Barbagrís (28 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Martha no dejó que esta situación afectara sus relaciones matrimoniales. Se conocían desde hacía demasiado tiempo, y habían atravesado demasiados momentos difíciles. Para reforzar su propósito, comparaba su amor con el lago donde Algy trabajaba todos los días: la superficie reflejaba todos los cambios de clima, pero en el fondo reinaba una paz inalterable. A causa de esto, dejó que transcurrieran los días y mantuvo su corazón abierto a todo.

Una radiante tarde veraniega, ella regresó a sus habitaciones —se habían trasladado a una vivienda mucho mejor en Peck— y se encontró allí a su marido. Él se había lavado las manos y peinado cuidadosamente.

Se dieron un beso.

—Joe Flitch ha tenido una pelea con su esposa. Me ha despachado temprano para discutir en paz, o por lo menos eso es lo que ha dicho. Y hay otra razón… hoy es mi cumpleaños.

—¡Oh, cariño, me había olvidado! Casi nunca pienso en la fecha, sólo en el día de la semana.

—Es el siete de junio, cumplo cincuenta y seis años, y tú estás tan guapa como siempre.

—¡Y tú eres el hombre más guapo del mundo!

—¿Todavía? ¿Y soy el más guapo?

—Mmm, sí, aunque éste es un juicio muy subjetivo. ¿Cómo podemos celebrarlo? ¿Es que vas a llevarme a la cama?

—Para variar, no. He pensado que quizá te gustaría dar un paseo en el esquife, ya que hace tan buena tarde.

—Cariño, ¿es que no estás harto de ese esquife, bendito de ti? Sí, me encantaría dar un paseo por el lago, si tú quieres.

Él le acarició el cabello y contempló su amado rostro. Después abrió la mano izquierda y le enseñó la bolsa de dinero que tenía en ella. Martha le miró interrogativamente.

—¿Dónde lo has conseguido, Algy?

—Martha, hoy ha sido mi último día de trabajo aquí. Este último año y medio debo haber estado loco para esclavizarme tal como lo he hecho. ¿Y para qué? Para ganar bastante dinero y comprar ese maldito camión que se pudre en la catedral. —Le falló la voz—. He esperado tanto de ti… lo siento, Martha, no sé por qué lo he hecho, ni por qué no me has pegado a causa de ello, pero ahora ya he desechado esa idea absurda; el tesorero me ha devuelto el dinero, la mayor parte de los ahorros de dos años. Somos libres de irnos, ¡de abandonar juntos esta pocilga!

—Oh, Algy, tú… Algy, he sido feliz aquí. Ya sabes que he sido feliz; los dos hemos sido felices, hemos vivido en paz. Esto es un hogar.

—Bueno, ahora vamos a seguir adelante. Aún somos jóvenes, ¿no es así, Martha? ¡Dime que aún somos jóvenes! No nos pudramos aquí. Llevemos a término nuestro antiguo plan y remontemos el río hasta su desembocadura y el mar abierto. Te gustaría, ¿verdad? Puedes, ¿verdad?

Ella miró a lo lejos, a la radiante luz que iluminaba el tejado de los establos y el claro cielo vespertino que había sobre el tejado. Al fin, con voz llena de gravedad, dijo:

—Es el sueño de tu vida, ¿verdad, Algy?

—Oh, amor mío, ya sabes que sí, y a ti también te gustará. Este lugar es como… oh, como una especie de trampa materialista. En la costa habrá otras comunidades donde poder establecernos. Allí todo será distinto… No llores, Martha, no llores, mi amor.

Era casi oscuro cuando hubieron reunido sus posesiones y atravesaron por última vez la alta puerta del colegio, en dirección al bote, el río y lo desconocido.

6. Londres

Martha descubrió, con gran sorpresa, que todos sus miembros temblaban de satisfacción ante la libertad de encontrarse nuevamente en el río. Se sentó en el esquife abrazandose las rodillas, y sonrió al ver sonriendo a Barbagrís. Su decisión de seguir adelante no era tan espontánea como él quiso demostrarle. Su barca estaba bien aprovisionada y tenían una veía mejor que antes. Con gran alegría, Martha se enteró de que Charley Samuels les acompañaba; había envejecido notablemente durante su estancia en Oxford; tenía las mejillas hundidas y tan pálidas como la cera; «Isaac», el zorro, había muerto un par de meses atrás, pero Charley seguía siendo tan buen amigo como siempre. No vieron a Jeff Pitt para decirle adiós; se había desvanecido en el acuoso laberinto del lago hacía una semana, y nadie le había visto desde entonces; si había muerto allí, o salido a buscar nuevos terrenos de caza, constituía un misterio.

Para Barbagrís, tener nuevamente el agua del río debajo de la quilla era una liberación. Se puso a silbar mientras navegaban río abajo, pasando muy cerca del lugar donde en días de Croucher, Martha y él compartieran un piso, se pelearan, se inquietaran y fueran conducidos a los barracones de Cowley. Su carácter había cambiado mucho, tanto que no podía recordar la clase de persona que era entonces. Mucho más cerca de su corazón —¡ah, y con más claridad en su memoria!— estaba el niño que había sido, amante de los viajes por el soleado Támesis, en aquellos meses de 1982, cuando se recuperaba de los efectos de la radiación.

Mientras navegaban hacia el sur, aquella nueva libertad le hizo retroceder hasta la vieja libertad de su infancia.

Pero era sólo su memoria lo que calificaba de libre esa época. El niño que él había sido era menos libre que el hombre de tez curtida, calvo y de barba gris que se hallaba sentado en su barca al lado de su esposa. El niño era un prisionero, prisionero de su debilidad y falta de conocimientos, de los caprichos de sus padres, del monstruoso destino que se había desencadenado sobre el mundo tan recientemente que el mundo aún no había asimilado todas sus consecuencias. El niño era un peón.

Por otra parte, el niño tenía un largo camino de dolores, perplejidades y luchas ante sí. Así pues, ¿cómo podía el hombre volver la vista atrás desde una perspectiva de cuarenta y nueve años y considerar a aquel niño encajonado por los acontecimientos con una emoción más parecida a la envidia que a la compasión?

Cuando el automóvil se detuvo, «Oso Jock», el osito de trapo vestido con un pijama de cuadros, se cayó de la repisa trasera al asiento del coche. Algy lo cogió y volvió a ponerlo en su lugar.

—«Jock» también debe de estar enfermo, mamá. Va de un lado a otro como todo lo de aquí atrás.

—Quizá se encuentre mejor cuando hayamos visto la casa —dijo Patricia Timberlane. Enarcó las cejas y miró a su amiga Venice, que iba con ella en el asiento delantero—. Estoy segura de que yo sí —añadió.

Se apeó y abrió la portezuela trasera, ayudando a bajar a su hijo. Este era alto para un niño de siete años, pero la enfermedad de la radiación le había dejado pálido y muy delgado. Tenía las mejillas hundidas y la piel áspera. Entre cuidarle y estar enferma ella misma, se encontraba tan mal como su aspecto daba a entender. Pero sonrió alentadoramente, y dijo:

—Supongo que a «Jock» no le gustará dar un vistazo a la nueva casa, ¿verdad?

—Ya te lo he dicho, mamá, «Jock» está enfermo. Vaya, cuando estás enfermo, lo único que quieres hacer es morirte, tal como hizo Frank. Así que si a ti no te importa, se quedará en el coche.

—Como tú quieras. —Aún le dolía que le recordaran la muerte de Frank, su hijo mayor, ocurrida tras muchos meses de enfermedad.

Venice acudió en su ayuda.

—¿No te gustaría quedarte fuera jugando, Algy, mientras mamá y yo vemos la casa? Aquí hay un jardín muy bonito. Ten cuidado de no caerte al Támesis, porque te mojarías mucho.

Mayburn era una casa tranquila, situada a la orilla del río y no muy lejos del suburbio londinense donde vivían los Timberlane. Hacia seis semanas que estaba desalojada, y el agente de la propiedad inmobiliaria que entregó las llaves a Patricia le aseguró que aquél era el momento de comprar, ya que el mercado había tocado fondo. Aquélla era su segunda visita a la propiedad; en la primera ocasión había ido con su marido, pero ahora quería que la viera alguien más receptivo. Arthur estaba muy bien, pero tenía dificultades monetarias.

La atracción de la casa consistía en sus pequeñas dimensiones y la larga faja de terreno que tenía detrás, que conducía al río y a un embarcadero flotante. El lugar les convenía a ambos; Arthur adoraba la jardinería, y a ella le encantaba el río. Para ella había sido una verdadera delicia, a principios de verano, cuando tanto ella como Algy empezaban a mejorar, vestirse con ropas ligeras y embarcar en uno de los botes de recreo que salían del muelle de Westminster y remontaban el río, desde donde veían deslizarse la ciudad ante sus ojos. En el río, la debilidad de la convalecencia había adoptado una característica casi espiritual.

Abrió la puerta principal y entró, seguida por Venice. Algy correteaba detrás de la casa.

—Naturalmente, ahora se ve un poco lúgubre —dijo Patricia, mientras recorrían las sonoras habitaciones—. Los últimos propietarios estaban locos por la pintura blanca… ¡tan sosa! Pero cuando esté redecorada, parecerá una casa distinta. He pensado tirar esta pared al suelo —hoy día nadie quiere un comedor de diario— y entonces disfrutaremos de esta maravillosa vista sobre el río. ¡Oh, no puedes imaginarte lo contenta que estoy de salir de Twickenham! Es una parte de Londres que empeora año tras año.

—A Arthur parece que le sigue gustando —dijo Venice, observando atentamente a su amiga mientras Patricia miraba por una ventana.

—Arthur es… bueno, ya sé que ahora estamos más cerca de la fábrica que si no nos trasladáramos aquí. Oh, claro que los tiempos son difíciles, Venice, y esta odiosa enfermedad radiactiva nos ha dejado a todos un poco deprimidos; pero ¿por qué no hace Arthur un esfuerzo para animarse? Quizá te parezca horrible, pero me aburre tanto… Ahora tiene ese nuevo amigo, Keith Barratt, para distraerle…

—Oh, ya sé que te gusta mucho Keith —dijo Venice, sonriendo.

Patricia se volvió hacia su amiga. Había sido muy hermosa antes de su enfermedad y de la muerte de Frank; ahora que su vivacidad había desaparecido, era evidente que la mayor parte de su antigua belleza residía en esa cualidad.

—¿Es que se nota? Nunca le he dicho nada a nadie. Venny, estás casada desde hace más tiempo que yo. ¿Sigues enamorada de Edgar?

—No soy tan demostrativa como tú. Sí, amo a Edgar. Le amo por muchas cosas. Es un hombre estupendo, amable, inteligente, no ronca. Le amo porque sale mucho, y esto facilita nuestras relaciones. Eso me recuerda que vuelve esta noche de dar una conferencia médica en Australia. No podemos eternizarnos aquí. Tengo que volver a casa y hacer algo de cena.

—Quieres cambiar de tema, ¿verdad?

Por la ventana de la cocina, lanzaron una ojeada a Algy, que corría por el césped en persecución de algo que nadie sabría jamás lo que era. Corría detrás de un lilac y examinaba la valla que dividía aquel jardín del vecino. La peculiaridad del lugar le excitaba; había pasado demasiados días en el conocido recinto de su dormitorio. La valla estaba rota en un punto, pero no hizo ninguna tentativa para entrar en el jardín vecino, aunque en su interior pensara lo maravilloso que seria si todas las vallas de los jardines se derrumbasen y uno pudiera ir adonde quisiera. Pasó una rama a lo largo de la verja, le gustó el resultado, y volvió a hacerio. Una niña de su misma edad apareció al otro lado del boquete.

—La derribarás mejor empujando —dijo.

—No quiero derribarla.

—Entonces, ¿qué estás haciendo?

—Verás, mi papá va a comprar esta casa.

—¡Qué pena! Entonces ya no podré arrastrarme por el agujero y jugar en el jardín. Apuesto algo a que tu viejo padre arreglará la valla.

Saltando en defensa de su padre, Algy dijo:

—No lo hará, porque no sabe arreglar vallas. No es nada hábil para estas cosas. —Mirándola con más atención a través de los matorrales, dijo—: ¡Vaya, si eres calva! ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Martha Jennifer Broughton, y todo mi cabello volverá a crecer cuando sea mayor.

Él se acercó más a la valla, dejando caer la rama para contemplarla. Llevaba un mono y una camisa fruncida, ambos rojos, y tenía un rostro abierto y simpático; pero todo su cráneo estaba completamente desnudo.

—¡Vaya, eres completamente calva!

—El doctor MacMichael dice que el cabello volverá a crecerme, y mi papá dice que es el mejor médico del mundo.

A Algy le sacaban de quicio las niñas que pretendían ser una autoridad en cuestiones médicas.

—Ya lo sé. Nosotros también tenemos al doctor MacMichael. Tenía que venir a verme todos los días porque he estado a las puertas de la muerte.

La niña se acercó aún más a la valla.

—¿Y llegaste a ver las puertas de la muerte?

—Estuve muy cerca. Pero fue muy aburrido. Agota todas tus reservas.

—¿Te lo dijo el doctor MacMichael?

—Sí; muy a menudo. Es lo que le ocurrió a mi hermano Frank. Sus reservas se agotaron. Se fue directo a las puertas de la muerte.

Los dos se echaron a reír. En vena de confidencias, Martha dijo:

—¿No están siempre muy frías las manos del doctor MacMichael?

—No me importa. Al fin y al cabo, tengo siete años.

—¡Qué divertido, igual que yo!

—Hay mucha gente que tiene siete años. Debo decirte que me llamo Algernon Timberlane, pero tú puedes llamarme Algy, y mi padre tiene una fábrica donde se hacen juguetes. ¿Quieres que juguemos juntos cuando yo venga a vivir aquí? Mi hermano Frank, el que está enterrado, decía que las niñas son tontas.

—¡No es verdad! Corro tanto que nadie puede alcanzarme.

—¡Huh, claro que sí! ¡Estoy seguro de que yo podría alcanzarte!

—Ya verás lo que vamos a hacer… vendré a tu jardín, porque es mejor; no tiene flores ni cosas como el nuestro, y jugaremos a perseguirnos.

Se encaramé a la verja rota, levantándose delicadamente las faldas, y pasó al jardín vecino. A él le gustó su cara. Olió el suave aroma de la tarde; vio los dibujos de luces y sombras encima de su cabeza desnuda, y se compadeció.

—La verdad es que no puedo correr demasiado —dijo—, porque he estado enfermo.

—Ya me parecía a mí que tenias mal aspecto. Deberías ponerte crema en las mejillas igual que yo. Bueno, podemos jugar al escondite. Tienes una magnífica glorieta donde esconderte.

Le tomó de la mano.

—Sí, juguemos al escondite —dijo él—. Puedes enseñarme la glorieta, si quieres.

Patricia había terminado de medir las ventanas para hacer las cortinas, y Venice fumaba un cigarrillo y estaba impaciente por irse.

—Ahí viene tu fiel marídito —anunció, al ver entrar un coche en el sendero.

—Me había prometido llegar media hora antes. Ultimamente, Arthur siempre se retrasa. Quiero saber su opinión acerca de esta cocina tan antigua. ¿Es Keith el que conduce?

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