Entonces recordé la curiosa expresión del físico y me di cuenta del porqué; él había estado pensando lo mismo que Chimali había tenido en mente. Chimali había supuesto que el muchacho venía a ser para mí lo que Tlatli fue para él. Había atacado al muchacho, no para privarme de un esclavo comprado, sino que lo había castrado suponiendo que era mi
cuilontli
. Era la forma mejor calculada para que recibiera un choque, y así poder mofarse de mí. Todo esto me vino a la mente cuando vi, estampada en mitad de la delgada espalda de Cózcatl, la familiar huella roja de Chimali, solamente que esta vez no con su propia sangre.
Puesto que ya era muy tarde o demasiado temprano, ya que por el tragaluz abierto empezaba a entrar una pálida luz, y puesto que tanto mi cabeza como mi estómago me dolían horriblemente, me senté en la cama a un lado de Cózcatl, no tratando siquiera de dormir, sino intentando pensar.
Yo recordaba al degenerado Chimali en los años anteriores, los tiempos en que todavía éramos amigos, antes de que llegara a ser un vicioso. Él tendría más o menos la edad de Cózcatl, en aquella memorable tarde en que lo guié a través de Xaltocan hasta su casa, llevando una calabaza en su cabeza para esconder su remolino. Yo recordaba cómo había tenido conmiseración de mí, cuando él se fue al
calmecac
y yo no pude ir; cuando él me regaló toda su serie especial de pinturas…
Eso me llevó a pensar en el regalo tan inesperado que había recibido hacía apenas unos cuantos días. Todo lo que contenía ese regalo era de gran valor a excepción de una cosa, que por lo menos no tenía ningún valor aquí en Tenochtitlan. Era el bulto que contenía los gruesos pedazos de obsidiana no trabajados, que eran muy fáciles y baratos de adquirir de una fuente cercana, en el lecho del cañón del Río de los Cuchillos, a una jornada no muy larga al noroeste de aquí. Sin embargo, esos pedazos en bruto tendrían un valor tan grande como el jade en las naciones lejanas del sur, quienes no tenían de donde obtener la obsidiana con la cual fabricar sus aperos y armas. Ese único bulto sin ningún valor, me hizo recordar algunas de mis ambiciones con las que me había entretenido y las ideas que había urdido en aquellos lejanos días en que ociosamente soñaba, trabajando en la
chinampa
de Xaltocan. Cuando la mañana ya estaba llena de luz, sin hacer ruido me lavé, limpié mis dientes y me cambié de vestidos. Bajé las escaleras y encontrándome con el mayordomo del palacio, le pedí una entrevista con el Uey-Tlatoani lo más pronto posible. Auítzotl fue lo suficientemente amable en acceder y no tuve que esperar mucho para ser introducido ante su presencia, en aquel salón del trono con trofeos de caza colgando.
Lo primero que él me dijo fue: «Nosotros oímos que ayer su pequeño esclavo estuvo en un lugar en donde el filo de una espada lo hirió».
Yo le dije: «Así parece. Venerado Orador, pero se aliviará».
No tenía la menor intención de denunciar a Chimali o demandar su búsqueda, ni siquiera mencionar su nombre. Me vería obligado a hablar de cosas ya pasadas y encerradas por la ley, acerca de los últimos días de la hija de Auítzotl, revelaciones en las que estábamos envueltos Cózcatl y yo, tanto como Chimali. Se podrían volver a inflamar la angustia y la ira paternal del Uey-Tlatoani, pudiéndonos ejecutar a mí y al muchacho aun antes de que él mandara buscar a Chimali.
Él me dijo: «Lo sentimos mucho. Accidentes como éstos son muy frecuentes entre los espectadores de los duelos. Nosotros estaríamos muy contentos de ofrecerle otro esclavo mientras el suyo está incapacitado».
«Muchas gracias, Señor Orador, pero en realidad no necesito de ninguna asistencia. Vine para pedirle otra clase de favor. Habiendo llegado a poseer una pequeña herencia, me gustaría invertir todo en mercancías y tratar de tener éxito como comerciante».
Me pareció ver sus labios torcerse. «¿Un comerciante? ¿Con un puesto en el mercado de Tlaltelolco?».
«No, no, mi señor. Un
pochtécatl
, un mercader viajero».
Se recargó sobre su piel de oso, mirándome en silencio. Lo que yo estaba pidiendo era una promoción en una posición civil relativamente y aproximadamente igual a la que se me había concedido dentro del rango militar. Aunque los
pochteca
eran todos técnicamente plebeyos como yo, pertenecían a la clase más elevada de plebeyos. Podían, si eran afortunados y astutos en sus tratos, llegar a ser tan ricos como los
pípiltin
, nobles, y tener casi tantos privilegios. Estaban exentos de casi todas nuestras leyes comunes y sujetos principalmente a las suyas, decretadas y ejecutadas por ellos mismos. Incluso tenían su propio dios principal, Yacatecutli, El Señor Que Guía. Y eran celosos al seleccionar a sus nuevos socios y en el número de ellos. No admitían como
pochtécatl
a cualquiera que solamente quisiera serlo.
«Usted acaba de ser recompensado con el rango de comandante —dijo al fin Auítzotl, bastante malhumorado—. ¿Sería usted tan negligente como para ponerse sus sandalias de camino, empaquetar sus chucherías y cargárselas a las espaldas? ¿Necesito recordarle a usted, joven, de que nosotros los mexicá somos una nación que hemos hecho historia como guerreros conquistadores y no como lisonjeros tratantes?».
«Quizá la guerra exceda más de lo que sus utilidades le deja, Señor Orador —dije desafiando su disgusto—. Verdaderamente creo que nuestros mercaderes tratantes están haciendo en estos momentos mucho más que todos nuestros ejércitos; extendiendo la influencia mexica y trayendo riquezas a Tenochtitlan. Ellos tienen un intercambio comercial con naciones tan distantes que no son fáciles de conquistar, pero que son ricas en mercancías y géneros que de buena gana trocan o venden…».
«Usted hace que el comercio suene muy fácil —me interrumpió Auítzotl—. Deje que le digamos que es tan peligroso como ser guerrero. Las expediciones de los
pochteca
salen de aquí cargadas con mercancías de considerable valor. Muy a menudo son robados por salvajes o bandidos antes de que puedan llegar a sus destinos o sus mercancías generalmente son simplemente confiscadas y no reciben nada a cambio de ellas. Por estas razones, nosotros tenemos que enviar una tropa adecuadamente armada con ellos para proteger cada una de esas expediciones. Así es que dígame, ¿por qué motivo nosotros hemos de continuar despachando tropas de protección en lugar de utilizarlas para conquistar?».
«Con todo respeto, yo creo que Venerador Orador ya sabe el porqué —dije—. Porque en esa tropa llamada de protección, Tenochtitlan sólo coopera con los hombres armados y nada más. Los
pochteca
llevan, aparte de sus mercancías para tratar, la comida y las provisiones de cada jornada o las compran a lo largo del camino. A diferencia del ejército, no tienen que buscar forraje, ni robar, ni hacer nuevos enemigos por donde ellos pasan. Así es que llegan sanos y salvos a sus destinos, hacen sus comercios o tratos provechosos y luego ellos y sus hombres armados regresan a casa otra vez y pagan pródigos impuestos al tesoro de su Mujer Serpiente. Cada expedición que regresa hace más fácil la jornada para las siguientes. Los pueblos de lejanas tierras aprenden que un comercio pacífico es tan ventajoso para ellos como para nosotros. Los asaltantes que se apostan a lo largo de las rutas aprenden dolorosas lecciones y dejan de cazar en las rutas comerciales. Yo creo que con el tiempo los
pochteca
no necesitarán más del apoyo de sus tropas».
Auítzotl me preguntó con petulancia: «¿Y qué vendrá a ser de nuestros guerreros, cuando Tenochtitlan cese de extender sus dominios? ¿Cuando los mexica no se esfuercen más por crecer en fuerza y poderío, sino que simplemente se sienten a engordar sobre su creciente comercio? ¿Cuando los una vez respetados y temidos mexica hayan llegado a ser un enjambre de buhoneros regateando sobre pesos y medidas en Tlaltelolco?».
«Mi señor exagera al hablar así —dije haciendo patente una gran humildad—. Deje a sus guerreros pelear y a sus mercaderes comerciar. Deje que sus ejércitos se ocupen de pelear entre aquellas naciones que estén fácilmente a su alcance, como Michihuacan. Deje a los mercaderes amarrar y anudar a nosotros a las naciones lejanas con tratos comerciales en lugar de subyugarlas. Entre ellas, Venerado Orador, nunca habrá necesidad de poner un límite al mundo ganado y sostenido por los mexica».
Auítzotl me miraba otra vez, a través de un silencio todavía más largo. Así, él parecía más feroz que la cabeza de oso que colgaba arriba de su trono. Entonces dijo: «Muy bien. Usted nos acaba de decir cuáles son las razones por las que admira tanto la profesión de mercader viajante. ¿Puede usted decirnos algunas razones por las que esa profesión se beneficiaría si usted se uniera a ella?».
«La profesión, no —dije francamente—. Pero puedo sugerir algunas razones por las cuales el Uey-Tlatoani y su Mujer Serpiente pudieran tener algún beneficio».
Él levantó sus espesas cejas. «Entonces, dígalo».
«Yo he sido adiestrado como escribano, mientras que la mayoría de los mercaderes, no. Ellos sólo saben de números y llevar las cuentas. Como el Venerado Orador se ha podido dar cuenta, soy capaz de hacer mapas exactos y descripciones detalladas con palabras-pintadas. Puedo regresar de mis viajes con libros completos sobre datos de otras naciones, como sus depósitos de armas y almacenes, sus puntos defensivos y vulnerables…».
Sus cejas se habían vuelto a bajar mientras yo iba hablando. Con mi mayor sentido de humildad le dije: «Claro que para que yo pueda realizar eso, primero debo persuadir a los
pochteca
a fin de que me califiquen para ser aceptado dentro de su distinguida y selecta sociedad…».
Auítzotl dijo secamente: «Nosotros dudamos que ellos puedan obstinarse por largo tiempo en no recibir a un candidato propuesto por el Uey-Tlatoani. ¿Entonces es todo lo que usted pide? ¿Que nosotros seamos su aval como
pochtécatl
?».
«Si es del agrado de mi señor, me gustaría llevar dos acompañantes. No pido que me sea asignada una tropa de guerreros, sino el
quáchic
Extli-Quani, como nuestro defensor militar. Sólo ese hombre; aunque sé que es viejo, creo que es el más adecuado. También le pido llevar conmigo al muchacho Cózcatl. Él estará listo para viajar cuando yo parta».
Auítzotl se encogió de hombros. «El
quáchic
ha sido retirado de servicio activo por órdenes mías. Él, de todos modos, es ya muy viejo para otras cosas que no sea ayudante o maestro. En cuanto a su esclavo, es suyo y está sujeto a sus órdenes».
«Quisiera que no lo fuera más, mi señor. Me gustaría ofrecerle su libertad como una pequeña restitución al accidente que sufrió ayer. Yo le pido a usted, Venerado Orador, que oficialmente lo eleve del estado social de
Úacotli
al de
macehuali
libre. Él me acompañará no como esclavo, sino como socio libre, compartiendo las ganancias».
«Concedido —dijo Auítzotl, con un fuerte suspiro—. Nosotros haremos que un escribano prepare el papel de manumisión. Mientras tanto, nosotros no podemos dejar de hacer notar que ésta es la más curiosa expedición mercantil que jamás ha salido de Tenochtitlan. ¿Hasta dónde piensa llegar en su primer viaje?».
«Iré por todo el camino que lleva a las tierras maya, Señor Orador, y regresaré otra vez si los dioses lo permiten. Extli-Quani ya ha estado en esas tierras antes, es ésta una de las razones por las cuales quiero que venga. Tengo también la seguridad de que regresaré con bastante información, interesante y de gran valor para mi señor».
Lo que no le dije fue que también tenía la ferviente esperanza de regresar con mi visión restaurada. La reputación de los físicos maya era la verdadera razón de haber escogido esa nación como nuestro destino.
«Su petición es aceptada —dijo Auítzotl—. Usted esperará a ser citado a comparecer en la Casa de los Pochteca para ser examinado. —Él se levantó de su trono de piel de oso pardo, para indicar que la entrevista había terminado—. Será muy interesante volver a hablar con usted otra vez, Pochtécatl Mixtli, cuando usted regrese, si es que lo hace».
Fui hacia arriba, hacia mi departamento y encontré a Cózcatl despierto, sentado sobre la cama con sus manos cubriendo su rostro y llorando como si su vida se hubiera acabado. Bueno, parte de ella sí se había terminado, pero cuando entré y él levantó su rostro para verme, en su cara se reflejó primero un gran susto y después de reconocerme, una gran alegría, entonces brilló a través de sus lágrimas una radiante sonrisa.
«¡Pensé que usted estaba muerto!», gimió quitándose el cubrecama y viniendo hacia mí cojeando dolorosamente.
«¡Vuelve a la cama!», le ordené, alzándolo y llevándolo hasta allí, mientras él insistía en contarme:
«Alguien me cogió por detrás antes de que yo pudiera huir o gritar. Cuando desperté después y el físico me dijo que usted no había regresado al palacio, supuse que usted estaría muerto. Yo pensé que había sido herido sólo para no poder prevenirle a usted. Y después cuando desperté en su cama hace un rato y vi que usted todavía no estaba aquí,
supe
que usted…».
«Calma, muchacho», le dije, mientras lo metía bajo del cubrecama.
«Pero le fallé, mi amo —dijo sollozando—. Dejé que su enemigo pasara sobre mí».
«No, no lo dejaste. Yo estoy a salvo gracias a ti. Chimali por esta vez se sintió satisfecho en herirte a ti en lugar de a mí. Te debo mucho y yo veré que la deuda sea pagada. Ésta es una promesa: cuando llegue el tiempo en que otra vez tenga en mi poder a Chimali, tú decidirás cuál será el castigo adecuado para él. ¿Sabes —dije tristemente— cuál fue la herida que te infirió?».
«Sí —dijo el muchacho, mordiéndose los labios para detener su temblor—. Cuando sucedió, yo sólo sentí un dolor espantoso y me desmayé. El buen físico me dejó así mientras él… mientras él hacía lo que debía hacer. Pero después me dio a oler algo muy fuerte y yo volví en mí y estornudé. Y yo vi… en donde él me había cosido».
«Lo siento mucho», dije y fue todo lo que se me ocurrió decir. La mano de Cózcatl bajó dentro del cubrecama, cautelosamente tocándose a sí mismo y preguntó tímidamente: «¿Esto quiere decir… quiere decir que ahora soy una muchacha, mi amo?».
«¡Qué idea tan ridícula! —dije—. Claro que no».
«Yo creo que sí —dijo él lloriqueando—. Yo ya sé lo que hay entre las piernas de la única mujer desnuda que vi, la señora que fue nuestra última ama en Texcoco. Cuando el físico me revivió y me vi… ahí abajo… antes de que él me pusiera el vendaje… y se me veía exactamente igual que las partes privadas de
ella
».