Balzac y la joven costurera china (10 page)

El búfalo no estaba muerto aún. No olvidaré nunca la profunda impresión que me produjo su grito prolongado y quejoso. Oído desde los patios de las casas, el grito del búfalo suele ser penetrante y desagradable, pero aquella cálida y tranquila tarde, en la extensión sin límites de las montañas, mientras su eco repercutía en las paredes de los acantilados, era imponente, sonoro y parecía el rugido de un león encerrado en una jaula.

Hacia las tres, Luo y yo acudimos al lugar del drama. Los gritos del búfalo habían acabado. Nos abrimos paso entre la multitud reunida al borde del precipicio. Nos dijeron que la autorización de sacrificar al animal, expedida por el director de la comuna, había llegado. Apoyándose en esta cobertura legal, el Cuatrojos y algunos aldeanos, precedidos por su jefe, bajaron hasta el pie del acantilado para clavar un cuchillo en la garganta del animal.

Cuando llegamos, la matanza propiamente dicha había terminado. Lanzamos una ojeada al fondo del barranco, escenario de la ejecución, y vimos al Cuatrojos agachado ante la masa inerte del búfalo, recogiendo la sangre que chorreaba de la herida de la garganta en un ancho sombrero hecho con hojas de bambú.

Mientras seis aldeanos volvían a subir, cantando, por el abrupto acantilado, con los despojos del búfalo a la espalda, el Cuatrojos y su jefe permanecieron abajo, sentado uno junto a otro, cerca del sombrero de hojas de bambú lleno de sangre.

—¿Qué están haciendo allí? —le pregunté a un espectador.

—Esperan a que la sangre cuaje —me respondió—. Es un remedio contra la cobardía. Si quiere usted volverse valeroso, tiene que tragarla cuando está todavía tibia y espumosa.

Luo, que tenía una naturaleza curiosa, me invitó a descender con él un tramo del sendero, para observar la escena más de cerca. De vez en cuando, el Cuatrojos levantaba los ojos hacia la multitud, pero yo ignoraba si había advertido nuestra presencia. Finalmente, el jefe sacó su cuchillo, cuya hoja me pareció larga y puntiaguda. Con la yema de los dedos, acarició suavemente el filo y cortó el bloque de sangre coagulada en dos partes, una para el Cuatrojos y otra para sí mismo.

No sabíamos dónde estaba la madre del Cuatrojos en aquel momento. ¿Qué habría pensado de haber estado allí, a nuestro lado, contemplando cómo su hijo tomaba la sangre en la palma de las manos y hundía en ella el rostro, como un cerdo hozando en un montón de estiércol? Era tan avaro que se chupó uno a uno los dedos, lamiendo la sangre hasta la última gota. En el camino de regreso, advertí que su boca seguía mascando el sabor del remedio.

—Afortunadamente —me dijo Luo—, la Sastrecilla no ha venido con nosotros.

Cayó la noche. En el solar vacío de la aldea del Cuatrojos, la humareda ascendió de la hoguera en la que se había instalado una inmensa marmita, sin duda un patrimonio del poblado, que se distinguía fácilmente por su extravagante anchura.

La escena, vista de lejos, tenía un aire pastoral y cálido. La distancia nos impedía ver la carne del búfalo que, troceada, hervía en la gran marmita, pero su olor, picante, tórrido, algo basto, nos hacía la boca agua. Los aldeanos, sobre todo mujeres y niños, se habían reunido alrededor del fuego. Algunos traían patatas, que arrojaban a la marmita; otros, troncos o ramas de árbol para alimentar el fuego. Poco a poco, alrededor del recipiente fueron amontonándose huevos, espigas de maíz y frutas. La madre del Cuatrojos era la indiscutible estrella de la velada. Era hermosa a su manera. El brillo de su tez, puesto de relieve por el verde de su chaqueta de pana, contrastaba de un modo singular con la piel oscura y curtida de los aldeanos. Una flor, un alhelí tal vez, estaba prendida en su pecho. Mostraba su calceta a las mujeres de la aldea, y su labor aún inconclusa suscitaba gritos de admiración.

La brisa nocturna seguía acarreando un aroma apetitoso, cada vez más penetrante. El búfalo sacrificado debía de ser muy y muy viejo, pues la cocción de su carne coriácea requirió más tiempo que la de una vieja águila. Puso a prueba no sólo nuestra paciencia de ladrones sino también la del Cuatrojos, recientemente convertido en bebedor de sangre: lo vimos varias veces, excitado como una pulga, levantando la tapa de la marmita, hundiendo en ella sus palillos, sacando un gran pedazo de carne humeante, olfateándola, acercándola a sus gafas para examinarla y devolviéndola al caldo con decepción.

Agazapado en la oscuridad, tras dos rocas que estaban ante el descampado, escuché que Luo murmuraba a mi oído:

—Amigo, ahí llega el postre de la cena de despedida.

Siguiendo su dedo con la mirada, vi que se acercaban cinco viejas mustias, vistiendo largas túnicas negras que chasqueaban al viento de otoño. Pese a la distancia, distinguí sus rostros, que se asemejaban como si fueran los de unas hermanas y cuyos rasgos parecían tallados en madera. Reconocí enseguida, entre ellas, a las cuatro brujas que habían ido a casa de la Sastrecilla.

Su aparición en el banquete de despedida parecía haber sido organizada por la madre del Cuatrojos. Tras una breve discusión, sacó su cartera y entregó a cada una un billete, ante la mirada brillante de codicia de los aldeanos.

Esta vez, no era sólo una de las brujas la que llevaba un arco y flecha, sino que las cinco iban armadas. Tal vez acompañar la partida de un feliz afortunado exigía más medios guerreros que velar por el alma de un enfermo que sufría paludismo. O tal vez la suma que la Sastrecilla había podido pagar por el ritual era muy inferior a la ofrecida por la poetisa, famosa antaño en aquella provincia de cien millones de almas.

Mientras esperaban a que la carne de búfalo estuviera lo bastante cocida para deshacerse en sus desdentadas bocas, una de las cinco viejas examinó las líneas de la mano izquierda del Cuatrojos, a la luz de la gran hoguera.

Aunque nuestro escondite no estuviera muy alejado, nos fue imposible escuchar las palabras que profirió la bruja. La vimos entornar los párpados, tanto que parecía cerrar los ojos, mover sus finos labios, mustios en su desdentada boca, y pronunciar frases que captaron toda la atención del Cuatrojos y de su madre. Cuando dejó de hablar, todo el mundo la miró en un molesto silencio, y luego se levantó un rumor entre los aldeanos.

—Parece que ha anunciado un desastre —me dijo Luo.

—Tal vez le ha vaticinado que su tesoro corre peligro.

—No, más bien habrá visto demonios que querían cerrarle el paso.

Sin duda estaba en lo cierto pues, en el mismo instante, las cinco brujas se levantaron, alzaron al aire sus arcos con un amplio movimiento de brazos y los cruzaron lanzando penetrantes gritos.

Luego iniciaron alrededor de la hoguera una danza de exorcismo. Al comienzo, tal vez a causa de su avanzada edad, se limitaron a girar lentamente en redondo, con la cabeza baja. De vez en cuando, levantaban la cabeza, lanzaban como ladronas temerosas ojeadas en todas direcciones y la bajaban de nuevo. Unos estribillos salmodiados al modo de oraciones budistas, una especie de incomprensibles murmullos brotaron de sus bocas y fueron repetidos por la muchedumbre. Arrojando los arcos al suelo, dos de las brujas comenzaron, de pronto, a sacudir su cuerpo unos breves instantes, y tuve la impresión de que simulaban, con estas convulsiones, la presencia de los demonios. Hubiérase dicho que estaban poseídas por unos espectros que las habían transformado en monstruos horribles y convulsos. Las otras tres, como si fueran guerreros, hacían en su dirección ostentosos gestos de disparo, lanzando gritos que imitaban, exageradamente, el ruido de las flechas. Parecían tres cuervos. Sus túnicas, largas y negras, se desplegaban en la humareda, al compás de la danza, y luego volvían a caer y se arrastraban por el suelo, levantando nubes de polvo.

La danza de los «dos espectros» se hizo cada vez más lenta, como si las invisibles flechas que habían recibido en pleno rostro estuvieran envenenadas; luego, sus pasos se hicieron aún más lentos. Luo y yo nos fuimos justo después de su caída, que fue espectacular.

El banquete debió de comenzar después de nuestra partida. Los coros que acompañaban la danza de las brujas callaron cuando atravesábamos la aldea.

Ni un solo aldeano, tuviera la edad que tuviese, habría querido perderse la carne del búfalo guisada con guindilla picada y clavos. La aldea estaba desierta, exactamente como Luo había previsto (aquel excelente narrador no carecía de inteligencia estratégica). De pronto, mi sueño me volvió a la memoria.

—¿Quieres que yo vigile? —pregunté.

—No —me dijo—. No estamos en tu sueño.

Humedeció entre sus labios el antiguo clavo oxidado, transformado en ganzúa. El objeto entró silenciosamente en el ojo del candado, giró hacia la izquierda, luego hacia la derecha, volvió hacia la izquierda, retrocedió un milímetro... Un clic seco, metálico, resonó en nuestros oídos y la cerradura de cobre acabó cediendo.

Nos deslizamos hacia el interior de la casa del Cuatrojos y cerramos enseguida los batientes de la puerta a nuestras espaldas. No se veía gran cosa en la oscuridad; casi no nos distinguíamos el uno al otro. Pero en la cabaña flotaba un aroma a mudanza que nos corroyó de envidia.

A través de la rendija de los dos batientes, lancé una ojeada al exterior: ni la menor sombra humana en las inmediaciones. Por razones de seguridad, es decir, para evitar que los ojos atentos de un eventual viandante advirtieran la ausencia de candado en la puerta, empujamos los dos batientes hacia fuera, hasta abrirlos lo suficiente para que Luo, como había previsto, pasara una mano hacia fuera, volviera a colocar en su lugar la cadena y la cerrara con el candado.

Sin embargo, olvidamos comprobar la ventana por la que pensábamos salir al finalizar la acción pues quedamos literalmente deslumbrados cuando la linterna eléctrica se encendió en la mano de Luo: colocada sobre el resto del equipaje, la maleta de cuero flexible, nuestro fabuloso botín, apareció en la oscuridad, como si nos aguardara, ardiendo de ganas de que la abrieran.

—¡Premio! —le dije a Luo.

Durante la elaboración de nuestro plan, algunos días antes, habíamos decidido que el éxito de nuestra visita ilegal dependía de una cosa: averiguar dónde ocultaba el Cuatrojos su maleta. ¿Cómo podríamos encontrarla? Luo había pasado revista a todos los indicios posibles y considerado todas las soluciones imaginables, y había logrado, gracias a Dios, definir un plan cuya acción debía desarrollarse, imperativamente, durante el banquete de despedida. Era en verdad una ocasión única: aunque muy artera, la poetisa, dada su edad, no había podido escapar a su amor por el orden y no había soportado la idea de buscar una maleta la mañana de la partida. Era preciso que todo estuviera listo de antemano, e impecablemente ordenado.

Nos acercamos a la maleta. Estaba atada con una gruesa cuerda de paja trenzada, anudada en cruz. La liberamos de sus ataduras y la abrimos silenciosamente. En el interior, montones de libros se iluminaron bajo nuestra linterna eléctrica y los grandes escritores occidentales nos recibieron con los brazos abiertos: a su cabeza estaba nuestro viejo amigo Balzac, con cinco o seis novelas, seguido de Victor Hugo, Stendhal, Dumas, Flaubert, Baudelaire, Romain Rolland, Rousseau, Tolstoi, Gogol, Dostoievski y algunos ingleses: Dickens, Kipling, Emily Bronte...

¡Qué maravilla! Tenía la sensación de que iba a desvanecerme en las brumas de la embriaguez. Sacaba las novelas de la maleta una a una, las abría, contemplaba los retratos de los autores y se las pasaba a Luo. Al tocarlas con la yema de los dedos, me parecía que mis manos, que se habían vuelto pálidas, estaban en contacto con vidas humanas.

—Esto me recuerda la escena de una película —me dijo Luo—, cuando los bandidos abren una maleta llena de billetes...

—¿Qué sientes? ¿Ganas de llorar de alegría?

—No. Sólo siento odio.

—También yo. Odio a todos los que nos han prohibido estos libros.

La última frase que pronuncié me asustó, como si algún oyente pudiera estar oculto en algún lugar de la estancia. Semejante frase, dicha por descuido, podía costar varios años de cárcel.

—¡Vamos! —dijo Luo cerrando la maleta.

—¡Espera!

—¿Pero qué te pasa?

—Estoy indeciso... Reflexionemos una vez más: el Cuatrojos sin duda sospechará que somos los ladrones de su maleta. Si nos denuncia, estamos jodidos. No olvides que nuestros padres no son como los demás.

—Ya te lo dije, su madre no se lo permitirá. De lo contrario, todo el mundo sabrá que su hijo ocultaba libros prohibidos. Y nunca podrá salir del Fénix del Cielo.

Tras un silencio de algunos segundos, abrí la maleta.

—Si sólo cogemos algunos libros, no lo advertirá.

—Pero quiero leerlos todos —afirmó Luo con determinación.

Cerró la maleta y, poniendo una mano encima, como un cristiano que prestara juramento, me declaró:

—Con estos libros voy a transformar a la Sastrecilla. Ya no será más una simple montañesa.

Nos dirigimos silenciosamente hacia la alcoba. Yo caminaba delante, con la linterna eléctrica, y Luo me seguía con la maleta en la mano. Parecía muy pesada; durante el trayecto, la oí golpear contra las piernas de Luo y chocar con la cama del Cuatrojos y la de su madre que, aunque pequeña e improvisada con tablas de madera, contribuía a que la habitación fuera más exigua aún.

Ante nuestra sorpresa, la ventana había sido clavada. Intentamos empujar, pero sólo dejó escapar un leve chirrido, casi un suspiro, sin ceder ni un centímetro.

La situación no nos pareció catastrófica. Regresamos tranquilamente al comedor, dispuestos a repetir la misma maniobra que antes: separar los dos batientes de la puerta, sacar una mano por la rendija e introducir la ganzúa en el candado de cobre.

De pronto, Luo me susurró:

—¡Shhh!

Asustado, apagué de inmediato la linterna eléctrica.

Un rumor de pasos rápidos en el exterior nos dejó petrificados. Necesitamos un valioso minuto para advertir que venían en nuestra dirección.

En el mismo instante, escuchamos vagamente las voces de dos personas, un hombre y una mujer, pero nos fue imposible descubrir si se trataba del Cuatrojos y su madre. Nos preparamos para lo peor; retrocedimos hacia la cocina y, de paso, encendí un segundo la linterna eléctrica mientras Luo colocaba de nuevo la maleta sobre el equipaje.

Era lo que estábamos temiendo: la madre y el hijo nos caían encima, mientras estábamos en pleno robo. Discutían junto a la puerta.

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