Balzac y la joven costurera china (13 page)

—Quería contarles la historia de un marinero francés. Pero si no le interesa, mejor será que durmamos. ¡Hasta mañana!

En la oscuridad, Luo se acercó a mí y me susurró suavemente:

—¡Bravo, amigo!

Uno o dos minutos más tarde, escuché de nuevo la voz del sastre:

—¿Cómo se llama tu marinero?

—Al comienzo, Edmond Dantes, luego se convierte en el conde de Montecristo.

—¿Cristo?

—Es otro de los nombres de Jesús, que significa el mesías o el salvador.

Así comencé el relato de Dumas. Por fortuna, de vez en cuando, Luo me interrumpía para hacer en voz baja comentarios sencillos e inteligentes; se mostraba cada vez más atraído por la historia, lo que me permitió concentrarme de nuevo y librarme de la turbación que el sastre me había causado. Éste, sin duda superado por todos aquellos nombres franceses, aquellos lugares lejanos y por su dura jornada de trabajo, no dijo ni una sola palabra desde que comencé la historia. Parecía sumido en un sueño plúmbeo.

Poco a poco, la eficacia del maestro Dumas prevaleció y olvidé por completo a nuestro invitado; contaba, contaba y seguía contando... Mis frases se volvían más precisas, más concretas, más densas. Conseguí, con cierto esfuerzo, mantener el tono sobrio de la primera frase. No era cosa fácil. Al contar la historia, me sorprendió, incluso agradablemente, percibir con total claridad el mecanismo del relato, el emplazamiento del tema de la venganza, los hilos preparados por el novelista que, más tarde, se divertiría tirando de ellos con mano firme, hábil, audaz a menudo; era como contemplar un gran árbol arrancado, extendiendo por el suelo la nobleza de su tronco, la anchura de sus ramas, la desnudez de sus gruesas raíces.

Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido. ¿Una hora? ¿Dos? ¿Más aún? Pero cuando nuestro héroe, el marinero francés, es encarcelado en un calabozo donde se pudriría durante veinte años, la fatiga, excesiva sin duda, me obligó a detener el relato.

—Ahora —susurró Luo—, lo haces mejor que yo. Tendrías que haber sido escritor.

Embriagado por el cumplido de un narrador superdotado, dejé que el sopor se apoderara rápidamente de mí. De pronto, oí la voz del viejo sastre mascullando en la oscuridad.

—¿Por qué te detienes?

—¡Caramba! —exclamé—. ¿No duerme usted aún?

—Claro que no. Te he estado escuchando. Tu historia me gusta.

—Ahora tengo sueño.

—Intenta proseguir un poco más, por favor —insistió el viejo sastre.

—Sólo un poco —le dije—. ¿Recuerda usted dónde me he quedado?

—Cuando penetra en el calabozo de un castillo, en medio del mar...

Sorprendido por la precisión de mi oyente, a pesar de su avanzada edad, proseguí la historia de nuestro marinero francés... Cada media hora me detenía, a menudo en un momento crucial, no por la fatiga sino por la inocente coquetería del narrador. Hacía que me suplicaran y volvía a contar de nuevo. Cuando el abate, encerrado en el miserable calabozo de Edmond, le reveló el secreto del inmenso tesoro oculto en la isla de Montecristo y lo ayudó a evadirse, la luz del alba entró en nuestra alcoba por las grietas de los muros, acompañada por el gorjeo matinal de las alondras, las tórtolas y los pinzones.

Aquella noche en blanco nos agotó a todos. El modisto se vio obligado a ofrecer a la aldea una pequeña suma de dinero para que el jefe nos permitiera permanecer en casa.

—Descansa bien —me dijo el viejo guiñándome el ojo—. Y prepara mi cita de esta noche con el marinero francés.

Ciertamente fue la historia más larga que he contado en mi vida: duró nueve noches enteras. Nunca he comprendido de dónde procedía la resistencia física del viejo sastre, que al día siguiente trabajaba toda la jornada. Inevitablemente, algunas fantasías, discretas y espontáneas, debidas a la influencia del novelista francés, comenzaron a aparecer en los vestidos nuevos de los aldeanos, sobre todo elementos marineros. El propio Dumas habría sido el primer sorprendido si hubiese visto a nuestras montañesas ceñidas en una especie de guerreras de hombros caídos y con un gran cuello, cuadrado por detrás y puntiagudo por delante, que chasqueaba al viento. Casi olían a Mediterráneo. Los pantalones azules de los marinos, mencionados por Dumas y realizados por su discípulo el viejo sastre, habían conquistado el corazón de las muchachas, con sus anchas y flotantes perneras de las que parecía emanar el perfume de la Costa Azul. Nos hizo dibujar un ancla de cinco puntas que se convirtió en el motivo más solicitado de la moda femenina de aquellos años, en la montaña del Fénix del Cielo. Algunas mujeres consiguieron, incluso, bordarlo fielmente en minúsculos botones, con hilo de oro. En cambio, reservamos celosamente ciertos secretos, descritos por Dumas con todo detalle, como el lis bordado en los estandartes, el corsé y el vestido de Mercedes, en exclusiva para la hija del sastre.

Al finalizar la tercera noche, un incidente estuvo a punto de comprometerlo todo. Fue hacia las cinco de la madrugada. Nos hallábamos en plena intriga, en la mejor parte de la novela, a mi entender: al regresar de París, el conde de Montecristo conseguía, gracias a sapientes cálculos, acercarse a sus tres antiguos enemigos, de los que quería vengarse. Colocaba sus peones uno a uno de acuerdo con una estrategia implacable y con una diabólica imaginación. Muy pronto el procurador quedaría arruinado, la trampa preparada hacía tanto tiempo iba por fin a cerrarse sobre él. De pronto, la puerta de nuestra habitación se abrió con un terrible chirrido y la negra sombra de un hombre apareció en el umbral, precisamente cuando nuestro conde casi se enamoraba de la hija del procurador. El hombre de la sombra, con su linterna eléctrica encendida, expulsó al conde francés y nos devolvió a la realidad.

Era el jefe de nuestra aldea. Llevaba una gorra y su rostro, hinchado hasta las orejas, estaba atrozmente acentuado, deformado por las sombras negras que sobre él dibujaba la luz de su linterna eléctrica. Estábamos tan sumidos en el relato de Dumas que no habíamos oído el ruido de sus pasos.

—¡Ah! ¿Qué le trae por aquí? —exclamó el sastre—. Me preguntaba si tendría la suerte de verlo este año. Me han dicho que las ha pasado canutas por culpa de un médico torpe.

El jefe no lo miró; era como si no estuviera allí. Dirigió hacia mí la luz de su linterna eléctrica.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

—Sígueme. Hablaremos en la oficina de Seguridad Pública del municipio.

Debido a sus dolores dentales, no podía gritar, pero su murmullo casi inaudible me agitó profundamente: el nombre de aquel despacho significaba, la mayoría de las veces, tortura física e infierno para los enemigos del pueblo.

—¿Por qué? —le pregunté encendiendo con mano temblorosa la lámpara de petróleo.

—Estás contando cochinadas reaccionarias. Por fortuna para nuestra aldea, no duermo y velo constantemente. No os ocultaré la verdad: estoy aquí desde la medianoche y he oído toda tu historia reaccionaria del conde Nosequé.

—Cálmese, jefe —intervino Luo—. Ese conde ni siquiera es chino.

—Me importa un bledo. Algún día, nuestra revolución triunfará en el mundo entero. Y un conde, sea cual sea su nacionalidad, no puede ser más que un reaccionario.

—Aguarde, jefe —lo interrumpió Luo—. No conoce usted el comienzo de la historia. Ese tipo, antes de disfrazarse de noble, era un pobre marinero, una categoría clasificada entre las más revolucionarias, de acuerdo con El pequeño libro rojo.

—¡No me hagas perder el tiempo con tu cháchara de mierda! —dijo el jefe—. ¿Conoces a alguien que sea bueno y quiera tender una trampa a un procurador?

Y al decirlo escupió en el suelo, señal de que se disponía a llegar a las manos si yo no me movía.

Me levanté. Atrapado y resignado, me puse una chaqueta de tela basta y un pantalón resistente, como un hombre que se prepara para un largo período penitenciario. Al vaciar los bolsillos de mi camisa, encontré algunas monedas y se las tendí a Luo, para que no cayeran en manos de los verdugos de la Seguridad Pública. Luo arrojó las monedas en la cama.

—Voy contigo —me dijo.

—No, quédate aquí y encárgate de todo, para lo mejor y para lo peor.

Al pronunciar estas palabras, tuve que esforzarme por contener mis lágrimas. Vi, en los ojos de Luo, que comprendía a qué me refería: esconder bien los libros por si, torturado, yo lo traicionaba; ignoraba si podría soportar que me abofetearan, pegaran y azotaran, como sucedía, según decían, durante los interrogatorios en aquel despacho. Como un cautivo abatido, fui hacia el jefe con las piernas temblorosas, exactamente como en mi primera pelea de niño, cuando me había arrojado contra mi adversario para demostrar que era valeroso, aunque el vergonzoso temblequeo de mis piernas me había traicionado.

Su aliento olía a caries. Sus ojillos y las tres gotas de sangre me recibieron con una mirada dura. Creí, por un instante, que iba a agarrarme del cuello y a arrojarme escaleras abajo. Sin embargo, permaneció inmóvil. Su mirada me abandonó, trepó por los barrotes de la cama y se clavó en Luo, preguntando:

—¿Recuerdas el pedazo de estaño que te mostré?

—La verdad, no —contestó Luo, perplejo.

—El chirimbolo que te pedí que me metieras en la muela enferma.

—Ah, sí, ahora lo recuerdo.

—Sigo teniéndolo —dijo el jefe sacando del bolsillo de su chaqueta el paquetito de satén rojo.

—¿Adónde quiere ir a parar? —le preguntó Luo, más perplejo aún.

—Si tú, el hijo de un gran dentista, puedes curar mi muela, dejaré en paz a tu compañero. De lo contrario, me llevo a este sucio narrador de historias reaccionarias al despacho de la Seguridad.

La dentadura del jefe parecía una cordillera destrozada. En una encía negruzca e hinchada se erguían tres incisivos parecidos a rocas prehistóricas de basalto, de color oscuro, mientras que sus caninos evocaban piedras de la época diluviana, tabas mates de color tabaco. Por lo que a los molares se refiere, algunos presentaban ranuras en la corona, lo cual, según afirmó el hijo del dentista en tono académico, era la marca de un antecedente de sífilis. El jefe apartó la cabeza, sin desmentir el diagnóstico.

El diente causante de sus desgracias se encontraba al fondo del paladar, erguido cerca de un agujero negro como un escollo calcáreo, conchífero, poroso, solitario y amenazador. Era una muela del juicio, cuyo esmalte y marfil estaban muy estropeados, y donde se había formado una caries. La lengua del jefe, viscosa, de un rosa pálido tirando a amarillento, no dejaba de sondear la profundidad de la cavidad vecina, debida a la metedura de pata del precedente dentista; luego, subía hasta acariciar amorosamente el islote aislado, para terminar emitiendo un chasquido de consuelo.

Una aguja de máquina de coser, de acero cromado, algo más gruesa que las normales, se deslizó en la boca abierta de par en par del jefe y se inmovilizó sobre la muela del juicio, pero, en cuanto la rozó con delicadeza, la lengua del jefe se lanzó por reflejo hacia la intrusa a una velocidad fulgurante y tanteó aquel cuerpo frío, metálico y ajeno hasta su extremidad puntiaguda. Un temblor la sacudió. Retrocedió, como si sintiera cosquillas, y enseguida volvió a la carga; excitada por la sensación desconocida, lamió casi con voluptuosidad la aguja.

El pedal de la máquina se puso en marcha bajo los pies del viejo sastre. La aguja, unida por un cordón a la polea de la máquina, comenzó a girar; asustada, la lengua del jefe se crispó. Luo, que sujetaba la aguja con la punta de los dedos, ajustó la posición de su mano. Aguardó unos segundos; luego, la velocidad del pedal se aceleró y la aguja atacó la caries arrancando al paciente un aullido desgarrador. Apenas Luo apartó la aguja el jefe rodó, como una vieja roca, del lecho que habíamos instalado junto a la máquina de coser, encontrándose casi en el suelo.

—¡Ha estado a punto de matarme! —le dijo al sastre, levantándose—. ¿Me está tomando el pelo?

—Le había prevenido —respondió el sastre— de que esto sólo lo había visto en las ferias. Usted ha insistido para que juguemos a los charlatanes.

—Hace un daño del demonio —dijo el jefe.

—El dolor es inevitable —afirmó Luo—. ¿Conoce usted la velocidad de una fresa eléctrica en un hospital de verdad? Varios centenares de revoluciones por segundo. Y cuanto más lenta gira la aguja, más duele.

—Prueba una vez más —dijo el jefe con decisión, encasquetándose la gorra—. Hace una semana que no puedo comer ni dormir, mejor será terminar de una vez para siempre.

Cerró los ojos para no ver cómo entraba la aguja en su boca, pero el resultado fue idéntico. El atroz dolor lo arrojó fuera de la cama, con la aguja plantada en la muela.

Su violento movimiento hizo vacilar la lámpara de petróleo con cuya llama, en una cuchara, fundía yo el estaño.

Pese a lo divertido de la situación, nadie se atrevía a reírse, por temor a que relanzara el tema de mi inculpación.

Luo recuperó la aguja, la limpió, la comprobó y le tendió un vaso de agua al jefe para que se enjuagara la boca; éste escupió sangre en el suelo, justo junto a la gorra.

El viejo sastre adoptó un aire asombrado.

—Está usted sangrando —dijo.

—Si quiere que perfore su caries —dijo Luo recogiendo la gorra y volviéndola a poner en la enmarañada cabeza del jefe—, no veo más solución que atarlo a la cama.

—¿Atarme? —gritó ofendido el jefe—. ¡Olvidas que me han designado para dirigir la comuna!

—Su cuerpo se niega a colaborar y debemos jugarnos el todo por el todo.

Su decisión me sorprendió de verdad. Me he hecho a menudo, me he repetido muchas veces y sigo repitiéndome aún hoy, la misma pregunta: ¿cómo es posible que aquel tirano político y económico, aquel policía de aldea, aceptara una proposición que lo ponía en una posición tan ridícula como humillante? ¿Qué diablos pasó por su cabeza? En aquel momento no tuve mucho tiempo para pensar en la cuestión. Luo lo ató rápidamente y el sastre, viendo que le atribuían la difícil tarea de mantener aquella cabeza entre sus manos, me pidió que lo relevara al pedal.

Me tomé muy en serio mi nueva responsabilidad. Me descalcé, y cuando las plantas de los pies tocaron el pedal, sentí que todo el peso de la misión gravitaba sobre mis músculos.

En cuanto Luo me hizo una señal, mis pies presionaron el pedal para poner la máquina en marcha, viéndose rápidamente arrastrados por el rítmico movimiento del mecanismo. Aceleré como un ciclista que volara por la carretera general; la aguja se agitó, tembló, entró de nuevo en contacto con el escollo solapado y amenazador. Aquello produjo, primero, un chisporroteo en la boca del jefe que se debatía como un loco en una camisa de fuerza. No sólo estaba atado a la cama por una gruesa cuerda, sino también aprisionado entre las férreas manos del viejo sastre que le sujetaba el cuello, lo atenazaba, lo mantenía en una posición digna de una escena de captura cinematográfica. De la comisura de sus labios escapaba espuma; estaba pálido, respiraba penosamente y gemía.

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