Barbagrís (25 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

—Ya veremos. Mañana habrá tiempo para todo.

—No lo retrase demasiado, señor. Según una leyenda local, Oxford se está hundiendo en el río, y cuando se hunda completamente, todo un batallón de enanitos desnudos que ahora viven debajo del agua saldrán a la superficie como anguilas y vivirán aquí, en nuestro lugar.

Barbagrís contempló al hombre.

—Ya comprendo. ¿Y da crédito a esa historia?

—¿Qué ha dicho, señor?

—¿Se cree ese cuento?

El viejo se echó a reír, lanzando una mirada de soslayo a Martha.

—No digo que la crea ni que no la crea, pero sé muy bien lo que he oído, y dicen que por cada mujer que muere, nace otro de esos enanitos desnudos debajo del agua. Y esto sí que lo sé seguro, porque lo vi con mis propios ojos el pasado día de San Miguel… no, el del año anterior, porque este último San Miguel aún no había pagado el alquiler… Una vieja de noventa y nueve años murió en Grandpont, y justo al día siguiente una pequeña criatura de dos cabezas y desnuda flotaba junto al puente.

—¿Qué es lo que vio? —preguntó Martha—. ¿La anciana muerta o la criatura de dos cabezas?

—Bueno, paso por aquí muy a menudo —dijo confusamente el mensajero—. Lo que vi fue el funeral y el puente, pero muchos hombres me contaron el resto y no tengo razones para dudar de ellos. Lo dice todo el mundo.

Cuando se hubo ido, Martha dijo:

—Es extraño que todo el mundo crea en algo diferente.

—Todos están un poco locos.

—No, no creo que estén locos; lo que ocurre es que las creencias de las otras personas siempre parecen locuras, igual que sus pasiones. En los viejos tiempos, antes del Accidente, la gente se sentía más inclinada a guardar sus creencias para sí mismos, o bien confiarlas únicamente a médicos y psiquiatras. En algunos casos, se difundían, y entonces perdían su aire absurdo. Piensa en toda la gente que creía en la astrología, incluso mucho después de saberse que no eran más que tonterías.

—Es ilógico y, por lo tanto, una forma de locura —insistió Barbagrís.

—No, no lo creo así, Yo diría que es una forma de consolación. Este hombre de la nariz como una aguja de tejer acaricia el sueño absurdo de que pequeñas criaturas desnudas se adueñen de Oxford; esto le consuela, en cierto modo, de la muerte de los niños. La religión de Charley es el mismo tipo de consuelo. Tu reciente compañero de borrachera, Bunny Jingadangelow, se ha retirado a un mundo de vanidades.

Se dejó caer con fatiga sobre la cama de mantas y se estiró. Se quitó lentamente los sucios zapatos, se dio un masaje en los pies, y después se estiró completamente con las manos debajo de la cabeza. Miró a Barbagrís, cuya calva brillaba al estar agachado junto al fuego.

—¿Qué piensas, mi venerable amor? —preguntó ella.

—Me estaba preguntando si el mundo no se deslizaría, si no lo ha hecho ya, hacia una especie de demencia, ahora que todos los que quedan tienen más de cincuenta. ¿Acaso la cordura requiere un toque de infancia?

—No lo creo así. Somos asombrosamente adaptables, más de lo que nosotros mismos creemos.

—Sí, pero supongamos que un hombre pierde la memoria y no recuerda lo que le ocurrió antes de los cincuenta años, de modo que se halla completamente desarraigado de todas sus acciones precedentes… ¿no lo clasificarías como a un loco?

—Es sólo una analogía.

Él se volvió hacia ella y sonrió.

—Eres muy obstinada, Martha Timberlane.

—Después de tantos años, aún podemos tolerar nuestras estúpidas opiniones mutuas. ¡Es un milagro!

Él se acercó a ella, se sentó en la cama a su lado y le acarició el muslo.

—Quizá se deba a nuestra pizca de locura, consolación o lo que sea. Martha, ¿has pensado alguna vez…? —Hizo una pausa, y después continuó, frunciendo la cara en un ceño de concentración—. ¿Has pensado alguna vez que la horrible catástrofe de hace cincuenta años fue, bueno, fue una muerte para nosotros? Ya sé que parece una blasfemia; pero ¿no es posible que hayamos llevado una vida mucho más interesante que la existencia algo inútil que de otro modo habríamos tenido que aceptar como vida? Ahora podemos ver que los valores del siglo veinte eran falsos; de otra forma no habrían destrozado el mundo. ¿No crees que el Accidente nos ha hecho apreciar más las cosas vitales?

—No —repuso Martha con firmeza—. No, no lo creo. A estas alturas ya tendríamos hijos y nietos, a no ser por el Accidente, y no hay nada que pueda sustituirlos.

A la mañana siguiente, fueron despertados por el ruido de los animales, el cacareo de los gallos, las patadas de los renos e incluso el rebuzno de un asno. Dejando a Martha en el cálido lecho, Barbagrís se levantó y vistió. Hacía frío. Las corrientes de aire agitaban la alfombrilla del suelo, y habían desparramado las cenizas del fuego a lo largo y a lo ancho de la habitación.

En el exterior, apenas había luz natural y el cielo de los Midlands bañaba el patio de tonalidades frías. Pero había algunas antorchas encendidas y gente en movimiento, y sus voces sonaban con alegría, a pesar de que sus dueños carecían de dientes y estaban doblados por la edad. La puerta de entrada había sido abierta, y muchos de los animales salían por ella, algunos arrastrando carros. Barbagrís no sólo vio un asno, sino también un par de caballos, finas bestias jóvenes que arrastraban un carro. Eran los primeros que había visto en más de un cuarto de siglo. Los sectores del país estaban tan aislados unos de otros que prevalecían condiciones muy distintas.

La gente iba bastante bien vestida, y muchas personas llevaban abrigos de pieles. Arriba en las almenas, un par de centinelas se frotaban las costillas para entrar en calor y contemplaban el bullicio que reinaba abajo.

Una vez en la casita, donde ardían unas cuantas velas, Barbagrís encontró que el hombre de la triple papada no estaba de guardia. Su lugar se hallaba ocupado por un individuo gordinflón de la edad de Barbagrís, que resultó ser hijo del hombre de la papada; era tan afable como su padre adusto, y cuando Barbagrís le preguntó si sería posible obtener un empleo para los meses invernales, se volvió locuaz.

Se sentaron junto a una pequeña fogata, para resguardarse del frío que penetraba por las grandes verjas de entrada. Haciéndose oír por encima del rumor y estruendo del tráfico que pasaba junto a su vivienda, el individuo gordinflón empezó a charlar de Oxford.

Durante algunos años, la ciudad no había tenido un cuerpo gubernativo central. Los colegios la habían dividido y regido con indiferencia. Todos los delitos se penaban con dureza; pero hacía más de doce meses que no había fusilamientos en Carfax.

Christ Church y varios colegios más servían como una mezcla de castillo, hostería y casa solariega. Proporcionaban refugio y defensa siempre que era necesario, tal como ocurriera en el pasado. Los colegios de mayor tamaño poseían gran parte de la ciudad. Eran prósperos, y durante los últimos diez años habían vivido pacíficamente juntos, desarrollando la agricultura y la ganadería. Hacían lo que podían para instaurar desagües que evitaran la creciente subida del río y las inundaciones primaverales. Y en uno de esos colegios, situado en el otro extremo de la ciudad, llamado Balliol, el Señor cuidaba a tres niños que eran ceremoniosamente mostrados a la población dos veces al año.

—¿Qué edad tienen esos niños? ¿Los ha visto? —preguntó Barbagrís.

—Oh, sí, claro que los he visto. Todo el mundo ha visto a los niños de Balliol. No me los habría perdido por ninguna causa. La niña es una belleza. Debe de tener unos diez años, y su madre fue una imbécil que vivía en Kidlington, un pueblo metido en los bosques del norte. Los dos niños no sé de dónde vienen, pero uno de ellos lo pasó muy mal antes de llegar aquí, y he oído decir que incluso fue exhibido por un empresario en Reading.

—¿Y son completamente normales?

—Uno de los niños tiene un brazo inerte, un brazo que termina con tres dedos a la altura del codo, pero no se puede decir que eso sea una verdadera deformidad; la niña no tiene cabello y algo un poco extraño en una oreja, pero nada realmente deforme, y saluda a la multitud con mucha gracia.

—¿Los ha visto con sus propios ojos?

—Si, los he visto en The Broad, donde desfilan. Los niños no saludan tanto porque son mayores, pero no por eso dejan de ser hermosos jovenzuelos, y le aseguro que es una maravilla ver un poco de carne fresca.

—¿Está seguro de que son reales? ¿No es posible que se trate de viejos disfrazados, o algo así?

—Oh, no, no, no, ni hablar. Son pequeños, igual que los niños de las viejas fotografías, y resulta imposible equivocarse viéndoles la piel, ¿no cree?

—Bueno, he visto que tienen caballos. Es posible que tengan niños.

Entonces cambiaron de tema y, tras un rato de charla, el hijo del portero aconsejó a Barbagrís que fuera a hablar con uno de los estudiantes del colegio, el señor Norman Morton, que era el encargado de contratar al personal del colegio.

Martha y él realizaron una frugal comida a base de un duro y frío castor y un trozo de pan que ella había comprado la tarde anterior en uno de los puestos; después dijeron a Charley y Pitt adónde iban, y se encaminaron hacia las habitaciones de Norman Morton.

En Peck, el último patio cuadrangular del colegio, se había construido un bonito establo de dos pisos que podía albergar bestias y carros. Morton tenía sus habitaciones justo enfrente de dicho establo. En parte de esas habitaciones, vivía; en otras, guardaba animales.

Era un hombre alto, de anchas espaldas ligeramente encorvadas, un tic nervioso que le hacía asentir con la cabeza, y una tez tan arrugada que parecía haber sido pacientemente reconstruida. Barbagrís calculó que debía tener unos ochenta y cinco años, pero no daba muestras de querer prescindir de la buena vida. Cuando Martha y Barbagrís fueron conducidos a su presencia por un criado, el señor Norman Morton se hallaba ocupado con dos camaradas en saborear un vino fuertemente sazonado y aniquilar lo que parecía una pierna de cordero.

—Les daré un poco de vino si nos cuentan algo interesante —dijo, retrepándose en la silla y señalándoles con un condescendiente tenedor—. A mis amigos y a mí siempre nos han entretenido los cuentos de los viajeros, aunque generalmente sean mentiras. Si ustedes también piensan mentir, tengan la amabilidad de hacerlo con gracia.

—En mi juventud —dijo Martha, saludando con una grave inclinación de cabeza a los otros caballeros, cuyas bocas trabajaban afanosamente mientras devolvían el saludo de igual forma—, eran los anfitriones los que distraían a los visitantes, y no a la inversa. Pero en estos días, las sedes de la enseñanza albergan ganado en lugar de la cortesía.

Morton alzó un par de enmarañadas cejas y dejó el vaso encima de la mesa.

—Señora —repuso—, le ruego que me perdone. Si se viste como una vaquera, debe de estar acostumbrada a que la confundan con una vaquera, o eso es lo que a mí me parece. A cada uno su propia excentricidad. Permítanme que les sirva un poco de esta sangría, y después hablaremos como iguales, por lo menos hasta que se demuestre lo contrario.

El vino era bastante bueno para borrar parte de la acritud con que Morton se expresó. Barbagrís así lo dijo.

—Pasa muy bien —convino descuidadamente uno de los estudiantes. Era un hombre seboso, que respondía al nombre de Gavin, con la cara amarillenta y una frente que se enjugaba sin cesar—. Por desgracia, no es más que un vino casero. Terminamos las últimas botellas que estaban en las cavas del colegio cuando el decano fue depuesto.

Los tres hombres inclinaron la cabeza con burlona reverencia al oír mencionar al decano.

—Así pues, ¿cuál es su relato, viajeros? —preguntó Morton de forma más desenvuelta.

Barbagrís habló brevemente de sus años en Londres, de su roce con Croucher en Cowley, y de su largo retiro en Sparcot. Por mucho que los estudiantes lamentaran la ausencia de mentiras palpables, expresaron cierto interés por el relato.

—Recuerdo muy bien a ese tal comandante Croucher —dijo Morton—. No era del todo malo para ser un dictador. Afortunadamente, pertenecía a esa clase de analfabetos que conserva un impropio respeto hacia la erudición. Quizá debido a su padre, que, según los rumores, era un criado del colegio, su actitud hacia la Universidad fue sorprendentemente respetuosa. Teníamos que estar dentro del colegio a las siete de la tarde, pero eso no constituía ninguna privación. Recuerdo que incluso en aquellos tiempos uno consideraba este régimen como una necesidad histórica. Fue después de su muerte cuando las cosas llegaron a un punto realmente intolerable. Los soldados de Croucher se convirtieron en una pandilla de ladrones. Esa fue la peor época de nuestro miserable medio siglo de decadencia.

—¿Qué fue de esos soldados?

—Lo que era de esperar. Se mataron unos a otros, y el cólera se llevó al resto, gracias al cielo, me atrevería a decir. Durante un año, ésta fue una ciudad muerta. Los colegios estaban cerrados. No se veía a nadie. Yo fui a vivir a una casa de campo fuera de la ciudad. Al cabo de un tiempo, la gente empezó a regresar. Después, aquel invierno o el siguiente, la gripe se abatió sobre nosotros.

—En Sparcot también hubo muchas epidemias de gripe —dijo Barbagrís.

—Tuvieron suerte de escapar con vida. También tuvieron suerte de que la gripe asolara todos los centros importantes de población, no dejando más que a unas cuantas bandas armadas de hambrientos patanes que se dedicaban al pillaje y el robo.

El estudiante llamado Vivian dijo:

—En el mejor de los casos, este país sólo habría podido alimentar a la mitad del populacho con su agricultura. En peores circunstancias, alimentaría a menos de un sexto del total. En tiempos normales, la proporción de muertos era de unos seiscientos mil por año. Naturalmente, no poseemos las cifras exactas, pero me atrevería a decir que en la época de la que hablamos, hacia el veintidós o un poco antes, la población menguó de unos veintisiete millones a doce. Es fácil de calcular que en la década posterior a entonces la población ha debido menguar hasta la cifra de seis millones, basándonos en el porcentaje de muertos anterior. Dentro de otros diez años…

—Gracias, basta de estadísticas, Vivian —dijo Morton. Volviéndose hacia los visitantes, añadió—: Oxford ha sido un remanso de paz desde la epidemia de gripe. Claro que tuvimos algunas dificultades con Balliol.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Martha, aceptando otro vaso de aquel vino casero.

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