Azteca (78 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

«No, no nos desvistamos —dijo, en nuestra primera noche de camino—. Haremos el amor, oh, sí, pero vestidos, como lo hicimos en las montañas». Naturalmente protesté, pero se mantuvo firme y me explicó el porqué. «Déjame tener una pequeña y última modestia hasta nuestra boda, Zaa. Y entonces, el estar desnudos por primera vez, será como si todo fuera nuevo y diferente, como si nunca lo hubiéramos hecho antes».

Le repito, Su Ilustrísima, que la narración completa de nuestra vida marital debe de ser muy poco dramática, porque sentimientos como la alegría y la felicidad son mucho más difíciles de expresarse en palabras que los simples sucesos. Sólo puedo decirle que en ese entonces, yo tenía veintitrés años y Zyanya veinte, y los amantes de esa edad son capaces de los mayores extremos y de una adhesión que nunca más conocerán. De cualquier modo, ese primer amor entre nosotros nunca disminuyó; creció en profundidad e intensidad, pero no puedo decirle el porqué.

Ahora que estoy recordando, creo que Zyanya pudo haber estado muy cerca de decirlo en palabras, hace ya mucho tiempo, en aquel día que partimos juntos. Uno de esos cómicos pájaros correcaminos huyó veloz de nuestro lado, fue el primero que ella vio en su vida, y me dijo pensativamente: «¿Por qué un pájaro prefiere la tierra al cielo? Yo no lo preferiría si tuviera alas para volar. ¿Lo preferirías tú, Zaa?».

Ayyo
, su espíritu tenía alas y yo participaba de la alegría de sus sueños. Desde el principio, fuimos compañeros que compartíamos cada aventura encubierta. Nosotros amábamos la aventura y nos amábamos el uno al otro. Ningún hombre ni ninguna mujer hubieran podido pedir más de lo que los dioses nos habían dado a Zyanya y a mí, excepto quizá la promesa de su nombre: que fuera para siempre.

El segundo día nos encontramos con una caravana de mercaderes tzapoteca que viajaban hacia el norte, cuyos portadores iban cargados de conchas de tortugas de donde se consigue el carey. Éstas serían vendidas a los artesanos olmeca, para ser calentadas y torcidas y aprovechadas en la confección de ornamentos e incrustaciones ornamentales. Fuimos bien recibidos por los mercaderes y aceptados en su caravana y aunque Zyanya y yo hubiéramos podido viajar más rápido por nuestra cuenta, por seguridad seguimos en esa compañía hasta su destino, el pueblo de Coatzacoalcos, que está en el cruce de las rutas comerciales. Apenas habíamos llegado al mercado de ese lugar y Zyanya revoloteaba excitadamente entre los puestos de apiladas mercancías y de ropa, cuando una voz familiar me gritó: «¡Vaya, no estás muerto entonces! ¿Es que hicimos ahorcar a aquellos desgraciados por nada?».

«¡Glotón de Sangre! —exclamé contento—. ¡Y Cózcatl! ¿Qué es lo que os ha traído hasta estos lugares tan distantes?».

«Oh, qué fastidio», dijo el viejo guerrero con voz aburrida.

«Él quiere decir que estábamos preocupados por ti», dijo Cózcatl, quien había dejado de ser un muchachito, para convertirse en un adolescente todo rodillas, huesos y ángulos.

«No, no estaba preocupado, sino
fastidiado
—insistió Glotón de Sangre—. Mandé construir una casa en Tenochtitlan, pero la supervisión de albañiles y yeseros no es un trabajo muy edificante. También los albañiles me hicieron notar que estarían mejor sin mis ideas. Y Cózcatl encontró los estudios de su escuela más o menos insípidos después de todas las aventuras que pasó. Así es que el muchacho y yo decidimos seguir tus huellas y averiguar qué habías estado haciendo durante estos dos años».

Cózcatl dijo: «No estábamos seguros de estar siguiendo la ruta correcta hasta que llegamos aquí y nos encontramos con cuatro hombres que trataban de vender algunas cosas de valor. Nosotros reconocimos tu broche de piedra-sangre para el manto».

«No pudieron dar una razón satisfactoria por la posesión de esos artículos —dijo Glotón de Sangre—, así es que los llevamos ante el tribunal del mercado. Fueron juzgados, convictos y muertos Por garrote. Ah, bueno, estoy seguro que ellos lo merecían por alguna otra fechoría. Como sea, aquí tienes tu broche, tu cristal Para encender fuego y la turquesa para tu nariz…».

«Hicisteis bien —dije—. Ellos me robaron, me golpearon y me dejaron por muerto».

«Así lo pensamos, pero teníamos la esperanza de que no lo estuvieras —dijo Cózcatl—. Y ya que no teníamos otra cosa que hacer desde entonces nos dedicamos a explorar estas costas de arriba y abajo. ¿Y tú, Mixtli, qué has estado haciendo?».

«También explorando —dije—. Buscando un tesoro, como siempre».

«¿Encontraste alguno?», gruñó Glotón de Sangre.

«Bueno, encontré una esposa».

«Una esposa. —Él carraspeó y escupió en la tierra con desprecio—. Y nosotros que temíamos que sólo estuvieras muerto».

«El mismo viejo gruñón —dije riendo—. Pero cuando la veáis…».

Miré alrededor de la plaza, la llamé y en un momento ella estuvo con nosotros, parecía una reina como Pela Xila o la Señora de Tolan, pero infinitamente más bella. En ese pequeño espacio de tiempo, ella había comprado una blusa, una falda, sandalias y se las había puesto en lugar de sus vestidos manchados por el viaje y traía lo que nosotros llamamos una joya viva —escarabajos iridiscentes de muchos colores— prendida en su brillante mechón blanco. Creo que yo también me quedé con la boca abierta de admiración, como lo hicieron Cózcatl y Glotón de Sangre.

«Tenías razón en refunfuñar, Mixtli —concedió el viejo—.
Ayyo
, una doncella de la Gente Nube. En verdad, ella es un tesoro que no tiene valor».

«Yo la reconozco a usted, mi señora —dijo Cózcatl galantemente—. Usted era la joven diosa de un templo disfrazado de hostería».

Después de que los hube presentado, y que mis dos viejos amigos, creo yo, quedaron instantáneamente enamorados de Zyanya, dije: «Estoy muy contento por nuestro encuentro. Iba en camino hacia Xicalanca, en donde me espera otro tesoro. Creo que no será necesario que alquile portadores si nosotros cuatro podemos transportarlo».

Así es que fuimos caminando tranquilamente, a través de esas tierras en donde las mujeres mascaban como manatíes y los hombres caminaban inclinados bajo el peso de sus identificaciones, hacia Cupilco, la ciudad capital y de allí al taller del maestro Tuxtem, quien nos enseñó los artículos que había confeccionado de los colmillos gigantes. Ya que sabía algo sobre la calidad del material que le había dado para trabajar, no me sorprendí tanto como lo hicieron Zyanya, Cózcatl y Glotón de Sangre, cuando vimos lo que él había hecho. Como yo se lo había pedido, él había tallado figuritas de diosas y dioses mexica, algunos de ellos del tamaño de mi antebrazo, y dagas talladas, peines y otras cosas que también le había sugerido. Pero además, él había hecho unas calaveras más o menos del tamaño de la cabeza de un niño, que tenían grabadas intrincadas escenas de antiguas leyendas. También había hecho cajitas trabajadas artísticamente con tapas adecuadas, y redomas para perfume de
copali
con tapones del mismo material. Había tallado medallones, broches para mantos, silbatos y prendedores en forma de pequeños jaguares, búhos, pericos; exquisitas figuras de mujeres desnudas, flores, conejos, peces y caritas sonrientes.

En muchas de esas cosas, los detalles eran tan pequeñitos que solamente los pude apreciar bajo el escrutinio de mi cristal de aumento. Incluso se podía ver el
tepili
de una mujer desnuda, en un ornamento no mayor que una espina de maguey. Siguiendo mis instrucciones, Tuxtem no había desperdiciado ni un pequeño fragmento, ni una astilla: había hecho también adornos para la nariz, las orejas, pendientes y delicados palillos para los dientes y para los oídos. Todas esas cosas, pequeñas y grandes, brillaban bajo un blanco aperlado, como si poseyeran una luz interior propia, como si hubieran sido talladas por la luna. Eran tan agradables al tacto como a la vista; el artesano había hecho las superficies tan lisas como los pechos de Zyanya. Como su piel, ellos parecían decir: «Tócame, acaríciame, desliza tus manos sobre mí».

«Usted me prometió, joven señor Ojo Amarillo —dijo Tuxtem— que sólo personas conocedoras podrían poseer una de estas cosas. Permítame la presunción de escoger a la primera de estas personas».

Diciendo esto se arrodilló a besar la tierra ante Zyanya, luego se levantó y colgó alrededor de su cuello una cadena de delicados y sinuosos eslabones, que le debía de haber costado incontable tiempo de esculpido de una parte larga y dura del colmillo. Zyanya sonrió con una sonrisa radiante y dijo: «De verdad que el maestro Tuxtem me hace un honor. Nunca podrá haber otro trabajo como éste. Debería ser reservado para los dioses».

«Yo solamente creo en lo creíble —dijo él irreverentemente—. Una mujer bella y joven, con una luz en su pelo, y un nombre en lóochi que sé que significa siempre, es una diosa más creíble que cualquiera».

Tuxtem y yo dividimos los artículos como habíamos acordado y después dividí mi parte, otra vez, en cuatro y envolví cuidadosamente cada objeto en algodón. Las piezas trabajadas eran mucho menos pesadas y hacían menos bulto que lo que pesaban los colmillos anteriormente, así es que los fardos resultaron lo suficientemente ligeros como para que mis tres compañeros y yo los pudiéramos llevar, sin utilizar cargadores. De allí nos fuimos primero a una hostería en Xicalanca, en donde alquilamos cuartos para descansar, bañarnos y comer. Al día siguiente, seleccioné una de nuestras nuevas adquisiciones: una pequeña daga con estuche, que tenía esculpida la escena de Quetzalcóatl remando fuera de la playa en su bote hecho de serpientes emplumadas. Después me vestí de lo mejor y mientras Cózcatl y Glotón de Sangre llevaban a Zyanya a conocer Xicalanca, yo fui al palacio a solicitar una audiencia con el noble gobernante de Cupilco, el Tabascoöb, como le llaman allí. De ese título, no sé por qué, ustedes los españoles le han concedido un nuevo nombre a toda esa tierra que antes era Cupilco.

El señor me recibió con mucha cortesía. Como casi todas las personas de otras naciones, él probablemente no sentía una afección prodigiosa hacia nosotros los mexica. Pero nosotros éramos los que teníamos más mercaderes y su tierra vivía del comercio. Yo dije: «Señor Tabascoob, uno de sus artesanos locales, el maestro Tuxtem, me hizo hace poco un trabajo artístico, único en su clase, con el cual espero conseguir una buena utilidad. Sin embargo, considero que es conveniente que la primera muestra sea presentada al señor de estas tierras. Así es que le ofrezco esta prenda como un regalo en nombre de mi propio señor, el Uey-Taltoani Auítzotl de Tenochtitlan».

«Un gesto atento y un regalo generoso —dijo él, examinando la funda de la daga con gran admiración—. Un trabajo muy, muy bello. Nunca he visto otro igual».

El Tabascoob me dio las gracias efusivamente, también una pequeña caña con polvo de oro para el maestro Tuxtem y en una caja, con una colección de criaturas del mar, en baño de oro para su preservación y para añadirles más belleza, como un regalo recíproco para el Venerado Orador Auítzotl. Dejé el palacio con la sensación de que, por lo menos, había ayudado un poco en las buenas relaciones futuras entre Cupilco y Tenochtitlan.

Tenía la intención de mencionarle eso a Auítzotl, cuando inmediatamente después de nuestra llegada, al corazón y al Centro del Único Mundo, fui llamado a su presencia. Tenía la esperanza de que el regalo de buena voluntad enviado por el Tabascoob pudiera inducir al Venerado Orador a favorecerme con una petición: que Zyanya y yo fuéramos casados por un sacerdote del palacio de impecable rango y condición. Sin embargo Auítzotl solamente me lanzó una mirada de sus ojos enrojecidos y gruñó:

«¿Cómo se atreve a venir a solicitar de nosotros un favor, después de haber desobedecido nuestras órdenes expresas?».

Honestamente no entendí y dije: «¿Desobedecido, mi señor?».

«Cuando nos trajo la narración de su primera expedición hacia el sur, nosotros le dijimos que permaneciera usted disponible para una discusión posterior. En lugar de eso, usted desapareció y privó a los mexica de una posible e invaluable oportunidad de conquista. Ahora regresa usted, dos años más tarde, dos años demasiado tarde, ¡sonsacando con regalos nuestro padrinazgo en una cosa tan frívola como una boda!».

Todavía perplejo, dije: «Le aseguro, Señor Orador, que yo nunca me hubiera ido si hubiera sospechado que estaba desobedeciendo. Pero…
¿qué
oportunidad fue la que se perdió?».

«En sus palabras pintadas contaba cómo su caravana había sido acosada por bandidos mixteca. —Levantó la voz por la ira—. Nosotros, nunca hemos dejado que un ataque a nuestros
pochteca
viajeros, quede sin venganza. —Él estaba obviamente más enojado conmigo que con los bandidos—. Habiendo estado disponible para hacer presión sobre ese agravio, nosotros hubiéramos tenido una buena excusa para mandar un ejército contra los mixteca. Pero, sin tener al demandante…».

Yo murmuré mis disculpas y bajé la cabeza en señal de humildad, pero al mismo tiempo hice un gesto deprecatorio. «Los miserables mixteca, mi señor, poseen muy poco para ser conquistados. Sin embargo, esta vez regreso del extranjero con noticias de un pueblo, que sí posee algo de bastante valor, y que también ellos merecen castigo y yo puedo ofrecer la misma excusa válida para ser castigados. Yo fui tratado con más violencia por ellos».

«¿Por quiénes? ¿Cómo? ¿Qué es lo que ellos poseen? ¡Hable! Pudiera ser que usted todavía se pueda redimir en nuestra estimación».

Le narré cómo había descubierto la montaña de rocas en el mar, que servía de parapeto y habitación a los chóntaltin o los zyú o Los Desconocidos, esa rama de la tribus huave aislada y perniciosa. Le conté cómo esa gente es la única que sabe cómo, en dónde y cuándo bucear para encontrar los caracoles marinos y cómo hacer que esas feas babosas produzcan un hermoso colorante, púrpura profundo, que nunca se corre ni se decolora. Sugerí que ese producto único tendría un valor inmensurable en el mercado. Le dije cómo mi guía tzapoteca había sido asesinado por Los Desconocidos y cómo Zyanya y yo habíamos escapado con dificultad del mismo destino. Durante mi narración, Auítzotl había dejado el trono de piel de oso y empezó a dar grandes zancadas, excitadamente alrededor de la habitación.

«Sí —dijo él, sonriendo vorazmente—. El ultraje contra uno de nuestros
pochteca
puede justificar una invasión punitiva y el colorante solo, muy bien puede reparar éste. ¿Pero por qué nada más avasallar esa tribu de los miserables huave? La tierra de Uaxyácac tiene muchos más tesoros para ser adquiridos. Hace mucho tiempo, desde los días del reinado de mi padre, los mexica no han humillado a esos altivos tzapoteca».

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