
, es nuestro señor amo! ¡Gracias sean dadas a Chalchihuitlicué por haberle permitido vivir!».

Cansado, pero de todo corazón, le dije que deseaba que esa diosa en particular estuviera en Mictlan.

«¡No hable así! —suplicó Turquesa y las lágrimas resbalaban por las arrugas de su rostro—. ¡Nosotros también temimos haber perdido a nuestro amo!».

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