Azteca (99 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

Cualquiera de esos
yeyemichtin
, que acostumbraban a jugar en parejas, chocando uno con el otro, hubiera podido desbaratar a mi
acali
y a mí, sin siquiera darse cuenta de ello, pero no lo hicieron. Y no me ocurrió ninguna desventura y en el día seis o siete de mi viaje involuntario, justo a tiempo, porque ya había agotado mi última gota de jugo de pescado y estaba lleno de ampollas, flaco y sin fuerzas, llegó la lluvia, un lluvia que parecía un velo gris que avanzaba por el océano, a un lado de mi bote, y llegó sobre mí, mojándome todo. Me sentí mucho más fresco, y llené mi cuenco y bebí en él dos o tres veces hasta vaciarlo y volverlo a llenar. Entonces empecé a preocuparme un poco, pues la lluvia trajo un viento y éste empezó a levantar las olas del mar. Mi canoa se balanceaba y se movía como si fuera un pedacito de madera, y muy pronto me vi obligado a utilizar mi cuenco para echar toda el agua que había, tirándola por la borda. A pesar de esto, sentí una ligera esperanza, por el hecho de que la lluvia y el viento llegaron detrás de mí, del sudoeste, y acordándome de dónde había estado el sol en aquel momento, juzgué, que por lo menos ya no era empujado mar adentro. No me importaba mucho en dónde fuera a desembocar, pensé con cansancio, pues aparentemente tenía que desembarcar al fin. Ya que el viento y la lluvia continuaban sin ninguna pausa, Y que el océano hacia que mi
acali
continuara bailando, no pude dormir, ni siquiera descansar, pues necesitaba seguir achicando el bote. Estaba tan débil, que mi cuenco me pesaba tanto como si fuera una gran jarra de piedra, cada vez que lo llenaba, lo levantaba y lo vaciaba por la borda. Aunque no pude dormir, poco a poco fui cayendo en una especie de sopor, así es que ahora no les puedo decir cuántos días y cuántas noches pasé así, pero evidentemente durante todo ese tiempo, continué vaciando el bote, como si hubiera llegado a ser un hábito que no se puede romper. Lo que sí recuerdo, es que ya hacia el final, mis movimientos eran cada vez más lentos y el nivel del agua iba subiendo más rápidamente dentro del bote de lo que yo lo podía vaciar. Cuando al fin sentí que el fondo de mi canoa tocaba tierra, supe que al fin había zozobrado y sólo pude medio maravillarme de no sentir que el agua me envolviera, o a los peces jugando con mis cabellos.

Entonces debí de haber perdido todo sentido de consciencia, porque cuando volví en mí, la lluvia había terminado, el sol brillaba en el cielo azul y yo miré a mi alrededor maravillado. En verdad que había zozobrado, pero no a una gran profundidad. El agua me llegaba sólo a la cintura, pues la canoa había tocado fondo en una especie de playa de grava que se extendía a la vista en ambas direcciones, pero no había ningún signo de vida humana. Todavía débil, entumido y empapado, vadeé hacia la playa; allí había palmeras con cocos pero estaba demasiado débil para trepar o para poder tirar uno, o para buscar otro tipo de comida. Traté de hacer un esfuerzo para sacar lo que había en mi bulto, para ponerlo a secar al sol, pero sólo pude gatear hasta la sombra de una palmera y allí volví a quedar inconsciente. Desperté cuando todo estaba oscuro, y me tomó algunos momentos darme cuenta de que ya no estaba bamboleándome en el mar. No tenía ni la menor idea de dónde
estaba
, pero parecía que no me encontraba solo, pues alrededor de mí oía un ruido misterioso y atemorizante. Era un clic-clic que venía de todas partes y de ningún lado en particular, no era un clic muy fuerte, sino un conjunto de sonidos, como el crujiente crepitar del fuego de una floresta, que avanzaba hacia mí. O hubiera podido ser una multitud de gente, tratando de pasar a hurtadillas sobre mí, pero no totalmente de puntillas, pues se oía como que hollaran cada piedrecita de la playa o rompieran cada varita de las que hubieran. Empecé a levantarme y mi movimiento hizo que todo ese clic-clic cesara instantáneamente, pero cuando me volví a acostar, ese crujido siniestro se dejó oír de nuevo. El resto de la noche, cada vez que me movía, ese sonido cesaba y luego volvía a empezar. No había usado mi cristal para encender un fuego, cuando todavía estaba consciente y cuando aún había sol, así es que no tenía medios para encenderlo en esos momentos. No pude hacer otra cosa más que yacer inquieto y despierto, y esperar que algo saltara de repente sobre mí, hasta que la primera luz de la aurora me mostró la causa de ese ruido. A primera vista, hizo que se me pusiera la piel de ganso. Toda la playa, a excepción del pequeño pedazo en que yo yacía, estaba llena de cangrejos verde-parduscos, del tamaño de mi mano, que se movían desmañada y bruscamente, reptando sobre la arena y unos sobre los otros. Eran incontables y de una especie que nunca antes había visto. Los cangrejos nunca han sido criaturas bonitas, pero aquellos que yo conocía por lo menos tenían una forma simétrica. Éstos, no; sus tenazas no eran iguales. Una era larga, pesada y moteada en un color rojo azulado brillante; la otra era larga y plana del color del cangrejo, y era tan delgada que parecía una varita. Cada cangrejo usaba su tenaza delgada a guisa de palo de tambor y la otra tenaza como un tambor, aunque el sonido era muy aburrido y no tenía nada de musical. El amanecer pareció ser la señal para que cesaran su ridícula ceremonia; la numerosa horda empezó a desaparecer, conforme iban escarbando sus escondrijos en la arena. Sin embargo, yo me las arreglé para agarrar algunos de ellos, sintiendo que me debían algo por haberme hecho pasar una noche llena de ansiedad y de temor, sin poder dormir. Sus cuerpos eran pequeños y contenían muy poca carne bajo sus caparazones, pero sus largas tenazas, que asé en un fuego antes de abrirlas, fueron un delicioso desayuno. Sintiéndome completamente lleno por primera vez en mucho tiempo y un poco más vivo, me paré frente al fuego y eché un vistazo a mi situación. Estaba de vuelta en El Único Mundo, y ciertamente estaba todavía en su costa oeste, pero incalculablemente mucho más al norte de lo que nunca había estado antes. Como siempre, el mar se extendía al oeste, a todo lo largo del horizonte, pero curiosamente tenía menos oleaje que los mares que había conocido en el sur: no tenía grandes olas retumbantes, ni siquiera una espumosa marejada, sino suaves olas lamiendo la playa. Hacia la otra dirección, hacia el este, más allá de la línea de palmeras y de árboles, se elevaba una cadena de montañas. Se veían formidablemente altas, pero eran agradables a la vista por el verdor de sus bosques, no como esas feas hileras de dos volcanes de roca negra y pardusca en las que hacía poco había estado. No tenía ninguna manera de averiguar cuánto al norte había sido llevado por la corriente oceánica y por la tormenta, pero sabía que si caminaba hacia el sur, a lo largo de la costa, alguna vez llegaría otra vez a la bahía, cerca del Tzebóruko, y allí me encontraría en una nación que me era familiar. Continuando a través de la playa, no tendría tampoco que preocuparme por la comida y la bebida, pues podría vivir de esos cangrejos toca tambores y del agua del coco, si no podía conseguir otra cosa.

Sin embargo, la realidad era que estaba completamente hastiado del océano y quería perderlo de vista. Esas montañas tierra adentro eran totalmente desconocidas para mí, y probablemente estaban habitadas por tribus salvajes que jamás había visto antes. Aun así, no eran más que montañas y yo ya había viajado mucho, y había vivido muy bien con lo que ellas me proporcionaron. Lo que más me atrajo en realidad, fue el hecho de saber que la montaña ofrecía una gran variedad de paisajes, mientras que el mar o la playa no cambiaban nunca. Así es que nada más me quedé en la playa lo suficiente como para reponer mis fuerzas y descansar, durante dos o tres días. Después volví a hacer mi bulto de viaje y me encaminé hacia el este, hacia la primera línea de esas montañas.

Era a mediados de verano, lo que fue una fortuna para mí, pues aun en esa estación las noches eran heladas en aquellas alturas. Las pocas prendas que llevaba y la cobija ya estaban muy maltratadas por el hecho de haber estado mucho tiempo empapada de agua salada. Pero si yo me hubiera aventurado en esas montañas en el invierno, en verdad que habría sufrido mucho, pues los nativos me contaron que los inviernos son tan fríos que entumecen y que cae tanta nieve que se apila hasta alcanzar la estatura de un hombre.

Sí, al fin me encontré con alguna gente, aunque no fue sino hasta después de haber estado en la montaña por varios días, y para entonces yo me preguntaba si El Único Mundo había sido totalmente despoblado por la erupción del Tzebóruko o por algún otro desastre acaecido mientras yo estaba en el mar.

Las personas que encontré pertenecían también a un pueblo muy peculiar. Ellos se llamaban rarámuri, y supongo que siguen llamándose así, una palabra que significa Pies Veloces, y tenían una buena razón para llamarse de tal forma, como ya les contaré. Me encontré al primero de ellos cuando estaba en la cumbre de un peñasco, descansando de una ascensión que me quitó el aliento y admirando una vista como para dejarle a uno boquiabierto. Miraba una barranca completamente vertical y profundamente bella, cuyas laderas estaban festonadas de árboles emplumados. En su fondo corría un río que era alimentado por una cascada que borboteaba de una hendidura en la cumbre de la montaña, al otro lado del cañón en donde yo estaba parado. La cascada debía de haber medido una media larga-carrera hacia abajo, y empezaba en una poderosa columna de agua blanca y terminaba en el fondo con un poderoso penacho de espuma blanca. Estaba admirando ese espectáculo cuando oí un grito:

«¡Kuira-ba!».

Yo me sorprendí de momento, porque era la primera voz humana que oía después de mucho tiempo, pero como sonó lo suficientemente alegre, yo lo tomé por un saludo. El que había gritado era un hombre joven y venía sonriendo hacia mí, a lo largo de la orilla del peñasco. Su rostro era hermoso, con la misma hermosura de un halcón, y estaba bien constituido aunque era un poco más bajo de estatura que yo. Estaba vestido decentemente, aunque descalzo, pero para entonces yo iba igual, pues mis sandalias hacía mucho tiempo que se habían desecho. Además de su taparrabo de piel de cuero de venado, él llevaba un manto de la misma piel alegremente pintado, en un estilo nuevo para mí, porque tenía mangas largas para que diera más calor.

Conforme iba subiendo hacia mí, yo le devolví el saludo de «
Kuira-ba
». Él indicó la catarata que yo estaba admirando y sonriendo tan orgulloso como si él fuera su dueño, dijo:

«
Basa-séachic
», que yo tomé por Agua que Cae ya que a una cascada no se le puede llamar por otro nombre. Yo repetí esa palabra, pero la repetí con mucho sentimiento, para convencerlo de que yo pensaba que esa agua era maravillosa, y que su caída era impresionante. El joven, apuntándose a sí mismo, me dijo: «Tesdisora», obviamente su nombre, y que significaba, según supe después, Tallo de Maíz. Yo también me apunté y dije «Mixtli», y apunté a una nube del cielo. Él asintió con la cabeza, luego golpeándose ligeramente el pecho dijo: «Raramurime», luego indicándome a mí, dijo: «Chichimecame».

Yo negué enfáticamente con mi cabeza, y golpeando mi pecho desnudo dije:

«¡Mexícatl!», a lo cual, él sólo movió la cabeza asintiendo otra vez, con indulgencia, como si yo sólo hubiera especificado una de las numerosas tribus de los chichimeca, la Gente Perro. Hasta mucho más tarde, no comprendí que los rarámuri jamás habían oído hablar de nosotros los mexica, ni de nuestra civilizada sociedad, ni de nuestros conocimientos y poder, ni de nuestros extensos y lejanos dominios, y creo que les hubiera importado muy poco, si hubieran oído hablar de todo eso. Los rarámuri llevaban una vida muy cómoda dentro de sus escondidas montañas, bien alimentados y con bastante agua, contentos con ellos mismos, muy raras veces viajaban más lejos. Así es que no conocían a otros pueblos, más que a sus vecinos, quienes ocasionalmente hacían alguna correría por sus territorios, o buscaban alimento, o simplemente vagaban como yo lo había hecho.

Al norte de su territorio, vivían los terribles yaki, y ningún pueblo en sus cinco sentidos deseaba tener alguna familiaridad con ellos. Yo recordé a los yaki por lo que me había contado aquel viejo
pochtécatl
, a quien le habían quitado el cuero cabelludo. Cuando más tarde pude entender mejor el lenguaje de Tes-disora, éste me contó más sobre ellos: «Los yaki son tan salvajes como las fieras más terribles. Por taparrabos, ellos usan el cabello de otros hombres. Antes de matar a un hombre, primero le quitan el cuero cabelludo, luego lo matan, lo desmembran y lo devoran. Mira, si ellos lo matan primero, entonces sus cabellos no tienen ningún valor y no vale la pena usarlos. Y el cabello de las mujeres no tiene ningún valor. Las mujeres que ellos capturan, sólo sirven para comer, por supuesto después de haberlas violado tantas veces que ya se parten por sí mismas, y cuando ya no sirven para eso, entonces se las comen».

Al sur de las montañas de los rarámuri, viven otras tribus más pacíficas, relacionadas con ellos por similares lenguajes y costumbres. A lo largo de la costa del mar del oeste, habitan tribus de pescadores que casi nunca se aventuran tierra adentro. Todas esas tribus, si no se les podía llamar lo que se dice civilizadas, por lo menos eran limpias de cuerpo y aseadas en sus vestiduras. Los únicos vecinos de los rarámuri que eran desaliñados y sucios eran los chichimeca, las tribus que habitan los desiertos del este.

Estaba tan quemado por el sol como cualquier chichimécatl, que residía en el desierto y casi tan desnudo. A los ojos de ese rarámuri, solamente podía haber pertenecido a esa despreciable raza, aunque quizás un raro espécimen por haberme tomado la molestia de escalar las alturas de la montaña. Creo que en nuestro primer encuentro, por lo menos Tesdisora se dio cuenta de que yo no apestaba. Gracias a la gran abundancia de agua en esas montañas, me había podido bañar diariamente, y como los rarámuri, lo continué haciendo. Pero a pesar de mi evidente gentileza, a pesar de mi insistencia acerca de que era un mexícatl, a pesar de mi reiterada glorificación hacia esa nación tan lejana, nunca persuadí ni siquiera a una sola persona entre los rarámuri de que no era un «chichimecame» del desierto, fugitivo. Bueno, no importa. Si ellos me creyeron o no, si ellos sólo pensaron que yo estaba pretendiendo ser de otra nación, de todas maneras los rarámuri me dieron la bienvenida hospitalariamente. Me quedé por un tiempo entre ellos, no por otra cosa, sino porque tenía curiosidad y me intrigaba su género de vida y disfrutaba compartiéndola con ellos. Me quedé lo suficiente como para aprender bastante de su lenguaje, como para sostener una conversación por lo menos con la ayuda de muchos gestos, por mi parte y por la de ellos. Por supuesto que durante mi primer encuentro con Tes-disora
toda
nuestra comunicación fue a base de gestos. Después de habernos dicho nuestros nombres, usó sus manos sobre su cabeza para indicar un refugio —supuse que con ello, quería significar una aldea— y dijo: «Guagüeybo», y apuntó hacia el sur. Luego él indicó a Tonatíu en el cielo, llamándolo «Tatevarí», o Abuelo Fuego, e hizo que comprendiera que llegaríamos a la aldea de Guagüey-bo en una jornada que duraría tres soles. Yo hice gestos con mis manos y mi rostro de agradecimiento ante su invitación, y fuimos en esa dirección. Para mi sorpresa Tes-disora empezó a trotar a largos pasos, pero cuando vio que yo estaba cansado, sin aliento y no podía seguir corriendo, él trotó hacia atrás y desde entonces caminó a mi paso. Por lo visto acostumbraba a cruzar montañas y cañones trotando de aquella manera, y aunque yo tenía piernas largas nos tomó cinco días caminando a mi paso, en lugar de tres, llegar a Guagüey-bo.

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