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Authors: Michael Blake

Tags: #Aventuras

Bailando con lobos (15 page)

Diez Osos hizo que el consejo fuera corto. No deseaba entablar la clase de discusiones prolongadas que podían conducir a la indecisión. Una vez que hubo llegado el momento adecuado, pronunció un discurso elocuente y hermosamente razonado, recordando las numerosas historias de superioridad numérica blanca y riquezas blancas, especialmente en términos de armas y caballos. Concluyó con la idea de que el hombre del fuerte debía ser un emisario, y que sus buenas acciones debían ser motivo para hablar, no para luchar.

Al final de su discurso se hizo un prolongado silencio. Todos los presentes sabían que tenía razón.

Entonces, Cabello al Viento habló:

—No creo que debas ser tú el que vaya a hablar con ese hombre blanco —dijo—. No es un dios, sino sólo otro hombre blanco perdido en su camino.

Un diminuto centelleo cruzó por los ojos del anciano al dar su respuesta.

—No seré yo quien vaya. Pero deberían ser buenos hombres. Hombres capaces de demostrar qué es un comanche. —Al llegar a este punto, se detuvo, cerrando los ojos como para causar un mayor efecto dramático. Transcurrió un rato tan prolongado que algunos de los hombres pensaron que podría haberse quedado dormido. Finalmente, en el último momento, abrió los ojos y miró directamente a Cabello al Viento, diciendo—: Tú deberías ir. Tú y Pájaro Guía.

Y tras haber dicho estas palabras, cerró los ojos de nuevo y se quedó, esta vez sí, dormitando, dando por terminado el consejo en el momento justo.

La primera gran tormenta de la temporada cayó aquella noche, formando un frente de muchos kilómetros que avanzó con el retumbar hueco de los truenos y el luminoso resquebrajamiento del cielo en relámpagos bifurcados. La lluvia que trajo consigo la tormenta cayó sobre la pradera en grandes cortinas ondulantes, obligando a todo bicho viviente a buscar refugio.

La tormenta despertó a En Pie con el Puño en Alto.

La lluvia repiqueteaba con fuerza contra las paredes de cuero de la tienda como el fuego mortal procedente de mil rifles y, por unos instantes, no supo dónde se hallaba. Había luz, y se giró un poco de costado para echar un vistazo a la pequeña hoguera que aún ardía en el centro de la tienda. Al moverse, una de las manos se desplazó sobre la herida del muslo y, accidentalmente, rozó algo cuyo tacto le pareció extraño. Se palpó con cuidado y descubrió que se le había cosido la pierna.

Entonces lo recordó todo.

Miró con actitud somnolienta en el interior de la tienda, preguntándose quién viviría allí. Sabía que no era la suya.

Sentía la boca tan seca como si fuera de algodón, así que sacó una mano de debajo de las mantas para explorar con los dedos. Lo primero con que se tropezaron fue un pequeño cuenco medio lleno de agua. Se incorporó sobre un codo, tomó varios largos tragos y volvió a tenderse.

Había cosas que deseaba saber, pero ahora le resultaba difícil pensar. Por debajo de las mantas sentía tanto calor como en verano. Las sombras que arrojaba el fuego bailoteaban alegremente por encima de su cabeza; la lluvia canturreaba con fuerza en sus oídos, y ella se sentía muy débil.

«Quizá me estoy muriendo», pensó al tiempo que se le empezaban a cerrar los párpados, apagando la visión de los últimos retazos de la luz de la hoguera. Justo antes de quedarse dormida, se dijo a sí misma: «No es tan malo».

Pero En Pie con el Puño en Alto no se estaba muriendo. Al contrario, se estaba recuperando y lo que había sufrido, una vez que se hubiese curado, la haría más fuerte que nunca.

El bien terminaría por surgir del mal. En realidad, el bien ya se había iniciado. Estaba acostada en un buen lugar, un lugar que sería su nuevo alojamiento durante bastante tiempo.

Estaba en la tienda de Pájaro Guía.

El teniente Dunbar durmió como los muertos, apenas consciente del grandioso espectáculo que se desplegó en el cielo. La lluvia castigó durante horas la pequeña cabaña de paja, pero él estaba tan caliente y tan seguro bajo el montón de mantas del ejército, que el propio Armagedón podría haber venido y haberse marchado sin que él se enterara de nada.

Su cuerpo no se agitó ni una sola vez, y no fue hasta bastante después de salido el sol, mucho después de que hubiera pasado la tormenta, cuando el despreocupado y persistente canto de una alondra de los prados terminó por despertarle. La lluvia había refrescado cada centímetro cuadrado de la pradera, y la dulzura de su aroma llegó suavemente a su nariz incluso antes de que abriera los ojos. Al parpadear por primera vez, se dio cuenta de que estaba tumbado de espaldas, y cuando abrió los ojos del todo se encontró mirando directamente hacia la entrada de la cabaña, por encima de los dedos de los pies.

Hubo un ramalazo de movimiento cuando algo bajo y peludo se alejó del umbral con rapidez. El teniente se sentó, parpadeando. Un instante después, apartó las mantas de un tirón y se acercó a hurtadillas a la entrada. Desde dentro echó un vistazo precavido hacia el exterior.

«Dos calcetines» acababa de abandonar trotando la protección del toldo y ahora se giraba para sentarse bajo el sol que daba en el patio. Entonces, vio al teniente y se puso rígido. Los dos se miraron atentamente durante unos pocos segundos. Luego, el teniente se frotó los ojos para eliminar los últimos vestigios del sueño y cuando dejó caer las manos «Dos calcetines» se había tendido dejando descansar el hocico sobre el suelo existente entre las dos patas extendidas, como un perro fiel a la espera de las órdenes de su amo.

«Cisco» relinchó ruidosamente en el corral, y la cabeza del teniente giró con rapidez en aquella dirección. En ese mismo instante, captó un relampagueo de movimiento por el rabillo del ojo y se giró a tiempo de ver a «Dos calcetines» que salía disparado, desapareciendo al otro lado del risco. Y entonces, cuando volvió a mirar hacia el corral, los vio.

Estaban sentados sobre sus ponis, a menos de cien metros de distancia de él. No los contó, pero había por lo menos ocho de ellos.

De pronto, dos hombres empezaron a avanzar con lentitud hacia él. Dunbar no se movió pero, a diferencia de lo sucedido en encuentros anteriores, mantuvo una actitud relajada. Pudo hacerlo así gracias a la forma en que se acercaban los ponis. Llevaban las cabezas caídas, de una forma tan natural como obreros que regresaran a casa después de un largo día de trabajo.

El teniente se sentía un tanto angustiado, pero su ansiedad tenía muy poco que ver con la vida o con la muerte.

Se preguntaba qué diría y cómo podría comunicar sus primeras palabras.

Pájaro Guía y Cabello al Viento se preguntaban exactamente lo mismo. El soldado blanco era para ellos tan extraño como lo más extraño que se hubieran encontrado hasta entonces, y ninguno de ellos sabía a ciencia cierta cómo podía terminar esto. El hecho de ver que la sangre seguía manchando el rostro del soldado blanco no les hizo sentirse mejor acerca de la reunión que estaba a punto de iniciarse. En términos de papel, sin embargo, cada uno de aquellos dos hombres era diferente. Cabello al Viento cabalgaba como un guerrero, como un comanche luchador. Pájaro Guía, en cambio, adoptaba más el papel de estadista. Éste era un momento importante en su vida, en la vida del grupo y de toda la tribu. Para Pájaro Guía se iniciaba un futuro completamente nuevo y él estaba sentado en el carro de la historia.

Cuando sus rostros estuvieron lo bastante cerca como para verse con claridad, Dunbar reconoció en seguida al guerrero que había tomado a la mujer de entre sus brazos. En el otro hombre también creyó ver algo familiar, pero no pudo situarlo. Tampoco dispuso de tiempo.

Ambos se detuvieron a una docena de pasos de distancia de donde él se encontraba.

Tenían un aspecto resplandeciente bajo la brillante luz del sol. Cabello al Viento llevaba un peto hecho de hueso, y un gran disco de metal colgaba del cuello de Pájaro Guía. Estos objetos reflejaban la luz. Se observaba incluso un brillo procedente de sus profundos ojos negros, y el cabello negro y brillante de cada uno de los dos hombres parecía tremolar bajo los rayos del sol.

A pesar de que acababa de despertarse, el teniente Dunbar también mostraba un cierto lustre, aunque fuera mucho más sutil que el de sus visitantes.

Su crisis del corazón ya había pasado, dejándole del mismo modo que la tormenta de la noche anterior había dejado a la pradera: fresco y lleno de vigor.

El teniente Dunbar se inclinó hacia adelante, con la leve sugerencia de una inclinación y se llevó las puntas de los dedos a la parte lateral de la cabeza, en un saludo militar lento y deliberado.

Un instante después, Pájaro Guía replicó a su gesto inicial con un movimiento extraño de su propia mano, que giró desde el dorso hasta la palma.

El teniente no sabía lo que eso significaba, pero lo interpretó correctamente como un gesto de amistad. Miró a su alrededor, como para asegurarse de que el lugar seguía estando allí y dijo:

—Bienvenidos a Fort Sedgewick.

El significado de aquellas palabras constituyeron un completo misterio para Pájaro Guía, pero, tal y como había hecho el teniente Dunbar con su gesto anterior, las interpretó como una especie de saludo.

—Hemos venido desde el campamento de Diez Osos para hablar pacíficamente —dijo, obteniendo del teniente una mirada de ignorancia.

Como ahora ya estaba claro que ninguna de las dos partes era capaz de conversar, el silencio cayó sobre todos ellos. Cabello al Viento aprovechó el respiro para estudiar los detalles del edificio del hombre blanco. Parecía anguloso y largo a causa del toldo, que ahora empezaba a agitarse impulsado por la brisa.

Pájaro Guía permaneció sentado en su poni, impasible, mientras transcurrían los segundos. Dunbar dio unos golpecitos sobre el suelo con la punta de una bota y se acarició la barbilla. A medida que transcurría el tiempo, se fue poniendo nervioso, y su nerviosismo le recordó el café de la mañana, que no había tomado aún, y lo mucho que hubiera deseado tomar una taza. También quería fumar un cigarrillo.

—¿Café? —preguntó mirando a Pájaro Guía. El chamán ladeó la cabeza con curiosidad—. ¿Café? —repitió el teniente. Rodeó con los dedos de una mano una taza imaginaria e hizo un movimiento como si bebiera—. ¿Café? —volvió a decir—. ¿Para beber?

Pájaro Guía se limitó a mirar fijamente al teniente. Cabello al Viento hizo una pregunta y Pájaro Guía contestó algo. Luego, los dos miraron intensamente a su anfitrión. Después de lo que a Dunbar le pareció una eternidad, Pájaro Guía terminó por asentir con un gesto.

—Bien, bien —dijo el teniente dándose unos golpecitos en el muslo—. Venid entonces.

Les hizo gestos para que desmontaran y les indicó que se adelantaran, mientras él caminaba bajo el toldo.

Los comanches desmontaron y avanzaron con precaución. Todo aquello que veían sus ojos tenía un aire de misterio para ellos, y el teniente les parecía una figura un tanto ridícula, actuando como un hombre cuyos invitados le han pillado por sorpresa llegando con una hora de antelación.

No había ningún fuego encendido pero, afortunadamente, había dejado leña seca suficiente para el café. Se acuclilló junto al montón de astillas y se dispuso a encender el fuego.

—Sentaos, por favor —les dijo.

Pero los indios no comprendieron y él tuvo que repetir la invitación, haciendo gestos para imitar el acto de gente sentándose.

Una vez que se hubieron sentado, se dirigió presuroso al barracón de avituallamiento y regresó con la misma rapidez llevando consigo un pequeño saco de un kilo de grano y un molinillo de café. Una vez que hubo logrado encender el fuego, el teniente Dunbar vertió unos granos en la cazoleta del molinillo y empezó a hacer girar la manija.

A medida que los granos desaparecían por el cono metálico del molinillo, observó que tanto Pájaro Guía como Cabello al Viento se inclinaban hacia adelante con curiosidad. Jamás se le hubiera ocurrido pensar que algo tan habitual como moler café pudiera ser mágico. Pero lo era para Pájaro Guía y Cabello al Viento. Ninguno de ellos había visto antes un molinillo de café.

El teniente Dunbar estaba emocionado de hallarse en compañía de personas después de haber pasado tanto tiempo a solas, y se sentía ansioso porque sus invitados permanecieran un tiempo con él, así que aprovechó la operación de moler café para extraerle todo su jugo. Se detuvo de pronto y acercó el aparato un par de pasos hacia los indios, permitiéndoles observar el proceso con mayor claridad. Hizo girar la manija con lentitud, lo que les permitió observar cómo descendían los granos. Cuando ya sólo quedaron unos pocos, terminó la tarea con una floritura, efectuando el movimiento con rapidez y un tanto teatralmente. Luego, se detuvo con el efecto espectacular de un mago, para dejar que su público reaccionara.

Pájaro Guía se sentía intrigado por el aparato. Extendió la mano y pasó los dedos ligeramente sobre uno de los lisos y brillantes lados de madera del molinillo. Fiel a su naturaleza, a Cabello al Viento le gustó más el mecanismo de molienda. Introdujo uno de sus largos dedos oscuros en el embudo y palpó alrededor del pequeño agujero existente en el fondo, con la esperanza de descubrir qué había sucedido con los granos.

Dunbar creyó llegado el momento para el remate final del espectáculo. Interrumpió aquellas inspecciones levantando una mano. Hizo girar el aparato y apretó entre los dedos el pequeño pomo situado en su base. Los indios inclinaron las cabezas, más curiosos que nunca.

En el último momento posible y con la actitud de alguien que estuviera exponiendo una joya fabulosa, el teniente Dunbar abrió mucho los ojos, dejó que una sonrisa se extendiera sobre su rostro y extrajo el cajoncillo, lleno con el café recién molido.

Los dos comanches quedaron fuertemente impresionados. Cada uno de ellos tomó un pequeño pellizco del café molido y lo olió. Luego, permanecieron tranquilamente sentados, a la espera del siguiente proceso, mientras su anfitrión colgaba un caldero sobre el fuego y dejaba hervir el agua.

Dunbar sirvió el café recién hecho, extendiendo hacia cada uno de sus invitados una humeante taza de líquido negro. Los hombres dejaron que el aroma subiera hasta sus rostros e intercambiaron miradas de reconocimiento. Aquello olía como buen café, mucho mejor que el que habían saqueado a los mexicanos hacía ya tantos años. Era mucho más fuerte.

Dunbar les observó expectante cuando ellos tomaron un pequeño sorbo, y se sorprendió al ver la expresión contorsionada de sus rostros. Algo andaba mal. Los dos pronunciaron en seguida unas pocas palabras, al parecer, una pregunta. El teniente sacudió la cabeza con un gesto negativo.

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