Bautismo de fuego (20 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

—Futuro, futuro... —El gnomo bebió la probeta, sacó un moco y con­templó al enano con una mirada algo nebulosa—. No digamos ni pío, Zoltan. Porque entodavía nos pueden pillar, y entonces nuestro futuro será la soga... O Drakenborg.

—¡Cierra el pico! —gritó el enano, mirándole amenazadoramente—. ¡Has hablado de más!

—La escopolamina —murmuró Regis por lo bajo.

El gnomo decía tonterías. Milva estaba sombría. Zoltan, olvidando que ya lo había hecho, contó todo sobre Hoog, la vieja seta, el estarosta de Maha­kam. Geralt, olvidando que ya lo había oído, escuchaba. Regis también escuchaba e incluso añadía comentarios, completamente tranquilo ante el hecho de que era el único sobrio en una cuadrilla bastante borracha ya. Jaskier picoteaba el laúd y cantaba.

No es poco común mujeres bellas y duras ver, cuanto más altivo el árbol, más cuesta subirse a él.

—Idiota —comentó Milva. Jaskier no se inmutó.

Con la moza puede y el árbol quien tonto no sea, hay que la hacha meter y se acabó el problema.

—El cáliz... —farfullaba Percival Schuttenbach—. La copa, quiero de­cir... Hecha de un solo cacho de ópalo lechoso... Oh, así de grande. La encontré en la cumbre del monte Montsalvat. Tenía los bordes guarneci­dos de jaspe y la base era de oro. Un verdadero milagro...

—No le deis más vodka —dijo Zoltan Chivay.

—Ahora, ahora —Jaskier se interesó, también farfullando—. ¿Qué pasó con aquella copa legendaria?

—La cambié por una mula. Necesitaba una mula para llevar la carga.. corindón y cristal de carbón. Tenía de ello... Eeeeh... Un montón... Eeeep...

La carga, es decir, era pesada, sin mula, ni un paso... ¿Para qué cono quería yo la puta copa?

—¿Corindón? ¿Cristal de carbón?

—Bueno, en vuestro idioma, rubíes y diamantes. Vienen bastante bien.

—Ya lo creo.

—Para los taladros y las limas. Para los rodamientos. Tenía un montón de ellos...

—¿Lo oyes, Geralt? —Zoltan agitó la mano y aunque estaba sentado, por poco no se cae de la agitación—. Como es canijo enseguida se ha pues­to como una cuba. Ha soñado con un montón de diamantes. ¡Cuidado, Percival, que no se te cumpla el sueño! A medias. ¡Aquél que no tiene que ver con los diamantes !

—Sueños, sueños —balbuceó de nuevo Jaskier—. ¿Y tú, Geralt? ¿Has soñado otra vez con Ciri? ¡Porque has de saber, Regis, que Geralt tiene sueños proféticos! Ciri es una Niña de la Sorpresa, Geralt está enlazado con ella por lazos del destino, por eso la ve en sueños. Has de saber tam­bién que nosotros vamos a Nilfgaard, para quitarle nuestra Ciri al empera­dor Emhyr, que la ha raptado. ¡Pero lo lleva claro, el hijo de puta, porque se la vamos a quitar antes de que se dé cuenta! Os contaría más, muchachos, pero es un secreto. Un secreto terrible, oscuro y cruel... Nadie ha de ente­rarse de ello, ¿entendéis? ¡Nadie!

—Yo no he oído nada —aseguró Zoltan, mientras miraba con descaro al brujo—. Me da que me ha caído una tijereta en la oreja.

—Estas tijeretas son una verdadera plaga —reconoció Regis, haciendo como que se hurgaba en el oído.

—Vamos a Nilfgaard... —Jaskier se apoyó en el enano para mantener el equilibrio, lo que en buena medida resultó un error—. Esto es, como he dicho, un secreto. ¡Un secreto objetivo!

—Y en verdad está bien escondido. —El barbero asintió con la cabeza, al tiempo que miraba a Geralt, que estaba blanco de la rabia—. Analizando la dirección de vuestra marcha, incluso la persona más llena de sospechas no imaginaría nunca el objetivo de vuestro viaje.

—Milva, ¿qué te pasa?

—No me hables, idiota borracho.

—¡Je! ¡Está llorando! Eh, mirad...

—¡Vete al cuerno, te digo! —La arquera se limpió las lágrimas—. Porque te meto un tiento entre ceja y ceja, rascaversos de mierda... Pasa el vaso, Zoltan...

—No sé dónde se ha metido... —farfulló el enano—. Ah, aquí. Gracias, barbero... ¿Y dónde diablos está Schuttenbach?

—Ha salido. Hace algún tiempo. Jaskier, te recuerdo que prometiste que me contarías la historia de la Niña de la Sorpresa.

—Ahora, ahora, Regis. Sólo me echo un traguito... Y te cuento todo... Sobre Ciri, sobre el brujo... Con detalles...

—¡Para joder a los hijos de puta!

—¡Más bajo, enanos! ¡Que vais a alborotar a la mocería que duerme ante la choza!

—No te enfades, arquera. Aquí tienes, bebe.

—Eech. —Jaskier pasó por la cabaña una mirada ligeramente perdi­da—. Si me viera ahora la condesa de Lettenhove...

—¿Quién?

—No importa. Joder, es verdad que este orujo suelta la lengua... Geralt, ¿te echo más? ¡Geralt!

—Déjale en paz —dijo Milva—. Que sueñe.

El establo que estaba en las afueras de la aldea vibraba con música, la música les llegó antes de que se acercaran, les llenó de excitación. Contra su voluntad, comenzaron a balancearse en las sillas de los caballos que iban al paso, primero al ritmo de un sordo chasquido de tambor y bajo, luego, cuan­do estuvieron más cerca, al compás de una melodía que surgía de la zanfona y de los pitos. La noche era fría, la luna estaba en fase de llena, a su resplan­dor la cabaña, brillando con luz que latía a través de las ranuras entre las tablas, parecía como un castillo encantado de los cuentos.

Por las puertas del establo surgían ruidos y destellos, pulsantes a cau­sa de las parejas que bailaban.

Cuando entraron la música se apagó de inmediato, se disolvió en un acorde agudo y falso. Los villanos sudorosos y cansados por el baile se apartaron, bajando del tablado, se acurrucaron junto a las paredes y los postes. Ciri, que iba junto a Mistle, vio los ojos desencajados de miedo de las muchachas, observó la mirada dura, obstinada y dispuesta a todo de los hombres y los muchachos. Escuchó los susurros crecientes y el ronro­neo, más ruidoso que el templado berrido de una gaita, que el zumbido de insecto de los violines y las zanfonas. Un susurro. Ratas... Ratas... Bandoleros...

—Sin miedo —dijo Giselher en alta voz mientras lanzaba a los enmude­cidos músicos un saquete lleno y tintineante—, hemos venido a divertir­nos. La fiesta es para todos, ¿no es cierto?

—¿Dónde está la cerveza? —Kayleigh meneó otra bolsa—. ¿Y dónde está aquí la hospitalidad?

—¿Y por qué está todo tan silencioso aquí? —Chispa miró a su alrede­dor—. ¡Hemos bajado de los montes para divertirnos y no a un funeral!

Uno de los aldeanos quebró por fin la indecisión y se acercó a Giselher con una jarra de barro de la que se derramaba la espuma. Giselher la aceptó con una reverencia, bebió, lo agradeció con cortesía y educación. Unos cuantos muchachos gritaron con entusiasmo. Pero los otros callaban.

—Eh, compadres —gritó de nuevo Chispa—. ¡Tengo ganas de bailar, pero veo que primero hay que menearos!

Junto a la pared del establo había una pesada mesa llena de cacharros de barro. La elfa dio unas palmadas y saltó con agilidad sobre la tabla de roble. Los muchachos recogieron los cacharros a toda prisa y los que no acertaron a recoger, Chispa los tiró a patadas.

—Venga, señores tocadores —apoyó los puños en las caderas, agitó los cabellos—. Enseñadme lo que sabéis. ¡Música!

Dio un rápido compás con los tacones. El tambor lo repitió, el bajo y el salterio los siguieron. Los caramillos y la zanfona alzaron la melodía, com­plicándola rápidamente, obligando a Chispa a cambiar el paso y el ritmo. La elfa, coloreada y ligera como una mariposa, se adaptaba con facilidad, bailoteaba. Los aldeanos comenzaron a dar palmas.

—¡Falka! —gritó Chispa, entrecerrando los ojos alargados con un fuerte maquillaje—. ¡Eres rápida con la espada! ¿Y en el baile? ¿Eres capaz de seguirme el paso?

Ciri se liberó de los brazos de Mistle, se desenrolló el pañuelo del cuello, se quitó la boina y el capote. Dio un paso y se encontró en la mesa, junto a la elfa. Los muchachos gritaban con entusiasmo, el tambor y el bajo gol­peaban, la gaita cantaba con sonido lastimero.

—¡Tocad, músicos! —gritó Chispa—. ¡Seguid el oído! ¡Y con brío!

Inclinándose a un lado y echando muy hacia atrás la cabeza, la elfa encogió los pies, bailoteó, golpeó con los tacones en un rítmico y rápido staccato. Ciri, hechizada por el ritmo, repitió los pasos. La elfa sonrió, saltó, cambió el ritmo. Ciri, con un brusco tirón de la cabeza, se retiró los cabellos de la frente, la siguió con perfección. Bailotearon las dos al mismo tiempo, cada una como un reflejo especular de la otra. Los muchachos aullaban, gritaban bravos. La zanfona y los violines se alzaron en un agu­do canto, haciendo pedazos los profundos y cadenciosos ritmos del bajo y los gemidos de la gaita.

Las dos bailaban, tiesas como juncos, tocándose los codos, con las manos apoyadas en las caderas. Las chapas de los tacones daban el ritmo, la mesa se movía y temblaba, a la luz de las velas de sebo y los candiles se agitaba el polvo.

—¡Más rápido! —Chispa apremió a los músicos—. ¡Con brío!

Aquello ya no era música, aquello era la locura.

—¡Baila, Falka! ¡Olvídate de todo!

Tacón, punta, tacón, punta, tacón, paso adelante, paso atrás, movi­miento con los brazos, los puños en las caderas, tacón, tacón. La mesa tiembla, la luz ondea, la masa ondea, todo ondea, el establo entero baila, baila, baila... La masa aúlla, Giselher aúlla, Asse aúlla, Mistle se ríe, da palmadas, todos dan palmadas y patalean, el establo tiembla, la tierra tiembla, tiemblan los cimientos del mundo. ¿El mundo? ¿Qué mundo? No hay otro mundo, no hay nada, sólo hay baile, baile... Tacón, punta, ta­cón... Los codos de Chispa... Fiebre, fiebre... Ya sólo chirrían los violines, los caramillos, el bajo y la gaita, el tamborilero sólo alza y baja los palillos, ya no es necesario, ellas marcan el ritmo, Chispa y Ciri, sus tacones, la mesa hasta crepita y se balancea, crepita y se balancea todo el establo... El ritmo, el ritmo está en ellas, la música está en ellas, ellas son la música.

Los cabellos oscuros de Chispa bailan sobre su cabeza y sus hombros. Las cuerdas de la zanfona soportan un canto febril, ardiente, que alcanza los registros más altos. La sangre aporrea las sienes.

Olvidarse. Ser olvidado.

Soy Falka. ¡Siempre fui Falka! ¡Baila, Chispa! ¡Da palmas, Mistle! El violín y la flauta terminan la melodía con un acorde alto y agudo, Chispa y Ciri puntúan el fin del baile con una tormenta de taconeos simultáneos y sus codos no pierden por ello el contacto. Ambas jadean, agotadas, sudo­rosas, se echan la una sobre la otra de pronto, se abrazan, llenándose mutuamente de sudor, calor y felicidad. El establo explota en un gran estruendo, las palmadas de decenas de manos.

—Falka, diablillo —jadea Chispa—. Si nos aburrimos de saltear por los caminos siempre podemos ganarnos la vida como bailarinas...

Ciri también jadea. No es capaz de decir ni palabra. Sólo sonríe espasmódicamente. Por sus mejillas corren las lágrimas.

En la multitud, de pronto, un grito, agitación. Kayleigh empuja con violencia a un fuerte aldeano, el aldeano empuja a Kayleigh, ambos se encuentran en un abrazo, se suceden los puños en alto. Reef se acerca, a la luz de las antorchas brilla un estilete.

—¡No! ¡Quietos! —grita Chispa—. ¡Nada de peleas!

—¡Ésta es una noche para bailar! —La elfa toma a Ciri de la mano, am­bas revolotean de la mesa al tablado—. ¡Músicos, tocad! ¡Quien quiera mos­trar cómo sabe saltar, que venga con nosotras! ¡Venga! ¿Quién se atreve?

El bajo zumba monótono, a su zumbido se añade el chirrido cruel de la gaita, después de lo cual viene el agudo canto de la zanfona. Los aldeanos sonríen, se empujan los unos a los otros, vencen su vacilación. Uno, fuerte y de cabellos claros, toma a Chispa. Otro, joven y delgado, se inclina inde­ciso ante Ciri. Ciri echa hacia atrás la cabeza con desprecio, pero de inme­diato sonríe dando su aprobación. El muchacho posa sus manos en su talle, Ciri pone las suyas en sus hombros, el contacto la corta como un relámpago de fuego, la llena de un deseo escondido.

—¡Con brío, músicos!

El establo tiembla con los gritos, vibra con el ritmo y la melodía.

Ciri baila.

Capítulo cuarto

Vampiro a. espectro, muerto es, revivido por el Caos. Habiendo per­dido su primera vida, el v. usa de una segunda en la noche. Sale de la tumba, a la luz de la luna y sólo bajo los sus rayos puede actuar. Ataca a las mozas que duermen o a los mozos de labranza, a los cuales, sin despertarlos, su dulce sangre bebe.

Physiologus

Los aldeanos comieron ajo en grandes cantidades, y, para más seguri­dad, colocáronse collares de ajos en el cuello. Algunos, en especial las hembras, pusiéronse ajo en la cabeza por todos lados. Toda la aldea a ajo horrendamente apestaba, los villanos entonces pensaron que estaban seguros y que el espectro nada podría hacerles. Grande fue entonces su asombro cuando él espectro, volando a la media noche, no vaciló ante la protección, sino que se rió como loco, haciendo chirriar los dientes de regocijo y de mofa. «Bueno es», dijo, «que os hayáis sazonado, puesto que voy a comeros y la carne bien sazonada me es de más gusto. Echaos además sal y pimienta también y sin olvidar la mostaza.»

Silvester Bugiardo, Liber Tenebrarum o Libro de los Sucesos Terribles pero Ciertos, nunca Explicados por la Ciencia

La luna brilla, el muerto vuela, El vestidito ondea, ondea... ¿Señorita, no tienes miedo?

Canción popular

 

Los pájaros, como de costumbre, precedieron al sol naciente, rellenando la grisácea y nebulosa calma del amanecer con una verdadera explosión de gor­jeos. Como siempre, las primeras dispuestas a la marcha eran las silenciosas mujeres de Kernow y sus hijos. Igualmente rápido y enérgico resultó el barbe­ro Emiel Regis, que se les unió con bastón de viaje y bolsa de cuero al hombro. Los demás de la compaña, los que por la noche habían disfrutado de la destilería, no estaban tan frescos. El frío de la mañana despertó y reanimó a los aguardenteros, pero no consiguió hacer desaparecer por completo las huellas de la acción del orujo de mandrágora. Geralt se despabiló en un rincón de la casucha con la cabeza en el regazo de Milva. Zoltan y Jaskier, abrazados, yacían sobre el montón de raíces de alraune, roncando de tal modo que hasta movían los hatos de hierbas que colgaban de las paredes. A Percival lo encon­traron detrás de la choza, hecho un ovillo junto a un arbolillo de cerezas y cubierto con una estera de paja que le servía a Regis para limpiarse los zapa­tos. Los cinco dejaban ver síntomas manifiestos aunque diferentes de cansan­cio, así como un intenso deseo de apaciguar la sed en la fuente.

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