Balzac y la joven costurera china (5 page)

—Despiértalas —me dijo la Sastrecilla—. Cuéntales una película.

—¿De qué clase?

—No tiene importancia. Sólo debemos mantenerlas despiertas...

Comencé entonces la sesión más extraña de mi vida. Ante la cama donde mi amigo había caído en una especie de sopor, conté la película norcoreana para una hermosa muchacha y cuatro viejas brujas iluminadas por una lámpara de petróleo que vacilaba, en una aldea encajonada entre altas montañas.

Me las arreglé como pude. En pocos minutos, la historia de la pobre «chica de las flores» captó la atención de mis oyentes. Hicieron incluso algunas preguntas; cuanto más avanzaba el relato, menos parpadeaban.

Sin embargo, la magia no fue la misma que con Luo. Yo no era un narrador nato. Yo no era él. Al cabo de media hora, «la chica de las flores», que se había deslomado para conseguir algo de dinero, llegaba corriendo al hospital, pero su madre había muerto ya, tras haber gritado desesperadamente el nombre de su hija. Una verdadera película de propaganda. Normalmente era el primer punto culminante del relato. Ya fuera en la proyección del film, ya en nuestra aldea, cuando la habíamos contado, la gente lloraba siempre en ese instante preciso. Tal vez las brujas estuvieran hechas de otra pasta. Me escuchaban atentamente, con cierta emoción, advertí incluso que un pequeño estremecimiento les recorría el espinazo, pero las lágrimas no acudieron a la cita.

Decepcionado por mi falta de éxito, añadí el detalle de la mano de la muchacha temblando, los billetes resbalando de sus dedos... Pero mi auditorio resistía.

De pronto, del interior de la mosquitera blanca brotó una voz que parecía salida del fondo de un pozo.

—El proverbio dice que un corazón sincero puede hacer que florezca una piedra —vibró la garganta de Luo—. Pero decidme, ¿acaso el corazón de la «chica de las flores» no era lo bastante sincero?

Me impresionó más el hecho de que Luo hubiese pronunciado demasiado pronto la frase final de la película que su brutal despertar. Pero qué sorpresa cuando miré a mi alrededor: ¡las cuatro brujas lloraban! Sus lágrimas brotaban, majestuosamente, derribando las presas, transformándose en torrente sobre sus rostros gastados, agrietados.

¡Qué talento de narrador el de Luo! Podía manipular al público sencillamente cambiando de lugar una voz en off, incluso cuando estaba abrumado por un violento acceso de paludismo.

A medida que el relato avanzaba, tuve la impresión de que algo había cambiado en la Sastrecilla, y advertí que sus cabellos no estaban ya peinados en una larga trenza, sino sueltos en una lujuriante melena, unas suntuosas crines que caían sobre sus hombros. Adiviné lo que Luo había hecho, al pasear su enfebrecida mano fuera de la mosquitera. De pronto, una corriente de aire hizo vacilar la llama de la lámpara de petróleo y, en el momento en que se apagaba, creí ver a la Sastrecilla levantando una esquina de la mosquitera, inclinándose en la oscuridad hacia Luo y dándole un furtivo beso.

Una de las brujas encendió de nuevo la lámpara y seguí, durante mucho tiempo aún, contando la historia de la muchacha coreana. Las efusiones lacrimosas de las mujeres, mezclándose con los mocos que brotaban de sus narices y el ruido que hacían al sonarse, no cesaron ya.

Segunda Parte

El Cuatrojos tenía una maleta secreta, que ocultaba cuidadosamente. Era nuestro amigo. (Recordadlo, he mencionado ya su nombre al relatar nuestro encuentro con el padre de la Sastrecilla.) La aldea donde era reeducado estaba más abajo que la nuestra en la ladera de la montaña del Fénix del Cielo. A menudo, por la noche, Luo y yo íbamos a cocinar a su casa cuando encontrábamos un pedazo de carne, una botella de alcohol o conseguíamos robar buenas verduras en los huertos de los campesinos. Lo repartíamos siempre con él, como si hubiéramos formado una pandilla de tres. Por eso, que nos ocultara la existencia de aquella misteriosa maleta nos sorprendió mucho más.

Su familia vivía en la ciudad donde trabajaban nuestros padres; su padre era escritor y su madre poetisa. La reciente caída en desgracia de ambos ante las autoridades concedía «tres posibilidades sobre mil» a su amado hijo; ni más ni menos que a Luo y a mí. Pero ante esta situación desesperada, que él debía a sus progenitores, el Cuatrojos, que tenía dieciocho años, era casi constantemente presa del miedo.

Con él, todo adquiría el color del peligro. Reunidos en su casa, alrededor de una lámpara de petróleo, teníamos la impresión de ser tres malhechores tramando alguna fechoría. Tomemos las comidas como ejemplo: si alguien llamaba a su puerta mientras estábamos envueltos por el olor y el humo de un precioso plato de carne cocinado por nosotros mismos, y que sumía a los tres hambrientos que éramos en un voluptuoso placer, eso le producía siempre un pánico extraordinario. Se levantaba, escondía de inmediato el plato de carne en una esquina, como si fuera producto de un robo, y lo sustituía por un pobre plato de verduras adobadas, espumosas y hediondas; comer carne le parecía un crimen propio de la burguesía de la que su familia formaba parte.

Al día siguiente de la sesión de cine oral con las cuatro brujas, Luo se sintió algo mejor y quiso regresar a la aldea. La Sastrecilla no insistió demasiado para que nos quedáramos en su casa, imagino que estaba muerta de cansancio.

Tras el desayuno, Luo y yo reemprendimos el solitario camino. En contacto con el aire húmedo de la mañana, nuestros rostros ardientes sintieron un agradable frescor. Luo fumaba al caminar. El sendero descendía lentamente, luego volvía a subir. Ayudé al enfermo con la mano, pues la pendiente era empinada. El suelo estaba blando y húmedo; por encima de nuestras cabezas, se entrecruzaban las ramas. Al pasar ante la aldea del Cuatrojos, lo vimos trabajar en un arrozal; labraba la tierra con un arado y un búfalo.

No se veían surcos en el arrozal irrigado, pues un agua calma cubría el barro puro, muy abonado, de cincuenta centímetros de profundidad. Con el torso desnudo, en calzones, nuestro labrador se desplazaba hundiéndose hasta las rodillas en el barro, tras el búfalo negro que arrastraba penosamente el arado. Los primeros rayos del sol herían sus gafas con su brillo.

El búfalo era de un tamaño normal pero tenía una cola de insólita longitud que removía a cada paso, como si lo hiciera adrede para tirar el barro y otras suciedades al rostro de su amable dueño, tan poco experimentado. Y a pesar de sus esfuerzos por esquivar los coletazos, un segundo de descuido bastó para que la cola del búfalo le golpeara de lleno el rostro y mandara sus gafas por los aires. El Cuatrojos lanzó un taco, las riendas escaparon de su mano derecha y el arado de su mano izquierda. Se llevó las dos manos a los ojos, lanzó gritos y aulló algunas vulgaridades, como si bruscamente hubiera quedado ciego.

Estaba tan encolerizado que no oyó nuestras llamadas, llenas de afecto y alegría por encontrarle. Sufría una grave miopía y ni siquiera forzando los ojos era capaz de reconocemos a veinte metros de distancia ni de distinguirnos de los campesinos que trabajaban en los arrozales vecinos y le tomaban el pelo.

Inclinado sobre el agua, metió en ella las manos y palpó el barro a su alrededor, como un ciego. Sus ojos, que habían perdido toda expresión humana, saltones, como hinchados, me daban miedo.

El Cuatrojos había debido de despertar el instinto sádico de su búfalo. Éste, arrastrando el arado, giró y volvió sobre sus pasos. Parecía tener la intención de pisotear las arrancadas gafas, o de romperlas con la puntiaguda reja del arado.

Me quité los zapatos, arremangué mis pantalones y entré en el arrozal dejando a mi enfermo sentado junto al sendero. Y, aunque el Cuatrojos no quiso que me mezclara en su búsqueda, ya complicada, fui yo quien, tanteando en el barro, pisé sus gafas. Por fortuna, no estaban rotas.

Cuando el mundo exterior volvió a resultarle claro y neto, el Cuatrojos se sorprendió al ver en qué estado había dejado a Luo el paludismo.

—¡Estás hecho polvo, palabra! —le dijo.

Puesto que el Cuatrojos no podía abandonar su trabajo, nos propuso descansar en su casa hasta que regresara.

Su vivienda estaba en medio del pueblo. Poseía tan pocas cosas personales y estaba tan preocupado por demostrar su total confianza en los campesinos revolucionarios, que nunca cerraba la puerta con llave. La casa, un antiguo almacén de granos, estaba construida sobre pilotes, como la nuestra, pero con una terraza sostenida por gruesos bambúes, en la que ponían a secar los cereales, las verduras y las guindillas. Luo y yo nos instalamos en la terraza para aprovechar el sol. Luego, éste desapareció detrás de las montañas y empezó a hacer frío. Una vez seco el sudor, la espalda, los brazos y las flacas piernas de Luo se volvieron glaciales. Encontré un viejo jersey del Cuatrojos, se lo puse en la espalda y le enrollé las mangas alrededor del cuello, como una bufanda.

Sin embargo, siguió quejándose de tener frío. Regresé a la habitación, me acerqué a la cama y cogí una manta, y, de pronto, se me ocurrió mirar si había otro jersey en alguna parte. Debajo de la cama, descubrí una gran caja de madera, como un embalaje para las mercancías de poco valor, una caja del tamaño de una maleta, aunque más profunda. Varios pares de zapatillas deportivas, pantuflas estropeadas, cubiertas de barro y suciedad, estaban amontonados encima. Cuando la abrí a la luz de los rayos en los que bailaba el polvo, resultó que estaba efectivamente llena de ropa.

Hurgando en busca de un jersey más pequeño que los demás, que pudiera sentar bien al cuerpo delgaducho de Luo, mis dedos dieron de pronto con algo suave, flexible y liso, que me hizo pensar enseguida en unos zapatos de mujer, de gamuza.

Pero no; era una maleta elegante, de piel muy gastada pero delicada. Una maleta de la que brotaba un lejano aroma de civilización.

Estaba cerrada con llave por tres lugares. Su peso era bastante asombroso con respecto a su tamaño, pero me resultó imposible saber qué contenía.

Esperé a que cayera la noche, cuando el Cuatrojos quedó liberado por fin de su combate contra el búfalo, para preguntarle qué tesoro ocultaba tan minuciosamente en aquella maleta.

Ante mi sorpresa, no respondió. Mientras estuvimos en la cocina, permaneció sumido en un desacostumbrado mutismo y se guardó mucho de pronunciar la menor palabra sobre su maleta.

Durante la comida volví a poner la cuestión sobre el tapete. Pero tampoco habló entonces.

—Supongo que son libros —dijo Luo rompiendo el silencio—. El modo como la ocultas y la aseguras con cerraduras basta para revelar tu secreto: sin duda contiene libros prohibidos.

Un fulgor de pánico pasó por los ojos del Cuatrojos, y desapareció enseguida tras los cristales de las gafas mientras su rostro se transformaba en una máscara sonriente.

—Estás soñando, amigo —dijo.

Acercó la mano a Luo y la posó en su sien:

—¡Dios mío, qué fiebre! Por eso deliras y tienes visiones tan idiotas. Escucha, somos buenos amigos, nos divertimos mucho juntos, pero si empiezas a decir tonterías sobre libros prohibidos, la jodimos...

Tras aquel día, el Cuatrojos compró en casa de un vecino un candado de cobre y tomó siempre la precaución de cerrar su puerta con una cadena que pasaba por el aro metálico de la cerradura.

Dos semanas más tarde, los «trozos de cuenco roto» de la Sastrecilla habían acabado con el paludismo de Luo. Cuando se quitó la venda que rodeaba su muñeca, descubrió en ella una ampolla, grande como un huevo de pájaro, transparente y brillante. Fue arrugándose poco a poco y, cuando ya sólo quedó una cicatriz negra en su piel, las crisis cesaron por completo. Hicimos una comida en casa del Cuatrojos para festejar su curación.

Aquella noche dormimos todos allí, los tres apretados en su cama, bajo la cual seguía estando la caja de madera, como pude comprobar, aunque ya no la maleta de cuero.

La redoblada atención del Cuatrojos y su desconfianza para con nosotros, pese a nuestra amistad, acreditaban la hipótesis de Luo: la maleta estaba sin duda llena de libros prohibidos. Hablábamos a menudo de ello, Luo y yo, sin conseguir imaginar de qué tipo de libros se trataba. (Por aquel entonces, todos los libros estaban prohibidos, salvo los de Mao y sus partidarios, y las obras puramente científicas.) Establecimos una larga lista de libros posibles: las novelas clásicas chinas, desde
Los Tres Reinos combatientes
hasta el
Sueño en el Pabellón Rojo
, pasando por el
Jin Ping Mei
, conocido por ser un libro erótico. Estaba también la poesía de las dinastías Tang, Song, Ming y Qin. Y también las pinturas tradicionales de Zu Da, de Shi Tao, de Tong Qicheng... Hablamos incluso de la Biblia,
Las palabras de los cinco ancianos
, un libro supuestamente prohibido desde hacía siglos, en el que cinco grandes profetas de la dinastía Han revelaban, en la cima de una montaña sagrada, lo que iba a suceder en los dos mil años por venir.

A menudo, después de medianoche, apagábamos la lámpara de petróleo en nuestra casa sobre pilotes y nos tendíamos, cada cual en su cama, para fumar en la oscuridad. Algunos títulos de libros brotaban de nuestras bocas; había en aquellos nombres mundos desconocidos, algo misterioso y exquisito en la resonancia de las palabras, en el orden de los caracteres, al modo del incienso tibetano, del que bastaba pronunciar el nombre, «Zang Xiang», para sentir su perfume suave y refinado, para ver los bastones aromáticos comenzar a transpirar, a cubrirse de verdaderas gotas de sudor que, bajo el reflejo de las lámparas, parecían gotas de oro líquido.

—¿Has oído hablar de la literatura occidental? —me preguntó un día Luo.

—No demasiado. Ya sabes que mis padres sólo se interesan por su profesión. Al margen de la medicina, no conocen gran cosa.

—Con los míos pasa lo mismo. Pero mi tía tenía algunos libros extranjeros traducidos al chino antes de la Revolución cultural. Recuerdo que me leyó unos pasajes de un libro que se llamaba
Don Quijote
, la historia de un viejo caballero bastante chusco.

—¿Y dónde están ahora esos libros?

—Se hicieron humo. Fueron confiscados por los guardias rojos que los quemaron en público, sin compasión alguna, justo al pie de su edificio.

Durante unos minutos, fumamos en la oscuridad, tristemente silenciosos. Aquella historia de literatura me deprimía profundamente: no teníamos suerte. A la edad en la que por fin habíamos podido leer de corrido, no quedaba ya nada para leer. Durante varios años, en la sección de «literatura occidental» de todas las librerías, sólo había las obras completas del dirigente comunista albanés Enver Hoxaa, en cuyas cubiertas doradas se veía el retrato de un anciano con corbata de colores chillones, el pelo gris impecablemente peinado, que te clavaba, bajo sus párpados entornados, un ojo izquierdo marrón y un ojo derecho más pequeño que el izquierdo, menos marrón y provisto de un iris rosa pálido.

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