Balzac y la joven costurera china (3 page)

«Tres sobre mil —pensé de pronto—. Tengo tres oportunidades sobre mil, y nuestro melancólico fumador, disfrazado de bailarín, tiene menos aún. Tal vez algún día, cuando me haya perfeccionado en el violín, un grupito de propaganda local o regional, como por ejemplo el del distrito de Yong Jing, me abra las puertas y me contrate para tocar conciertos rojos. Pero Luo no sabe tocar el violín, ni siquiera jugar a baloncesto o a fútbol. No tiene ninguna baza para participar en la competencia, terriblemente dura, de los "tres sobre mil". Peor aún, ni siquiera puede soñarlo.»

Su único talento consistía en contar historias, un talento agradable, es cierto, aunque marginal, ¡ay!, y sin mucho porvenir. No estábamos ya en la época de las Mil y Una Noches. En nuestras sociedades contemporáneas, sean socialistas o capitalistas, ser narrador ya no es, por desgracia, un oficio. El único hombre del mundo que apreció realmente su talento, hasta remunerarlo con generosidad, fue el jefe de nuestra aldea, el último de los aficionados a las hermosas historias orales.

La montaña del Fénix del Cielo estaba tan alejada de la civilización que la mayoría de la gente no había tenido la posibilidad de ver una película en toda su vida, y ni siquiera sabía qué era el cine. De vez en cuando, Luo y yo contábamos algunas películas al jefe, que babeaba por oír más. Cierto día, se informó de la fecha de proyección mensual en la ciudad de Yong Jing, y decidió enviarnos, a Luo y a mí. Dos días para ir, dos para volver. Teníamos que ver la película la misma noche de nuestra llegada a la ciudad. Una vez de regreso a la aldea, teníamos que contar al jefe y a todos los aldeanos la película entera, de la A a la Z, de acuerdo con la exacta duración de la sesión.

Aceptamos el desafío pero, por prudencia, asistimos a dos proyecciones consecutivas en el campo de deportes del instituto de la ciudad, provisionalmente transformado en cine al aire libre. Las muchachas de la población eran encantadoras, pero permanecimos esencialmente concentrados en la pantalla, atentos a cada diálogo, a los trajes de los actores, a sus menores gestos, a los decorados de cada escena e, incluso, a la música.

Al regresar a la aldea, tuvo lugar ante nuestra casa sobre pilotes una sesión de cine oral sin precedentes. Naturalmente, asistieron todos los aldeanos. El jefe estaba sentado en primera fila, en el centro, con la larga pipa de bambú en una mano y nuestro despertador del «fénix terrenal» en la otra, para comprobar la duración del relato. La emoción del estreno se apoderó de mí, me vi reducido a exponer mecánicamente el decorado de cada escena. Pero Luo demostró ser un narrador genial: contaba poco, pero representaba sucesivamente cada personaje, cambiando de voz y de gestos. Dirigía el relato, cuidaba el suspense, planteaba preguntas, hacía reaccionar al público y corregía las respuestas. Lo hizo todo. Cuando hubimos o, mejor dicho, cuando hubo terminado la sesión, justo en el tiempo estipulado, nuestro público, feliz, excitado, no se lo creía.

—El mes que viene —declaró el jefe con una sonrisa autoritaria— os mandaré a otra proyección. Seréis pagados como si trabajarais en los campos.

Al principio, aquello nos pareció un juego divertido; nunca hubiéramos imaginado que nuestra vida, la de Luo al menos, fuese a cambiar de tal forma.

La princesa de la montaña del Fénix del Cielo llevaba un par de zapatos rosa pálido, de tela flexible y sólida a la vez, a través de la cual se podían seguir los movimientos de sus dedos cada vez que pedaleaba en la máquina de coser. Era un calzado ordinario, barato, hecho a mano y, sin embargo, en aquella región donde casi todo el mundo iba descalzo, llamaba la atención, parecía refinado y precioso. Sus tobillos y sus pies tenían una hermosa forma, puesta de relieve por unos calcetines de nailon blanco.

Una larga trenza, de tres o cuatro centímetros de grueso, le caía sobre la nuca, seguía por la espalda, superaba las caderas y terminaba en una cinta roja, flamante, de satén y seda trenzados.

Se inclinaba hacia la máquina de coser, cuya base lisa reflejaba el cuello de su camisa blanca, su rostro oval y el fulgor de sus ojos, sin duda los más hermosos del distrito de Yong Jing, si no de toda la región.

Un inmenso valle separaba su aldea de la nuestra. Su padre, el único sastre de la montaña, no se quedaba muy a menudo en su casa, en aquella vieja y gran morada que les servía, a la vez, de tienda y vivienda. Era un sastre muy solicitado. Cuando una familia quería hacerse ropa nueva, iba primero a comprar tejido a un almacén de Yong Jing (la ciudad donde asistimos a la proyección de cine) y luego iba a su tienda para discutir con él la hechura, el precio y la fecha adecuados para la fabricación de los vestidos. El día fijado, iban a buscarlo al amanecer, respetuosamente, acompañados por varios hombres robustos que, por turnos, cargarían a la espalda la máquina de coser.

Tenía dos. La primera, que llevaba siempre con él de aldea en aldea, era una vieja máquina en la que ya no se leía ni la marca ni el nombre del fabricante. La otra era nueva,
made in Shanghai
, y la dejaba en casa, para su hija, «la Sastrecilla». Nunca llevaba a su hija con él durante esas giras, y aquella decisión, prudente pero implacable, hacía reventar de decepción a los numerosos jóvenes campesinos que aspiraban a conquistarla.

Llevaba una vida de rey. Cuando llegaba a una aldea, la animación que provocaba nada tenía que envidiar a una fiesta folclórica. La casa de su cliente, donde resonaba el ruido de su máquina de coser, se convertía en el centro del pueblo y era la ocasión, para esta familia, de exhibir su riqueza. Se le ofrecían las mejores comidas y, a veces, si su visita era a finales de año y estaban preparando la fiesta de Año Nuevo, incluso mataban un cerdo. Alojándose, sucesivamente, en casa de sus distintos clientes, pasaba a menudo una o dos semanas seguidas en una aldea.

Cierto día, Luo y yo fuimos a ver al Cuatrojos, un amigo de nuestra ciudad, instalado en otra aldea. Llovía; avanzábamos a pequeños pasos por el sendero escarpado, resbaladizo, envuelto en una bruma lechosa. Pese a nuestra prudencia, caímos varias veces de bruces en el barro. De pronto, al volver un recodo, vimos venir hacia nosotros un cortejo, en fila india, con una silla de mano provista de varales, en la que se arrellanaba un hombre de unos cincuenta años. Tras aquella silla de señor caminaba otro hombre cargado con la máquina de coser, atada a la espalda con unas correas. El sastre se inclinó hacia los porteadores de su silla y pareció informarse de quiénes éramos.

Me pareció pequeño, flaco, arrugado, pero lleno de energía. Su silla, una especie de palanquín simplificado, estaba atada a dos grandes bambúes puestos en equilibrio sobre los hombros de dos porteadores, que caminaban uno delante y el otro detrás. Se oía rechinar la silla y los varales, al ritmo de los pasos lentos y fuertes de los porteadores.

De pronto, cuando la silla se cruzó con nosotros, el sastre se inclinó hacia mí, tanto que sentí su aliento:

—¡Vai-o-lin! —gritó en inglés, con todas sus fuerzas.

Soltó una carcajada al ver que el fulgurante trueno de su voz me hacía dar un respingo. Diríase que era un auténtico señor, caprichoso.

—¿Sabéis que en esta montaña nuestro sastre es el hombre que más lejos ha viajado? —nos preguntó uno de los porteadores.

—En mi juventud, incluso fui a Ya An, a doscientos kilómetros de Yong Jing —declaró el gran viajero, sin dejarnos contestar—. Mi maestro había colgado un instrumento de música como el vuestro, en la pared, para impresionar a los clientes.

Luego calló y su cortejo se alejó. Al acercarse a una curva, justo antes de desaparecer de nuestra vista, se volvió hacia nosotros y gritó de nuevo:

—¡Vai-o-lin!

Sus porteadores y los diez campesinos que le acompañaban levantaron lentamente la cabeza y lanzaron un largo grito, tan deforme que más pareció un doloroso suspiro que una palabra en inglés:

—¡Vai-o-lin!

Como una pandilla de chiquillos traviesos, rieron a carcajadas, como locos. Luego se inclinaron y se pusieron en marcha para proseguir su ruta. Muy pronto, la niebla devoró el cortejo.

Algunas semanas más tarde, penetrábamos en el patio de su casa. Un gran perro negro nos miró fijamente, sin ladrar, cuando entramos en la tienda. El viejo había salido de gira y pudimos conocer a su hija, la Sastrecilla, a la que pedimos que alargara cinco centímetros el pantalón de Luo, pues éste, aunque mal alimentado, presa de insomnios y angustiado con frecuencia por el porvenir, no podía evitar crecer.

Tras presentarse a la Sastrecilla, Luo le contó nuestro encuentro con su padre, entre niebla y lluvia, sin privarse de imitar, exagerándolo horriblemente, el mal acento del viejo. Ella soltó una carcajada jovial. En Luo, el talento de imitador era hereditario.

Advertí que, cuando reía, sus ojos revelaban una naturaleza primitiva, como la de las mujeres sencillas de nuestra aldea. Su mirada tenía el brillo de las piedras. preciosas en bruto, del metal no pulido, y el efecto era acentuado más aún por sus largas pestañas y los rabillos finos y levantados de sus ojos.

—No os enojéis con él —nos dijo—, es un viejo chiquillo.

De pronto, su rostro se ensombreció y bajó los ojos. Frotó con la yema del dedo la base de su máquina de coser.

—Mi madre murió demasiado pronto. Por eso sólo hace lo que le divierte.

El contorno de su rostro bronceado era neto, casi noble. Había en sus rasgos una belleza sensual, imponente, que nos hacía incapaces de resistir el deseo de permanecer allí, viéndola pedalear en su máquina de Shanghai.

La estancia servía al mismo tiempo de tienda, taller y comedor. El suelo de madera estaba sucio; se veían, un poco por todas partes, las huellas amarillas o negras de escupitajos que habían dejado los clientes y se adivinaba que no lo lavaban cada día. Los vestidos terminados estaban puestos en colgadores, suspendidos en una larga cuerda que atravesaba la estancia por el medio. Había también rollos de tejidos y vestidos doblados, amontonados en las esquinas, asaltados por un ejército de hormigas. El desorden, la falta de preocupación estética y una relajación total reinaban en aquel lugar.

Advertí un libro abandonado en una mesa, y me pasmó aquel descubrimiento en una región poblada por analfabetos; hacía una eternidad que no tocaba las páginas de un libro. Me acerqué enseguida, pero el resultado fue más bien decepcionante: era un catálogo de colores de tejidos, editado por una fábrica de tintes.

—¿Lees? —le pregunté.

—No mucho —me respondió ella sin ningún complejo—. Pero no me toméis por idiota, me gusta mucho charlar con la gente que sabe leer y escribir, jóvenes de la ciudad. ¿No os habéis fijado? Mi perro no ha ladrado cuando habéis entrado, conoce mis gustos.

Parecía no desear que nos marcháramos enseguida. Se levantó de su taburete, encendió un fogón metálico instalado en el centro de la estancia, puso una marmita al fuego y la llenó de agua. Luo, que seguía con la mirada cada paso que daba, le preguntó:

—¿Qué nos ofreces, té o agua hirviendo?

—Más bien lo último.

Era señal de que le gustábamos. En esta montaña, si alguien te invitaba a beber agua quería decir que iba a cascar unos huevos en el líquido hirviente y a añadir azúcar para hacer una sopa.

—¿Sabes, Sastrecilla? —le dijo Luo—, tú y yo tenemos un punto en común.

—¿Nosotros dos?

—Sí, ¿quieres que apostemos?

—¿Que apostemos qué?

—Lo que quieras. Estoy seguro de que puedo demostrarte que tenemos un punto en común.

Ella reflexionó un instante.

—Si pierdo, te alargaré el pantalón gratuitamente.

—De acuerdo —le dijo Luo—. Ahora, quítate el zapato y el calcetín del pie izquierdo.

Tras un instante de vacilación, muy curiosa, lo hizo. Su pie, más tímido que ella, aunque muy sensual, nos reveló primero su línea bien recortada; luego, un hermoso tobillo y unas uñas relucientes. Un pie pequeño, bronceado, ligeramente diáfano, con venas azuladas.

Cuando Luo puso su pie, sucio, ennegrecido y huesudo, junto al de la Sastrecilla vi, efectivamente, una similitud: su segundo dedo era más largo que los demás.

Puesto que el camino de regreso era muy largo, partimos hacia las tres de la tarde para llegar a la aldea antes de que cayera la noche.

En el sendero, le pregunté a Luo:

—¿Te gusta la Sastrecilla?

Prosiguió su camino, con la cabeza gacha, sin responderme enseguida.

—¿Te has enamorado? —le pregunté de nuevo.

—¡Es demasiado sencilla, al menos para mí!

Un brillo se desplazaba penosamente por el fondo de una larga galería exigua, de un negro intenso. De vez en cuando, el minúsculo punto luminoso oscilaba, caía, volvía a equilibrarse y avanzaba de nuevo. A veces, la galería descendía súbitamente y el fulgor desaparecía durante largo rato; entonces sólo se oía el chirriar de un pesado cesto arrastrado por el suelo pedregoso y unos gruñidos lanzados por un hombre a cada uno de sus esfuerzos; resonaban en la completa oscuridad, con un eco que llegaba a prodigiosa distancia. De pronto reapareció el fulgor, como el ojo de una bestia cuyo cuerpo, devorado por la oscuridad, caminase con paso flotante, como en una pesadilla.

Era Luo, que tenía una lámpara de aceite fijada en la frente con una tira de cuero, trabajando en una pequeña mina de carbón. Cuando el corredor era demasiado bajo, se arrastraba a cuatro patas. Iba completamente desnudo, ceñido por una correa de cuero que penetraba profundamente en su carne. Equipado con ese horrendo arnés, arrastraba un gran cesto en forma de barca, cargado con grandes bloques de antracita.

Cuando llegó a mi altura, lo relevé. Con el cuerpo desnudo también, cubierto de carbón hasta el menor pliegue de mi piel, empujaba el cargamento en vez de tirar, como él, con un arnés. Antes de salir de la galería había que trepar por una larga pendiente escarpada, pero el techo era más alto. Luo me ayudaba con frecuencia a subir, a salir del túnel y a veces a verter el contenido de nuestro cesto sobre un montón de carbón que había fuera. Una nube opaca de polvo se levantaba y nos envolvía cuando nos tendíamos en el suelo, completamente agotados.

Antaño, la montaña del Fénix del Cielo, como ya he dicho, era famosa por sus minas de cobre. (Tuvieron incluso el honor de entrar en la historia de China como generoso regalo del primer homosexual chino oficial, un emperador.) Pero aquellas minas abandonadas desde hacía tiempo estaban en ruinas. Las de carbón, pequeñas y artesanales, seguían siendo patrimonio común de todos los aldeanos, y eran explotadas aún, proporcionando combustible a los montañeses. Como los demás jóvenes de la ciudad, Luo y yo no pudimos escapar a esta lección de reeducación que iba a durar dos meses. Ni siquiera nuestro éxito en materia de «cine oral» nos sirvió para retrasar el plazo.

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